23

Tiempo atrás Erlendur había tenido una vez lo que se denominaba arritmia cardiaca. Era como si el corazón diera saltos de más, lo que resultaba muy desagradable, y en ocasiones era como si los latidos del corazón fueran más lentos. Cuando esto empezó a suceder con más frecuencia, Erlendur buscó en las páginas amarillas del listín telefónico y dio con un nombre que le pareció divertido en la categoría Cardiólogos: Dagóbert. A Erlendur le agradó de inmediato aquel nombre y decidió que ese sería su médico. Ni siquiera llevaba cinco minutos en la consulta cuando perdió la paciencia y le preguntó por su nombre de pila.

—Soy de los Fiordos del Oeste —dijo el médico, que parecía habituado a la pregunta—. Estoy bastante harto. Tengo un primo que me envidia. Se llama Dósóþeus.

La sala de espera de la consulta estaba a rebosar de gente que luchaba contra diversas dolencias. Allí atendían médicos de varias especialidades: otorrinos, un cirujano vascular, tres cardiólogos, dos nefrólogos y un oftalmólogo. Erlendur estaba, de pie, al fondo de la entrada a la sala de espera, pensando en que todos aquellos médicos encontrarían algún paciente entre toda aquella gente. Estaba preocupado por haber acudido a su médico sin pedir hora con meses de antelación. Sabía que el cardiólogo estaba ocupadísimo y que, como es lógico, no tenía hora libre hasta bien entrado el año siguiente, y que su visita alargaría en al menos un cuarto de hora la espera de algunos de los allí presentes, con independencia de cuándo pudiese atenderle el médico. Llevaba allí ya unos veinte minutos.

La sala de espera daba a un largo pasillo, donde estaban las consultas de los médicos. Tres cuartos de hora después de que Erlendur anunciara su llegada, se abrió una puerta y Dagóbert salió a la sala de espera y le hizo seña de que le acompañara. Erlendur le siguió a su consulta, y el médico cerró la puerta.

—¿Te ha vuelto aquello? —preguntó Dagóbert, quien le pidió a Erlendur que se tumbara en la camilla. La carpeta con el historial de Erlendur estaba encima de la mesa.

—No —respondió Erlendur—. Estoy perfectamente. En cierto modo estoy aquí por cuestiones de servicio.

—¿Cómo? —se sorprendió el médico. Era un hombre grueso, siempre de buen humor, con camisa blanca, corbata y pantalones vaqueros. Ni bata ni estetoscopio al cuello—. Pero ¿querrás, al menos, tumbarte para que te ausculte?

—No hace falta —dijo Erlendur, y se sentó en una silla delante del escritorio.

Dagóbert se sentó sobre la camilla. Erlendur recordaba su primer encuentro, cuando el médico le contó que el pulso estaba regido por mensajes eléctricos, que en su caso se habían visto alterados. Por regla general, solía deberse al estrés. Erlendur no entendió prácticamente nada de lo que dijo, aparte de que la situación no entrañaba especial peligro y se iría resolviendo con el paso del tiempo.

—¿Y qué puedo hacer entonces…? —preguntó Dagóbert.

—Es una cuestión médica —respondió Erlendur.

Desde que se le ocurrió preguntarle al médico estuvo dándole vueltas a cuál sería la mejor manera de formularlo. No quería hablar con nadie de la policía, un forense o algo por el estilo, porque no quería verse obligado a explicar nada.

—Vale, ¿de qué se trata?

—Si alguien pretendiera matar a alguien pero solamente por uno o dos minutos, ¿cómo procedería? —preguntó Erlendur—. Si se le quiere revivir inmediatamente después de ese tiempo sin que quede huella alguna de lo sucedido.

El médico se lo quedó mirando un buen rato.

—¿Conoces algún caso de ese género? —preguntó.

—Eso mismo quería preguntarte yo a ti —dijo Erlendur—. Yo no sé nada de nada.

—No sé de nadie que lo haya hecho estando en su sano juicio, si es a eso a lo que te refieres —dijo Dagóbert.

—¿Cómo se procedería?

—Depende de muchas cosas. Por lo que sabes, ¿cuáles son las circunstancias?

—No lo tengo claro. Digamos, por ejemplo, que se haga en una casa particular.

Dagóbert miró a Erlendur con gesto muy serio.

—¿Alguien que conozcas ha andado haciendo el tonto con eso? —preguntó.

Dagóbert sabía que Erlendur trabajaba en la policía de investigación y pensaba que no cabía duda de que sus problemas de arritmia eran consecuencia de su trabajo, como él mismo lo expresó. Por lo general no solía usar terminología especializada, para alegría de Erlendur.

