Capítulo Nueve
Martes, 13 de abril
Sophy estaba secando una pila de tazas de café, una a una, mientras miraba ciegamente alrededor de las mesas que había estado sirviendo desde el día que cumplió diecisiete años.
Wheeler Diner había vuelto a la vida dos meses después de que su padre se hubiera arrastrado fuera del tren que le había traído de vuelta a casa de la guerra. El hombre lo había planificado todo muy bien desde el principio. En primer lugar, el matrimonio con su madre; después, el restaurante; luego, una niña. Había logrado todo lo que siempre se había propuesto—su exitoso sueño americano de cuello azul.
Ahora se trataba de la pesadilla americana de cuello azul heredada por Sophy.
Con su aire rezumando grasa, las cortinas descoloridas por el sol, las lámparas de bronce colgando de los techos y los cuernos de venado encima de las puertas, el restaurante era un gran peso sobre sus hombros. Ella conocía cada grieta en el techo lleno de goteras, el linóleo amarillento y los asientos de vinilo naranja de los reservados.
El sol de la tarde que se filtraba por las ventanas iluminaba la vieja radio que su padre había comprado el año antes de que su corazón dejara de luchar por seguir empujando sangre a través de sus arterias obstruidas con grasa de hamburguesas. Glen Campbell cantaba acerca de ser un vaquero que brillaba tanto como un diamante.
Las Vegas… Con un suspiro ensoñador, Sophy colocó una taza blanca en el estante y cogió otra húmeda. Glen no era el único que quería estar donde las luces brillaban sobre él.
Joe… Rara vez pensaba en todas esas luces de neón sin sentir una punzada de tristeza por su pérdida. Treinta y cinco calendarios habían colgado de la pared del comedor desde ese primer verano. A los veintitrés años, Joe había sido un apuesto hombre con los brazos tonificados como columnas de haber estado balanceando su pico todas las noches en las minas. Con su peinado hacia atrás, el pelo negro y las pestañas de una estrella de cine, podía hacer que las chicas se derritieran con un solo guiño.
Tras haber crecido juntos en el agobiante Jackrabbit Junction, Sophy había pasado la mayor parte de su adolescencia escribiendo el nombre de Joe en las servilletas de papel del restaurante, en los bancos de arena que bordeaban el cálido Jackrabbit Creek y garabateándolo en las estrechas líneas de su diario.
Cada día, había mirado por las ventanas del comedor llenas de huellas dactilares ansiosa por su Chevrolet El Camino azul medianoche bajando por la ruta 191. Cada noche, rezaba porque él irrumpiera a través de las puertas de cristal, la tomara entre sus brazos y la hiciera suya.
Joe… Aún recordaba la columna de su cuello plagada de chupetones amoratados y su paquete de cigarrillos envuelto a cual momia en la manga de su camisa.
Durante el verano de su decimoséptimo cumpleaños, mientras qie el sol freía el asfalto hasta abultarlo, pegajoso y viscoso, como papel matamoscas bajo los pies, su cuerpo reverdeció, floreció y dio sus frutos. Las camisetas sin mangas se convirtieron en capas externas de su piel y sus pezones se volvieron duros como bayas de enebro. Los ojos marrones de Joe quemaron su piel a través del fino algodón.
Sophy tomó otra taza, el paño ahora húmedo.
Joe… Sus palmas sobaron sus muslos mientras que El Gran Escape crujía a través de los altavoces. Un toque de gomina para el pelo endulzaba el sofocante aire.
Eso bochornosos y perrunos días con Sophy acostada sobre una manta de algodón suave bajo las estrellas sobre el capó de El Camino de Joe, sin aliento por sus hábiles malos. Solía susurrarle al oído promesas ambientadas en Las Vegas. Condominios de gran altura, luces brillantes y hoteles de cinco estrellas—su imaginación solía dibujar el resto. Aún recordaba las imágenes a color de Las Vegas que había recortado de las revistas Life de sus padres con las que había empapelado las paredes de su habitación.
Las palabras de Joe se convirtieron en su biblia. Había logrado convencerla de que la escuela secundaria era solo para niñas que no tenían nada que ofrecerle al mundo y que, con su experiencia en los restaurantes, podría conseguir un trabajo en cualquier parte de la gran ciudad.
