Capítulo Uno

Jackrabbit Junction, Arizona

Miércoles, 11 de agosto

“¿Qué quiere decir que tenemos que ir andando?” Claire Morgan salió del lado del pasajero de la vieja camioneta Ford y se unió a su abuelo, quien estaba estudiando una de las ruedas delanteras, la cual parecía haberse derretido bajo el sol de poniente. “¿No puedes poner la de repuesto y salir de aquí antes de que llegue la tormenta?”

“No tengo ninguna rueda de repuesto,” se quejó Harley Ford mientras que tomaba las bolsas del supermercado del remolque de la camioneta.

Claire se abanicó con la camiseta y miró a través de sus gafas hacia el cúmulo de nubes resoplando como un malvavisco en el microondas mientras que avanzaba hacia ella. Un relámpago iluminó su interior con el estilo propio de un paparazzi.

Al otro lado del valle, justo enfrente de la estación de servicio de Jackrabbit Junction, un gigante remolino de suciedad daba vuelvas diabólicamente. Ráfagas de aire abrasadas por el sol pasaban como una exalación por delante de la cara de Claire, arrojando partículas invisibles de arena sobre sus mejillas, la misma arena que cubría la carretera junto a la valla de alambre de púas adornada con bolsas de plástico y plantas rodadoras.

Claire se secó el sudor que goteaba por un lado de su cara. El sol y la espesa humedad propios de agosto habían drenado todo su maquillaje hacía horas. Ella estaba ansiosa porque la fría lluvia de la tormenta calmara el chisporroteo del aire que había estado presente toda la tarde. “Tal vez deberíamos esperar. Podríamos sentarnos dentro y esperar a que amainase el temporal.”

La temporada del monzón en el sureste de Arizona ofrecía todo tipo de espectáculos más propios de la Biblia: inundaciones, tormentas de arena y relámpagos. Añádele a eso langostas y tendrías el material necesario para celebrar la fiesta de las plagas de Moisés.

El abuelo le pasó una de las bolsas del supermercado. “Y entonces querrás que nos cojamos de la mano y cantemos las canciones que se cantan alrededor de una fogata.”

“¿Es así como cortejaste a Ruby?” Sonrió Claire, refiriéndose a su futura abuela. “¿La encantaste con una Kumbaya y la canción Do Your Ears Hang Low hasta que accedió a casarse contigo?”

Un trueno retumbó en todo el valle, ofreciendo una alerta temprana. Una cortina violeta de lluvia empezó a caer desde la colosal nube, velando el caos detrás de ella.

“Mi vida amorosa no es asunto tuyo, listilla. No lo olvides. Ahora deja de perder el tiempo lloriqueando y toma tus cosas. El R.V. Park no está ni siquiera a un kilómetro de distancia. Además, hay algo que quiero decirte y preferiría no estar a tu alcance cuando lo haga.” Abuelo echó a correr hacia el parque de autocaravanas tan rápido como se lo permitió su cadera.

Claire frunció el ceño y caminó a paso ligero tras la cabra obstinada. La última vez que Abuelo le había dado una de sus sorprendentes noticias, había necesitado un paquete de seis cervezas Dos Equis y una caja entera de pastelitos de chocolate para relajarse. Necesitaba una solución de emergencia. Claire se apoyó en el coche y abrió la guantera. Revolviendo varios bolígrafos y servilletas de restaurantes de comida rápida, gruñó de satisfacción cuando sus dedos rozaron el paquete de mentolados que había escondido.

Sus chanclas golpeaban el asfalto mientras que seguía a Abuelo. Para cuando lo alcanzó, la tela de su camiseta verde se había pegado a su columna vertebral. “Muy bien, abuelo, desembucha.”

La frente del hombre se arrugó en una mueca de desaprobación cuando vio el cigarrillo colgando de sus labios. “Pensé que habías dejado de fumar.”

“Lo había dejado.” Pero eso fue antes de que su vida amorosa hubiera comenzado a dar giros en espiral al estilo del Demonio de Tazmania. “Esto es solo producto de tu imaginación, así que no te bloquees y escupe de una vez.”

“¿Recuerdas que te dije que alguien entró en casa de Ruby por la ventana de su oficina el mes pasado?”

“¿Qué?” Ella se detuvo en medio de la carretera, por un momento olvidándose de los truenos, el viento y las rozaduras de sus pies.

La oficina de Ruby era prácticamente un museo, llena de antigüedades caras que su primer marido, Joe, había ido recopilando de un modo no muy legal. El hombre se había atiborrado a patatas fritas y cigarrillos Marlboro toda su vida, que junto con sus años de duro esfuerzo, había hecho que llevara ya mucho tiempo criando malvas. Según la información de Claire, solo tres personas sabían sobre la existencia de esos tesoros escondidos en el sótano de Ruby, y dos de ellas estaban a punto de ser empapados por el agua sucia de la madre naturaleza.

“Recuerdo que me enviaste una llave de repuesto por correo sin ninguna explicación.” Claire no podía creer que Abuelo hubiera elegido precisamente este momento para contarle esto.

Él miró por encima del hombro. “Será mejor que muevas el culo antes de que un rayo lo convierta en cenizas.”

Ella corrió a su lado. El viento silbaba a su alrededor. “¿Qué han robado?” Ella hubiera ido directamente a la copia de la primera edición de Moby Dick. No, La Isla del Tesoro.

