Capítulo Dos

Sábado, 10 de abril

“Bueno, bueno, bueno, mira quién está aquí,” dijo Sophy Wheeler-Martino, marcando aún más su acento sureño. “Richard Rensburg, justo el hombre al que esperaba ver esta mañana.”

La mujer apoyó la cadera contra la mesa del reservado en el Wheeler’s Diner, donde el recién nombrado vicepresidente del Banco Cactus Creek estaba sentado. Sophy había querido tener un momento a solas con él, y con la fiebre del desayuno, su momento había llegado.

Las cacerolas resonaban en la cocina mientras que uno de los cocineros limpiaba el desastre generado tras el primer turno de desayunos. Charley Pride cantaba, “Dale un beso de buenos días a un ángel,” desde el equipo de sonido que se encontraba al lado de la caja registradora. El olor a grasa llenaba el aire, igual que había hecho todas las mañanas durante los últimos cuarenta años en los que Sophy había estado limpiando la barra del restaurante.

La mujer sacó su polvera del bolsillo de su delantal, la abrió y se aplicó una capa de lápiz labial brillante de cereza fresca en sus carnosos labios. Ni una sola arruga. El tratamiento de botox al que se había sometido había borrado años de dificultades bajo el sol de Arizona.

Le guiño el ojo a Rensburg a través del espejo. “¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo más que hablar con ese vocabulario tan grande propio de un banquero con esa lengua que tienes, encanto?”

Rensburg la miró mientras que la mujer se aplicaba una segunda capa de brillo en su labio superior con su humeante taza de café a medio camino hacia su boca. Un rubor se extendió desde su cuello hasta sus canosas patillas.

Los hombres eran muy fáciles de engatusar. Ella cerró su maquillaje compacto y lo dejó caer junto con el lápiz de labios en su bolsillo.

“Ahora eres un hombre muy importante en el condado.” Se inclinó sobre la mesa formica, deleitando al señor vicepresidente con una vista de su talla ciento veinte de sujetador, doble D. “Y desde luego a mí me encantan los hombres importantes.”

Un poco de café se derramó sobre el borde de la taza. “Eh, señora Mart—”

“Llámame Sophy, cariño.” El asiento del reservado recubierto de plástico crujió mientras que ella se deslizaba a su lado. Metió la mano por debajo de la mesa y acercó los dedos hasta su entrepierna. “Y yo te llamaré a ti… Verga.”

Ella lo vio parpadear rápidamente, su boca abriéndose y cerrándose.

Tranquilo, tranquilo, tranquilo.

“Bueno,” susurró, sus labios casi rozando su oreja. “¿He oído que has dicho algo por teléfono sobre la ejecución de los préstamos de Ruby Martino?” Ella presionó sus pechos contra él.

La respiración del hombre se fue volviendo cada vez más superficial según la mano viajaba más hacia el norte. “Sabes que eso es un asunto—”

Ella arrastró sus uñas a través de la cremallera.

“—privado.” Derramó más café sobre la mesa.

“¿De veras?” Ella se apretó más fuerte contra él.

“Eh…” Cada vez le costaba más hablar cuando se movió un poco en su asiento y el bulto en los pantalones de poliéster rozó su mano. “Sí, así es.”

Ella lo acarició de nuevo. “¿Y qué fue lo que dijiste acerca de su sobrino?”

“Él va a venir a… determinar el valor de sus…” Cerró los ojos y tragó saliva. “Sus minas.”

¡Maldita sea! Lo último que necesitaba ahora era que alguien husmeara dentro de esas minas.

“¿Cuándo?”

“Hoy.”

“¿Durante cuánto tiempo?”

El hombre apoyó la cabeza contra el cojín de color naranja desgastado por el sol. “Tres semanas.”

“¿Por qué? ¿Es que el banco piensa quitárselas también?”

“No.” El sudor perlaba su labio superior. “La empresa minera quiere el cobre que hay en ellas.”

