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Despertó por el ruido del timbre de la puerta.
A la abuela le pareció que insistían desde hacía largo rato y, excusándose por hacer esperar, fue a abrir.
Creía que era su nieto, pero eran dos uniformados.
—Buenos días, señora. Mi nombre es Augusto y mi compañero se llama Noé.
—Buenas tardes, querrá decir… —corrigió ella molesta, pues no le gustaba que la gente confundiera las horas del día.
—Ah, sí, perdón. ¿Podemos pasar?
—Sí, claro, entren. Lo que no sé es si ustedes vienen por lo del elevador o por lo del asesinato…
—Por lo del elevador, señora —le aclaró Noé.
—¡Ah, bueno!
—¿Por casualidad, usted se refiere al asesinato ocurrido frente a la escuela? —quiso saber Augusto.
—Así es. Qué horrible. Ni los de la tercera edad podemos dormir tranquilos en esta ciudad.
—Fue lamentable, pero no se preocupe. Nuestro equipo trabaja las veinticuatro horas en ese caso —le hizo saber Noé.
—Me alegro —comentó ella sin mucha emoción.
—¿Su nombre?
—Mildred Valentis.
—¿Vio algo sospechoso antes que se dañara el elevador?
—No observé nada, oficiales. Sólo salí para ir al banco, bajé por el ascensor y cuando volví, no servía.
—¿No vio a gente extraña rondando?
—No me parece.
—¿Escuchó algún ruido?
—No.
—¿La vez anterior recuerda cómo pasó?
—Esa vez salí en la mañana a comprar frutas y cuando volví, lo encontré dañado.
—Lo encontró dañado… —repitió Augusto apuntando.
—Así es.
—¿Sospecha de alguien?
—No. La verdad es que no sé quién pueda causarnos esta injusticia de dejarnos sin elevador. Debe ser una persona que culminará su vida en alguna penitenciaría. Así inician su carrera delictiva y en pocos años, viene lo peor.
—Esperemos que no, señora.
—Pues yo, a estas alturas ni confío en la efectividad de la policía. El asesinato del hombre que vivía cerca de la escuela, tiene semanas de haber sucedido y no se ha capturado ni a un perro.
—En eso estamos, señora. Lo que pasa es que, al igual que en este caso, no hemos encontrado ningún testigo que nos ayude. Más de seiscientas personas pasaron por ahí el día que se cometió el asesinato y nadie, nadie vio nada.
—Hablando de eso…
—Diga…
La señora fue a la mesa, tomó la carta y se la entregó a los oficiales.
Augusto la tomó, la leyó y se la pasó a Noé.
—Yo no he visto nada —les aseguró ella.
—Pero a nosotros no tiene por qué decirnos. Debe llamar al teléfono que se le indica en la carta.
—Pero ustedes están aquí.
—Sí, pero esa investigación no está bajo nuestro cargo.
—¿Y no es la misma policía?
—Es que nos distribuimos los casos, señora y el capitán Boer es quien comanda las pesquisas sobre ese crimen —le explicó Augusto.
—Bueno, gracias. Nos ha sido de mucha ayuda, señora —se despidió Noé.
Ella se encogió los hombros porque no supo en qué había colaborado.
Cerró y se acordó de llamar por teléfono a Vincent.
Buscó el número en la agenda, marcó, pero sólo escuchó la voz del contestador automático y colgó.
Luego se comunicó con la estación policial. El operador le transfirió con el encargado del caso. Ella le facilitó su nombre, apellido, dirección y le aseguró no haber visto nada raro o llamativo el día del crimen.