Capítulo XXXII

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Casi a la semana, Ashia encontró otra carta.

Había olvidado el primer incidente creyendo que ahí acabaría, pero no entendía que esto iría en ascenso.

De nuevo, estaba de última entre las dejadas ese día. Eso le hizo calcular que su oculto seguidor la metía tras salir ella a su trabajo, porque el cartero se aparecía antes de las diez de la mañana.

La dejó en la mesa y tras examinar las demás, con total desagrado, como si dentro hubiera un ratón, abrió la carta con la punta de sus dedos.

Como la primera vez, la carta contenía una sola hoja.

La sacó. Estaba doblada.

La extendió y leyó lo siguiente:

 

¿Te gustan los días tormentosos?

 

No decía nada más. Era la misma letra, el mismo color de papel y la cubierta también era igual.

No lo creía. No lo podía creer.

Descubrió que su corazón era un tambor en su pecho. De pronto, sus nervios estaban hechos pedazos debido a este perverso acto repetido impunemente. Jamás en su vida había experimentado un susto como este, ni cuando de niña se lastimó su dedo índice derecho al cortar un papel con una tijera y menos, en los años que creyó en la existencia de los dragones.

Pero quien le enviaba de nuevo el mensaje, no era un espíritu.

Era un ser real y peligroso.

El sábado, Ashia fue a la policía.

Estaba dispuesta a ponerle coto a esto.

La nieve había desaparecido de las calles.

Vio caer a mediados de noviembre un granizo muy fino, luego vino la nieve aunque sin aquella consistencia que recordaba de cuando era pequeña, deshaciéndose en los siguientes días hasta sólo quedar charcos helados y el horrible frío.

El edificio quedaba a unos seis kilómetros de distancia que los recorrió en bicicleta sin importarle la álgida llovizna que caía. No se puso el impermeable. Las cartas las guardó en su cartera protegidas en una bolsa plástica. Iba con la expresión dura y con el rostro arrebolado de enojo.

Esto se iba a terminar hoy.

En la calle, era salpicada de agua por las llantas de los automóviles que pasaban zumbando.

Se detuvo para descansar y volvió a ver hacia atrás. Un hombre venía en bicicleta, pero una cuadra antes dobló a la derecha. La adelantaron varios niños y al frente, dos mujeres platicaban cada una yendo en su bicicleta.

Esta zona de la ciudad era más concurrida.

Cerca, había un supermercado, una tienda de electrodomésticos y un centro comercial.

A lo lejos distinguió la torre del reloj.

El tráfico también era más regular.

Las tiendas estaban abiertas y en las cafeterías, había algunos clientes.

La lluvia le provocaba sensación de congelamiento, pero el enfado aún era más fuerte.

Ashia se calentó sus manos frotándolas y reanudó la marcha descubriendo que sus dientes castañeaban.

Al rato vio la estación central de la policía. Era una gran construcción de seis pisos con las paredes pintadas en color azul bajo y rojo en las columnas. Tenía forma de cubo con grandes ventanas de vidrio. De la parte trasera era de donde salían las patrullas y en el sótano estaban las prisiones temporales y los camerinos. En medio del edificio había un espacio abierto usado como aparcamiento y zona de adiestramiento en los días de buen clima, pero por lo general se utilizaba el gimnasio techado ubicado a cien metros de distancia.

En la azotea destacaba una torre metálica en la que estaba instalada una enorme sirena de aviso en caso de calamidad pública. La alarma era activada por dos minutos cada tres meses como parte de los simulacros de prevención de catástrofes, como las ocurridas durante los años cincuenta, cuando marejadas ciclónicas de hasta cinco metros de alto, sobrepasaron los diques e inundaron las poblaciones vecinas dejando miles de personas ahogadas, a otras miles de familias sobrevivientes sin viviendas, sin cosecha y con el ganado muerto.

Dejó la bicicleta asegurada fuera del edificio y entró.

En la puerta se sacudió el cabello mojado y en la alfombra se quitó el lodo de sus zapatos.