Sophy tiró su libro de Literatura americana por la ventanilla de El Camino a pasar por los árboles Greasewood cuando se dirigían a Phoenix. Lo furioso que se pondrían sus padres al conocer la decisión que había tomado fue solo un pensamiento pasajero.
Tres meses más tarde, mientras que ella hacía malabares con dos restaurantes grasientos de comida rápida y barata y Joe recibía clases a tiempo completo en una universidad comunitaria, compartió su secreto con él—el que estaba creciendo dentro de ella, la razón más importante por la que permanecería a su lado para siempre.
“¡Un pedido!”
Sophy volvió al presente de golpe y la taza casi se resbaló de sus manos. La colocó cuidadosamente en el estante junto al resto y tiró el trapo.
Perdió al bebé y para siempre pasó a durar solo unos pocos años. Cestas de hamburguesas, botellas de plástico de kétchup y paquetitos rosas y azules de azúcar habían llenado sus días durante los últimos treinta años.
Llevando dos platos con el menú especial de los martes—pastel de carne, Sophy se contoneó entre las mesas. Chester Thomas descansaba en un reservado y su brazo colgaba sobre la espalda de una flaca rubia.
El hombre le guiñó un ojo a Sophy cuando colocó su plato delante de él. Dos años atrás, ella había cedido a sus insistencias y había cometido el gran error de sentarse junto a él en un cine a oscuras. Antes de que el tráiler de la segunda película hubiera terminado, el hombre tenía un esguince de muñeca y un ojo negro, y ella había terminado con una uña rota.
Esperaba que la rubia portara algún arma contundente.
Sophy se detuvo en el reservado de la esquina con la libreta de pedidos en la mano. “¿Qué os apetece tomar, muchachos?”
La mirada de perrito perdido de Manuel Carrera se posó durante varios segundos en su talla ciento veinte de sujetador, doble D. “¿Sabes bailar tango?”
“Solo entre mis sábanas, cosita dulce, pero no me apetecer que te tomes más Viagra a mi costa.”
Ella ya había tenido su buena dosis de hombres en los últimos años. La edad y el color no le importaban, pero había tenido que lidiar con muchos amantes latinos plastas a los que no había forma de largar y prefería no volver a mezclarlos con el sexo. Arruinaba todas sus fantasías.
“Tomaré el especial.” Harley Ford era un hombre “normal.” Le gustaba su café negro, los huevos revueltos y su tarta sin a la mode. Ya le había dicho a la cocinera que empezara a preparar un pastel de carne para él.
“Yo tomaré un taco frito de carne de cerdo y de acompañamiento a ti sin delantal.” Manny le guiñó un ojo mientras tomaba el menú.
“Cariño, eres demasiado hombre para mí,” mintió, pero añadió un poco más de contoneo en sus caderas mientras se alejaba de su mirada lasciva. No había nada de malo en mojar el pito de un hombre.
“Ay, mi corazón. ¡He cambiado de idea!” Gritó, “Trae el delantal también, yo me lo pondré.”
Sophy empujó la puerta de la cocina. “Añade un cerdo envuelto en una tortita rasposa a ese pastel de carne,” le gritó a su cocinera encargada por encima del constante zumbido del ventilador de la campana. Echó a correr hacia la seguridad de su oficina, sus zapatos de suela blanda crujiendo al pisar las siempre omnipresentes migajas.
La puerta de su oficina de madera hueca ahogó los estrepitosos sonidos que provenían de la cocina. Sophy se aplicó otra capa de lápiz labial para después relamerse y rociar la parte de atrás de sus rodillas, de sus codos y el valle entre sus pechos de Tabu.
Joe nunca había sido capaz de apartar sus manos de ella siempre que llevaba Tabu, incluso después de haberse mudado de nuevo a Jackrabbit Junction con la inútil de su prima. Al menos hasta que había arrastrado a esa puta pelirroja de Oklahoma hasta la ciudad.
Primero Ruby y ahora su sobrino.
Sophy abrió el cajón de su escritorio, en busca de algo que calmara sus crispados nervios. Casi se había caído con el coche en la zanja cuando vio el viejo Ford azul de Ruby botando a lo largo del antiguo camino que conducía a la mina Two Jakes esta mañana. Se lanzó tres ibuprofenos en la boca y tomó un trago de vodka.
