25

El director del banco no le hizo esperar. Salió a recibirle, le saludó con un fuerte apretón de manos y le invitó a pasar a su despacho. El director andaba por la cincuentena, impecablemente vestido con traje de rayas finas y corbata a juego, y calzaba unos deslumbrantes zapatos de charol. Era de la estatura de Erlendur, sonriente y amigable, y dijo que acababa de volver de Londres con un grupito de clientes con quienes había ido a presenciar un importante encuentro de la liga inglesa de fútbol. A Erlendur le sonaban los equipos, pero no mucho más. El director estaba habituado a recibir a ricos clientes que solo deseaban un servicio rápido y sin complicaciones. Erlendur sabía que aquel hombre había conseguido ascender hasta el puesto que ocupaba a base de perseverancia, tesón y ganas de agradar a los clientes, virtudes innatas en él. Habían coincidido bastantes veces, sobre todo desde que Erlendur descubrió, cuando el buen hombre era un simple cajero, que aunque vivía en Reikiavik, se había criado en una aldehuela de la provincia de Öræfi, en el sudeste del país, hasta que la familia se hartó de vivir con estrecheces y se mudó a la capital.

Le sirvió un café a Erlendur y los dos se sentaron en un tresillo de cuero, dentro del espacioso despacho. Hablaron de la cría de caballos en el este y de las noticias de cómo iba aumentando y agravándose la situación delictiva de Reikiavik, que iba pareja con el creciente consumo de drogas. Cuando parecieron agotarse los temas de conversación por un rato y Erlendur empezó a preocuparse de que el director tuviera que continuar su trabajo de amasar miles de millones para el banco, aunque no diese ninguna señal de ello, carraspeó y entró en materia.

—Naturalmente, hace mucho que has dejado de ayudar a la policía —dijo, pasando la mirada por el despacho.

—Ahora hay otras personas dedicadas a eso —contestó el director alisándose la corbata—. ¿Quieres hablar con ellos?

—No, no. Contigo es con quien quería hablar.

—¿De qué se trata? ¿Necesitas un préstamo?

—No.

—¿Estás en números rojos?

Erlendur sacudió la cabeza. Nunca había tenido problemas económicos significativos. Su sueldo le había bastado perfectamente, excepto cuando se instaló en la casa del bloque, y nunca necesitó traspasos ni más préstamos que su hipoteca, que casi había terminado de pagar.

—No, nada de eso —dijo Erlendur—. Pero sí que es algo personal. Tiene que quedar total y absolutamente entre tú y yo. A menos que quieras que me echen de la policía.

El director del banco sonrió.

—¿No estarás exagerando un poco? ¿Por qué te iban a echar?

—Nunca se sabe lo que van a hacer esos. ¿Crees en fantasmas? ¿No era habitual creer en ellos allá abajo, en Öræfi?

—Pues claro que sí. Mi padre te puede contar muchas historias de fantasmas. Decía que eran tan claros y evidentes que habría que obligarles a pagar impuestos.

Erlendur sonrió.

—¿Estás investigando fantasmas? —preguntó el director.

—Es posible.

—¿Fantasmas que son clientes del banco?

—Tengo un nombre —dijo Erlendur—. Tengo un número de identificación. Sé que este es su banco. También era el banco de su mujer, que ya ha muerto.

—¿Es ella el fantasma?

Erlendur asintió.

—¿Tienes que consultar datos sobre ese hombre?

Erlendur asintió.

—¿Por qué no sigues las vías habituales? ¿Tienes un mandato judicial?

Erlendur sacudió la cabeza.

—¿Es un criminal?

—No. Es posible.

—¿Que es posible? ¿Es alguien a quien estás investigando?

Erlendur asintió.

—¿Qué pasa? ¿Qué estás buscando?

—No puedo decírtelo.

—¿Quién es?

Erlendur sacudió la cabeza.

—¿No puedo saberlo?

—No. Sé que esto es raro e incluso incomprensible para personas honradas como tú, pero quiero ver las cuentas de ese hombre y no puedo conseguirlo por los procedimientos habituales. Lo siento. Lo haría si pudiera, pero no puedo.

