Capítulo Veintidós
Martes, 27 de abril
Claire no pudo encontrar su ropa interior.
“¿A dónde vas tan temprano?” La voz de Mac, ronca por el sueño, detuvo a Claire en seco en la puerta del dormitorio.
Vestida con su camiseta, sus pantalones cortos arrugados, sus deportivas en la mano y sin sus bragas, Claire se quedó pensando qué podría decirle que resultara creíble. Desafortunadamente, sin cafeína, estaba teniendo muchos problemas para despertar su ingenio.
“Eh… yo solo estaba… Yuccaville,” respondió. Patético, pero después de una noche de ardiente sexo entre las sábanas, era sorprendente que incluso su sinapsis estuviera funcionando.
“Ni siquiera ha salido el sol.”
“Claro que sí. Eres tú que tienes los ojos cerrados.”
Mac dio unas palmaditas en el colchón junto a él.
Ella vio su ropa interior de mariposas asomando por debajo de su almohada.
“Vuelve aquí,” dijo. “No te he dado las gracias adecuadamente por recuperar mi brújula.”
Tentador, pensó Claire, con él extendido sobre esas sábanas amarillas, todo bronceado y con una apariencia para chuparse los dedos en su traje de cumpleaños. Pero Claire tenía una cita con un candado y un par de tenazas.
“¿Dónde está tu cinturón de…” La respiración de Mac se desaceleró y se prolongó, “herramientas?”
Claire se quedó clavada al suelo hasta que vio que su pecho se expandía y se hundía rítmicamente. Luego se acercó de puntillas, recuperó sus bragas, y las metió en uno de sus tenis. Las bisagras de la puerta chirriaron cuando salió de la habitación.
Caminó de puntillas por el pasillo hacia la escalera, percibiendo un aroma a café recién hecho. Si Ruby ya se había levantado, Claire no tenía escapatoria. Llegados a este punto, cuantas menos personas supieran que había pasado la noche restregándose con Mac, mejor.
Cuando llegó a la parte inferior de las escaleras, la puerta de la habitación de Ruby se abrió. Claire se detuvo; su pie descalzo colgando en el aire.
Abuelo salió de la habitación y cerró la puerta detrás de él silenciosamente. Entonces, se sobresaltó cuando la vio de pie tan cerca de él.
“Por el amor de Dios, chica,” susurró y se apoyó contra la puerta, llevándose las manos al pecho. “No está nada bien sorprender a un viejo de esa manera.”
Claire se dio cuenta de los rastrojos de barba cubriendo sus mejillas y mentón, y sonrió. “Estabas en la habitación de Ruby.”
“¿Y?”
“¿Qué estabas haciendo en su habitación?”
Abuelo entrecerró los ojos. “No es asunto tuyo.”
Su sonrisa se ensanchó. El hombre necesitaba una frase nueva.
Su mirada bajó a sus zapatos todavía entre sus brazos. “¿Por qué llevas las braguitas dentro de tu deportiva?”
Sin mirar hacia abajo, Claire empujó sus bragas de mariposas aún más en su interior. “No son mías,” mintió por segunda vez en menos de cinco minutos. Estaba en racha esta mañana. A la velocidad que iba, estaría ardiendo en el infierno a media tarde.
“Te has abotonado mal la camisa,” dijo ella en su afán por distraerlo, y pasó junto a Abuelo mientras que este miraba hacia abajo con el ceño fruncido y comprobaba que estaba abotonada correctamente.
Ella estaba en el pasillo, a medio camino hacia la sala de juegos cuando Abuelo la alcanzó.
“Mi camisa está perfectamente,” dijo a sus espaldas.
“¿Cómo es que te la has quitado, para empezar?” Claire se preguntaba qué diría Rosy diría si se enteraba de que había estado dando vueltas entre las sábanas de Ruby toda la noche.
Abuelo la siguió por la puerta trasera hacia el aire de la mañana, ya contaminado por el calor. El sol calentó a Claire como una toalla recién salida de la secadora.
“Ya tienes bastantes problemas propios, no hace falta que metas la nariz en los míos,” dijo el abuelo.
“¿De qué estás hablando?” Ella caminó cojeando por el camino de grava hacia el viejo Ford de Ruby. Con Abuelo pisándole los talones, Claire preferiría caminar sobre cristales antes que tomarse un par de minutos para sacar las bragas de sus deportivas y calzarse.
