11
La mujer recordaba bien la época en que María y Baldvin empezaron a salir. Se llamaba Þorgerður y había sido compañera de María en la Facultad de Historia de la universidad. Era alta y huesuda, con abundante cabello oscuro; había dejado los estudios de Historia al cabo de dos años y se había pasado a enfermería, carrera que sí había concluido. Había mantenido buenas relaciones con María desde sus años de estudiante, y estaba muy dispuesta a hablar con un policía como Erlendur. Sin que hiciera falta preguntárselo, dijo que en una ocasión había actuado como testigo en un caso criminal: estaba en una farmacia cuando un hombre encapuchado entró de manera violenta y amenazó a la dependienta con un cuchillo.
—Era un pobre tipejo —dijo Þorgerður—. Un yonqui. Le pillaron enseguida y los que estábamos presentes lo reconocimos sin problemas. Era fácil. Llevaba la misma ropa medio destrozada. Le habría dado igual no ponerse capucha. Un chico guapo con una pinta de lo más normal.
Erlendur sonrió para sus adentros. Gente baja, habría dicho Sigurður Óli. Erlendur ignoraba si su colega había leído a Laxness o había oído aquella palabra cuando era niño. Sigurður Óli se imaginaba que aquello se refería sin duda a delincuentes y yonquis, que según él no eran más que unos simples desgraciados, pero también a todas las demás clases de persona que le disgustaban por un motivo u otro: trabajadores sin cualificación, dependientes de tiendas, obreros manuales, e incluso profesionales como fontaneros y demás, cuando le resultaban molestos. En cierta ocasión fue a París con Bergþóra, en un viaje de fin de semana; era un vuelo chárter y se puso furioso porque casi todos los demás pasajeros iban de viaje por la fiesta anual de alguna empresa y no paraban de beber y hacer ruido; y el colmo de los colmos, aplaudieron cuando el avión aterrizó en la capital francesa. «Paletos», exclamó con un profundo suspiro al oído de Bergþóra, con lo que demostraba su desprecio por la gente baja.
Erlendur desplazó la conversación hacia María y su marido, y antes de que Þorgerður se diera ni cuenta, le estaba hablando de los estudios de Historia que había abandonado, y de su amiga María, que había conocido a un estudiante de Medicina en un baile de la universidad.
—Voy a echar mucho de menos a María —añadió—. No puedo creerme que le pasara lo que le pasó. Pobre mujer. Le podría haber ido tan bien.
—¿Así que os conocisteis en la universidad? —preguntó Erlendur.
—Sí, María estaba loca por la historia —respondió Þorgerður, y se cruzó de brazos—. Loca por la antigüedad. Yo me aburría como una ostra. Hasta pasaba los apuntes a ordenador. Yo no conocía a nadie más que hiciera eso. Pero también era buena estudiante, y no todos los que estábamos matriculados en Historia lo éramos.
—¿Conociste a Baldvin?
—Sí, pero solo después de que María y él se conocieran. Baldvin era un tío la mar de majo. Estudiaba arte dramático pero lo había dejado casi del todo cuando empezaron a salir juntos. No era muy buen actor.
—¿Ah, no?
—Bueno, eso es lo que oí una vez. Que había sido muy razonable por su parte optar por la Medicina. Tenían un grupo de gente de lo más divertida, el grupo de Teatro, y estaban siempre haciendo gansadas. Gente como Orri Fjeldsted, quien desde luego es ahora uno de nuestros grandes actores. Lilja y Sæbjörn, que se casaron. Einar Vífill. Todos llegaron al estrellato. Pero Baldvin se pasó a Medicina, siguió actuando de vez en cuando y luego lo dejó del todo.
—¿Sabes si lo lamentaba?
—No. Por lo que yo sé, jamás. Pero sí que sigue siendo muy aficionado al arte dramático. Iban mucho al teatro y conocían a la gente del oficio. Tenían amigos en las salas.
—¿Sabes cómo era la relación entre Leonóra y Baldvin?
—Él se fue a vivir a casa de María, donde vivía también Leonóra, que tenía un carácter muy fuerte. María decía a veces que su madre quería mangonearles en todo y que Baldvin acababa de los nervios.
—Y volviendo a María, ¿cuál era su especialidad en Historia?
—Lo único que le interesaba era la Edad Media, que a mí era lo que me parecía más aburrido. Por eso investigaba incestos e hijos bastardos, y juicios y castigos. Su tesina trató sobre los ahogamientos en Þingvellir. Apasionante. Me lo dio para que lo leyera y se lo corrigiera.
—¿Los ahogamientos?
