33
Entraron en la casa y se sentaron en la cocina. Hacía frío en el bungaló. A Baldvin ni se le pasó por la cabeza encender la calefacción: no pensaba quedarse allí mucho tiempo. Empezó a relatar su historia punto por punto, con orden y en voz bien clara. Le habló de cuando conoció a María en la universidad, de su convivencia con Leonóra en Grafarvogur y de los dos últimos años de la vida de María tras la muerte de su madre. Erlendur tuvo la sensación de que había ensayado algunas partes de la historia, pero en conjunto le resultaba plausible y consistente.
Baldvin mantenía una relación amorosa con Karólína desde hacía varios años. Habían estado juntos durante un breve tiempo cuando ambos estudiaban en la Escuela de Arte Dramático, pero la relación no cuajó. Baldvin se casó con María, mientras Karólína estuvo unas épocas viviendo con otros hombres, y el resto del tiempo vivió sola. Su relación más larga con un hombre había durado cuatro años. Baldvin y ella volvieron a encontrarse y reanudaron su antigua relación, que María ignoraba por completo. Se veían en secreto, con una frecuencia imprevisible, aunque nunca menos de una vez al mes. Ninguno de ellos quería continuar la relación en esos términos, pero antes de que Leonóra enfermase de cáncer, Karólína empezó a urgirle a Baldvin para que se separara de María y de este modo los dos pudieran irse a vivir juntos. Él no se mostró reacio a la idea. La convivencia con la madre y la hija era una difícil prueba para el matrimonio. Cada vez con mayor frecuencia le decía a María que él no se había casado con su madre, y que no estaba dispuesto a seguir así.
Cuando Leonóra enfermó, fue como si le hubieran arrebatado a María el suelo que tenía bajo sus pies. Su vida se transformó en el mismo grado que la de Leonóra. No se apartaba de la enferma ni un momento. Baldvin se instaló en el cuarto de invitados y María dormía al lado de su madre moribunda. Abandonó todas las cosas en las que estaba trabajando, cortó casi por completo la relación con sus amigos y se encerró en la casa. Un día, una empresa inmobiliaria se puso en contacto con ellos. Se habían enterado de que Leonóra y María eran propietarias de una parcela relativamente pequeña en el municipio de Kópavogur y deseaban comprársela. La zona estaba en auge y el valor del suelo había crecido enormemente. Ellas conocían la existencia de aquella propiedad, pero jamás se les había pasado por la cabeza que pudiera llegar a proporcionarles ni un mínimo de riqueza. Casi se habían olvidado de ella cuando la inmobiliaria hizo la oferta. La cantidad que se ofrecían a abonar por el terreno era de auténtico vértigo. Baldvin nunca había visto sobre un papel una suma tan elevada. María se mostró indiferente. Nunca le habían interesado en exceso las cosas de este mundo, y en ese momento solo le interesaba su madre. Dejó que Baldvin se hiciera cargo de la venta. Baldvin se puso en contacto con un abogado que les asesoró para establecer la cantidad definitiva y el procedimiento de pago, sellar papeles y realizar las escrituras. De repente eran más ricos de lo que Baldvin había podido imaginar jamás.
María fue encerrándose más y más a medida que la salud de su madre iba decayendo, y los últimos días no salía siquiera de la habitación. Leonóra quería morir en casa. Su médico la visitaba con regularidad para controlar la administración de morfina. Nadie más podía entrar en el dormitorio. Baldvin estaba solo en la cocina cuando Leonóra dijo adiós. Oyó el llanto desesperado de María en la habitación, y supo que todo había terminado.
Durante semanas enteras, María no quiso saber nada de nadie. Le contó a Baldvin lo que había estado hablando con su madre justo antes de la muerte de esta. Habían acordado que Leonóra le enviaría una señal si existía lo que ellas llamaban vida del más allá.
—¿De modo que te contó lo de Proust? —Erlendur interrumpió su relato.
Baldvin respiró hondo.
—Estaba muy alterada, afectada por los sedantes y los antidepresivos, y se olvidó de ello por un tiempo. No estoy orgulloso de lo que hice, algunas cosas incluso fueron horribles, lo reconozco, pero todo ha acabado ya y no hay forma de solucionarlo.