“Has pasado la noche con Mac.”
“Sí, ¿y qué?” A diferencia de Abuelo, ella no tenía ningún problema en admitirlo.
“¿Qué sucede cuando saltas en la cama de un hombre?”
Claire no creía que este fuera un tema de conversación apropiado antes del desayuno, sobre todo porque el otro participante era su abuelo, pero respondió de todos modos. “No lo sé. ¿Me acuesto con él?”
Ah, sarcasmo—su favorito.
“Deja de hacerte la listilla conmigo y responde a la pregunta.”
La manija de la puerta de la camioneta de Ruby brillaba bajo la luz del sol. Claire abrió la puerta con más fuerza de la necesaria, haciendo una mueca cuando esta chirrió en protesta. “¿Qué? ¿Me convierto en la Malvada Bruja del Oeste?”
“No, pierdes todo el interés.”
Ella se sentó al volante. “Eso no es verdad.”
“¿Qué pasa con aquel tal Higgins?” Abuelo bloqueó la puerta para que no pudiera cerrarla de golpe. “Rompiste con él menos de un semana después de que tu madre os pillara en la caseta de la piscina.”
“Era demasiado inmaduro.” El tipo tenía dibujitos de cohetes empapelando su habitación. Claire había estado dispuesta a pasar por alto sus peculiares gustos, a cambio de un pecho lleno de músculos sólidos como una roca, pero cuando había llamado a su “mami” en medio de las relaciones sexuales, ella había salido huyendo de allí más rápido que el Correcaminos sin ni siquiera un cortés “bip bip.”
“Y, ¿qué hay de aquel chico con el viejo Chevy al que estabas tan unida?”
De acuerdo, Claire tenía debilidad por los camiones clásicos, especialmente las camionetas Chevy de 1.959 pintadas de color ciruela. “Le gustaban sus armas más que las chicas,” explicó. Con más de ochenta pistolas, rifles y escopetas colgando de las paredes de su sótano, Claire no había querido quedarse para averiguar cómo terminaba las discusiones.
“Luego estaba ese chico extranjero…”
Ella se pasó las manos por el pelo, tirando de él, gruñendo en lo más profundo de su garganta. Si iban a analizar todas y cada una de las relaciones que había echado a perder en las últimas dos décadas, estarían allí parados hasta la puesta de sol.
“Abuelo, era de Hawai. Medio samoano. No era extranjero. Y rompí con él cuando me enteré de que me estaba usando para acercarse a Natalie.”
“Deja a tu prima fuera de todo esto. Ya tiene bastantes problemas con los hombres.”
Claire ya había tenido suficiente de la versión del abuelo del programa Ésta es su vida. “¿A dónde quieres ir a parar?”
“Te irás de aquí conmigo dentro de dos semanas y dejarás a Mac hecho polvo y con el corazón roto.”
Claire inhaló una gran bocanada de aire fresco del desierto. ¿Por qué habría dejado de fumar? “¿Desde cuándo se te ablanda el corazón respecto a mis novios?”
“Desde que elegiste al sobrino de Ruby como tu última víctima.”
Bueno, fuera verdad o no, eso le hizo daño. “Ah, ya veo. Todo esto va sobre Ruby y tú. ¿A quién le importa un comino los sentimientos de la buena de Claire? Su corazón es de piedra. Ya se recuperará como de costumbre.”
Sus ojos azules se nublaron. “Eso no es lo que he querido decir.”
“Si estamos tratando de ser honestos aquí,” ella agarró el volante como si fuera flexible, “hablemos sobre lo que estás haciendo acostándote con una mujer mientras que por otro lado, estás follando con otra.”
Abuelo dio un paso atrás, furioso. “Cuida tu lenguaje, jovencita. Esa no es forma de hablarle a un anciano.”
Él estaba en lo cierto. Su abuela la hubiera arrastrado por toda la casa si le hubiera oído hablar al abuelo de esa manera.
“Está bien.” Si había terminado de inmiscuirse en sus relaciones pasadas, Claire tenía trabajo por hacer.
Ella cerró la puerta y le dio vueltas a la manivela para bajar la ventanilla hasta la mitad y dejar que fluyera el aire. Su radiador interno necesitaba toda la ayuda posible para evitar sufrir un colapso.