El sobrino, el perro, y ahora la morena.
Las luces de Las Vegas brillaban detrás de sus párpados, haciendo señas con cada parpadeo. Cerró la botella sobre su escritorio y un poco de vodka salpicó la factura de la luz de Tucson Electric Power.
Mirándose su última uña rota, gruñó en voz baja.
¿Dónde tendrá escondido Joe el maldito botín?
* * *
Mac pisó el freno cuando vio a Mabel estacionada frente al Wheeler Diner. Los neumáticos nuevos de Ruby chirriaron en señal de protesta, quemando una fina capa de goma en el asfalto de la ruta 191.
Él y Claire tenían algunos asuntos pendientes de los que hablar. Mac dio un volantazo y se deslizó en el aparcamiento de grava. El viejo Ford se estremeció a una parada. Después de haber forzado el vehículo por el camino lleno de baches que conducía hasta las minas Two Jakes, Mac espera ver vapor siseando a través del radiador.
Se suponía que los cables de las bujías de su camioneta tendrían que estar arreglados hoy. Mañana, cuando subiera por la ruta de acceso a la cima de la Serpiente de Cascabel, lo haría sobre sus cuatro ruedas con todas sus herramientas en el remolque. No habría más prospecciones de pacotilla.
Two Jakes había sido un desastre. Los túneles cerrados tenían dibujos sobre varias salidas inexistentes. Cuatro ejes diferentes se habían hundido en el socavón principal desde la boca de la mina, uno más que los que constaban en el plano que había copiado. Dos de los agujeros estaban llenos de agua y sus escaleras de madera estaban empapadas de descender en las oscuras y frías profundidades.
Para buscar en esas secciones, Mac necesitaría un equipo de buceo y pelotas de acero, ninguno de los cuales había traído con él en este viaje.
Los otros dos agujeros estaban demasiado oscuros y llenos de aire viciado, por lo que Mac no confiaba en las estrechas y endebles escaleras que dirigían a su interior. Necesitaría una cuerda de nylon, anclas, y el resto de su equipo de rappel para deslizarse en los grandes agujeros de la Serpiente.
Una estela de polvo flotó junto a él cuando salió del Ford de un salto. En el interior del restaurante, el olor a hamburguesa, cebolla y patatas fritas le hizo señas para que avanzara. Su estómago gruñó.
Dos voces gritaron al unísono, “¡Mac!”
Mierda.
No podía ver a Claire por ninguna parte mientras que se acercaba al reservado donde estaban sentados Harley y Manny con sus platos perfectamente rebañados y un café humeante delante de cada uno.
“Hola.” Mac hurgó en su bolsillo delantero y tiró un billete de veinte dólares al lado de la taza de Harley.
“¿Para qué es eso?”
“Dinero para gasolina. Claire me ha estado haciendo de chófer con tu coche durante el último par de días.”
“¿Qué le apetece tomar?” Una camarera con unas uñas como garras rojo chillón y la voz de Kathleen Turner se había detenido a sus espaldas, su excesivo perfume era su tarjeta de presentación.
“Nada. Estaba solo—”
“¿Has comido?” Preguntó Harley.
“Bueno, no, pero—”
“Tomará el especial,” dijo Manny mientras se deslizaba en el asiento para hacer sitio para Mac.
“Escuchad, chicos, necesito—”
“Y un café,” añadió Harley.
“Mejor un refresco de Cola,” dijo Mac a la camarera. A veces era más fácil dejarse llevar que luchar contra la corriente subterránea. Mac se dejó caer sobre el sofá de vinilo agrietado que crujió bajo sus Levis. “Y añada el total a mi cuenta, por favor.”
La mirada gélida y penetrante en los ojos de la morena no se correspondía con la dulce y amable sonrisa en sus labios. “De acuerdo,” respondió con fuerza, limpiando la mesa rápidamente antes de regresar a la cocina.
Desde la radio al lado de la caja registradora, Johnny Cash se quejaba sobre las dificultades que tenía que pasar un chico llamado Sue.
“Parece que no le ha gustado cómo te has partido hoy el pelo,” le dijo Manny a Mac.
Probablemente no le había hecho gracia que hubiera entrado como un loco en el estacionamiento. Algunas mujeres no veían con buenos ojos tanta explosión de testosterona, deliberada o involuntaria.