Así que Ruby iba a vender sus minas para poder terminar de pagar sus deudas. Sophy apretó los dientes. El tiempo se estaba acabando.

Las campanas en la puerta de cristal del comedor sonaron. Sophy se giró a tiempo de ver a tres de los miembros de la compañía minera del tercer turno entrar a por “lo de siempre.” Ella le dio al vicepresidente un último apretón en la entrepierna y se deslizó fuera de la mesa.

Los párpados del banquero se abrieron de golpe y luego frunció el ceño. “Pero—”

Ella se subió su minifalda un poco más y le lanzó una mirada de cortesía cuando dejó al descubierto sus ligas negras y correas. “Gracias por el chisme, cariño.” Captó un olorcillo de aftershave con aroma a pino cuando besó su suave mejilla. “Dale recuerdos a Judy y a los niños de mi parte.”

Con un meneo de sus caderas, Sophy se pavoneó hacia los tres mineros que la estaban mirando de reojo desde el reservado de la esquina. Tuviera que pasar por tierra, mar o aire, o por encima de algún sobrino entrometido, estaba decidida a encontrar el maldito botín.

* * *

“¡Maldita sea, abuelo!” Claire empujó la puerta de pantalla del Winnebago y salió al cálido sol de media mañana. “¿Por qué has apagado mi alarma?”

Harley, que lleva un par de bermudas verdes y una camisa amarilla, estaba apoyado en Mabel, el Mercurio de 1949 azul cobalto que había arrastrado desde Dakota del Sur. El hombre frunció el ceño mientras que Claire se acercaba. “Pensé que te vendría bien dormir un poco más. Mírate.” Señaló el desgarro en la rodilla de sus vaqueros. “Esta no es manera de vestir para una joven respetable.” Tiró su gorra roja de béisbol de Mighty Mouse de su cabeza.

“No estoy aquí para impresionar a nadie.” Ella se lanzó a por su visera, pero él la mantuvo fuera de su alcance. A pesar de la frustración que burbujeaba en su interior, Claire se rio de la alegría bailando en los ojos de Abuelo. “Dame eso. Vas a hacer que llegue tarde al trabajo en mi primer día.”

Un aullido sonó detrás de ella.

Claire se dio la vuelta. Manuel Carrera, uno de los compañeros veteranos del ejército de Abuelo estaba repantigado en una silla de jardín a la sombra del Winnebago del abuelo. Sus otros dos mejores amigos, Chester y Art, no debían haber llegado a R.V. todavía.

“Bueno.” Claire sonrió. “Mira lo que los coyotes dejaron en nuestra puerta la noche anterior.” No había visto a Manny en años. Su pelo tenía más canas ahora, pero aún así, parecía una versión antigua de Jimmy Smits.

Manny se puso de pie y se acercó a ella, su hombría más pesada que el aroma de Old Spice, quemó la parte posterior de su garganta cuando la abrazó. “Buenos días, mi conejita,” dijo en un suave acento mexicano mientras la estrujaba contra su costado.

Claire miró hacia abajo para asegurarse de que se hubiera cerrado el primer botón de su camisa. Pese a que era inofensivo como un cachorro recién nacido, Manny vivía por dos cosas: las mujeres y el sexo.

“Mantén tus manos fuera de mi nieta, Carrera,” le advirtió Abuelo en un tono jocoso, vaciándole tal como ambos habían venido haciendo durante décadas. El hombre sacó otro cigarrillo del bolsillo de su camisa.

“¿Cuántos años tienes, Manny?”

“Sesenta y nueve,” dijo a la vez que movía las cejas sugerentemente.

“Oh, Dios mío.” Ella le dio un codazo a la ligera en el pecho. “Manny, eres un caso perdido.”

“Un caso perdido por tu amor, vida mía.”

Algo sobre el hombro de Claire de pronto llamó la atención de Manny. El hombre dejó escapar otro aullido. Claire se volvió para ver qué le había distraído y sus retinas estuvieron a punto de quemarse.

