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Steven salió en su vehículo sin rumbo fijo.
Se sentía asfixiado en casa.
Estuvo frente a la televisión por cinco horas continuas, durmió un poco y se despertó harto de hallarse entre las cuatro paredes.
Dejó el automóvil en un estacionamiento cercano al cine, caminó entre los montones de gente que salían a pasear los sábados y, cuando llegó, encontró una enorme fila que salía del edificio. Se asomó a leer la cartelera, pero nada le llamó la atención. ¿Qué iba a ver este grupo de desesperados? De seguro, alguna película basura. Abandonó la idea y salió. Además, era tarde así que no le importó perder la oportunidad.
Las nubes eran una pared gris bloqueando el sol.
Siguió caminando. De pronto, un perro le olió los zapatos.
Te andás buscando una patada en el trasero, animal.
Una muchacha jaló de la cadena al can y éste se fue.
Steven siguió a la joven con la vista. Tendría unos veinticinco años. Se veía bien dotada. Sus pechos resaltaban y sus piernas eran de las gruesas, como le gustaban.
Caminó hacia el centro donde ese día, los comerciantes instalaban sus tiendas portátiles y abrían decenas de locales en los que se vendían desde frutas hasta pescado.
Había un hervidero de gente.
Steven se dio de codazos con varias personas que acudían como si fueran atraídas por un imán. Le pareció ver a una mujer conocida, pero entre la multitud, se le perdió de vista.
Desesperado, tomó una callecita y salió de esa marabunta.
Tenía hambre y buscó un restaurante.
Vio un local para comer y entró.
Se sentó al lado de la ventana, desde donde se entretuvo con los autos que pasaban por la carretera, y con las personas que iban o venían cargadas de lo comprado, desde comida hasta artefactos innecesarios.
La mesera le dio las buenas tardes y dejó el menú sobre la mesa.
Steven no contestó, abrió la carta y consultó qué servían.
Demasiado caro para un comedor de mala muerte.
Decidió lo que iba a pedir, pero no llamó a la mesera.
Vio en su reloj la hora calculando cuánto se tardaría quien lo atendía y aparentando no tener prisa, miró hacia la calle.
En el restaurante no había mucha clientela. Debido al frío, la mayoría de la gente prefería comer en casa.
A los tres minutos se acercó la joven.
—¿Va a ordenar?
Noo, vengo a rezar, pendeja. Ya era hora. Casi te hago señales de humo, tonta.
—Una ensalada, lasaña y jugo de naranja.
—¿Desea postre?
¡Ni siquiera he comido y me estás pidiendo postre!
—Voy a esperar. En cuanto coma, le aviso.
—Está bien. Muchas gracias por preferirnos. Dentro de poco le sirvo la bebida.
Eso espero, torpe.
Jugó con el salero viendo a los clientes.
Entró una pareja. La mujer de apariencia asiática, modelaba un abrigo color rojo vino y su cuerpo despedía una fuerte aroma de rosas.
¿De dónde sacaste a la limosnera, papito? Ni bañándose en perfume se le quita la cara de muerta de hambre.
La mesera colocó un vaso con agua.
¿Y esto? ¿Ahora el jugo de naranja es transparente?
—En un momento viene su orden —le anunció.
—¿Y el jugo de naranja?
—En un minuto. ¿Se le ofrece algo más?
Ah sí, me traés un café con dos cucharadas de andate al infierno.
Steven hizo una mueca de desagrado y sin contestar nada, bebió un trago del vaso con agua.
La pareja vista hacía minutos, se acercó a otra que estaba ahí desde antes que Steven entrara. Se saludaron, se dieron abrazos y besos y se sentaron. Festejaron el encuentro, hicieron algunas bromas y el acompañante de la mujer de rasgos orientales soltó una carcajada.
Más te vas a reír cuando esa puerca te desplume imbécil.
La mesera se apareció con la ensalada y el jugo de naranja.
Steven tampoco le dio las gracias, abrió la servilleta, la acomodó en sus piernas, tomó el tenedor y el cuchillo y se dispuso a comer.
—Buen apetito. Espero que le guste.
Retirate de aquí pedigüeña, porque no te daré ni la hora.
Steven tampoco contestó.
En cuanto acabó, la mesera fue a la cocina y le trajo la lasaña.
Steven pidió otro jugo de naranja.
Y espero que esta vez lo traigás rápido.
Se lo llevó sin demora y se quedó aguardando.
¿Y ahora, qué, descubriste que soy tu padre?
—¿Va a ordenar postre?
—No.
—Bueno, si desea algo más, me avisa.
—Sólo la cuenta.
—¿Ya?
Nooo, cuando caigan sapos y culebras del cielo.
—Sí.
Tras acabar su bebida, la joven se apareció con la factura.
Steven cogió el papel, vio el monto y, de su cartera, sacó la tarjera de crédito y se la pasó.
Ella fue a la caja, regresó donde el hombre y le entregó la factura, el recibo de pago y la tarjera.
Mientras el cliente firmaba, le dijo:
—Espero le haya gustado.
Olvidate de la propina, vagabunda.
Steven afirmó con la cabeza, le entregó el recibo, dejó la factura sobre la mesa, se limpió la boca con la servilleta, se levantó y se fue.