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Ashia retomó sus labores y los siguientes fines de semana paseó por la ciudad para visitar los nuevos barrios, la cuarta estación de tren que se construía al otro lado del pueblo, los centros comerciales, el zoológico, la universidad, la biblioteca, algunos restaurantes, pero no fue a la playa porque aún odiaba el mar.
Iba a comprar los sábados comida y los domingos alquilaba alguna película y se quedaba descansando.
El insomnio persistía. Era una molestia que se quedó con ella como si se hubiera instalado un huésped en su interior que le impedía dormir.
Su labor en la oficina era dura debido a las extendidas horas frente a la computadora y la embrutecedora monotonía que representaba ir a diario a un lugar que no le alimentaba el espíritu pues sólo le servía para sustentar su estómago. Leía pilas de informes, enviaba correos, asistía a reuniones, llamaba por teléfono, casi no le quedaba espacio para almorzar y las tardes se le hacían pequeñas, lo que le imposibilitaba sanear la cantidad de documentos que debía analizar, resumir y entregar a sus superiores.
Se felicitaba que su oficina estuviera bastante cerca de su casa. Cada mañana salía en bicicleta, la dejaba en la estación y ahí abordaba el tren. En veinte minutos estaba frente al edificio donde laboraba.
Los compañeros eran amables y se identificaban con ella porque igual, habían trabajado en otros países en donde experimentaron la inseguridad ciudadana, la corrupción política, la hipocresía de los gobiernos de turno y esa cortina burocrática usada por los funcionarios para tapar el robo del dinero de los proyectos sociales.
Era un trabajo frustrante. Veía cada año cómo se destinaban millones y millones en cooperación, pero los países que la recibían no avanzaban ni un centímetro en mejorar las condiciones de vida de su gente. ¿Entonces, para qué servía tanto dinero? ¿Por qué, a pesar de tal esfuerzo, le parecía que cada vez estas naciones se hundían más en la pobreza?
De un tiempo para acá, lo que hacía, le parecía una farsa. Veía presupuestos millonarios aprobados para fines sociales, pero una vez en el terreno, parecían haber desembolsado unos centavos. ¿Adónde iban a parar los fondos? ¿En qué parte del camino se esfumaba el dinero? ¿Quién o quiénes eran los responsables de esto? En realidad, la culpa podía ser de cada una de las personas involucradas en la cadena.
Ni ella misma se excluía de esta posibilidad porque si las condiciones de vida no mejoraban, era que algo no funcionaba desde quienes tomaban las decisiones hasta quienes la implementaban.
Durante sus primeros años en Nicaragua, una vez escuchó que un organismo de cooperación abrió una oficina en un pueblo a unos diez kilómetros de la cabecera departamental de Bilwi. El proyecto prosperaba, pero los encargados de la capital regional, descuidaron por unos meses las visitas a la delegación y cuando fueron, encontraron que los mismos pobladores habían saqueado la oficina.
Robaron desde los archivadores hasta las tablas de las paredes. Desde las láminas de zinc hasta el inodoro. Ni las bujías se salvaron. Esto la desmoralizaba sobremanera porque eran situaciones recurrentes y que iban en contra de los ciudadanos, pues dejaba claro que no se preocupaban ni siquiera de cuidar los bienes que servían para mejorar sus vidas.
Eso le quitó el ánimo de seguir en un país en el que el círculo vicioso no se cerraba. Por eso, un día se despertó decidida y envió un mail en cadena a sus amigos avisándoles de su “inminente” partida.
Aquello le significó despedirse de varios lugares, situaciones y recuerdos que había aprendido a amar. Tuvo que decirle “adiós” no “hasta pronto” a muy buenos amigos. Dejó atrás sus cosas, su hogar. Al partir, se preguntó cómo recomenzaría su nueva vida, pero también, cómo olvidaría esta que ya le era antigua.
