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Entre el trabajo y las clases de defensa personal, Ashia no había tenido tiempo de comprar otra bicicleta.
De cualquier manera, la desanimaba hacerse de otra y que a la vuelta de la esquina se la robaran.
A pesar de las recurrentes malas noticias, estas semanas había adquirido una nueva confianza.
No era más la muchacha inocente que creía haber vuelto al refugio de su ciudad pequeña donde no ocurría nada.
Entendía que aquí y en cualquier lugar, habría personas con problemas, grupos organizados para robar e individuos interesados en hacer daño al que fuera. A pesar de este descubrimiento, no se amilanaba. Era feliz por aún circular a pie sin que esto significara portar un arma. Había visto en otras ciudades del mundo a ejércitos de seguridad privada en cada comercio, banco o casa lujosa, guardaespaldas para funcionarios, muros perimetrales, bardas de protección en las viviendas, alarmas para vehículos y perros amaestrados para atacar.
Aquí aún se respiraba tranquilidad en la calle sin esa angustia por lo que sucedería en alguna esquina.
El hecho de no comprar una bicicleta era también para probarse a sí misma que aún podía recorrer el camino a pie y demostrarle a quien la seguía, que no estaba dispuesta a renunciar a su libertad de ir de la estación del tren a su casa.
No se dejaría envolver por el miedo porque una vez que se estancaba en el cuerpo, era difícil sacarlo. Además, quien la acosaba se cansaría de hacerlo al verla sobreponerse a las adversidades y sino, la policía estaba tras la pista de este desconocido, cuyas intenciones ella aún no descubría.
Dos días antes, el teniente Frederick Wilkens le telefoneó para anunciarle que dentro de poco dos agentes encubiertos se darían a la tarea de cuidar sus movimientos desde descender del tren hasta llegar a su casa.
Aún no identificaban a la persona que la molestaba, pero si esto se ponía peor, le había prometido instalar una cámara de vídeo de seguridad en una de las esquinas de la calle que daba a su casa.
Esto alentaba a Ashia. Su acosador no tendría oportunidad de escapar. Él parecía ser el listo, pero no se daría ni cuenta en qué había fallado su plan. Caería en cualquiera de las trampas puestas. Podía ser que los agentes lo capturaran en la calle al seguirla, que lo detectaran cuando por última vez dejara sus estúpidos mensajes, o ella misma le daría una lección de qué era meterse con una mujer que no le tenía temor a nada.
Lo siguiente era esperar la próxima maniobra de ése a quien, en cuanto diera el paso en falso, le daría su merecido.
Preguntó al agente que, una vez identificado y capturado el sujeto, cuánto permanecería en la cárcel y éste le explicó que si era encontrado culpable, las penas iban de uno a tres años. Eso dependía de los antecedentes de la persona, su conducta social, el pago de fianza o la indemnización monetaria que, de seguro, lo haría pagar.
Así se libraría de alguien malo a esta sociedad que todavía garantizaba ese derecho de sentirse segura, ese orgullo de caminar por sus calles en libertad, no en estado de sitio como en otras naciones donde había muchas personas armadas, pareciendo el inicio de una guerra entre asesinos, delincuentes, pandillas, mafiosos y narcotraficantes con los civiles en medio como si fueran los rehenes de esta locura.
Aquí aún veía posibilidad de mantener la salud social que en otros lugares padecía un cáncer terminal.
Ashia estaba contenta y positiva.
Lo que había pasado eran nuevas experiencias.
De hoy en adelante, todo le iría mejor.
Sentía que no estaba sola. Contaba con el apoyo de la policía, de su jefe, del instructor y de su padre, quien días antes festejó su decisión de tomar las lecciones de defensa personal.
Ese día su jefe la mandó llamar.
—Buenos días, Ashia.
—Buenos días, Enrique. ¿Cómo te ha ido?
—Muy bien. Aquí tengo la evaluación del instructor de defensa personal. Dice que lograste avances significativos. En los primeros días estabas un poco tímida, pero durante las siguientes sesiones te integraste más al grupo. Asegura que obtuviste resultados muy positivos y cree que estás lista. Aquí te entrego el diploma de participación y te anuncio que habrá otro curso en los próximos meses, así que si querés ser parte de ellos, sólo nos avisás.
—Gracias. El curso fue algo sensacional porque recuperé la confianza en mí misma y me dio varias técnicas de defensa para usar cuando se den estos casos.
—Qué bien porque uno nunca sabe cuándo se pueden presentar, pero ojalá no. ¿Y qué tal va tu problema?
—La policía aún investiga.
—Debés ser paciente. A veces se tardan mucho porque se necesitan pruebas. De seguro que en cuanto las tengan, lo encarcelarán.
—Eso espero.
—Bueno, contá con nosotros y te deseo lo mejor.
—Otra vez, gracias.
En eso, entró el instructor.
—Hola, Ashia.
—Buenos días, maestro, ¿cómo le va?
—Muy bien. Felicitaciones por haber pasado el curso. Veo que te entregaron el diploma…
—Sí, muchas gracias a usted por insistir en que aprendiéramos cada técnica. En realidad, es increíble lo que se puede hacer con esos sencillos consejos.
—Lo importante, Ashia, es respirar, aceptar el miedo y controlarlo. Al no perder la calma, se logra mucho. Recordá que no es solamente atacar.
—Lo sé.
—Te lo repito porque muchos piensan que entre más saben de defensa personal, estarán más seguros, pero no es así. Es una combinación de estrategias que nos sirven para salir adelante en una situación adversa.
—Gracias por el curso.
—Yo agradezco tu esfuerzo y valentía.
—Entonces, me retiro.
—Que te vaya bien, Ashia —le dijo su instructor.
—Hasta pronto, Ashia. Ah, se me olvidaba. ¿Vas a participar en el segundo curso? —le consultó su jefe.
—Todavía no lo sé.
—Okey. Pensalo y me avisás.
—Por supuesto.
Ese día, Ashia trabajó hasta la noche.
Había varios informes pendientes.
Las clases de defensa personal le reducían sus horas para resolver los escollos que surgían cuando debía tener un resultado positivo de un proyecto en ejecución.
Dejó de escribir y de pronto, se sintió nostálgica. Se levantó y se asomó a la ventana preguntándose si alguna vez encontraría otra persona como el pescador.