Claire era la primera en admitir que sus relaciones con los hombres bien podrían rivalizar fácilmente con el Monte Rushmore respecto a lo afiladas que solían ser, pero ahora se sentía diferente con Mac, más cómoda—como el algodón desgastado. Pero solo las pitonisas y aquellos que leían la palma de la mano podrían predecir lo que el futuro les depararía, por lo que no tenía ningún sentido seguir discutiendo sobre ello con el abuelo.
Ella encendió el motor.
“¿A dónde vas?” Preguntó Abuelo.
“Yuccaville.” Mentir fue más fácil esta vez.
Claire puso el vehículo en marcha y se salió de allí, mirando a través del espejo retrovisor la frente arrugada de su abuelo mientras que este la veía alejarse.
Después de haber recorrido cerca de un kilómetro y medio, Claire se detuvo en la cuneta y dejó el motor encendido mientras que sacaba los dos trozos de papel que había encontrado escondidos en la agenda.
Dado que Mac estaba con ella anoche cuando los vio, apenas tuvo tiempo de hacer algo más que echarles un vistazo antes de que él se preguntara qué podría ser más interesante que turnarse para restregarse contra la moqueta del suelo. Ella se las había arreglado para distraerlo con su boca el tiempo suficiente para volver a guardarse los papeles en el bolsillo de sus pantalones cortos tirados en el suelo a su lado.
Con el resto de la tarde y altas horas de la madrugada degustando cada centímetro de carne masculina para chuparse los dedos, y retorciéndose bajo las caricias cargadas de electricidad de Mac, Claire no había tenido tiempo para leer.
Tampoco había tenido tiempo para tener mono de fumar.
No había tenido tiempo para nada más que sexo y sueño y más sexo y menos sueño. Claire necesitaba un par de horas para reagruparse tanto mental como físicamente antes de volver a ver a Mac. Tenía que reflexionar un poco sobre los alocados pensamientos y emociones que él había despertado en ella la noche anterior.
Claire miró por el espejo retrovisor mientras que desdoblaba los papeles. Los rayos del sol y los lagartos eran la única decoración del asfalto agrietado. El viejo Ford retumbó bajo y profundo, refunfuñando por haber sido obligado a permanecer quieto. Ella bloqueó las puertas.
La primera hoja resultó ser una factura de hotel para un tal señor S. Martino de algún lugar llamado El Gato Verde.
Claire le dio la vuelta al ticket y vio la misma letra que constaba en la firma de los pasaportes. Después de las horas que había pasado estudiando esas fotos y nombres, reconocería esas pequeñas “oes” con tantos bucles y florituras en cualquier lugar. A Sidney Martino debía haberle gustado escribir en letra cursiva.
Las palabras en la parte posterior de la factura tenían tanto sentido como las de la parte delantera.
Chichis Cantina
Los Conejos
viernes 9
caja 10 zanahorias
¿Es que nadie en la familia Martino escribía frases enteras y coherentes? Claire tiró la hoja de papel al asiento de atrás y se centró en la siguiente. Parecía como una carta o nota escrita por una mano femenina, o un hombre con graves problemas para salir del armario.
Te he estado observando. Sé lo que estás haciendo y tengo fotos que lo atestiguan. A menos que quieras que se lo diga al sheriff, ven a verme esta noche de madrugada a Juniper Ridge, en el puente Cowlick Creek. ¡No se lo digas a Joe!
¿Que no se lo dijera a Joe?
Claire se mordió el labio inferior. La agenda no debía ser de Joe, sino más bien de Sidney. Pero, ¿por qué la habría escondido Joe en el maletín? Y si Joe había sido el que había la había escondido, ¿sabría de la existencia de esa carta?
Claire le dio la vuelta pero no encontró nada, solo las marcas de los dobleces. Entonces percibió el leve olor de algo dulce, exótico, en la cabina. Se llevó el papel a la cara, prácticamente limpiándose la nariz con él, y lo olió.
“Santos frijoles,” susurró bajo el sonido del retumbante motor. Conocía ese perfume—Tabu, todavía aferrado al papel después de todos estos años. La agenda de cuero debía haberlo preservado.
Así que la carta era de Sophy. Pero, ¿por qué iba a querer reunirse con Sidney? Ahora Claire tenía dos vínculos entre Sophy y Sidney—el permiso de conducir en la cartera de este último y esta carta. Pero, ¿qué probaba eso además que se conocían?