A pesar de todo, al estar aquí miraba con más alegría el futuro. Se dedicaría uno o dos años a laborar en el organismo y al expirar su contrato, buscaría otros horizontes. Estaba dispuesta a intentar en algo que no fuera lidiar con proyectos de desarrollo que al final, no desarrollaban nada ni se proyectaban en la sociedad.
Ahora estaba con su gente, en su ciudad y en su ambiente, aunque al principio tuvo que readaptarse. En la estación de tren no sabía cómo comprar el boleto, en los cajeros automáticos se tardaba más de lo normal, su propio idioma le parecía extraño, aprendió de nuevo a llevar una agenda y no le quedaba espacio libre de pensar en algo más que organizar su reestrenada vida.
De a poco se reacostumbró al frío. Era una sensación placentera el sentir el aire helado de la mañana en su cara cuando iba en la bicicleta, aunque le incomodaba que el clima fuera severo con ella, acostumbrada los pasados años a vestir ropa ligera y hasta disfrutar de la transpiración.
Aunque expresaba su desagrado, sabía que durante los primeros días de octubre festejaría la baja temperatura, se uniría a las celebraciones navideñas, aplaudiría el cambio de ánimo de sus compañeros de trabajo que hablarían de la Navidad y Año Nuevo y estaría contenta de ver la nieve caer a como lo disfrutaba de niña.
Juraba que en cuanto fuera la temporada, compraría un árbol de Navidad que lo adornaría a como había aprendido de su mamá. Posiblemente lo colocaría al lado de la ventana y dejaría encendidas las luces para que al regresar de su trabajo, le diera la bienvenida con una felicidad que hacía mucho no experimentaba.
Ashia se acostó pero no durmió hasta las cinco de la mañana, cuando la angustia del insomnio se fundía con el canto de las gaviotas y el ruido de los motores de autobuses y camiones. En esas horas su cerebro repasaba situaciones y pensaba desde cosas inverosímiles, hasta las que iban al franco delirio.
Se convencía por ejemplo, que cada persona debía tener su propio ritmo e ir a laborar cuando le apeteciera, comer cuando quisiera y no a los horarios establecidos. Si así fuera, la humanidad aprovecharía más la entrega al trabajo. Ella que pasaba en vela, podía iniciar su jornada en la madrugada y dejar todo listo para cuando los demás entraran.
Se levantó, cansada se vistió para ir a la oficina y durante el trayecto, su estado de flotación debido a la goma de sueño, la mantuvo distraída. No durmió en el receso del mediodía y al regresar a casa, lúcida como una zarigüeya, iba con la ilusión de conciliar el sueño. ¿Dormiría hoy, aunque fuera un poco? Cada noche era una sorpresa…
Citó a su padre para finales de junio. Cocinó con esmero y se asustó de parecerse cada vez más a su madre. Acomodó el mantel, los platos, los cubiertos, las copas y vasos, encendió dos candelas y su padre se apareció a la hora convenida.
Se había vestido para la ocasión con traje y corbata.
Ella estaba alegre de darle este regalo.
El padre le obsequió un libro que narraba el origen de la ciudad.
A Ashia no le gustaba mucho leer historia, pero pensó que podría servirle en caso de estar ociosa.
Tras platicar sobre cómo habían pasado estas semanas, sirvió sopa de tomate, ensalada y de plato fuerte pescado con queso derretido, papa y brócoli.
—Está muy rico.
—Gracias, papá.
Durante la cena hablaron sobre aquellos años en los que comieron junto a su madre y de la última Navidad que pasaron en familia.
Su muerte los cambió profundamente y al principio, hubo cierto desajuste en sus vidas.
Su padre la protegía más. Ella trataba de ser fuerte y aceptaba que él podía en el futuro, estar con otra mujer, aunque eso la enojaba y se alejaba de él para evitar que el golpe fuera más duro cuando se enfrentara a esta realidad.