¿Quién diablos llevaba un sujetador de diamantes de imitación lleno de tachuelas en el desierto? Brillaba como una bola de discoteca bajo la superficie del sol.

Con el pelo rojizo y unas gafas de sol de Hollywood, la mujer saludó al abuelo de Claire mientras paseaba a lo largo del camping. “Hola, Harley.” Incluso sus uñas brillaban. Unos pantalones morados excesivamente cortos y apretados moldeaban su gran trasero.

Claire le lanzó una mirada desafiante a Abuelo. “Ahora entiendo por qué has apagado mi alarma.”

Abuelo tuvo la decencia de sonrojarse. “¿Qué? ¿Cómo iba yo a saber que iba a salir a hacer ejercicio esta mañana?”

Claire le arrebató la gorra. “Esa mujer no me da buena espina.”

“¡Ay, ay, ay!” Manny se puso a su lado y se apoyó en el coche, con la mirada todavía pegada a la parte trasera extra voluptuosa de la señorita. Estoy ansioso por saber en qué otros lugares brilla de esa manera.”

Escuchar los comentarios de Manny durante el próximo mes iba a deformar su mente. Claire empujó la gorra sobre su cabeza. “¿Con cuántas mujeres se supone que habéis quedado?”

Abuelo se encogió de hombros mientras masticaba el extremo de su cigarro y lo escupía en el suelo junto a él. “Las suficientes como para poder ser exigentes.”

“Caray, creo que he aterrizado en medio de una orgia para la tercera edad.” Claire buscó en el bolsillo de su blusa con urgencia, esperando encontrar un cigarrillo, en cambio sacó un after eight aplastado.

“Por lo menos no estás sentada en otra inútil clase de la universidad.” Abuelo agarró el paquete de cerillas sobre el salpicadero de Mabel. “Tal vez serás capaz de aprender algo de esta experiencia.”

“¡Oye!” Murmuró Claire a través del chocolate y la menta derritiéndose en su boca. “La educación es—”

Algo chocó contra su rótula. Ella miró hacia abajo para encontrar a Henry mirándola mientras meneaba su cola. Llevaba el fémur que había encontrado ayer atrapado entre sus dientes. “¿Qué está haciendo con mi hueso?”

“Lo ha encontrado,” respondió Abuelo.

“¿En serio? ¿En el armario sobre la nevera?”

El hombre la miró mientras encendía su cigarro. “Es un Beagle,” dijo por la comisura de su boca. “Son buenos cazadores.”

“No creo que debería estar jugando con ese hueso.” Claire se agachó a coger el fémur. Henry se zafó de su agarre. ¡Maldito perro! Ella miró su reloj. Mierda, ya iba oficialmente tarde.

“¿Por qué no? Los perros nacen para jugar con los huesos.”

“Te lo dije anoche, no se trata de cualquier hueso viejo. Además, me gustaría examinarlo con más detenimiento cuando tenga tiempo. Podría ser una prueba importante de algún asesinato.”

Abuelo volteó los ojos hacia arriba. “Chica, ¿cuándo vas a aprender? No vayas en busca de problemas, siempre los encuentras demasiado pronto.”

“Gracias por tu voto de confianza,” contestó ella con una sonrisa para después ponerse de puntillas y darle un beso en su desaliñado mentón. “Me tengo que ir. No dejes que Henry se coma ese hueso.” Golpeó a Manny ligeramente en el bíceps. “Y no dejes que Manny te convenza de bañaros desnudos otra vez.”

“Ya no hacemos eso,” dijo Manny en serio y luego lo estropeó todo cuando le guiñó un ojo. “Por lo menos no a la luz del día.”

Bien. Un viaje menos a la cárcel del condado.

Con un saludo de despedida, Claire hizo su mejor impresión mientras corría todo el camino hacia la tienda de Ruby.

La puerta chirrió cuando Claire se deslizó tambaleando en el interior, respirando en ráfagas cortas. Los pinchazos que sentía en las costillas le recordaron que hacer zapping con el mando a distancia no era realmente un entrenamiento cardiovascular.