Mac trató de olvidarse de su frialdad.
“Si vas a invitarme a comer, guárdate tu billete.” Harley empujó el dinero hacia el joven.
“Hablando de Claire,” dijo Manny, sonriendo.
“No estábamos hablando de Claire,” corrigió Mac. Hacía tiempo que había aprendido la lección—sexo y Claire eran dos temas de los que huir en compañía de estos hombres.
“He oído que los dos os batisteis en un duelo de bocas anoche.”
El calor se disparó por el cuello de Mac, friendo sus mejillas.
Ni una sola duda nubló su mente acerca de quién se habría ido de la lengua. La mayor cotilla de todo Jackrabbit Junction se las había arreglado claramente para ver lo que estaba pasando debajo de ese sauce, su boca un géiser de fábula, ficción y fantasía cada vez que tenía un público atento a su alrededor. Por desgracia para él, esta vez solo había escupido la realidad de los hechos.
La verdad era que Mac no estaba seguro todavía de lo que había pasado bajo esas ramas caídas. En un segundo, le estaba advirtiendo a Claire que se mantuviera alejada de esas minas y al siguiente, la boca de la chica estaba explorando la suya.
Entre el ambientador de plátano y el tequila, Claire olía como una margarita tropical y Mac quería lamer mucho más allá de sus dulces y suaves labios. Pero antes de que tuviera la oportunidad de seguir degustando, Claire se dejó caer sobre la cama de margaritas de Ruby y las bañó de vómito.
“Demasiado habéis hecho ya como para no ser pareja,” murmuró Harley.
“No lo somos.” Un vómito inducido no era precisamente lo que podía conocerse como “progreso” en cualquier tipo de relación boca a boca.
“Vamos, escúpelo.” Manny le dio un codazo entre las costillas. “¿Te dejó llegar a la segunda base?”
Harley apretó los labios. “¿Cuál es tu definición de segunda base?”
¿Segunda base? Con Claire, incluso un beso en la cubierta de Ruby podía compararse al sexo más tórrido. Esa mujer podría ser la modelo de la portada de la revista Trouble, pero maldita sea, no podía dejar de pensar en lo sexy que estaría con una camiseta mojada y un par de shorts vaqueros de los que asomaban todo por debajo.
“La segunda base significa sintonizar su radio,” explicó Manny.
Harley le disparó una mirada asesina. “Nadie sintonizará su radio hasta que me pida permiso para casarse con ella.”
“Eso no será ningún problema,” dijo Mac, aliviado cuando vio a la camarera acercarse con su pastel de carne. Un plato de comida era justo lo que necesitaba para enterrar su rostro ardiente.
“Vamos, Ford. ¿Cómo se supone que los chicos van a poder disfrutar de algunas fiestas secretas si te sigues rigiendo por las leyes del siglo XIX?”
La camarera dejó el plato con desdén frente a Mac. La barata porcelana china tintineó. Un tenedor se cayó al suelo en la mesa de al lado. Después de dispararle una mirada fulminante, la camarera se alejó con su ya típico contoneo de caderas sin decir ni una palabra.
¿Qué demonios le había hecho? Dejó de lado su animosidad y se volvió a Harley. “Pásame el kétchup, por favor.”
“Ey, bollitos dulces,” dijo Chester, inclinándose sobre la mesa.
Mac gimió y levantó la vista hacia el tercer mosquetero.
“Se rumorea por ahí que Claire y tú pusisteis vuestras lenguas en acción anoche.” Chester se sentó al lado de Harley, empujándole para que se corriera un poco.
“¿Dónde está tu rubita?” El ceño de Harley mostró su descontento por haber sido empujado hacia la ventana.
“En el servicio de señoritas.” Chester se inclinó ansiosamente sobre la mesa hacia Manny. “¿Has visto las ligas que lleva Sophy hoy? Son de color rosa.”
“Ay ay ay,” Manny se mordió los nudillos. “Un chasis con mucha clase. Lo que daría por lubricar su motor.”
“¿Quién es Sophy?”
“La morena de largas piernas que te ha servido la comida,” dijo Chester. “Es la dueña del lugar.”
“¿Me estás tomando el pelo.”
“No,” contestó Harley. “Ha estado aquí durante décadas.”