Claire analizó las palabras de la carta de nuevo, buscando algo entre líneas, pero no encontró nada más que un espacio en blanco.
Con un gruñido de disgusto por su incapacidad de averiguar qué demonios había estado sucediendo desde hacía diez años entre Joe, su primo y Sophy, volvió a guardarse el ticket y la carta en el bolsillo. Aún tenía otro lugar que investigar, y las tenazas que escondió ayer debajo del asiento serían su pase de entrada.
Un ladrido fuerte al lado del camión hizo que se sobresaltara y golpeara la bocina con el codo.
El bocinazo a todo volumen se propagó por el claro aire del desierto. Esto en cuanto a querer mantener un perfil bajo; bien podría haber atado latas a su parachoques.
Claire escuchó otros dos ladridos más, y luego el sonido de unas uñas arañando el metal.
Ella asomó la cabeza por la ventanilla y le lanzó una mirada fulminante al chucho sentado fuera. “Henry,” dijo utilizando la voz de dueña al mando, “vuelve a casa.”
Henry ladeó la cabeza hacia un lado y la miró fijamente.
“¡Vete! ¡Vamos! ¡Fuera de aquí!”
El perro miró hacia el R.V. Park y se quejó. Se giró hacia ella y volvió a ladrar.
¿Qué quería? La mayoría de los días ni siquiera se molestaba en mirarla. “Maldita sea, Henry. ¡Vete a casa!”
Henry se sentó sobre sus patas y se subió a la parte trasera de la camioneta de un solo salto.
Claire se quedó mirando boquiabierta el espacio vacío delante de ella. Abuelo tenía que dejar de ver esos programas de encantadores de perros—Henry se estaba volviendo demasiado altanero para su edad.
Girándose en el asiento, Claire observó al perro a través del cristal empañado de suciedad.
Henry dio un par de vueltas antes de dejarse caer sobre su estómago. Bajó la cabeza sobre sus patas y la miró brevemente antes de cerrar los ojos y fingir que estaba dormido.
¿Qué pensaba? ¿Que se había graduado de la Academia de los Estúpidos?
Ella agarró la manija de la puerta. La visión de un coche que se aproximaba desde la ciudad la hizo detenerse. No quería que nadie se parase para ver si necesitaba ayuda. “A la mierda,” dijo y soltó la manija. El perro tendría que unirse al equipo de búsqueda. Solo esperaba que no se asustase cuando se diera cuenta de a dónde se dirigían.
Metiendo primera, Claire soltó el embrague, pisó a fondo el acelerador, y escupió gravilla en el montón irregular de salvia que recubría la zanja.
Era el momento de averiguar lo que Sophy había escondido en ese cobertizo.
Diez minutos más tarde, apagó el motor frente a la casa de Sophy.
Nada había cambiado desde la última vez que Claire había traspasado la casa—el mismo bloque de hormigón, el mismo parche de margaritas en el patio delantero, el mismo cobertizo con un candado amarillo. Entonces, ¿por qué sentía escalofríos corriendo por su espalda?
A juzgar por el gruñido procedente del remolque, ella no era la única que se sentía un poco aprensiva.
Claire miró el reloj que Ruby llevaba en el salpicadero—las siete menos cuarto. Aún tenía tiempo hasta que Sophy cerrara el restaurante; solo necesitaba veinte minutos.
Guardó su ropa interior en la guantera y se puso las deportivas. Con un gruñido para reunir el valor que necesitaba, salió de la camioneta y sacó las tenazas del asiento.
* * *
Mac extendió el brazo hacia el otro lado de la cama en busca de Claire y no encontró nada más que sábanas frescas y la almohada vacía.
Sus párpados se abrieron de golpe. Mientras que miraba el techo cubierto de gotelé, un recuerdo nebuloso de Claire de pie en la puerta de su dormitorio no dejaba de reproducirse en su cabeza. ¿A dónde le había dicho que iba?
Su estómago se contrajo y se retorció, y no tenía nada que ver con el olor del bacon que Ruby debía estar friendo en la cocina.
Mac se apartó las sábanas de encima y agarró sus vaqueros. Minutos más tarde, se abotonó la camisa mientras que atravesaba la sala de juegos y la alfombra de peluche le hacía cosquillas en los dedos de los pies. Podía oír a Ruby cantando en la cocina.