—No —contestó Erlendur—. Y no es un asunto que esté investigando la policía. Solo tengo curiosidad por un antiguo informe que encontré por casualidad.

—¿Estás hablando de una parada cardiaca producida sin que pueda llegar a descubrirse, y a la cual pueda sobrevivir una persona?

—Supongo —dijo Erlendur.

—¿Y por qué querría nadie hacer algo de ese género?

—No tengo ni la menor idea —respondió Erlendur.

—Supongo que tendrás alguna conjetura al respecto.

—En realidad, no.

—Me dejas pasmado. Como te he dicho, ¿para qué iba a querer nadie provocar una parada cardiaca?

—No lo sé —dijo Erlendur—. Esperaba que tú pudieras explicármelo.

—En lo primero que tienes que pensar es en eliminar cualquier peligro para la vida —dijo Dagóbert—. En cuanto el corazón deja de latir empieza la descomposición del cuerpo, así que los tejidos y los órganos peligran desde el primer momento. Existen diversos medicamentos, imagino, que pueden causar una parada cardiaca, pero tal como lo explicas probablemente se trataría de recurrir a la hipotermia. Si no se procede así, no lo veo muy claro.

—¿Hipotermia?

—Descenso de la temperatura corporal —dijo el médico—. Tiene un doble efecto. El corazón deja de latir cuando la temperatura corporal desciende por debajo de cierto umbral y entonces te mueres de verdad; pero, al mismo tiempo, el frío ayuda a preservar el cuerpo y los órganos. El frío frena el metabolismo.

—¿Cómo se vuelve a la vida a esa persona?

—Lo más probable es que con un masaje cardiaco, y después una descongelación rápida; esto es, haciendo que el cuerpo se caliente rápidamente.

—¿Hacen falta conocimientos especializados para hacerlo?

—Sin ningún género de duda. No puedo imaginarme otra cosa. Tiene que haber un médico presente, incluso un cardiólogo. Y por supuesto, nadie debería ponerse a jugar con una cosa como esa.

—¿Cuánto tiempo se puede mantener a alguien en ese estado antes de que sea imposible revivirle?

—No soy especialista en provocar la muerte mediante hipotermia —respondió Dagóbert con una sonrisa—. Es cuestión de muy pocos minutos después de la parada cardiaca: cuatro o cinco minutos como mucho. No lo sé. Hay que tener en cuenta las circunstancias. Si estás en un hospital y tienes a mano los aparatos necesarios, quizá se pueda llegar un poco más allá. La hipotermia se ha utilizado en los últimos años para mantener a personas en coma mientras se curan sus heridas. Es un buen método para proteger los órganos de quienes, por ejemplo, han sufrido una parada cardiaca. La temperatura corporal se mantiene en torno a los treinta y un grados o algo así.

—Si se hace en una casa particular, ¿qué es necesario tener a mano?

El médico reflexionó un buen rato.

—No puedo… —comenzó, pero se calló.

—¿Qué es lo primero que se te ocurre?

—Una buena bañera. Un desfibrilador y buena conexión eléctrica. Una manta.

—¿Quedarían huellas, en el caso de que pudieran revivir a la persona?

—¿Huellas de lo sucedido? No creo —dijo Dagóbert—. Supongo que será como quedar enterrado en una tormenta de nieve. El frío va ralentizando poco a poco el metabolismo. La primera consecuencia es que la persona se duerme, luego entra en coma y al final se le para el corazón y muere.

—¿No es lo que ocurre cuando la gente muere por congelación?

—Exactamente lo mismo.

La mujer que, por lo que se sabía, fue la última en hablar con la estudiante universitaria Guðrún, trabajaba como jefa de departamento en el Museo Nacional. Guðrún y ella eran primas y los padres de aquella le habían pedido que se ocupara un poco de ella mientras hacían su largo viaje por Asia. Era tres años mayor que Guðrún, bajita y con abundante pelo rubio que llevaba recogido en una coleta. Su nombre era Elísabet y los amigos la llamaban Beta.

—No me apetece nada revivir ese asunto —dijo cuando se sentaron en la cafetería del Museo Nacional—. En cierto modo, Dúna estaba bajo mi responsabilidad, o al menos yo lo sentía así, aunque claro, ya sabes, no habría podido impedir nada. Simplemente desapareció. Fue totalmente increíble. ¿Por qué lo estáis investigando ahora?

—Estamos cerrando el caso —dijo Erlendur, confiando en que eso bastara como explicación. No tenía ni la menor idea de por qué buscaba a la chica de la universidad o a Davíð, el chico desaparecido, aparte de que le interesaban las desapariciones y de que, al contrario de lo habitual, había poco trabajo.

—¿De forma que estáis ya seguros de que no se la podrá encontrar nunca? —preguntó Beta.