“Por lo general, como en casa de Ruby.”
“Tal vez deberías olvidarte de mi nieta y conquistar a Sophy. La he visto salir de The Shaft con chicos demasiado jóvenes como para tener patillas.”
Encogiéndose, Mac empujó un bocado de pastel de carne en su boca.
“Ahora que has tenido oportunidad de sobar un poquito a Claire,” Chester movió las cejas hacia Mac,” Carrera y yo hemos hecho una pequeña apuesta y necesitamos tu ayuda. Harley, tápate los oídos.”
Mac dejó de masticar. Esto no pintaba nada bien.
* * *
“No exagerabas nada cuando hablaste de lo sucio que estaba todo esto,” le dijo Claire a Ruby mientras miraba alrededor de la oficina de Joe.
Las hadas del polvo se habían cebado con la habitación del hombre, cubriendo literalmente cada resquicio de su escritorio color caoba de la reina Anne y todo el sótano en general. Las telarañas cubrían cómo sábanas una gran estantería, impidiendo que se pudiera ver los lomos de tela de los libros y varios objetos decorativos antiguos.
“Sí. Prefiero hacer cualquier cosa antes que limpiar,” confesó Ruby mientras dejaba un plato de brownies sobre el escritorio de Joe.
Claire tomó un pastelito caliente. “Una vez salí con un chico al que le gustaban mucho las antigüedades.” Se metió medio pastel en la boca y se recostó en la silla giratoria de cuero, que chirrió en protesta por haber sido forzado a abandonar su retiro, o por el peso de su culo cada vez más gordo. Maldita fuera Ruby y su necesidad de hornear cosas ricas cuando estaba estresada.
“¿Qué tipo de antigüedades?” Preguntó Ruby, soplando el polvo de una cámara de fotos Kodak negra de 1900 que encontró en un cajón y devolviéndola a la estantería.
Claire sintió picazón en la nariz por el polvo que estaba respirando.
“De Marilyn Monroe. Fotos autografiadas y una sábana, unos zapatos de tacón verdes y morados con destellos azules de punta fina, tres grandes rulos para el pelo con varios mechones de su cabello todavía enredados en ellos, un par de aretes de diamante con forma de lágrima que había llevado para el estreno de La Comezón del Séptimo Año en 1955, y un pequeño pastillero de oro lleno de lo que me juró y perjuró que eran las uñas de sus pies.”
Ruby frunció las cejas. “¿Uñas de los pies?”
“Sí, con su esmalte de uñas rojo arándano y todo.” Claire se tragó el último pedazo de brownie y se limpió el chocolate de sus dedos en sus pantalones vaqueros. “Parecía un tipo extraño y un poco espeluznante.” Casi tan espeluznante como estar sentada en la oficina de un tipo que ahora estaba enterrado a dos metros bajo tierra. “Pero tenía esos ojos azules a lo Paul Newman que hacía que el corazón de una chica dejara de latir con solo una mirada.”
“¿Como los de tu abuelo?”
Claire le lanzó una mirada de asombro pero Ruby estaba demasiado ocupada dibujando estrellas de polvo sobre el escritorio de Joe como para darse cuenta. “Sí, algo así.”
“Por muy atractivo que fuera,” dijo Ruby, “yo hubiera echado a correr por la puerta tan pronto como hubiera puesto mis ojos en esas uñas de los pies.”
“Sí, debería haberlo hecho. Pero después de todos los años en los que había tenido que escuchar de toda la gente que me conoce que tenía fobia al compromiso, estaba decidida a aguantar hasta el final, incluso después de aquel día que trató de cortarme las uñas de los pies mientras dormía.”
“Pero cuando llegó del pase de Con faldas y a lo loco en el viejo Teatro Plutón con una peluca rubia, un lunar pintado en la mejilla, y una réplica del espectacular famoso vestido blanco con volantes de Marilyn, salí huyendo.”
“¡Tienes que estar de broma!” Dijo Ruby con una gran sonrisa.
“Nop. ¿Y sabes qué es lo peor de todo? A ese bastardo podrido que le iba el travestismo, le quedaban mejor los vestidos que a mí.”
Incluso la risa de Ruby tenía su toque sureño. “Hablando de novios, Jess me ha contado que os vio a Mac y a ti besándoos anoche bajo el sauce.”