Frenó en seco al ver un martillo y una llave de tubería sobre el mostrador al lado de la caja registradora. “¿Ruby?”

“¡Maldita sea!” Una voz de mujer, con un acento sureño muy marcado, vino desde la puerta de la esquina trasera de la sala.

Claire caminó por el pasillo de las patatas fritas. Bordeó un cartón de tamaño natural de Elvis con una lata de Coca-Cola Light y se detuvo en el umbral de la puerta. La dueña del parque R.V; Ruby Martino, estaba sentada en el suelo con la espalda apoyada en el inodoro. Su rizado pelo rubio rojizo estaba recogido en una coleta, lo que resaltaba su esbelto cuello salpicado de pecas.

“¿Una noche dura en la ciudad?” Preguntó Claire a su nueva jefa sonriendo.

“Ojalá.” Ruby la miró con sus brillantes ojos verdes y lanzó un par de pinzas de presión sobre el linóleo amarillento. “¡Maldito fregadero! Este lugar se va a terminar cayendo sobre mi cabeza. Pronto el banco no tendrá nada que quitarme.”

La sonrisa de Claire se marchitó. ¿Qué había querido decir con eso? Claire abrió la boca para preguntar pero luego decidió que no era asunto suyo y la cerró. En un mes, ella y Abuelo estarían conduciendo de regreso a casa.

Claire levantó la mirada hacia el fregadero donde una mancha de óxido corría desde el grifo y se ocultaba por el desagüe. “Parece que tienes un grifo que gotea.”

“Ha estado goteando durante años,” dijo Ruby con un desdeñoso gesto. “Pero el desagüe se taponó la semana pesada. Pensé que podría arreglarlo con el desatascador pero estas malditas tuercas han hecho que cambie de opinión.”

Esas malditas tuercas parecían demasiado pasadas de rosca. “¿Te importa si le echo un vistazo?” Gracias a las empresas contratistas de Abuelo, Claire y sus primos habían aprendido a vérselas con las tuberías desde que eran adolescentes.

“Todo tuyo, cariño.” Ruby le entregó a Claire la linterna y se apartó del medio.

En cuclillas delante del fregadero, Claire iluminó la cuenca. “Parece que tus tornillos están oxidados.”

Ruby gimió. “La historia de mi vida.”

“Necesitas un fontanero.”

“No puedo permitirme uno. No aceptan un sueldo mínimo.”

Claire ignoró las señales de alarma que sonaban en su cabeza. Los problemas de Ruby no eran cosa suya. “Te diré algo.” Ella desapareció por debajo del fregadero. “Tráeme tu caja de herramientas y la llave de tubo que vi sobre el mostrador y veré qué puedo hacer por aquí.”

Una hora más tarde, Claire salió del baño secándose las manos en sus pantalones vaqueros. Se detuvo junto a Elvis justo para escuchar el débil sonido de la voz de Ruby por encima del zumbido de las luces fluorescentes sobre su cabeza. Una cortina verde colgaba en arco detrás del mostrador. El piso de madera crujía bajo sus pies cuando subió la cortina. Vaciló por un momento, su nariz rozando la tela. El olor a polvo rancio y madera barnizada se había aferrado al material. “¿Ruby?”

“¡Estoy aquí, Claire!” Gritó Ruby.

Claire se abrió paso entre la cortina y se detuvo en seco. Se sentía como si hubiera regresado a 1977. Una alfombra naranja de peluche cubría el suelo entre las paredes de hormigón amarillo limón. Un sofá verde estaba justo debajo de un cuadro con un billete de diez dólares y dos puffs marrones abarrotaban la esquina junto a un gabinete con puertas de cristal lleno de latas de cerveza antiguas.