Él se detuvo en la puerta y vio a su tía lanzar tiras de bacon en la sartén de hierro fundido. Tenía una sonrisa de oreja a oreja y sus mejillas brillaban de felicidad. No le había visto tan feliz desde hacía diez años. Desde que se casó con Joe.
“Buenos días,” dijo, devolviéndole la sonrisa. Cruzó el linóleo a cuadros verdes y blancos mientras que las migajas se pegaban a sus pies descalzos, y la besó en la mejilla. “¿Por qué estás tan contenta?”
“Oh, por nada en especial. Solo las cosas típicas. Ya sabes: el sol está brillando, los arrendajos están cantando, y las ramas del viejo sauce están balanceándose en la brisa.”
Sonaba como el escenario de una película de Disney. Mac tenía una ligera impresión de que su estado de ánimo tenía más bien que ver con el viejo cascarrabias que había ido corriendo al cuarto de baño en mitad de la noche como su madre lo trajo al mundo.
“¿A qué hora se marchó Harley anoche?”
Ruby se sonrojo y mantuvo los ojos en su tarea. “No estoy segura. ¿Te apetecen unos huevos?”
“Gracias, pero el bacon y las tostadas será suficiente. ¿Has visto a Claire esta mañana?”
“No pero se ha llevado la camioneta.”
“¿Sin pedírtela prestada?”
“Me la pidió anoche. Me dijo que tenía que hacer unos recados esta mañana.”
Mac frunció el ceño. No le gustaba cómo sonaba eso.
Claire le estaba ocultando algo—algo que había visto en esos dos trozos de papel que habían desaparecido misteriosamente mientras que le había vuelto loco con su boca. Conociendo a Claire, probablemente sería algo que dispararía su tensión arterial hasta límites insospechados. Necesitaba hablar con la única persona que podría conocer todos los detalles sobre dónde podría estar Claire esta mañana. “¿Se ha levantado ya Jess?”
Ruby negó con la cabeza. “La oí apagar la alarma, pero probablemente no arrastrará su trasero aquí abajo hasta dentro de otra media hora.”
Hasta que la chica se levantase, Mac bien podría sentarse y disfrutar de su desayuno. Se sirvió un poco de zumo de naranja y se dejó caer en una de las sillas de la cocina, haciendo que el plástico silbase bajo su peso.
“¿Cómo has dormido esta noche?” Preguntó Ruby.
Mac tomó el periódico Arizona Daily Star desde el lado opuesto de la mesa. Había renunciado a sus horas de sueño para explorar el cuerpo de Claire.
“Bien,” mintió, tragando el zumo y yendo a la sección de compra-venta.
Ruby llevó la sartén hasta la mesa y dejó caer un pedazo de bacon crujiente en su plato. “¿En serio? ¿Solo bien?”
Mac levantó la mirada para encontrársela sonriéndole. “Sí, ¿por qué?”
“Porque parece como si tu cuello hubiera estado luchando toda la noche con mi aspiradora.”
* * *
Claire se detuvo bajo el luminoso sol de la mañana; el calor golpeándola como un mazazo. Los gorriones piaban a su alrededor mientras que la piel de gallina iba avanzando por sus extremidades.
Ahora que estaba detenida frente a la caseta de tablones de cedro, su voluntad vaciló. Sus pies querían darse la vuelta y correr de nuevo hacia la camioneta, con o sin el resto de ella.
Había algo en el cobertizo que Sophy no quería que nadie viera.
¿Estaría muerto? Peor aún, ¿estaría todavía vivo?
Claire se frotó la parte posterior de su cuello, insegura en realidad de querer saberlo.
Henry se quejó a sus pies.
Tal vez haber venido corriendo hasta aquí no había sido la decisión más prudente. Tal vez debería haberse quedado y haber tratado de convencer a Mac de que viniera con ella.
Nah. Nunca lo hubiera hecho. Esto era algo que iba a tener que hacer por su cuenta.
Ella aplastó el miedo revoloteando en su estómago y se acercó a la puerta de la cabaña. Con un apretón fuerte de sus alicates, cortó el candado y dejó caer la cerradura rota y las tenazas al suelo.
Henry se quejó de nuevo.
Ella volvió a mirar al chucho. Estaba agachado junto a la sombra de la rueda delantera con el hocico descansando sobre sus patas y sus ojos pegados a la nave como si fuera a estremecerse a la vida y atacarlo en cualquier momento.