Si Claire hubiera tenido la capacidad de cavar un agujero negro en el suelo de la oficina de Joe, habría zambullido la cabeza en él en ese preciso instante. Su cara quemaba, sin duda tendría que estar del color del chili en polvo. “Uhhh, respecto a lo de anoche—”
Ruby hizo un gesto con la mano para quitarle importancia. “No tienes por qué darme explicaciones. Mac ya es grandecito y no le vendría nada mal tener a alguien que le diera un poco de color a su vida.”
Claire se inclinó hacia delante en la silla de Joe. “Escucha, no estamos—”
“Y he visto su piernas—nunca tendrá mejor aspecto con un vestido que tú, cariño,” añadió Ruby, guiñándole un ojo.
Un gran alivio. Claire lo intentó de nuevo. “Ayer por la noche solo fue—”
“Será mejor que me apresure para volver a la tienda. He dejado a Jess al mando y una pulga tendría más capacidad de atención que esa niña últimamente.” Ruby cerró la puerta tras ella.
Claire gimió y golpeó su frente contra el escritorio. ¿Cuándo iba a aprender a no mezclar el alcohol y los hombres? Las resacas eran humillantes.
Abriendo el primer cajón de la izquierda, decidió ir al grano. Ya haría frente a la situación Mac cuando tuviera tiempo para auto-despreciarse.
Hojeó varios extractos bancarios, resultados de dividendos y cuentas de tarjetas de crédito, y no vio nada fuera de lo normal. Joe pudo haber sido un tipo imprudente respecto a su salud, pero mantenía sus finanzas semi-organizadas, al menos hasta que sufrió el ataque, a juzgar por las fechas de todo.
Se mudó al cajón del medio y lo cerró nada más ver que se trataba del revoltijo habitual de clips, gomas, bolígrafos y chinchetas. En el cajón de la derecha, rebuscó entre una pila de facturas médicas y de laboratorios, la mayoría reflejaba cuantiosos gastos y fechas de menos de dos años de antigüedad.
Encima de las facturas descansaba un sobre amarillo con un “Mercedes” garabateado en la parte frontal. Dentro había un recibo original de la venta, otro que corroboraba que el vehículo tenía 45.000 kilómetros y una garantía para la alarma.
Claire hizo una pausa frunciendo el ceño y luego miró la factura de compra una vez más. $95,655.92 estaba escrito junto a Total. Recorrió el recibo de arriba a abajo. Por lo que se podía deducir, no solo habría liquidado el coste del coche de golpe, sino que también lo habría pagado con un fajo de billetes de los verdes.
El señor Joe Martino no necesitaba financiación cuando se trataba de la compra de coches de lujo. ¡No, señor!
Había asumido que el Benz que Joe había destrozado era viejo, de segunda mano, con las alfombras descoloridas y piedritas encajadas en los parachoques. No un nuevo SL500 Roadster metálico y plateado lleno de comodidades de lujo como asientos de cuero gris carbón, multifunción por control remoto, climatizador automático y servicios de conserjería.
¿De dónde sacaba un viajante de comercios tantos activos? Tendría que hablar con Ruby, a ver si sabía algo más sobre el coche.
Lástima que el Mercedes hubiera quedado inservible. Venderlo podría haber ayudado a Ruby a encontrar una solución antes de tener que recurrir a la venta de sus minas. El hombre parecía ser alérgico a la palabra seguro.
Después de devolverlo todo al cajón, Claire se trasladó a la librería y pasó el dedo a lo largo de varios lomos de libros usados. La tela azul de los mismos estaba deshilachada por los bordes y la impresión de oro que decía Moby Dick y La Isla del Tesoro, desvanecida.
Sacó La Isla del Tesoro y abrió la tapa. La unión crujió como cuando se mece un viejo barco. Sus ojos vagaron por las palabras, London Cassell 1883, Primera Edición, y su agarre se apretó entorno al libro. ¡Una primera edición! ¿Cuánto valdría la primera edición de un clásico literario estos días?
Su madre podría saberlo. La mujer veía Antiques Roadshow religiosamente cada lunes por la noche.
Tirando hábilmente de Moby Dick, Claire abrió la cubierta azul y ligeramente andrajosa y leyó en voz baja: “Harper & Brothers, 1851. Primera edición americana.” Silbando en apreciación, devolvió con cuidado los libros al estante.