El director se lo quedó mirando.

—Lo que me estás pidiendo es un delito.

—Hay delitos y delitos —dijo Erlendur.

—¿De modo que no se trata de una investigación oficial?

Erlendur sacudió la cabeza.

—Erlendur —dijo el director del banco—. ¿Estás loco?

—Este caso, del que no puedo contarte nada, se está convirtiendo en una auténtica pesadilla. Yo mismo apenas sé nada de lo que ha sucedido, pero es posible que los datos que te estoy pidiendo me ayuden a comprenderlo mejor.

—¿Por qué no es una investigación corriente?

—Porque me he metido en ella por mi cuenta y riesgo —dijo Erlendur—. Nadie sabe lo que hago ni a qué conclusiones he llegado. Estoy totalmente solo en este asunto. Lo que está pasando aquí contigo no lo sabrá nadie más. Aún no tengo suficiente material entre manos como para hacer pública la investigación. Las personas que estoy investigando lo ignoran, o espero que lo ignoren. Ni yo mismo sé exactamente la información que necesito, pero confío en conseguir algo en el banco. Tendrás que confiar en mí.

—¿Por qué andas en eso? ¿No corres el riesgo de perder tu trabajo?

—Es uno de esos casos en que no tienes nada firme en las manos, solo muchas sospechas. Lo único que tengo son pequeños fragmentos. Me faltan conexiones sencillas, algo así como el trasfondo de las cosas que sucedieron. Tengo que llenar los huecos de la historia de esa gente y, entre otras cosas, también su historia financiera. No te lo pediría si no fuera porque… porque creo que se ha cometido un delito. Un delito horrible del que nadie sabe nada y… porque quien lo cometió parece que va a salir libre y con las manos limpias.

El director miró a Erlendur durante un buen rato, silencioso y enigmático.

—¿Puedes ver aquí los clientes del banco en tus ordenadores? —preguntó Erlendur al fin, moviendo la cabeza en dirección a tres pantallas planas que había encima de la mesa de escritorio del director.

—Sí.

—¿Vas a ayudarme?

—Erlendur, no… no puedo ayudarte, lo siento. No puedo.

Se miraron largo rato.

—¿Puedes decirme al menos si la persona en cuestión está muy endeudada? Un simple sí o no me basta.

El director reflexionó un momento.

—No puedo, Erlendur. No me pidas eso.

—¿Y su mujer? Ella está muerta. Eso no tendría por qué perjudicar a nadie.

—Erlendur…

—Vale, muy bien. Te comprendo.

El director del banco estaba de pie. Golpeó su mesa con un dedo.

—¿Tienes su número de identidad?

—Sí.

El director tecleó el número, apretó varios botones del teclado, hizo clic con el ratón y por último miró atentamente el monitor.

—Nadaba en la abundancia —dijo.

El anciano estaba acostado en la cama y parecía dormir. Pasada ya la hora de la cena, en el corredor reinaba el silencio. Los dos hombres que ocupaban la habitación con él estaban acostados cada uno en su cama sin prestarle la menor atención a Erlendur. Uno leía un libro y el otro dormitaba.

Erlendur se sentó al lado de la cama y miró su reloj de pulsera. Iba de camino a su casa cuando decidió pasar a visitarle. En ese momento, el anciano despertó y le vio.

—Estuve hablando con tu hijo Elmar —dijo Erlendur.

No sabía de cuánto tiempo disponía, y entró directamente en materia.

—¿Y?

El hombre que estaba leyendo dejó el libro sobre la mesilla de noche y se volvió hacia la pared. Erlendur imaginó que oiría todo lo que dijeran. El que dormitaba estaba en la cama que había entre los dos y empezó a roncar suavemente. Erlendur sabía que no eran las mejores condiciones para llevar a cabo una investigación policial, pero poco podía hacer para solucionarlo, aparte de que tampoco se podía llamar «investigación policial» a sus visitas al anciano.