—Empezó con Proust, ¿verdad?
—En busca del tiempo perdido —dijo Baldvin—. El título era de lo más apropiado. Siempre era como si las dos estuvieran buscando un tiempo desaparecido. Nunca llegué a comprenderlo.
—¿Qué hiciste?
—Saqué de la estantería el primer volumen, una noche de verano, y lo dejé en el suelo.
—¿Karólína y tú ya habíais empezado a prepararle la soga?
—Sí —asintió Baldvin con voz grave—. Empezó entonces.
Baldvin había corrido las cortinas, de modo que la casa estaba a oscuras y hacía frío. Erlendur miró hacia el salón donde concluyó la vida de María.
—¿La idea fue de Karólína? —preguntó.
—Ella empezó a pensar en esa posibilidad. Quería ir mucho más lejos que yo. Yo sentía que… tenía que ayudar a María si ella deseaba visitar los territorios del más allá, de la vida después de la muerte, si quería saber lo que existía al otro lado. Para ella, la vida en el más allá era un gran consuelo. Se consolaba pensando que nuestra estancia en la vida terrenal no era el final de todo. Ella y su madre preferían pensar que, por el contrario, era el principio de algo. Leía libros. Pasaba horas en Internet. Lo estudió muy a fondo.
—Pero tú no querías llegar hasta el final, ¿verdad?
—No, en absoluto. Y no lo hice.
—¿Pero os aprovechasteis de la fragilidad de María?
—Fue un juego muy sucio, lo reconozco —dijo Baldvin—. Todo el tiempo me sentí como un canalla.
—¿Pero no lo bastante como para dejarlo?
—No sé en qué estaba yo pensando. Karólína era muy insistente. Amenazaba una vez tras otra. Al final acepté intentarlo. Yo también tenía curiosidad. ¿Y si María despertaba diciendo que había tenido visiones del más allá? ¿Y si era cierta toda la historia de la vida del más allá?
—¿Y si no la resucitabas? —preguntó Erlendur—. ¿No era eso lo más importante para ti, conseguir el dinero?
—También eso —reconoció Baldvin—. Tener la vida de una persona en tus manos es una sensación extraña. Conocerías esa sensación si fueras médico. Es una sensación extrañamente poderosa.
Fue al salón una noche, sin hacer ruido, llegó hasta la estantería y buscó Por el camino de Swann, de Marcel Proust, y lo dejó con cuidado en el suelo. María estaba durmiendo en la cama conyugal. Baldvin le había suministrado una dosis de somnífero mayor de lo habitual. También le había dado otros medicamentos sin que ella lo supiese, drogas que incrementaban sus capacidades perceptivas pero también podían provocarle confusión mental. María confiaba en las medicinas que su marido le proporcionaba. Era su esposo. Y era médico.
Volvió a acostarse a su lado. Karólína había sugerido que ella podía formar parte de la conspiración representando el papel de médium. Baldvin tenía que animar a María a hablar con una vidente que había oído decir que era muy buena, y que se llamaba Magdalena. Sabían que María no se dedicaría a hacer averiguaciones previas. No estaba en situación de poner en duda absolutamente nada de lo que dijera Baldvin, en quien confiaba con los ojos cerrados.
Era una presa demasiado fácil.
Baldvin durmió mal y despertó antes que ella. Se levantó de la cama y la miró dormir. Llevaba semanas sin poder dormir tranquila. Baldvin sabía que sufriría un auténtico shock cuando se despertara y fuera al salón. Hacía ya tiempo que no se sentaba delante de las estanterías a mirar fijamente los libros, pero Baldvin se había dado cuenta de que su mujer seguía observando los estantes de reojo durante el día. Esperaba la señal de Leonóra, y ahora la iba a recibir. Quedaría demasiado alterada como para sospechar de Baldvin, quien dudaba de que su mujer recordase haberle hablado nunca del libro. Ahora vería sus esperanzas confirmadas.