Ruby, con el teléfono en la oreja, estaba de pie detrás de un mostrador de madera de nogal con una barra en la parte inferior para apoyar los pies de latón. Cuatro taburetes con asientos cubiertos de terciopelo púrpura enmarcaban el bar. Las jarras de cerveza se alineaban en la pared detrás de él.

“Sé de sobra cuál es mi fecha límite, señor Rensburg,” dijo Ruby, haciendo hincapié en cada palabra con los hombros cada vez más rígidos. “¡Tendrá su maldito dinero antes de fin de mes!” Colgó dando un golpe con el auricular.

Claire se aclaró la garganta. “He conseguido desatascar el desagüe.” Se abrió paso entre la espesa polvareda hacia la barra, haciendo como que no había oído el final de la conversación. “Y he instalado el nuevo grifo.”

Ruby estaba mirando el teléfono con el ceño fruncido.

“¿Estás bien?” Preguntó Claire en contra de su mejor juicio.

“No. Sí.” Ruby respiró hondo. “Estoy bien. Es solo que desde que murió Joe…” Miró a Claire y vaciló por un momento.

Ayer, cuando Claire había presentado su solicitud para el puesto del trabajo, se había enterado de que el marido de Ruby, Joe Martino, había muerto el año pasado de un derrame cerebral. Ruby no le dio muchos detalles y por supuesto Claire no preguntó nada al respecto.

Ruby negó con la cabeza. “No importa.”

“Debe ser difícil llevar el parque R.V. sola por tu cuenta.”

Ruby entrecerró los ojos durante varios segundos y luego asintió. “Sería mucho más fácil si Joe no me hubiera dejado sola con tantas deudas y solo un puñado de dinero para pagarlas.”

Eso explicaba el comentario sobre el banco.

“Pero si puedo vender esas minas y el valle circundante que me dejó,” continuó la mujer, “podría ser capaz de conservar este lugar.”

“¿Te refieres a las dos minas en la colina de atrás?”

“Sí, y a las dos en el otro lado de la colina justo al lado de County Road 588.”

Claire casi se atragantó. La tumba de su abuela estaba en el otro lado de la colina justo al lado de County Road 588. “¿Hay alguien interesado en su compra?”

“La empresa minera al otro lado de la carretera.” Ruby se agachó detrás de la barra y sacó una lata de Coca-Cola de una mini-nevera. “Si vinisteis desde Tucson, habréis pasado por su mina más emblemática después de salir de la autopista interestatal.”

Claire la había visto bien. Era difícil pasar por alto la enorme mina a cielo abierto más grande y casi tan ancha que tres campos de fútbol juntos. Hacía veinte años, cuando había venido aquí en su adolescencia, había habido una colina en ese lugar, cubierta de Susanas de ojos negros y flores cohete rojas.

Los engranajes en la mente de Claire no paraban de dar vueltas. Si esa compañía compraba las minas, destriparían la ladera, incluyendo el valle sagrado de su abuela. Había visto hacer lo mismo en las Black Hills.

Dejando los motivos personales a un lado, ¿acaso Ruby no se daba cuenta de lo mucho que esto afectaría a sus ingresos a largo plazo? ¿Quién querría acampar junto al auge de explosiones regulares y el ruido constante de esos enormes camiones de cantera?

“¿Dónde aprendiste a arreglar fregaderos?” Dijo Ruby mientras abría la lata de cola.

“Yo… solía trabajar para mi abuelo durante el verano. Fue contratista antes de retirarse.” Claire ocultó su alarma detrás de una sonrisa mientras agarraba la lata que Ruby le ofreció. “Él nos enseñó a mí y a mis primos todo tipo de cosas sobre fontanería y carpintería.” Claire tomó un sorbo de la cola helada.

Los ojos de Ruby se iluminaron. “¿Qué te parecería trabajar al otro lado del mostrador? Me vendría muy bien que arreglaras el lugar para la temporada de avistamiento de las aves de primavera.”

