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Baldvin evitaba mirar de frente a Erlendur, quien escuchaba su relato sentado delante de él junto a la mesa de la cocina. Baldvin miraba más allá, hacia el salón, sin verle a él, ni a la mesa, o le miraba a un hombro, pero nunca a la cara, con ojos huidizos y avergonzados.

—Con lágrimas en los ojos, acabó pidiéndote que la ayudaras a ir al otro lado —dijo Erlendur, sin intentar disimular el desprecio en la voz.

—Ella… ella tuvo esa idea al momento —replicó Baldvin mirando la placa de la mesa.

—Y así podías matarla sin que nadie se diera cuenta.

—Ese era el plan, lo reconozco, pero no pude hacerlo. Cuando llegó el momento no fui capaz. No tuve fuerzas para hacerlo.

—¡No tuviste fuerzas para hacerlo! —exclamó Erlendur fuera de sí.

—Es cierto, no fui capaz de dar el último paso.

—¿Qué sucedió?

—Yo…

—¿Qué hiciste?

—Ella quería hacerlo todo con mucho cautela. Tenía miedo de morir.

—¿Acaso no tenemos todos miedo a morir? —preguntó Erlendur.

Estuvieron en la cama toda la noche hablando de la posibilidad de matar a María durante el tiempo suficiente para que pudiera llegar hasta el otro mundo, pero no tanto como para que sufriera daños. Baldvin le habló del experimento que sus amigos de la facultad hicieron con Tryggvi, y cómo murió pero le resucitaron enseguida. No había sentido nada, no tenía ningún recuerdo de su muerte, no había visto luces ni presencias de ningún tipo. Baldvin dijo que sabía cómo provocar aquel estado de muerte inminente sin correr excesivos riesgos. Por supuesto que existía un cierto peligro, María debía ser plenamente consciente de ello, pero gozaba de buena salud y en realidad no había nada que temer.

—¿Cómo me volverás a la vida después? —preguntó.

—Existen medicinas para ello —respondió Baldvin—, y además las formas habituales de asistencia en urgencias, masaje cardiaco y respiración artificial. Podemos usar corrientes eléctricas. Un desfibrilador. Tendré que agenciarme uno. Si lo hacemos, tendremos que movernos con mucho cuidado para que no se entere nadie. No es del todo legal. Mi licencia de médico estaría en peligro.

—¿Lo haríamos aquí?

—Yo lo veo más factible en el bungaló —dijo Baldvin—. Pero esto no son más que imaginaciones. Lo cierto es que no vamos a hacerlo.

María calló. Él escuchaba su respiración. Estaban acostados en la oscuridad de la noche e intercambiaban palabras en susurros.

—Yo lo intentaría —dijo María.

—No —replicó Baldvin—. Es demasiado peligroso.

—Pero me has dicho que no es tan difícil.

—Sí, la teoría es fácil, pero cosa distinta es hacerlo, llevarlo a cabo en la realidad.

Intentaba no mostrarse demasiado negativo.

—Pues yo quiero hacerlo —afirmó María con mayor determinación que antes—. ¿Por qué en el bungaló?

—No, María, deja de pensar en eso. Yo… Es absurdo. No me atrevo a hacer algo así.

—Claro —dijo María—. Existe el peligro de que yo muera y tú te veas metido en un lío.

—De verdad que existe un peligro real —dijo Baldvin—. No es necesario correr un riesgo semejante.

—Pero ¿lo harías por mí?

—Yo… Yo no sé, yo… No deberíamos hablar de ello.

—Pero deseo hacerlo. Quiero que lo hagas por mí. Sé que puedes. Confío en ti, Baldvin. Confío en ti más que en ninguna otra persona. ¿Lo harás por mí?

—María…

—Podemos hacerlo. No pasará nada. Confío en ti, Baldvin. Vamos a hacerlo.

—¿Y si algo se tuerce?

—Estoy dispuesta a correr ese riesgo.

Cuatro semanas después iban en dirección al este, a su casa de verano del Þingvallavatn. Baldvin quería estar bien seguro de que nadie les molestaría, y había pensado que la bañera termal de la terraza podría serles de utilidad. Necesitaban mucha agua fría si querían utilizar ese método para enfriar el cuerpo hasta que se detuviera el corazón. Baldvin hizo referencia a varios métodos, pero aquel le parecía el mejor y el menos peligroso. Dijo que los equipos de rescate de las montañas estaban entrenados para resucitar a la gente en circunstancias semejantes. En ocasiones se encontraban con gente que había estado metida en la nieve o en el agua fría, y que había que adoptar una serie de medidas, si no era ya demasiado tarde: elevar la temperatura corporal con mantas calientes y, si el corazón se había detenido, ponerlo de nuevo en marcha por todos los medios disponibles.