—Sí —dijo Þorgerður—. La gente a la que ahogaban en una poza del río, en Þingvellir, y cosas por el estilo.
Erlendur calló. Se habían instalado en una salita del hospital en el que trabajaba Þorgerður. Delante de ellos pasó vacilante una anciana apoyada en un andador. Un auxiliar caminaba deprisa por el pasillo. Un grupo de estudiantes estaba a poca distancia de ellos, comparando apuntes.
—Pues sí, encaja —dijo Þorgerður.
—¿Qué encaja? —preguntó Erlendur.
—No, nada, oí decir que ella… oí decir que se había ahorcado. En el bungaló de Þingvellir.
Erlendur la miró sin decir nada.
—Pero naturalmente no es cosa mía —dijo Þorgerður apurada, al ver que Erlendur no reaccionaba a sus palabras.
—¿Sabes si estaba especialmente interesada por lo sobrenatural? —preguntó Erlendur.
—No, pero le tenía mucho miedo a la oscuridad. De siempre, desde que la conocí. Nunca podía volver sola a casa después del cine, por ejemplo. Siempre había que acompañarla. Pero eso sí, le gustaban las películas más terroríficas.
—¿Sabes por qué le tenía tanto miedo a la oscuridad? ¿Te lo dijo alguna vez?
—Creo…
Þorgerður vaciló. Miró hacia el pasillo como para cerciorarse de que no hubiera nadie escuchando. La anciana del andador había llegado al extremo del pasillo y estaba allí parada como si no supiera qué hacer, como si hubiera olvidado el objeto de su paseo por el largo pasillo que había recorrido pasito a pasito, agarrándose del manillar metálico. A lo lejos se oía una vieja melodía de éxito en alguna radio: A Þórður le gustaba ir en cubierta…
—¿Qué crees? —preguntó Erlendur, y se echó un poco hacia delante.
—Creo que debía de tener… que debía de guardar relación con el accidente del Þingvallavatn —respondió Þorgerður—. Cuando murió su padre.
—¿Y?
—La sensación que tenía yo, y que no me ha abandonado nunca, es que se debía a lo que sucedió en el lago cuando era pequeña. En ocasiones María podía estar como muy apagada, y también podía estar muy contenta. Nunca dijo que se estuviera medicando, pero a veces me daba la sensación de que saltaba de un estado de ánimo al otro de una forma muy extraña. Y una vez, hace mucho, cierto día en que se hallaba muy deprimida, estaba yo con ella en Grafarvogur y se puso a hablar del Þingvallavatn. Fue la primera vez que oía mencionarlo, nunca había hablado de aquello en mi presencia, y enseguida pensé que la dominaba un sentimiento de culpa por la manera en que sucedieron las cosas.
—¿Por qué iba a tener sentimiento de culpa?
—Intenté hablarlo con ella más tarde, pero nunca volvió a sincerarse como aquella primera vez. Me daba la sensación de que se andaba siempre con pies de plomo al mencionar lo que pasó, pero estoy totalmente convencida de que había algo que la reconcomía, algo que no podía mencionar.
—Claro, se trató de un suceso terrible —dijo Erlendur—. Vio ahogarse a su padre.
—Así es.
—¿Y qué te dijo?
—Dijo que no tendrían que haber ido al bungaló.
—¿Nada más?
—Y…
—¿Sí?
—Que quizá tenía que morir.
—¿Su padre?
—Sí, su padre.
La sala reía a carcajadas, y Valgerður también. Erlendur levantó las cejas. El esposo había aparecido de manera inesperada en la tercera puerta y había soltado un curioso ladrido al ver a su esposa en brazos del criado. La mujer apartó al criado de un empujón y gritó que la había agredido e intentaba violarla. El criado avanzó hacia el público e hizo una mueca: ¡segurísimo! Las carcajadas de los asistentes retumbaron otra vez por la sala. Con una sonrisa de oreja a oreja, Valgerður miró a Erlendur, y al momento se dio cuenta de que se aburría. Le acarició el brazo y él la miró con una sonrisa.
Después de la representación se sentaron en un café. Él pidió Chartreuse además de café. Ella se tomó una tarta caliente de chocolate con helado y un licor dulce. Hablaron de la obra. Ella se había divertido. Él no estaba muy entusiasmado. Señaló varias inconsistencias de la trama.
—Ay, Erlendur, no es más que una comedia, no hay necesidad de tomársela tan en serio —dijo Valgerður—. Hay que reír y olvidarse de todo. A mí me pareció muy graciosa.
—Sí, la gente rio mucho —dijo Erlendur—. No tengo costumbre de ir al teatro. ¿Conoces a Orri Fjeldsted, el actor?