¿Acaso tenía Ruby alguna idea del precio que podrían tener hoy en día algunas de las antigüedades de su sótano? Claire lo dudaba. Si Ruby las vendía, probablemente podría añadir de cien a ciento cincuenta mil dólares a su cuenta de ahorros. No sería suficiente para pagar al banco pero sí un gran comienzo.
Entonces se acercó a un archivador negro y moderno y tiró del primer cajón, esperando que estuviera cerrado con llave. Se deslizó hacia delante sin problemas.
Hojeó las carpetas, los meses y los años garabateados en cada ficha de manila. Nada raro, solo carpetas con antiguas facturas de luz, agua y otros gastos mensuales. Cerró el cajón.
El cajón de abajo se abrió con la misma facilidad que el superior. Muchas revistan valiosas del Colector Mensual de Antigüedades estaban apiladas en la parte delantera. En la posterior, había un montón de carpetas sin identificar apoyadas sobre el canto de las revistas. Claire agarró un puñado.
La mayoría estaban vacías pero una contenía dos artículos. El primero decía:
¡Cajas de Oro Robadas en Waddesdon!
Aproximadamente a las dos de la mañana del 10 de junio, Waddesdon Manor en Buckinghamshire, Inglaterra, experimentó un robo y hurto. Más de 100 cajas de oro y otros objetos preciosos, principalmente franceses y algunos ingleses del siglo XVIII, fueron robados. Todos los artículos son únicos e inmediatamente identificables. El National Trust está ofreciendo una recompensa de hasta 50.000 libras a cambio de la segura recuperación de estos objetos y de cualquier información que pueda conducir a la detención de las personas responsables del robo.
En la parte inferior del artículo, aparecía la información de contacto. Claire hojeó las ocho páginas grapadas que contenían imágenes e información acerca de cada una de las cajas.
El segundo artículo estaba escrito en alemán, lo que significaba que bien podría haber estado escrito en Chino para lo que Claire iba a ser capaz de entender. La imagen en blanco y negro en el frente parecía un castillo medieval, todo de piedra gris y con varias torres en la parte superior.
¿Por qué iba Joe a recortar esos dos artículos y guardarlos en su archivador? ¿Curiosidad?
Ella se encogió de hombros, devolvió ambos recortes a la carpeta y la guardó junto con las demás. Cuando cerró el cajón, miró alrededor de las antigüedades que saturaban el ambiente.
Una foto de perfil de Johnny Cash pintada sobre terciopelo negro colgaba de una de las paredes interiores. Una imagen de una caja fuerte escondida en los paneles de yeso cruzó por su mente.
Claire cruzó la habitación. Levantó el marco de Johnny fácilmente y comprobó que la pared por detrás no presentaba ninguna hendidura ni nada sospechoso. En fin, había valido la pena intentarlo. La imagen resbaló de sus manos mientras intentaba colgarla de nuevo y logró atraparla a medio camino del suelo, lo que hizo que el soporte de papel en la parte posterior se rasgara al agarrarlo con fuerza.
Colocó a Johnny boca abajo sobre el escritorio de Joe. El soporte de papel se había desprendido de la esquina superior izquierda. Claire levantó la gruesa lámina. Tal vez un poco de pegamento lo arreglaría.
Algo azul debajo del papiro marrón le llamó la atención. Arrancó el papel un poco más y encontró tres pasaportes adheridos a la parte posterior del retrato.
“Vaya, vaya. ¿Qué tenemos aquí, señor Martino?” Dijo.
Sacó cuidadosamente los pasaportes y abrió uno. Un hombre de cara redonda y pelo negro le devolvió la mirada con los ojos entrecerrados y finos labios. Su rostro parecía aplastado, como si hubiera tenido la cabeza metida en una abrazadera durante demasiado tiempo.
Era curioso, después de saber sobre los malos hábitos alimenticios de Joe, había supuesto que tendría papada, o al menos un doble mentón. El hombre de la foto parecía demacrado. Desvió la mirada hacia el nombre al pie de la foto: Anthony Peteza. ¿Quién? El resto del pasaporte estaba vacío—sin ningún sello de países extranjeros.