“Claro,” respondió Claire sin dudarlo. Trabajar fuera le daría un poco de tiempo a solas—tiempo para encontrar la manera de que Ruby pudiera pagar sus deudas sin tener que vender las minas y el valle circundante. Tal vez, solo tal vez, podría encontrar la manera de detener a esa compañía minera que quería reclamar como suyo el lugar donde estaba enterrada su abuela.

* * *

“¿Qué demonios es eso?” Mac Garner pisó el freno y aminoró su camioneta a paso de tortuga. Se quedó mirando a través del parabrisas delantero. El zumbido de la voz de Paul Harvey por los altavoces se desvaneció.

Veinte metros delante de él, una mujer iba dando brincos mientras cruzaba el puente que conducía al Dancing Winnebagos R.V. Park. Con el pelo largo y negro y un culo lo suficientemente duro como para hacer que las monedas rebotasen en él, la mujer llevaba unos tacones de aguja, una minifalda color plata y un corpiño rosa chillón.

Mac la siguió. La alcanzó con el vehículo hasta ponerse a la altura de sus caderas cuando llegó al otro lado del puente y saltó al arcén. Él bajó la ventanilla del lado del pasajero y estiró el cuello para ver si por delante era tan curvilínea como por detrás. Su mirada se posó en el gato persa de color blanco que llevaba abrazado entre sus rebosantes pechos; Dolly Parton no tendría nada que hacer al lado de esta señora.

El gato lo miró; una pelusa enorme de pelo enredado al cascabel rojo alrededor de su cuello.

“¡Hola! ¿Quiere subir?” Le preguntó mientras pasaba sus libros, casco y guantes de trabajo al asiento de atrás para dejar espacio libre para ella. Había estado haciendo un montón de trabajo de campo en solitario por Rio Rico durante los últimos meses. Compartir el coche con un par de piernas bien torneadas sería todo un regalo.

“No, gracias, cariño.” Su voz crepitaba como una radio AM mal sintonizada.

Mac la miró a la cara por primera vez y apenas contuvo un grito lleno de horror. Las arrugas profundas surcaban su frente y mejillas, y hacían que sus brillantes labios color rosa parecieran un higo. La mujer le sacaba al menos treinta años.

Su sonrisa se congeló en sus labios, subió la ventanilla, pisó el acelerador y no miró hacia atrás hasta que derrapó al detenerse frente a la tienda de su tía Ruby. Solo entonces miró por el retrovisor y vio cómo la señora desaparecía de su vista por detrás de la tienda.

Empujó la puerta, se apresuró a salir del vehículo y tomó los escalones del porche de dos en dos. “¡Ruby!” Pasó al lado de la caja registradora y miró por uno de los cuatro pasillos. “Ruby, ¿dónde estás?”

“¡En la sala de juegos!” Gritó su tía.

Mac se abrió paso entre la cortina. “A que no adivinas qué—”

Se detuvo ante la visión de una mujer morena sentada en un taburete frente a la barra del bar. Cuando él la miró, ella se enfundó aún más la gorra en su cabeza. Mighty Mouse le devolvió la sonrisa. Los ojos de Mac se estrecharon. Ruby no solía invitar a los clientes a su sitio favorito.

“Hola, cariño”, dijo su tía, atrayendo la mirada de la otra mujer. “¿Te apetece una cerveza fría?”

“No, gracias,” respondió mientras miraba desconcertado a su tía.

“Sírvete lo que quieras.” Ruby asintió hacia su invitada. “Mac, saluda a Claire. Es mi nueva mujer de mantenimiento.”

¿Mujer de mantenimiento? Mac torció un poco la cabeza, tratando de ver bajo el ala roja de la gorra. Parecía tener unos treinta años. “Encantado de conocerte.”

Los ojos oscuros de Claire lo miraron de arriba abajo. “Lo mismo digo.” Ella se bajó del taburete y dejó el refresco sobre la barra. “Gracias por la bebida, Ruby. Voy a ponerme a trabajar en la cerca de atrás.” Su voz era suave y musical, como si le faltara un poco el aire. Sus pantalones vaqueros se aferraban a sus caderas bien formadas; la tira de piel blanca que asomaba por encima de su cintura parecía suave al tacto.