“Serás cobarde,” dijo mientras que una voz chillona en su cabeza trajo a colación el hecho de que el perro ya había estado en el interior, por lo que sabría mucho más que ella.
Tomando aire profundamente, ella abrió la puerta. El chirrido de las bisagras oxidadas se hizo eco a través del valle. Claire se estremeció, sintiéndose tan astuta esta mañana como un rinoceronte con patines.
Unas sombras la estaban esperando al otro lado de la jamba.
Algo rozó su pierna. Ella miró hacia abajo para encontrar a Henry a su lado con su parte inferior apoyada en sus pantorrillas mientras que miraba hacia el interior del sombrío cobertizo.
“¿Vamos?” Le preguntó al perro, como si alguien a quien le gustaba lamerse sus partes delante de cualquiera fuera a infundir un poco de sentido común en ella.
Él gruñó profundamente.
Un temblor la recorrió antes de que pudiera detenerlo. “Oh, ya basta.”
Sin más dilación, Claire entró en la fresca y oscura guarida. Su techo de metal no había tenido la oportunidad de disfrutar del calor todavía, pero en un par de horas, ardería igual que el Sahara.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, ella olfateó—aire rancio y grasa vieja, pero no parecía oler a cadáver. Bueno, al menos no en descomposición. Eso no descartaba que pudiera haber algún esqueleto, sin embargo.
Algo se escurrió a lo largo del suelo de tierra en la esquina más alejada—un efecto de sonido sin el que Claire podría haber vivido perfectamente. Henry ladró dos veces y corrió a investigar.
¿Dónde estaba la luz? Tenía que haber una luz.
Claire palpó la pared en busca de un interruptor; sus dedos cepillando telarañas pegajosas. Algo con demasiadas piernas para ser amistoso corrió sobre el dorso de su mano. Ella hizo una mueca y la sacudió, frotándola en sus pantalones mientras que se preguntaba cuántos escorpiones podrían vivir en un cobertizo de este tamaño. ¿Qué había de las reclusas marrones o viudas negras?
Y ni siquiera quería pensar en la posibilidad de que también hubiera serpientes.
Con un estremecimiento involuntario, ella sacó la pequeña linterna que había encontrado en la guantera de Ruby, deseando que Jess hubiera devuelto la grande al sitio donde la había encontrado.
Menos de cinco pasos por delante había un objeto enorme cubierto con una lona de El Camino. Su forma no guardaba ningún secreto. Las ruedas de alambre que asomaban por debajo brillaban como las ruedas cromadas de un Ferris.
Claire rodeó la parte delantera del coche, pasando a lo largo de una mesa de trabajo cubierta de latas y botellas que contenían todo lo necesario para lavar un coche y algo más.
Ella alumbró la pared del fondo. No había pentáculos ni pentagramas; ningún símbolo de los cuatro elementos o las cuatro temporadas; nada de cruces invertidas o palabras latinas garabateadas en sangre de cerdo, o cualquier sangre para el caso. Solo herramientas—una pala, una excavadora para hacer agujeros, sierras de mano y un par de rizadores de pelo—clavados en la pared.
Esto en cuanto a la idea de que Sophy estaba realizando sacrificios satánicos con animales. Claire estaba empezando a sentirse como una tonta de primera clase por haberle dado tanta importancia a este cobertizo.
Caminó alrededor de la parte trasera del coche y se encontró con tres bidones de gasolina gigantes en una de la esquina. Un par de guantes gruesos de cuero yacía en la parte superior de uno de ellos. Ella se los puso pero eran demasiado grandes.
Sosteniendo la linterna entre los dientes, Claire agarró la tapa de metal del barril más cercano a ella, entrecerró los ojos, y se preparó mentalmente para lo que estaba a punto de descubrir.
Cuando tiró de la tapa, esta salió como si hubiera sido escupida por el recipiente. Claire no pudo sujetarla bien con los guantes y la pieza cayó al suelo de tierra, creando un estruendo como si se tratara de una pandereta estrellándose contra una bañera de porcelana.
Henry trotó y soltó un ladrido agudo, suplicándole con la mirada que parara.
Claire se sacó la linterna de la boca y apuntó hacia su rostro blanco y marrón. “Mira quién fue a hablar.” Ella lo miró fijamente, desafiándolo a reprenderla de nuevo. “Tus ronquidos podrían despertar a los muertos.”