Empezaron llenando la bañera con agua fría y trozos de hielo del Þingvallavatn. Utilizaron cubos de fregar para recoger el hielo de la superficie del agua. No necesitaron mucho tiempo, pues la orilla del lago estaba apenas a unos pasos. El tiempo era frío, y Baldvin le dijo a María que debía llevar puesta cuanta menos ropa posible en el exterior a fin de ir acostumbrándose al frío antes de meterse en la bañera. Al final Baldvin rompió el hielo de las rocas de la orilla y acabó de llenar la bañera. Para entonces, María se había tomado dos pastillas suaves para dormir, que su marido le dijo que reducirían la sensación de frío.

María rezó unas oraciones antes de introducirse lentamente en la bañera. El frío era desgarrador, pero lo aguantó. Fue metiéndose en el agua muy despacio, primero hasta las rodillas, y luego hasta los muslos y el vientre. Se sentó con el agua por encima del pecho, los hombros y el cuello, hasta que solo sobresalía la cabeza.

—¿Estás bien? —preguntó Baldvin.

—Está… tan… tan… ay, tan fría —gimió María.

No podía dejar de tiritar. Baldvin le dijo que se le pasaría en un ratito, cuando el cuerpo hubiera dejado de luchar contra el frío. No tardaría en quedarse inconsciente. Le entraría sueño y no debería luchar contra él.

—La norma es que hay que esforzarse todo lo posible para no quedarse dormido —dijo Baldvin con una sonrisa—, pero ahora es distinto. Te dormirás. No te resistas.

María intentó sonreír. Al poco desapareció la tiritera. Su cuerpo estaba azul por el frío.

—Tengo… que saberlo…, Baldvin.

—Sí.

—Con… confío, confío… en ti —dijo después.

Baldvin puso un estetoscopio sobre su corazón. Las pulsaciones se habían hecho mucho más lentas. María cerró los ojos.

Baldvin escuchaba los latidos de su corazón, cada vez más débiles.

Y entonces se detuvo. El corazón había dejado de latir.

Baldvin miró su reloj. Tenía segundero. Habían hablado de un minuto o minuto y medio. Baldvin consideraba ese espacio de tiempo suficientemente seguro. Mantenía fuera del agua la cabeza de María. Los segundos pasaban poco a poco. Medio minuto. Cuarenta y cinco segundos. Cada segundo duraba una eternidad. El segundero apenas se movía. Baldvin se intranquilizó. Un minuto. Un minuto y quince segundos.

Pasó una mano por debajo del brazo de María y de un fuerte tirón consiguió sacarla de la bañera. Extendió mantas de lana sobre el cuerpo, la llevó en brazos al interior, y la puso en el suelo junto al radiador más grande. Aún no daba señales de vida. Inició la respiración artificial y después un masaje cardiaco. Sabía que no disponía de mucho tiempo. Quizá la había dejado demasiado tiempo en el agua. Le insufló aire en los pulmones. Escuchó con la esperanza de oír latidos. Volvió a aplicarle el masaje cardiaco.

Puso el oído sobre el pecho de María.

El corazón empezó a latir muy débilmente. Le frotó el cuerpo con la manta y la acercó más al radiador.

El corazón empezó a latir algo más deprisa. María tomó aire. Baldvin había conseguido revivirla. La piel ya no estaba azulada. Volvía a tener un leve tono rosado.

Baldvin suspiró aliviado y se sentó en el suelo y se pasó un buen rato mirando a María. Era como si estuviera durmiendo pacíficamente.

Y entonces abrió los ojos. Se quedó con la mirada fija en el techo, un tanto confusa. Volvió la cabeza hacia Baldvin y le miró largo rato. Baldvin sonrió. María empezó a temblar de manera incontrolada.

—¿Ya… ha acabado? —preguntó.

—Sí.

—La… la… la vi —dijo—. La vi… Venía hacia mí…

—María…

—No debiste haberme despertado.

—Pasaron más de dos minutos.

—Esta… estaba tan bella —dijo María—. Qué… qué bella estaba. Yo quería… quería… abrazarla. No tenías… que haberme despertado. No habrías… debido… hacerlo.

—Tenía que hacerlo.