Tomó el segundo pasaporte. La misma cara le devolvió la mirada, esta vez con una barba de chivo. Se fijó en el hombre—Alonzo Basilio. Este tenía un sello de Francia.
El tercer pasaporte pertenecía al mismo hombre, que llevaba un lamentable bigote y una camisa verde en vez de azul. Se había cambiado su nombre otra vez—a Arturo Enzo. Dos sellos de Japón eran los únicos otros contenidos.
“¿Qué demonios?” Ella arrojó el pasaporte encima de los otros dos.
Dejando las tres libretas sobre el escritorio de Joe, puso a Johnny Cash contra la pared, al lado de una caja de madera con una cerradura en el frente. Claire se puso en cuclillas al lado de la caja y pasó su dedo meñique sobre el agujero—no estaba hecho para cualquier llave típica. Más bien parecía el agujero de una llave maestra.
Pasó la mano por la madera suave y oscura. Nogal, adivinó por la veta y el color. La tomó en brazos. Pesaba tanto como una sandía madura. Dejándola de nuevo sobre la alfombra peluda de color oliva, intentó abrirla, pero la cerradura estaba soldada.
Había visto una caja similar en forma y tamaño una vez en el Museo de Sioux City en una excursión que hizo con su colegio para la clase de “Historia de los Pioneros del Medio Oeste,” pero esa había estado abierta—un pequeño escritorio para los viajeros, si recordaba bien—el equivalente a un ordenador portátil en el año 1800.
El reloj de cuco sonó cinco veces desde la otra habitación, trayendo a Claire de vuelta al presente.
¡Ostras! Tenía que ir a Sócrates Pit a sacar fotos. Agarró el plato de brownies y cerró la puerta del despacho de Joe tras ella. Ya husmearía un poco más por la mañana.
Salió por la puerta de atrás y se detuvo ante el sonido de alguien llorando. Bordeando la tienda, se encontró a Jess sentada con las piernas cruzadas sobre la hierba y la cara tapada con sus manos.
“Ey, chica.” Claire se agachó junto a ella. “¿Qué te pasa?”
“Nada.” Olfateó la joven, sus lágrimas mojando sus pestañas.
“¿Nada? Y una mierda. Vamos, suéltalo.”
Jess le entregó un pedazo de papel.
“¿Qué es esto?”
“Una carta de mi padre. Está tan ocupado con los hijos que ha tenido con su nueva esposa que no quiere saber nada de mí.”
“Oh, cariño.” Claire le apretó el hombro. “Lo siento mucho.”
“Mi madre no me quiere y ahora me entero de que mi padre tampoco.”
Claire sabía que eso no era cierto. Ruby no estaba educando a su hija en casa por el placer de hacerlo.
Mirando hacia las colinas, Claire dejó escapar un suspiro. Tenía que darse prisa si quería llegar a la mina y volver antes de que el sol se pusiera, pero la idea de dejar a Jess sola le partía el corazón.
“Oye, si a tu madre le parece bien, ¿qué tal si vamos a Yuccaville a por un poco de pizza?”
Jess asintió, poniéndose de pie de un brinco. “Eso sería genial.”
Claire pasó el brazo alrededor de sus hombros mientras caminaban hacia la Winnebago del abuelo. “Después, tal vez podríamos ir a tomar un helado.” Las costuras de los pantalones vaqueros de Claire se apretaron ante tal simple mención.
“Claro.”
Avanzaron varios pasos en silencio y Claire tuvo la sensación de que su búsqueda de Henry se estaba enfriando cada vez más.
“Claire, ¿qué se siente al besar a un chico?”
Claire no estaba segura de que le correspondiera precisamente a ella explicarle a la niña todo lo de las abejas y el polen, pero decidió intentarlo. “A veces es viscoso y desagradable, lleno de lenguas y pegotes de saliva.”
“¡Qué asco!”
“A veces te hace sentir cálida y bien por dentro, como una taza de chocolate caliente.”
“Oh.”
“Y a veces…” cierto hombre de largas piernas y ojos color avellana cruzo por su mente, “a veces hace que tu corazón se acelere y tu piel se erice.”
“¿En serio?” Sonrió Jess. La luz del sol brillaba en las lágrimas que se estaban secando en sus pestañas castañas claras. “¿Eso es lo que sentiste cuando besaste a Mac?”