En la recepción, atendía un oficial.

—Buenos días, mi nombre es Ashia Rijn.

—Buenos días, ¿en qué podemos ayudarla?

—Vengo a interponer una denuncia.

—¿De qué tipo?

Ashia se quedó pensando.

—No sé.

—A ver, explíqueme.

—He estado recibiendo unas cartas extrañas.

—Podría ser un acoso.

—Yo creo que ésa es la palabra.

—¿Lo reportó telefónicamente?

—Así es. Llamé hace unas semanas.

—¿Cuántas cartas ha recibido?

—Dos.

—¿Con quién habló?

—Con el teniente Frederick Wilkens.

—Entonces, le llamaré. Espere por favor. Se puede sentar allá.

Ashia recordó la plática tenida con el oficial y preguntó al recepcionista:

—¿Podría ser otro investigador quien me atienda?

No, porque es el teniente Frederick Wilkens quien lleva su caso.

—Es que todavía no hay caso porque hasta hoy vengo a interponer la denuncia.

La norma que tenemos, es que quien toma la llamada sigue el caso.

Sigue el caso, se dijo ella.

—Pero nunca han seguido nada.

—Tal vez no lo creyó necesario antes, pero ahorita lo llamo para que hable con él.

Otra vez le pidió tomar asiento, aunque Ashia se quedó de pie viendo afuera.

La lluvia se intensificó. Una muralla de agua caía con tal intensidad, que si hubiera estado afuera, de seguro la corriente la hubiera arrastrado junto a su bicicleta hasta el mar.

—El teniente Frederick Wilkens dice que pronto viene. Para mientras, puede tomarse un café. La máquina está allá al fondo.

Ella fue, se sacó unas monedas, las introdujo en la ranura y pulsó en el aparato para escoger el tipo de bebida deseada. Escuchó el burbujeo, vio que aparecía el vaso de papel y salió el chorro negro de café hirviendo. Un pitido le anunció que estaba listo y cogió el recipiente.

Volvió a la entrada y sorbió el líquido. El primer trago la tomó por sorpresa quemándole la lengua, aunque al rato sintió que el frío de su cuerpo cedía.

Seguía lloviendo.

El uniformado apareció cuando Ashia tenía el vaso a la mitad de café.

—Buenos días, disculpe la tardanza. Yo soy el teniente Frederick Wilkens.

El hombre le extendió la mano.

—Buenos días. Soy Ashia Rijn, mucho gusto.

Ella lo saludó, aunque sintió que la mano derecha del policía era como la de un maniquí, porque la extendió sin cerrarla y luego la retiró.

—Venga, pase.

Se dejó conducir.

Fueron al elevador, subieron al tercer piso y en cuanto salieron, vio a decenas de oficiales trabajando en sus respectivos cubículos o andando por los pasillos.

Ashia se asustó de lo ocupado que estaban los uniformados. Allá abajo era calmo creyendo que ahí nadie trabajaba, pero parecían estar hasta el copete de responsabilidades.

El oficial le ordenó sentarse.

—Bueno, ¿en qué le puedo ayudar?

Ella dejó el vaso con el café sobre la mesa.

El investigador vio el recipiente con un poco de molestia, temiendo que Ashia lo volcara y arruinara los reportes pendientes.

—He seguido recibiendo cartas.

—Cartas —comentó el hombre con un gesto un poco perdido.

—Así es. Ayer me llegó otra.

Le pidió la identificación y hasta ese momento Ashia reaccionó, concluyendo que el uniformado no se acordaba o ni tenía idea de su caso. Sacó el documento de identidad de su cartera, y se lo entregó.

Tomó el vaso con café, bebió el último sorbo y lo lanzó al cesto de la basura que estaba al lado.

El que la atendía quedó complacido.

—Vamos a ver —habló el oficial ingresando las referencias de ella en la base de datos.