—No… habrías debido… despertarme.

Baldvin miró a Erlendur con gesto serio. Se había levantado y estaba al lado del radiador donde dijo que había puesto a María cuando despertó después de haber muerto en la bañera.

—No pude dejarla morir —dijo—. Habría sido fácil. No habría tenido necesidad de resucitarla. Podía haberla dejado en la habitación y la habrían encontrado al día siguiente. Nadie habría sabido nada. Un simple ataque al corazón. Pero no pude.

—Si es que eres un pedazo de pan —dijo Erlendur con sarcasmo.

—Ella estaba segura de que había algo al otro lado —dijo Baldvin—. Dijo que había visto a Leonóra. Cuando despertó estaba muy débil al principio, y la acosté en la cama. Se durmió y estuvo descansando durante dos horas mientras yo vaciaba la bañera, la limpiaba y lo ponía todo en orden.

—¿De modo que quiso volver allí, pero esta vez de forma definitiva?

—Ella lo decidió así —dijo Baldvin.

—¿Y después? ¿Qué pasó cuando despertó?

—Estuvimos charlando. Recordaba perfectamente lo que sucedió al cruzar al otro lado, como lo llamaba ella. A grandes rasgos era lo que suele contar todo el mundo: un largo túnel, luces, amigos y parientes esperándola. Tuvo la sensación de haber hallado por fin la calma y la paz.

—Tryggvi dijo que él no había visto nada. Pura oscuridad nocturna.

—Quizás haya que ser más receptivo de antemano, no lo sé —dijo Baldvin—. Eso fue lo que experimentó María. Cuando me volví para la ciudad, la dejé muy calmada.

—¿Vinisteis en dos coches?

—María pensaba quedarse un poco más para acabar de recomponerse. Yo me quedé con ella durante la noche y luego me fui a la ciudad, el día siguiente a mediodía. Ella me llamó por la tarde, como ya sabéis. Se había recuperado del todo, y por teléfono parecía contenta. Pensaba estar de vuelta en casa antes de la medianoche. Esa fue la última vez que supe de ella. A juzgar por lo que dijo era imposible imaginar que estuviera planeando cometer ninguna tontería. Ni se me ocurrió pensar que se pudiera suicidar. Ni se me pasó por la cabeza.

—¿Crees que pudo ser el experimento lo que pusiera en marcha el proceso?

—No lo sé. Después de la muerte de Leonóra, sí que pensé que podría llegar a hacer algo así.

—¿No crees tener ninguna responsabilidad en lo sucedido?

—Claro… claro que sí. Me siento responsable, pero yo no la maté. No habría podido hacerlo. Soy médico. No mato a la gente.

—No habrá ningún testigo de lo que sucedió mientras María y tú estuvisteis aquí, ¿verdad?

—No, estábamos los dos solos.

—Seguramente perderás la licencia.

—Sí, probablemente.

—Pero eso no te preocupa, ya que vas a heredar todo el dinero de María, ¿no?

—Puedes pensar de mí lo que quieras. No me importa lo más mínimo.

—¿Y Karólína?

—¿Qué pasa con ella?

—¿Le dijiste que no llegaste hasta el final?

—No, no hablé con ella… No hablé con ella hasta después de que me dijeran que María había muerto.

El móvil de Erlendur empezó a sonar. Lo sacó del bolsillo del abrigo.

—Hola, soy Þorbergur —dijo una voz en el otro extremo.

—¿Quién?

—Þorbergur, el buzo. He estado viniendo por aquí, a los lagos. Aquí estoy ahora.

—Ah, sí, hola, Þorbergur. Yo…, perdona, estaba con otra cosa completamente distinta. ¿Hay alguna novedad?

—Creo que he encontrado algo que te interesará. He llamado a una grúa y, por supuesto, a la policía. No me atrevo a hacer nada si no estáis vosotros.

—¿Qué has encontrado?

—Un coche. Un Austin Mini. En medio del lago. No encontré nada en Sandkluftavatn y se me ocurrió probar en los lagos de alrededor. ¿Había heladas ya cuando desaparecieron?

—Sí, es bastante probable.

—Se metió en el lago con el coche. Te lo enseñaré cuando vengas. Estoy en el Uxavatn.

—¿Había alguien en el coche?

—Hay dos cuerpos. Hombre y mujer, creo. Irreconocibles, desde luego, pero parece que es tu gente.

Þorbergur calló un instante.

—Parece que es tu gente, Erlendur.