El perro se alejó de ella y empezó a oler uno de los neumáticos traseros del coche.
Volviendo de nuevo al tambor de gasolina, ella miró en su interior con la ayuda de la luz. Estaba lleno de rocas del tamaño de su puño. Claire dejó escapar un suspiro de alivio, tremendamente feliz de no haber encontrado partes de ningún cuerpo humano flotando en alguna especie de formaldehido.
Tomó una de las rocas y la sostuvo bajo la luz. Unos cristales teñidos de color púrpura brillaban en las vetas que atravesaban el granito. Otra roca estaba cubierta de manchas color turquesa salpicadas por otras de color azul verdoso.
Los otros dos tambores de gasolina contenían rocas también; todas similares de tamaño y con vetas de color turquesa o cuarzo de algún tipo. Parecía que Sophy había estado cavando en esas minas durante mucho tiempo.
¿Qué habría estado buscando?
Claire rodeó el resto del coche; su luz rebotando en un rollo de alambre de gallinero, un comedero de hierba y varios bidones de gasolina vacíos.
Su decepción brotaba con cada paso que daba. Había estado segura de que había algo ahí que Sophy no quería que nadie viera. Las respuestas a todas sus preguntas.
Claire se fijó en una sección del suelo a lo largo de la pared donde había un agujero relleno de tierra la cual estaba levantada, no compactada como en el resto del cobertizo. Una cadena de unos sesenta centímetros con un cáncamo en su extremo estaba todavía atornillada a uno de los tablones.
Ella se agachó y la levantó. Unos pelos blancos estaban pegados a los eslabones oxidados. Su sangre comenzó a hervir. El olor a orina era lo suficientemente fuerte como para percibirse por encima de la humedad, grasa rancia y un toque de Tabú. Claire soltó la cadena, la que repiqueteó contra el suelo al botar varias veces por la parte del cáncamo.
Pobre Henry. A pesar de que no era su perro favorito, no se merecía que lo ataran y lo obligaran a quedarse sentado sobre su propio pis.
Algo crujió en la lona detrás de ella.
Ella se dio la vuelta. El pequeño trasero y la cola blanca de Henry asomaban por debajo de la manta que cubría el parachoques trasero.
“Henry,” susurró en voz alta. “Sal de ahí.”
Henry no le hizo caso, como de costumbre. Subió al vehículo por la puerta trasera y se dejó caer en el remolque cubierto por la lona de El Camino. El bulto de su cuerpo bajo la manta mostraba el progreso de su avance, como Bugs Bunny recorriendo el túnel hacia el Polo Sur, mientras caminaba por el remolque y se ponía de pie sobre sus patas en la ventana trasera.
Entonces el bulto desapareció, y Claire puedo escucharle olfateando y arañando algo dentro de la cabina del vehículo.
“¡Mierda!” No necesitaba que Sophy encontrara cualquier evidencia de que habían estado allí, especialmente unas huellas sucias en su asiento trasero.
Ella corrió a la parte trasera del coche y tiró de las cuerdas que sujetaban la lona. Sus dedos se enredaron con el nudo. Ella se detuvo, respiró hondo, y luego desató la maldita cosa.
Después de aflojar el cordaje, desenrolló la lona un poco sobre el remolque. Una pintura azul, tan oscura que parecía negra sin la linterna, le devolvió su resplandor. Ella dejó escapar un silbido y pasó la mano por la superficie lisa y de porcelana de la puerta. No era de extrañar que Sophy mantuviera ese cachorrito dentro y escondido. Claire sabía identificar fácilmente un trabajo de pintura hecho a mano cuando se topaba con uno.
Los arañazos y gruñidos procedían de algún lugar bajo la lona, recordándole que no había venido aquí para ver una exhibición de coches.
Ella dejó la lona en el centro del remolque. Con cuidado de no rayar la pintura, se subió a él y se metió por debajo de la manta. El olor a podrido recubrió la parte posterior de su garganta con una capa de humedad, lo que le hizo toser.
Claire se arrastró hasta la ventana trasera, que estaba abierta lo suficiente como para que un Beagle pudiera colarse a través de ella. Ella la abrió un poco más y asomó la cabeza en el interior, apuntando con la luz por todas partes.
“Oh, pequeña mierda podrida,” susurró cuando vio el destrozo que las garras de Henry habían hecho en los asientos de vinilo color rojo cereza. Nubes de relleno cubrían el suelo. “¡Henry!”