Había recordado las palabras de Þorgerður sobre un amigo de Baldvin que pertenecía al grupo de los actores. Él no sabía mucho de famosos.
—Sí, claro —dijo Valgerður—. Le viste en El pato salvaje.
—¿En El pato salvaje?
—Sí. Interpretaba al marido. Un poco mayor quizá para el papel protagonista, pero… muy buen actor.
—Así que es ese —dijo Erlendur.
A Valgerður le encantaba ir al teatro, y unas cuantas veces había conseguido arrastrar también a Erlendur. Solía elegir obras muy serias, de Ibsen y Strindberg, con la esperanza de que le despertaran la atención. Se dio cuenta de que Erlendur se aburría. Se durmió en mitad de El pato salvaje. Lo intentó con comedias. En opinión de Erlendur, ninguna valía la pena. En cambio, le gustó la triste representación de Muerte de un viajante, sin que a Valgerður le llegara a extrañar demasiado.
Había poca gente en el café. Una música tranquila llegaba desde algún sitio del techo. Erlendur creyó que se trataba de Sinatra. Moon River. Tenía esa canción en un disco de Sinatra. Recordó una película que había visto pero cuyo nombre había olvidado, en la que una bella cantante entonaba esa canción. No había tampoco mucha gente en la calle, por el frío del otoño. Alguna que otra persona pasaba a toda prisa delante de la ventana del bar, con anorak o abrigo grueso. Tal vez tuvieran algo que hacer en la ciudad a una hora tan avanzada. Personas sin rostro y sin nombre.
—Eva quiere que Halldóra y yo nos veamos para hablar —dijo Erlendur tomando un sorbo de licor.
—Vaya —dijo Valgerður.
—Quiere que intentemos mejorar nuestra relación.
—¿No te parece razonable? —preguntó Valgerður, que siempre tomaba partido por Eva Lind cuando salía a relucir en sus conversaciones—. Tenéis dos hijos en común. Es normal que mantengáis alguna relación. ¿Está dispuesta a verse contigo?
—Eso dice Eva.
—¿Por qué no habéis tenido contacto en todos estos años?
Erlendur reflexionó un momento.
—Ninguno de los dos quería mantener contacto con el otro —respondió.
—Tiene que haber sido difícil para ellos. Para Sindri y Eva.
Erlendur no dijo nada.
—¿Qué es lo peor que puede pasar? —preguntó Valgerður.
—No lo sé. Es ya tan absurda, por un motivo u otro. Nuestra relación, quiero decir. Cómo éramos. Ha pasado una generación entera desde que vivimos juntos. ¿De qué íbamos a hablar? ¿Para qué recordarlo otra vez?
—A lo mejor el tiempo ha curado las heridas.
—No me lo pareció cuando coincidí con ella hace pocos años. Halldóra no había olvidado nada.
—¿Pero ahora está dispuesta a verte?
—Sí, eso parece.
—Puede ser una señal de que desea reconciliarse.
—Puede ser.
—Y Eva piensa que es muy importante.
—Esa es la cuestión. Insiste muchísimo, pero…
—¿Qué?
—Nada —dijo Erlendur—. Pero…
—¿Qué?
—Que yo no aguantaría un ajuste de cuentas.
El capataz avisó a Gilbert, que estaba fumando en el fondo de la enorme y profunda excavación para los cimientos de una casa, vestido con un mono azul para el frío. Le dijo a Erlendur que estaban construyendo un bloque de ocho plantas con aparcamiento subterráneo. Por eso eran tan profundos y tan grandes los cimientos. El capataz no preguntó por los motivos que llevaban a Erlendur a querer hablar con Gilbert, que les miró un buen rato antes de tirar el cigarrillo y empezar a trepar por la gran escalera de madera que llevaba al fondo de los cimientos. Tardó un rato. El capataz se marchó. La obra era al lado del lago Elliðavatn. Unas grúas amarillas se extendían en la tarde grisácea por dondequiera se mirase, como gigantescos paréntesis hincados en el suelo por los dioses de la industria. En algún lugar se oyó el rugido de una hormigonera. En otros sitios se oía el pitido intermitente que avisaba de que un camión estaba dando marcha atrás.
Erlendur le estrechó la mano a Gilbert y se presentó. Gilbert no entendía nada. Erlendur le preguntó si había algún sitio donde sentarse, a ser posible tranquilo y sin tanto ruido. Gilbert le miró, asintió con la cabeza y señaló un barracón pintado de verde. Era la cantina del contratista.
Gilbert se quitó a medias el mono azul para el frío cuando entraron en la cantina, donde hacía un calor sofocante.