Esta distancia hizo a su padre sentirse culpable y decidió buscar a alguien hasta que ella superara ese miedo que, a su parecer nunca había dejado atrás. Él se hizo más viejo y perdió las esperanzas, mientras la relación con Ashia se deterioró al punto de hablarse sólo para lo necesario. Fue en sus viajes a Nicaragua que recuperó la atención y cariño de su hija y los dos disfrutaron de reencontrarse en el hermoso sentimiento de ser padre e hija.
La madre de Ashia le dejó como herencia, un capital con el que años después compró una casita donde se mudó. Luego que se marchó a África, su padre quedó a cargo del inmueble.
Era hora de retribuirle su dedicación desde cuando estuvo pequeña, su apoyo tras el fallecimiento de su madre, el distanciamiento tenido, la aceptación a su decisión de irse por un tiempo del país y su promesa de quedarse sin nadie para evitarle sufrimiento.
Recordó la sortija y la sacó de su cartera.
—Papá, hace unas semanas el fontanero que reparó la cañería descubrió este anillo.
El padre quedó viendo el aro con curiosidad.
—¿Sabés si pertenece a alguien de los que vivió aquí?
—No tengo idea.
—¿Cuántas parejas alquilaron la casa estos años?
—Tres parejas.
—¿Recordás si pasó algo extraño con alguna de ellas?
—¿Como qué?
—¿Alguna vez te comentaron algo o viste algo fuera de lo normal?
—Lo que recuerdo, es que una de las mujeres era parecida a vos. De pronto, un día me telefonearon para decirme que cancelarían el contrato. Me acuerdo que ni hacía tres meses lo habíamos firmado por otro año y súbitamente decidieron mudarse.
—No te dijeron por qué.
—No, la verdad es que fueron los padres de la muchacha que luego se comunicaron conmigo porque la pareja había salido fuera del país.
—¿Podrías darme sus direcciones?
—Claro, lo tengo todo ordenado. Sólo dejame buscarlas entre los documentos y te las daré en cuanto pueda.
—Y de paso, me gustaría que trasladaras a mi cuenta lo que se obtuvo del alquiler estos años.
—No hay problema, Ashia. Con ese dinero ahorrado, podrás comprarte algo más grande o usarlo para cualquier otro viaje por el mundo que querrás hacer.
—No he pensado todavía en qué podría invertirlo, pero estoy segura que pasarán años antes de salir de nuevo por largo tiempo. Vamos a ver. Depende de cuánto es lo que tengo en la cuenta…
—Disculpame, pero ahorita no recuerdo la cifra exacta. Al principio llevaba el dato, pero como no venías, dejé de calcularlo.
—No importa, papá.
Se despidieron con la promesa de cenar juntos para Navidad.
Al día siguiente, ella fue al cajero automático del banco, pero la máquina se tragó su tarjeta. En su desesperación, tocó diferentes botones intentando cancelar la operación sin explicarse a qué se debía esto.
De suerte le quedaba algún dinero extra en efectivo y fue a casa a telefonear al banco. Esperó varios minutos, por fin le pidieron su número de cuenta, el número de su cédula de identidad, su dirección y la encargada le anunció:
—Su tarjeta fue retenida por el sistema del cajero automático porque hay un problema.
—¿Qué problema?
—Le han saqueado hasta el último centavo.
—¿Cómo?
—Así es. Lo siento.
—¿Pero cómo pasó?
—Al parecer, rastrearon su número de cuenta y descifraron su clave de ingreso. Los culpables son bandas internacionales que operan por el país con sistemas sofisticados que roban los códigos y claves de acceso de nuestros clientes.
—¿Y cuánto se llevaron?
—El último reporte que tenemos, es de compras hechas en menos de media hora en diferentes establecimientos de El Congo, por un total de tres mil novecientos cuarenta euros.
Se quedó muda de asombro.
—Eso pasa con frecuencia en las estaciones de trenes o cajeros públicos.
Tampoco habló.
—¿Aló?