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—Buenos días, aquí habla el teniente Frederick Wilkens.
—Sí, aquí habla Ashia. Feliz año nuevo. ¿Cómo le va?
—Felicidades a usted también. Yo estoy siempre atareado con los casos, pero me siento bien, gracias. Señorita, disculpe que la interrumpa en sus labores, pero le llamo porque necesito conversar con usted sobre su denuncia.
—No se preocupe oficial. Cuando quiera podemos vernos.
—Hoy mismo, si es posible.
—Está bien. En cuanto salga del trabajo iré a la estación policial. ¿Le parece?
—No se moleste, mejor yo iré a su casa.
—Muy bien, gracias.
—¿A qué hora puedo encontrarla ahí?
—Puede llegar a eso de las cinco de la tarde.
—Entonces, estaré por esa hora. Gracias.
—No hay de qué. A usted le agradezco su llamada. Adiós.
Ashia colgó y se sintió más aliviada de pronto saber el resultado de las pesquisas. Estaba un poco enojada, pues no había escuchado nada del agente y hasta creyó que ni siquiera se había dedicado a averiguar quién era la persona que la molestaba.
Por la tarde tuvo un sentimiento de desesperación, como si quisiera conocer cuanto antes la identidad de ese extraño que la acosaba con sus nada graciosas cartas.
Pidió permiso a su jefe para salir una hora antes y a las cuatro y media estaba en la estación buscando su bicicleta.
El día era bastante frío y en el ambiente flotaba ese aire de melancolía propio de las tardes de invierno que recordaba haber sentido durante su infancia y juventud y lo peor era que no había señales de mejoría en el tiempo.
Le quitó el seguro a su transporte y anduvo por las calles.
A pesar del triste cielo, sentía una extraña sensación de optimismo, como si por fin saldría de un problema que la agobiaba al punto de no dejarla dormir ni olvidarlo cuando cenó con Fanny el cinco de enero y hasta le arruinó la ceremonia de retirar su árbol de Navidad días después.
Precisamente, ése era el objetivo de la persona que la perturbaba con sus mensajes, pero en cuanto menos lo imaginara se daría con la piedra en los dientes y se vería tras las rejas.
Se sintió feliz que los uniformados tomaran en serio su denuncia y se dedicaran con esmero a rastrear a quien la asediaba, porque esto le podía ocurrir a cualquier persona, no sólo a ella que se encontraba sin nadie que le brindara protección.
Miraba a su alrededor sin miedo. Quien fuera el responsable, tenía las horas de libertad contadas. En cuanto lo detuvieran, iría a la estación policial a preguntarle a qué se debía su mala actitud.
La calle estaba concurrida.
Era el día de las compras en el mercado popular y grupos de gente adquirían comestibles para la semana, como frutas o legumbres.
Vio con más ánimo la vida. Se dio cuenta que algunos sonreían, que otros hablaban, que hacían gestos amistosos y que ésta era su ciudad.
Llegó a casa, tomó las cartas dejadas ese día por el mensajero y sin miedo, pasó una tras otra.
No había nada extraordinario.
Se preparó un emparedado con lechuga, tomate, cebolla y rodajas de salmón. Se sirvió un jugo de naranja y abrió las cortinas de las ventanas.
Ahora el sol a veces se asomaba de entre las nubes, pero su presencia era distante como si sólo estuviera pintado.
Se dio cuenta que los vidrios estaban empañados y, en cuanto acabó de comer, los limpió por dentro y por fuera de la casa.
No albergaba más miedo. Estaba de lo más entusiasmada de recobrar el control de su vida, porque las cartas le habían fracturado ese sentimiento de estar a salvo en el lugar donde había nacido y crecido.
Durante los diez años pasados vivió situaciones difíciles en barrios peligrosos, con personas desconocidas llenas de malas intenciones, con una red de corrupción que la tenía al borde de la desesperación y actitudes de hombres que la hacían vulnerable a ser atacada o perseguida.
Pero aquí se sentía distinta.
Había seguridad, libertad, respeto aunque también mucha soledad.
Acababa de limpiar la sala cuando escuchó el timbre de la puerta.
Se asomó y vio al uniformado.
Al abrir, el teniente Frederick Wilkens la saludó.
Su mano derecha sostenía un fólder.
—Buenas tardes.
—Buenas. Gracias por venir, pase adelante.
A como la vez pasada, el agente le tendió su rígida mano derecha.
Entró a la sala y se quedó de pie.
Ella le indicó la silla de la mesa para sentarse.
—¿Qué tal le ha ido? —preguntó el visitante.
—Muy bien y de paso, otra vez feliz año nuevo, oficial. He estado un poco ansiosa por conocer los resultados de sus investigaciones.
El visitante se percató en la falta de algunos muebles.