—Ha pasado mucho tiempo —dijo Erlendur sin darle una respuesta directa.

—Lo único que puedo hacer es imaginar qué pudo haber pasado —dijo Beta—. Un día sale en su coche y ¡zas!, desaparecida. Nunca aparecieron ni el coche, ni la más mínima huella de ella ni de sus ropas. Parece que no entró en ninguna tienda ni en ningún pueblo ni de camino al norte ni en Reikiavik.

—Se ha hablado de suicidio —dijo Erlendur.

—Pero ella no era de ese tipo de gente —dijo Beta al instante.

—¿Qué clase de personas son los suicidas? —preguntó Erlendur.

—No, quiero decir que ella no era así.

—No sé de nadie que sea así —dijo Erlendur.

—Sabes lo que quiero decir —protestó Beta—. ¿Y qué fue de su coche? No creo que se suicidara también.

Erlendur sonrió.

—Lo buscamos en los puertos de todo el país. Utilizamos buzos para rastrear los muelles, por si había perdido el control del coche. No encontramos nada.

—Estaba loca por su Mini amarillo —dijo Beta—. No podría imaginármela cayendo por un muelle con su coche. Siempre me ha parecido absurdo. Una idea sin sentido.

—¿No dejó traslucir nada de sus intenciones en vuestra última conversación?

—Nada en absoluto. Si yo hubiera sabido lo que iba a pasar, todo habría sido distinto. Me llamó para preguntarme por una peluquería de la que le había hablado, una de Laugavegur. Quería ir. Por eso nunca he podido creer lo del suicidio. No había nada que apuntara en esa dirección.

—¿Había algún motivo especial, alguna ocasión señalada?

—¿Para lo de la peluquería? No, solo que ya le tocaba cortarse el pelo, creo.

—¿Y no hablasteis de nada más?

—No, de nada, en realidad. Y nunca volví a saber de ella. Pensé que se habría ido a Akureyri, llamé dos o tres veces pero no la pillé… Bueno, eso pensé. Claro, había desaparecido. Es difícil imaginarse lo que puede haber pasado. ¿Por qué una chica como ella, en la flor de la vida, iba a desaparecer de ese modo sin ninguna clase de preliminares, sin ningún aviso? ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede nadie llegar a comprenderlo jamás?

—¿Había tenido alguna relación, había vivido con algún chico, o…?

—No, nunca. Aún no había empezado con esas cosas.

—¿Adónde iba cuando salía en el coche? Sé que está en el informe, pero nunca se termina de preguntar.

—Al norte, claro. A veces echaba de menos Akureyri y se iba para allá en cuanto podía. Y luego, también a las cercanías de Reikiavik. Al este, más allá de la montaña. Un paseo hasta Hveragerði para tomarse un helado. Todas esas cosas, lo normal. ¿Sabes que le interesaban los lagos?

—Sí.

—El lago Þingvallavatn era uno de sus sitios favoritos.

—¿El Þingvallavatn?

—Lo conocía como la palma de la mano. Fui allí muchísimas veces y tenía su lugar favorito a la orilla del lago. Una prima nuestra de aquí tenía un bungaló en el valle de Lundarreykjadalur, en Borgarfjörður, al que íbamos mucho, y ella pasaba por Uxahryggir para ir a Þingvellir, camino de la ciudad. Y luego al este del río y de ahí a casa. A veces acampaba en Þingvellir con sus amigas. Y a veces, ella sola. Salía de la ciudad y se estaba sola junto al lago. Le iba bastante lo de estar sola, se bastaba a sí misma casi para todo.

—¿No había huella de que hubiera estado en casa de vuestra prima? —preguntó Erlendur, intentando hacer memoria en los informes sobre la desaparición de Guðrún.

—No, allí no fue —dijo Beta.

—¿A qué se debía ese interés por los lagos?

—Eso no lo sabía nadie, ni siquiera ella misma. Dúna siempre había sido así, desde pequeña. Una vez me dijo que los lagos tenían un atractivo inmenso, que en ellos se gozaba de una extraña paz. La cercanía a la naturaleza era especialmente poderosa junto a los lagos, las aves y la vida de las playas. Naturalmente, estudiaba biología. No era por casualidad.

—¿Salía al lago? ¿Tenía barca?

—No, y eso era lo curioso de Dúna. Tenía miedo al agua desde chica. Había que empujarla para meterla en el agua en la clase de natación, y nunca le gustó nada ir a la piscina. No le interesaba estar ni dentro del agua ni encima del agua, solo cerca de los lagos. Era por su amor a la naturaleza.

—No hay muchos sitios tan bonitos como Þingvallavatn —dijo Erlendur.

—Absolutamente cierto.