—No puedo creerme que andes preguntando por Davíð después de tantos años —dijo—. ¿Ha surgido algo nuevo?
—No, nada —dijo Erlendur—. Es un caso que llevé en su tiempo y de una u otra forma…
—Y que no acaba de irse, ¿verdad? —fue Gilbert quien terminó la frase. Era alto y desgarbado. Debía de rondar los cincuenta años aunque parecía mayor, un poco encorvado como si se hubiera habituado a evitar chocar con puertas y techos. Tenía las manos largas igual que el cuerpo, y los ojos hundidos en un rostro verdoso. No le había apetecido afeitarse durante los últimos días y, cuando se pasaba la mano por los pelos canosos, sonaba un crujido.
Erlendur asintió.
—Yo acababa de irme a Dinamarca cuando desapareció —dijo Gilbert—. No me enteré hasta bastante después, y fue todo un shock. Es tremendo que no lo pudieran encontrar.
—Sí —dijo Erlendur—. Te intentaron localizar en su momento, pero sin éxito.
—¿Sus padres siguen vivos?
—Su padre sí, anciano y enfermo.
—¿Estás haciendo todo esto por él?
—No, por nadie en especial —respondió Erlendur—. Hace unos días me enteré de que eres el único de sus amigos con quien nunca pudimos hablar, porque te habías ido del país.
—Mi idea era quedarme un año en Dinamarca —dijo Gilbert, sacando un nuevo cigarrillo de un bolsillo interior del mono. Se movía pausadamente; sacó un encendedor de otro de los bolsillos y tamborileó en la mesa con el cigarrillo—. Y luego me quedé veinte años. Nunca lo planeé así, pero… así es la vida.
—Tengo entendido que hablaste con Davíð poco antes de irte del país.
—Sí, estábamos siempre en contacto. ¿Has hablado con Þorsteinn?
—Sí.
—Me le encontré en una reunión de aquellas. Pero lo cierto es que he perdido la relación con los que conocí en los viejos tiempos.
—Le dijiste a Þorsteinn que Davíð debía de haber conocido a alguna chica. Eso no se mencionó en la investigación que se hizo entonces. Me gustaría saber si tú sabes quién podía ser y si podría hablar con ella.
—Þorsteinn se quedó pasmado, no tenía ni idea. Yo pensaba que él sabría algo más que yo. No tengo ni idea de quién era esa mujer. Ni siquiera sé si había alguna mujer. ¿No se presentó nadie cuando desapareció Davíð?
—No —respondió Erlendur.
Su móvil empezó a sonar. Erlendur pidió a Gilbert que le disculpara un momento y cogió el teléfono.
—Sí, diga.
—¿Estás interrogando a la gente por María?
Erlendur frunció las cejas. La voz era grave y seria y dejaba traslucir un tono acusatorio.
—¿Con quién hablo? —preguntó.
—Con el viudo —dijo la voz del teléfono—. ¿Qué es lo que pretendes?
Por la mente de Erlendur pasaron varias respuestas, todas eran mentira.
—¿Qué pasa? —preguntó Baldvin.
—Quizá deberíamos vernos —dijo Erlendur.
—¿Qué estás investigando? —dijo Baldvin.
—Si vas a estar en casa más tarde, hoy mismo puedo…
Baldvin colgó. Erlendur sonrió incómodo a Gilbert.
—Perdona —dijo—. Estábamos hablando de la mujer esta. ¿Sabes algo de ella, algo que puedas decirme?
—Prácticamente nada —dijo Gilbert—. Davíð me llamó el día antes de que yo fuera a salir del país, para despedirme y decirme que quizá estaba en disposición de contarme un secreto, ya que me iba a Dinamarca. Pero no quería soltarlo hasta que yo le insistí y le pregunté directamente. Entonces me dijo que quizá podría contarme alguna novedad sobre sus asuntos de chicas cuando volviera a Islandia.
—¿Fue eso lo único que dijo, que quizá podría contarte alguna novedad sobre sus asuntos de chicas?
—Sí.
—¿Hasta entonces no había tenido ninguna relación femenina?
—No, nada de nada.
—Y a ti te dio la sensación de que había conocido a una mujer, ¿no?
—Así es. Pero ya sabes, no era más que una sensación, a partir de lo poco que dijo.
—¿Nunca creíste ver en él alguna tendencia suicida?
—No, al contrario, estaba muy alegre y animado. Más alegre de lo habitual, porque en ocasiones podía ser un poco callado y pensativo y serio.
—¿Y no sabes de nadie que quisiera hacerle daño?
—No, en absoluto.
—Pero ¿no tienes ni idea de quién era aquella mujer?
—Ni la menor idea. Lo siento.