“Nada.”

Eso no tenía sentido. “¿Rompieron algo?”

“No.”

“Entonces, ¿por qué han entrado?”

“Es algo que nos hemos estado preguntando desde entonces.”

Ella dio una calada a su cigarrillo, saboreando su sabor y picazón en la garganta antes de echar el humo al viento. “¿Por qué estás tan seguro entonces de que han entrado?”

“Porque hay abolladuras de una palanca en el alféizar de la ventana y una cerradura rota.”

“¿Has llamado al ayudante larguirucho del sheriff?”

“Sí. Ruby insisitó en que llamáramos ya que Jess vive allí también.”

A punto de cumplir dieciséis años, la hija de Ruby, Jess, estaba en esa etapa en la que solo podía pensar en chicos, lo cual hacía que su madre oscilara entre quererla incondicionalmente y la imperiosa necesidad de forrarle la boca con cinta adhesiva y mandarla a un convento.

“Pero no se han llevado nada,” continuó Abuelo, “Así que las manos del ayudante están atadas.”

“Sus manos no están atadas. Están súper pegadas a una hamburguesa de queso.”

“No empieces otra vez, Claire.”

Claire tenía problemas para morderse la lengua siempre que pensaba en el patético ayudante que el sheriff había elegido como segundo al mando. “¿Crees que el ladrón solo quería dinero?” Hace unos meses, Claire había encontrado un fajo de billetes en la oficina de Ruby, metido en un antiguo escritorio—un regalo de despedida de Joe.

“Ruby no lo cree, pero yo sí. A Jess no se le da nada bien guardar secretos.”

El National Enquirer guardaba secretos mejor que esa niña. Ruby necesitaba guardar todo ese dinero en un lugar seguro, pero su odio hacia los bancos y los vicepresidentes de los bancos, especialmente el de Yuccaville, rivalizaba con el sentimiento de Willy Nelson sobre el IRS.

Un rayo cayó a su izquierda, su profunda grieta dividió el cielo en dos demasiado rápido. Claire se estremeció y dio zancadas más largas. El olor de la lluvia y la tierra húmeda colgaba pesado en el aire.

“Así que, ¿cuál es el plan A? ¿Tratar de encontrar al ladrón? Tiene que haber alguna pista por la que poder empezar.” Algo que alguien con experiencia en el trabajo detectivesco, como Claire en sí misma, pudiera encontrar.

Abuelo gruñó. “Esto es exactamente por lo que no quería decírtelo.”

“¿Ha buscado Larguirucho restos de huellas dactilares?”

“Sabía que ibas a malinterpretarme—”

“Todo lo que necesita es un pelo para hacer una prueba de ADN.”

“—e ibas a acabar metiéndose en problemas, como siempre.”

“He estado sospechando durante meses de ese tipo con el tupé y el tatujaje del Oso Amoroso que trabaja en la Gasolinera y Autoservicio de Biddy.”

“Pero Ruby quería que lo supieras—”

“Deberías habérmelo dicho antes de que las pistas se enfriasen.”

“—ya que tú y Mac vais a quedaros al mando del R.V Park mientras que ella y yo estamos de luna de miel. ¿Cuándo va a volver Mac de todos modos?”

Un trueno retumbó de nuevo, hacienco que sus dientes castañearan. Claire se inclinó hacia el viento, protegiendo su cigarrillo con su cuerpo mientras que le daba otra calada. Este no era el momento para mencionar que su relación con Mac se estaba yendo a pique—bueno, más bien ya se había hundido por completo.

“El viernes por la noche.” Mac había estado trabajando más de catorce horas diarias de martes a viernes en la empresa minera durante el último mes.

“Hemos preparado la Winnebago para que podáis quedaros en ella.”

“¿Por qué no en la habitación de invitados?”

“Está ocupada.” Abuelo arrugó la cara, como si estuviera chupando un pomelo ácido.

“¿Va a venir la familia de Ruby a la boda?”

“No.”

¿Era la imaginación de Claire o el Abuelo estaba caminando aún más rápido? “Entonces, ¿quién va a quedarse en la habitación de invitados?” El abuelo y Ruby habían estado compartiendo cama desde el primer día, así que a menos que hubieran decidido pasar su última noche de solteros por separado, debía estar disponible.

“Eso es precisamente de lo que quería hablarte.”

“Pensé que el robo era la mala noticia.”

Abuelo negó con la cabeza. “Katie va a venir a quedarse un par de semanas.”

Claire se echó a reír. “Vamos, abuelo. Eso no es para tanto.”

En lo que a su hermana menor se refería, Kate era la típica favorita que no parecía haber hecho nunca nada malo y cuya capacidad de mentir haría babear a los vendedores de coches usados.

El cielo volvió a agrietarse.

“Estoy de acuerdo. Katie es un ángel.”

¡Cómo no! Kate era más alta, más delgada, más inteligente, y nunca fanfarroneaba sobre el abuelo.

“Pero no va a venir sola.” Abuelo estaba prácticamente corriendo ahora. “Va a traerse a tu madre.”

“¡¿Qué?!” Claire patinó hasta detenerse en el asfalto. El cigarrillo se deslizó de sus dedos.

Otro trueno retumbó con toda su energía y el cielo cayó sobre ellos.