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Tras regresar de su curso, Steven tampoco sabía qué hacer con su aburrida vida y, un día luego de pasar metido en su casa la mañana entera, salió sin importar a qué lugar.
Se acomodó en el asiento de su vehículo, encendió el motor y pilotó su nave por diferentes avenidas hasta que, cansado de andar sin rumbo, parqueó su automóvil en el primer espacio que encontró libre y dio una vuelta a pie.
El clima estaba frío y amenazaba con lluvias intensas. En la calle la gente caminaba apresurada, posiblemente temiendo que de un momento a otro cayera el temporal y los que andaban en bicicleta, se cuidaban de no ser desestabilizados por las fuertes ráfagas de viento.
Steven vio el edificio del centro comercial y tras vagar por los alrededores, entró.
Ahí parecía ser el refugio de los pobladores.
Adentro no se podía caminar con libertad.
Cientos de homoshopping iban de un lugar a otro apresurados.
Se detenían, retiraban las prendas de sus percheros, las evaluaban e insatisfechos, las lanzaban a cualquier lugar. Medio miraban otras, las dejaban tiradas y seguían al siguiente mostrador.
Otros sacaban la ropa de las bolsas, la extendían y decepcionadas porque no era de su agrado o talla, la dejaban por allí y por allá desordenando los exhibidores.
Algunos compradores se vestían con las prendas en exhibición, se miraban al espejo, desaprobaban cómo les quedaba y desanimados, se quitaban la camisa, el vestido, la falda o el pantalón lanzándolos dentro de los canastos donde estaba la ropa en descuento.
Steven fue al segundo piso y observó el mismo comportamiento.
Anduvo por los pasillos sin detenerse en los productos y espiando a los clientes que se debatían en qué comprar.
Vio a una señora con un velo en la cabeza. Cargaba un bolso conteniendo los artículos adquiridos ese día. Desordenaba todo igual a los demás.
Lento, Steven recorrió cada rincón del lugar sin preocuparse de salir porque afuera llovía. Siguió subiendo hasta que en el último piso descubrió el restaurante. Se sirvió papas, mayonesa, pan con trocitos fritos de carne de res y cebolla, pidió un jugo y un café.
Se sentó cerca del mirador y con tranquilidad comió su almuerzo.
El resto, parecía estar siempre apurado y no se quedaban sentados ni cinco minutos.
De seguro, debían comprar más.
Se esperó y cuando bajaba las escaleras, descubrió que tres policías subían.
Se armó la gorda, papito.
Steven no imaginó qué podía haber ocurrido. Ahí todo estaba tranquilo.
Tal vez los agentes sólo venían a almorzar tras una aburrida labor en las calles donde nunca parecía pasar nada.
Fue cuando los uniformados lo rodearon.
—¿Podría venir con nosotros?
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —les preguntó Steven aún sin comprender a qué se debía esta equivocación con él, que sólo entró al centro comercial para huir de la soledad, del frío y la lluvia.
—En un momento se lo explicaremos —le anunció uno de los policías quien le tomó del brazo de forma familiar, como si fuera un amigo que lo ayudaba a descender las escaleras.
Los comensales dejaron sus platos y se levantaron para saber quién era el sujeto detenido y un murmullo deambuló por el lugar.
Nadie percibió algo sospechoso en el sujeto escoltado por los oficiales. Alguien susurró a otro que posiblemente lo venían persiguiendo tras cometer alguna fechoría. Otro hasta lo identificó como la persona cuya fotografía publicó el periódico porque al parecer, escapó de la escena de un choque de vehículos.
Ninguno conocía a Steven.
Ni los cajeros recordaron haberlo atendido.
Steven fue conducido al sótano del lugar. Ahí había varias oficinas administrativas, una gran bodega y un cuarto en el que estaba una mesa donde había un bolso, algunos artículos desordenados y sentada en una de las sillas, una mujer escoltada por otros dos policías.
Había también un monitor de televisión y tres empleados del lugar estaban de pie y con expresión seria. Dos parecían ser los encargados de la seguridad interna y el otro, el representante de los dueños del centro comercial.
Steven los miró sin comprender cuál era el problema y qué tenía que ver él en esto.
—¿Señor, usted conoce a esta mujer? —le preguntó quien lo había agarrado del brazo.
Steven la quedó viendo y negó con la cabeza.
—Necesito que nos facilite su identificación.
El detenido, sin protestar, se sacó su cartera y presentó su cédula de identidad.