El agente escribió, sin decirle nada. Se quedó leyendo lo que aparecía en la pantalla. Dejó de atender la computadora, le entregó el carnet de identidad y le dijo:

—Usted reportó telefónicamente el hecho hace unas semanas.

Es correcto.

—Y después de eso, ¿qué ha pasado?

—Le decía que ayer encontré una segunda carta.

—Una segunda carta —repitió el teniente viéndola con una expresión extraña, como si fuera una niña contándole una historia inventada.

—Así es.

—¿Las tiene con usted?

Ella afirmó moviendo su cabeza.

—Déjeme verlas.

Ashia abrió su cartera, metió su mano y sacó las cartas que estaban protegidas dentro de la bolsa plástica.

—¿Sólo usted las ha manipulado?

—Sí.

—¿Nadie más?

—Nadie.

—¿No le ha comentado esto a algún familiar?

—No.

—Déjelas sobre la mesa.

Le entregó un formulario para que lo completara.

El hombre abrió un cajón y de ahí extrajo unos guantes de látex.

Se los metió en cada mano, abrió las cartas y sacó las hojas.

Observó los papeles como tratando de encontrar algo que Ashia había pasado por alto.

—¿Cuál es la primera?

Ashia lo pensó un segundo.

La del saludo.

Por fuera prácticamente se ven iguales —comentó el uniformado.

Ella siguió llenando el formulario.

—Vamos a ver.

El investigador abrió las hojas y las leyó.

Comparó una con otra, las puso a contraluz, sacó una lupa de otra de las gavetas y examinó las letras.

—Parecen ser de la misma persona.

Ashia no añadió nada y le devolvió el formulario completado.

El teniente Frederick Wilkens volvió a la pantalla de la computadora y con las manos todavía enguantadas, pulsó en el teclado.

Cuando Ashia estaba un poco incómoda de estar ahí, el policía le preguntó:

—¿Ha tenido conflicto con algún compañero de trabajo?

—No.

—¿Está casada?

—No.

—Ha roto sentimentalmente con alguien…

—No.

—Vive sola…

Ashia no contestó, pero asintió con la cabeza.

—¿Sabe de alguien que quiera hacerle daño?

—No.

—¿Ha tenido alguna discusión, altercado o roce con alguna persona cercana o lejana en los últimos meses?

—No, oficial. Yo acabo de regresar al país.

—¿Dónde estuvo?

—En Nicaragua.

El oficial hizo un gesto de no tener idea dónde quedaba ese país.

—Nicaragua está en Centroamérica.

Ah, gracias. ¿Y cuánto estuvo fuera?

—Como unos diez años.

El oficial la quedó viendo.

—Diez años —repitió luego escribiendo en el informe. —¿Ha visto si alguien la ha seguido de forma constante?

Ashia trató de hacer memoria. Le era difícil distinguir entre tantas personas que a diario iban detrás, al lado, delante o venían de frente a ella.

—Yo… no tengo idea.

El hombre sacó de otra gaveta una hoja de papel, un bolígrafo y se lo dio a Ashia.

—Necesito que me escriba lo mismo que le enviaron.

Ella lo quedó viendo un poco enojada.

¿Ni siquiera ha investigado y ya duda de mi?

—Es rutina, no se preocupe. A veces sucede que cuando una mujer está sola, tiene mucho estrés… es decir, cuando no hay un hombre en su vida, la tensión física se acumula y pueden imaginarse cosas…

—Pero yo no he imaginado cosas. Aquí están las cartas.

—Claro, las cartas —comentó el oficial viendo los papeles. —También algunas, sin medir las consecuencias, las escriben… Usted sabe…

—No, no sé…

—Para llamar la atención…

Ashia lo quedó examinando.

—Yo no estoy loca, oficial.

Quiso levantarse, darle una bofetada e irse, pero se dominó.

—No se enoje, por favor. Nosotros estamos aquí para investigar y esto que le pido es parte del procedimiento.

Ella tomó el bolígrafo y escribió las palabras.

Abril hace lo que quiere
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