Despertó a María, alegre, y fue a la cocina. Desde allí, pudo oírla levantarse. Era sábado. María no tardó en aparecer en la puerta de la cocina.
—Ven —dijo María—. ¡Mira lo que he encontrado!
—¿El qué? —preguntó Baldvin.
—¡Me la ha dado! —susurró María—. Es la señal. Mamá iba a dármela con ese libro. Está en el suelo. ¡El libro está en el suelo! Mi madre… mi madre me está avisando.
—María…
—No, en serio.
—María…, no deberías…
—¿Qué?
—¿Encontraste el libro en el suelo?
—Sí.
—Será, claro…
—Mira dónde se ha abierto —dijo María, y le condujo hasta el libro que estaba caído en el suelo, abierto.
Leyó en voz alta las palabras del poema. Baldvin sabía que si el libro se había abierto por allí al dejarlo en el suelo había sido por pura casualidad.
Ya está el bosque sombrío,
pero azul sigue el cielo…
—¿No crees que es totalmente revelador? Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo. Este es el mensaje.
—María…
—Me ha enviado un mensaje, como dijo que haría. Me ha enviado el mensaje.
—Naturalmente… Es increíble. Las dos habíais hablado de ello y…
—Justo como ella dijo. Esto es justo lo que me dijo que haría.
Corrieron las lágrimas por los ojos de María, y Baldvin la abrazó y la hizo sentarse en el salón. Su mujer estaba en un estado de enorme excitación que oscilaba entre la pena y la alegría, y durante los días siguientes estuvo mucho más tranquila de lo que había podido estarlo en mucho tiempo. Había alcanzado la resignación que tanto deseaba.
Una semana más tarde, Baldvin dijo de repente:
—¿No sería conveniente que hablaras con algún médium?
Poco tiempo después, Karólína la recibía en la casa de una amiga que estaba de vacaciones en las Canarias. María no tenía ni idea de que Baldvin y Karólína habían estudiado juntos interpretación, y muchísimo menos aún que habían tenido una relación amorosa. Nunca había visto a Karólína. María apenas conocía a algún amigo de Baldvin de sus años de la Escuela de Actores.
Karólína había encendido varas de incienso, había puesto música relajante y se había echado un viejo chal sobre los hombros. Disfrutaba de su arte, se lo había pasado muy bien poniéndose sombra de ojos, arreglándose las largas cejas, retocando las líneas de su rostro y pintándose los labios de escarlata. Había ensayado con Baldvin, quien la informó de numerosos detalles que podrían resultar útiles para su demostración de poderes psíquicos. Algunas cosas de la infancia de María, algunas otras de su convivencia con Baldvin, de su estrecha relación con su madre, y de Marcel Proust.
—Percibo que no te encuentras bien —dijo Karólína cuando las dos estaban ya sentadas y podía empezar la sesión de espiritismo. Has… has padecido mucho, has sufrido una gran pérdida.
—Mi madre falleció hace poco tiempo —dijo María—. Estábamos muy próximas.
—Y la echas de menos.
—Horriblemente.
Karólína se había preparado con gran profesionalidad, e incluso asistió a una sesión espiritista por primera vez en su vida. No siguió con demasiado interés lo que decía el médium, pero sí que se fijó en cómo usaba el lenguaje, en los movimientos de sus manos, de la cabeza y los ojos, y en su respiración. Estuvo dándole vueltas a si sería conveniente fingir que entraba en trance durante la visita de María, o hacer como el médium al que había visitado, quedarse sentada intuyendo y preguntando. Disponía de una buena descripción de Leonóra, aunque nunca la había visto en persona. Baldvin le había prestado una fotografía, que estudió con detenimiento.
Karólína decidió dejarse de trances cuando llegara el momento.
—Percibo una presencia poderosa —dijo.
María y Baldvin estaban en la cama la noche siguiente a la sesión espiritista, y María le contó hasta el último detalle de lo que había sucedido. Baldvin quedó en silencio un buen rato cuando María terminó su relato.
—¿No te he hablado nunca de un conocido mío de la Facultad de Medicina que se llamaba Tryggvi? —preguntó, mirando a María.