—¿No se llevaban bien los dos? —preguntó Erlendur, que hacía todo lo posible para que sus palabras no causaran sospechas innecesarias. Pensó que a lo mejor ya lo había preguntado alguna vez.

—Los dos hermanos eran muy distintos, si es a eso a lo que te refieres.

—¿Tal vez no eran muy íntimos? —preguntó Erlendur.

El anciano sacudió la cabeza.

—No, no lo eran. Mi Elmar nunca viene por aquí. No me visita. Dice que no aguanta los hospitales ni las residencias ni los asilos ni nada de eso. Es taxista. ¿Lo sabías?

—Sí —respondió Erlendur.

—Divorciado, como tantos otros —dijo el anciano—. Siempre ha sido un tanto excéntrico.

—Sí, hay gente así —dijo Erlendur por decir algo.

—¿Encontraste a la chica esa por la que me preguntabas?

—No. Tu hijo Elmar dijo que Davíð nunca había andado con chicas.

—Tiene razón.

El hombre de la cama de en medio había empezado a roncar más fuerte.

—Quizá deberías dejar de buscar —dijo el anciano.

—No es una búsqueda, en realidad —dijo Erlendur—. En estos momentos no hay mucho trabajo, de modo que no tienes que preocuparte por mí.

—¿Realmente crees que serás capaz de encontrarle algún día?

—No me hago ninguna idea —dijo Erlendur—. La gente desaparece. A veces se les encuentra y a veces no.

—Ha pasado demasiado tiempo. Hace una eternidad que dejamos de imaginárnoslo con vida. Eso nos alivió un poco, en realidad, aunque nunca hemos podido llorarle como es debido.

—No, claro —dijo Erlendur.

—Y dentro de poco yo ya no estaré —dijo el anciano.

—¿Te preocupa?

—No, no tengo miedo.

—¿Te preocupa lo que pueda haber después? —preguntó Erlendur.

—En absoluto. Espero volver a ver a Davíð. Y a Gunnþóra. Será estupendo.

—¿Crees en eso?

—Siempre he creído en ello.

—¿En la vida después de la muerte?

—Sí, sí.

Callaron.

—Me habría gustado saber qué le pasó al muchacho —dijo el anciano—. Es curioso cómo suceden estas cosas. Le dijo a su madre que iba a una librería y luego a casa de un amigo, y así terminó su breve vida.

—Nadie le reconoció en las librerías. Ni aquí, en Reikiavik, ni en ninguna de las ciudades próximas. Lo investigamos a fondo en su momento. Tampoco había hablado con ninguno de sus amigos.

—Quizá su madre lo entendió mal, es posible. Todo era tan difícil de entender. Tan terriblemente difícil de entender.

El hombre que había estado leyendo se había quedado dormido.

—¿Qué buscaba en la librería? ¿Lo recuerdas?

—Se lo dijo a Gunnþóra. Quería comprar un libro de lagos.

—¿Un libro de lagos?

—Sí, un libro de lagos o así.

—¿De qué lagos? ¿Le interesaban esas cosas?

—Era un libro nuevo, eso dijo su madre. Un libro ilustrado de los lagos de los alrededores de Reikiavik.

—¿Tenía interés por esa clase de libros, por la naturaleza de Islandia?

—Nunca lo tuvo, que yo supiera. Recuerdo que su madre pensó que se lo quería regalar a alguien. Pero no estaba segura. Pensaba que podía tratarse de una confusión, porque el chico nunca había hablado de esas cosas.

—¿Sabías a quién quería regalarle el libro?

—No.

—¿Ninguno de sus amigos lo sabía?

—No, ninguno.

—¿No podía ser la chica de la que habla Gilbert? La que creía que había conocido tu hijo.

—No había ninguna chica —dijo el anciano—. Davíð nos lo habría contado. Y además, ella habría venido a raíz de la desaparición de Davíð. Otra cosa sería impensable. Por eso no puede haber habido ninguna chica. Sería absurdo.

El anciano rechazó la idea con un gesto de la mano.

—Absurdo —repitió.