Abrió la carpeta y dejó al descubierto el informe.
Tenía una sola página.
—Bueno, procederé a leer los avances obtenidos en las pesquisas.
—Está bien. ¿Quiere beber un café?
—No, gracias. Yo sólo tomo café por las mañanas.
—A mí sí me gusta a cualquier hora, pero si desea té, aquí tengo de reserva para cuando vienen invitados.
—No se preocupe. Aunque si pudiera, me gustaría un vaso con agua. ¿Parece que aún no ha acabado la mudanza?
—Sí, oficial. Lo que pasa es que el resto de mis muebles viene por barco.
Fue a la cocina, sacó un recipiente, lo colmó de agua y se lo sirvió.
—Ojalá no tarden mucho.
—Eso espero, aunque llevo meses esperando.
—Las esperas siempre se vuelven largas ¿verdad?
—Definitivamente.
El hombre tomó tres generosos tragos y lo dejó sobre la mesa.
—Bueno, según los análisis de nuestro laboratorio, podemos confirmar que las dos cartas fueron enviadas por la misma persona y estamos seguros que las notas las escribió con la mano izquierda. Se identificó cuál fue enviada de primero por el grado de distribución de la tinta en el papel y, según el resultado de la evaluación del grafólogo, usted no escribió ninguno de los mensajes.
—Eso sí que es novedad —se burló Ashia.
—Lo siento, pero como le dije en esa ocasión, nuestro trabajo es eliminar todas las dudas posibles. Ahora, según los resultados dactilares, le puedo confirmar que las cartas contenían dos rastros de huellas diferentes. Una parte pertenecía a usted y la otra, a la persona que se las remitió.
Se vio tentada a decir algo grosero, pero mejor se contuvo a ver qué agregaba el oficial.
—Hemos buscado en nuestra base de datos y no encontramos referencia alguna sobre la identidad de la persona.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que quien las ha enviado no tiene prontuario criminal.
—¿A ver, más claro?
—Que no tiene antecedentes criminales.
—¿Y?
—Bueno, que debido a esto, no podemos identificar a la persona fácilmente y tendríamos que detener al sospechoso en el acto para cotejar sus huellas con las encontradas en los mensajes.
—¿Y lo van a hacer?
—En realidad, ahorita no estaría capacitado para hablarle de algún plan, porque ni siquiera sabemos quién es ni dónde vive, trabaja o qué hace el sospechoso.
—Pero pueden encargar a alguien que haga rondas frecuentes en mi casa y los alrededores.
—Es buena idea…
—¿Y por qué no lo hacen?
—Porque no hay una verdadera amenaza.
—¿No hay una verdadera amenaza? ¿A qué se refiere?
—Bueno, si los mensajes fueran más explícitos, podríamos actuar…
—Explícitos como por ejemplo: Te aviso que mañana a las diez de la mañana te voy a violar y a sacar las tripas…
—No se altere, señorita. Lo que pasa es que los mensajes son hasta cierto punto, un poco inocentes, ¿no le parece?
Hola preciosa
—O sea que a ustedes no le significan nada…
¿Te gustan los días tormentosos?
—La verdad que no. Puede ser un juego o algún amigo suyo que le hace una broma pesada.
—Pero esto no es una broma.
—La entiendo, sin embargo le repito que no podemos actuar ante algo que no está claro.
—Según usted no está claro…
—Así es.
—¿Y entonces, qué van a hacer?
—Esperar.
—¿Esperar a que me viole o me mate?
—No, señorita. Vamos a estar atentos a los siguientes mensajes. Por desgracia, mientras no tengamos algo más concreto sobre la persona que hace esto, no podemos llevar a cabo otras diligencias.
—¿Entonces, para qué están ustedes?
—Para proteger a las personas cuando hay una amenaza real.
Ella se quedó pensando.
—Esto no quiere decir que su caso está cerrado, señorita. Continúa abierto hasta descubrir de qué se trata esto.
El oficial tomó dos sorbos de agua y se levantó.
—Por ahora le sugiero que mantenga contacto con nosotros. En cuanto reciba otro mensaje, por favor, avísenos.
Cerró el fólder y lo sostuvo en su mano derecha.
—Le pediré al desconocido que sea más explícito. ¿Qué le parece?
—Entiendo su frustración, pero también debe aceptar que no podemos actuar contra un desconocido que envía algunas cartas sin sentido.
—Está bien. Seguiré aguantando esto.
—No se preocupe. Nosotros la protegeremos.
—Vamos a ver.
Ashia lo acompañó a la calle y se despidió del policía con evidente enojo.
Al día siguiente, al regresar de su trabajo encontró una tercera carta.
Si llego a ver otra vez a un maldito policía
rondando por aquí, te rompo los huesos, preciosa.
Esto es entre vos y yo.