El que parecía al mando tomó el documento, leyó el nombre y activando su radio transmisor pasó el dato a la central de investigaciones.
La mujer lloriqueaba.
—¿A qué se debe esto? —preguntó él.
—Eso quisiéramos saber nosotros, Steven… —le respondió el encargado de la tienda que escuchó su nombre y, ante su pregunta dio un paso al frente para responderle.
¿Y a este mequetrefe quién le dio permiso de tutearte?
—Esta señora fue detenida hoy a la salida del local porque en su bolso, había artículos sin pagar. Al activarse el detector, se puso nerviosa y cuando vio a los oficiales, quiso escapar —relató uno de los de la seguridad del edificio.
—Nosotros acudimos al llamado, la detuvimos y le pedimos aclaraciones, pero aseguró no saber de qué se trataba esto —expuso el agente a cargo de la operación.
—¿Y yo qué tengo que ver?
—Steven, un momento…
Y sigue el confianzudo este.
El encargado del edificio se acercó al aparato de televisión.
—…nosotros tras interrogarla, fuimos a ver sus movimientos en el archivo de los vídeos de las cámaras de seguridad que tenemos instaladas por toda la tienda y comprobamos que ella no metió esos objetos en su bolso.
—¿Y?
—Pues que fue usted —le estampó el oficial responsable de su detención.
Ahora sí te jodiste, Steven. ¡Nos vemos, yo ni te conozco papito!
—¿Qué? ¿De qué está hablando? En mi vida he visto a esta mujer y jamás me atrevería a hacer lo que ustedes insinúan.
El representante de la tienda activó el vídeo.
En la imagen se veía a la señora consultando precios y curioseando algunos productos con la calma de una aburrida ama de casa. En uno de los pasillos, apareció la figura de Steven quien la seguía muy de cerca.
No había duda. Era él quien iba detrás de la compradora y en cada descuido, metía en su bolso diferentes mercancías tomadas de los mostradores.
Steven se acercó cada vez más al televisor con una mirada que, primero, era de incredulidad y, finalmente, de extrañeza.
—No puede ser…
Los demás lo quedaron viendo con expresiones serias.
O Steven se hacía el tonto o sabía mentir, pensaron los uniformados.
La dama se levantó de la silla y lo abofeteó.
Si alguien no la detiene, de seguro te dará de taconazos.
Steven no se inmutó.
Uno de los agentes controló a la afectada.
—¿Podría explicarnos qué es todo esto? —le pidió el oficial al mando.
Esto no me gusta, Steven. No le digás nada o mejor… mentí, mentí, ¡mentí!
Steven no supo qué decir.
En el vídeo se miraba a un sujeto igual a él y vestido como él, que introducía varios objetos en el bolso de esa desconocida, pero no podía creerlo.
—Yo…
Steven no agregó nada más.
—Esto es más que una broma pesada. Esto es un delito y por eso, deberá acompañarnos a la delegación.
—Maldito desgraciado —le estampó ella, con expresión enojada.
—Lo siento… yo…
¡Pensá algo rápido, imbécil!
—Decinos qué fue lo que ocurrió. Explicanos por qué le hiciste esto a nuestra clienta —le insistió el encargado del centro comercial.
—No lo sé, no puedo explicarlo. Lo siento mucho, yo…
La pareja fue conducida a la estación policial.
Tras llegar, Steven quedó en un cuarto donde había una mesa y dos sillas.
Al rato se apareció uno de los oficiales que lo arrestó.
—La señora quiere presentar cargos en su contra —le anunció.
A Steven esto no le sorprendió. Él hubiera hecho lo mismo.
Pagó una fianza y salió a las diez de la noche.
Fue a pie buscando su vehículo y regresó a su casa molido de cansancio y preguntándose a qué hora cometió tal estupidez.
No comentó nada en su trabajo.
En las siguientes semanas acudió al llamado de las autoridades, la denuncia fue presentada al juzgado de audiencia y como caso civil, se evacuó en pocos días. Ante el juez, Steven sostuvo que no recordaba lo sucedido ese día. Pidió disculpas públicas a la víctima y estuvo dispuesto a resarcirla monetariamente por los daños morales causados.
A pesar de esto, el juez que vio el vídeo con un evidente gesto de reprobación, lo condenó, le ordenó indemnizar a la afectada con un mayor monto de dinero y lo obligó a diez horas de trabajo comunitario.
Como no tenía antecedentes criminales o penales, lo mandó a que lo atendiera un sicólogo y le advirtió que si se negaba, sería recluido un mes en la cárcel.