El perro se detuvo, la miró y se lamió el hocico. Luego volvió a hundirlo en el agujero que estaba cavando y rompió el asiento un poco más.
Abriendo la ventana un poco más, Claire trató de agarrarlo pero el perro la esquivó y se fue hacia el asiento del pasajero.
“Ven aquí.”
Él la miró con pequeños trozos de relleno atrapados en sus bigotes y cejas. Unos algodones más en su barbilla y sería el doble canino de Papa Noel. Claire podría jurar que el maldito chucho estaba sonriendo.
Terminando de abrir la ventana hasta el tope, Claire intentó colarse por ella pero se quedó atascada a la altura de sus caderas, lo que hizo que su trasero quedara suspendido en el aire. Volvió a ponerse la linterna entre los dientes y buscó a Henry de nuevo.
El perro saltó al suelo.
“¡Maldito seas! Estoy harta. Cuando llegamos a casa, pienso llevarte al veterinario para que conviertan en una chica.”
Él gimió, pero no se movió.
Claire bajó una mano al cojín destrozado y trató de empujar sus caderas a través de la ventana. Su mano se coló entonces por el agujero y su dedo índice se enganchó en un soporte, doblándose hacia atrás.
“¡Ay! ¡Mierda! ¡Maldito hijo de…” Sus dedos anular y meñique chocaron contra algo sólido y fresco.
Apoyándose en el respaldo del asiento, Claire sacó cuidadosamente su dedo índice de entre las bobinas y luego sacó más algodones del relleno. “¿Qué tenemos aquí?” Murmuró en torno la linterna cuando vio una pequeña caja negra.
La sacó, maniobrando suavemente alrededor de las bobinas. La caja pesaba demasiado para su tamaño, igual que la palma de su mano de ancho y unos cinco centímetros de alto. Un pequeño cerrojo la mantenía cerrada.
El alféizar de la ventana estaba tratando de cortarle los intestinos en dos. Ella se obligó a retroceder, añadiendo algunas contusiones a su lista mientras que se rozaba por el cristal al salir y volvía a sentarse en el remolque.
Con la linterna en la mano, trató de abrir la caja y lo logró finalmente. Con sus dedos temblando ligeramente, levantó la tapa. “Tiene que ser una broma,” susurró. ¿Una bolsa de patatas fritas? Ella levantó la bolsa plegada. Crema agria y cebolla—las favoritas de Henry. No era de extrañar que el animal estuviera perforando los asientos con tal de llegar a ellas.
Pero la bolsa era pesada y voluminosa. Si seguía conteniendo patatas, estas debían haberse puesto duras como piedras, a juzgar por el peso de las mismas.
Desplegó la bolsa y la volcó ligeramente sobre su palma. Varias piedras como guijarros cayeron sobre ella. Claire se quedó sin aliento mientras que las rocas brillaban bajo su linterna.
Henry se quejó a su lado. Ella levantó la vista para encontrarlo jadeando, con la cabeza asomando por la ventanilla, mirando la bolsa de patatas fritas con ojos saltones. Algunas personas—o perros, en este caso—simplemente no tenían fuerza de voluntad.
Claire cogió una de las piedras y la inspeccionó. Parecía bastante real.
¡Santos pollos chinos! ¿Podrían ser diamantes de verdad? ¿Una bolsa de snacks llena de diamantes? ¿Por qué sino iba alguien a esconder algo así en el relleno de un asiento?
Su corazón se sacudió tanto que Claire juraría que todo el mundo en Jackrabbit Junction podría escucharlo.
Dejó caer las tres gemas en la bolsa y la metió en la caja. “Vamos, muchacho, tenemos que salir de aquí.” Claire salió de debajo de la lona, levantándola lo suficiente para que Henry pudiera seguirla.
El perro se detuvo en el borde y gruñó.
“Vamos, te compraré una bolsa de patatas fritas de camino a casa de Ruby.”
Todavía no se movió.
“Tamaño gigante,” añadió.
Algo hizo clic detrás de ella y la luz sobre su cabeza parpadeó.
El corazón de Claire dejó de latir.
Henry gimió.
“Te dije que no me gustaban los intrusos.” La voz de Sophy, dura como los diamantes que Claire seguía sosteniendo en su mano, helaron su sangre. “Creo que necesitas que te enseñe a qué me refería.”