Ella le guiñó un ojo al pasar junto a él y retiró la cortina. El sutil aroma de sandía se quedó colgando en el ambiente a su paso.

Mac se acercó a la barra y cogió la lata de Coca-Cola, todavía caliente del tacto de Claire. “¿De dónde la has sacado?”

“Vino a la tienda porque va a quedarse aquí un mes y necesitaba trabajo.”

“¿Has comprobado sus antecedentes?”

“No y no pienso hacerlo. Su abuelo ha estado viniendo aquí cada primera incluso antes de que yo empezara a encargarme del parque.”

“Eso no implica que no sea una criminal.”

“Es tan confiable como cualquier otra persona.” Ruby apoyó los codos en la barra y arrugó la frente. “¿Te sientes bien?”

“Claro.” ¡Diablos, no!

Se suponía que debía estar de camino a China para ver la maravilla del mundo que siempre le había cautivado—la Gran Muralla. En cambio, aquí estaba, en Jackrabbit Junction, Arizona, con la tarea de determinar el valor de las minas de su tía en tres semanas. Si hubiera sido cualquier otra persona la que hubiera necesitado ayuda, le hubiera recomendado que contratara a algún abogado que estuviera en bancarrota.

No es que su tía le hubiera pedido ayuda, antes se cortaría el pulgar izquierdo.

La duda oscureció los ojos de Ruby y Mac cambió de tema. “¿Qué hay de esa señora que parece sacada de Miami Vice por detrás y de las chicas de oro por delante?”

“¿Cuál?”

Mac le miró como si no pudiera creer que no supiera a quién se estaba refiriendo.

Ruby sonrió. “He tenido mujeres extrañas de todas las formas y tamaños pasándose por aquí durante todos los días de la semana.”

“¿Y acabas de contratar a una como tu manitas?”

Mujer de mantenimiento.” Ella le palmeó el antebrazo. “No te preocupes, recuperarás tu antiguo trabajo antes de que te des cuenta.”

“No es mi antiguo trabajo lo que me preocupa.”

Su rubor confirmó que había entendido lo que quería decir. “No tienes nada de qué preocuparte por aquí.” Ruby rompió el contacto visual y sacudió unas migas inexistentes fuera de la barra. “Soy consciente de que estás empleando parte de tu tiempo libre en estar aquí conmigo, pero como te dije por teléfono, lo tengo todo bajo control.”

Recibir llamadas diarias de cobradores no era la idea de Mac de “tenerlo todo bajo control” pero si Ruby se enteraba de que había cancelado sus vacaciones para venir ayudarla, lo golpearía en la cabeza con una sartén.

El aire acondicionado en la pared de enfrente vibró a la vida. Cuando el ruido no se detuvo, Mac miró por encima del hombro. “¿Esa cosa te está dando problemas de nuevo?”

“Sí, siempre que la temperatura alcanza los veinticinco grados comienza a hacer ese ruido.” Ruby se dirigió al conducto de ventilación y le dio un manotazo. El traqueteo se detuvo. “Así aprenderá.”

Mac sonrió. “Deberías pedirle a tu nueva mujer de mantenimiento que lo arreglase.”

Ella se volvió hacia él con las manos en las caderas. “Tal vez lo haga. Y tal vez haré que te enseñe una cosa o un par de ellas en el proceso.”

La chispa en sus ojos le hizo reír. Después de un año de momentos difíciles para su tía, se alegraba de ver que la mujer que una vez había sido una guerrera estaba de vuelta. “¿Dónde está Jess?” No tener a su prima de quince años parloteando sobre su última conquista hacía que el lugar pareciera un funeral.

“Está haciendo de niñera. Está cuidando—” la puerta de pantalla de la tienda chirrió. “Un cliente.” Ruby se dirigió hacia la cortina. “Escucha, me alegro de que vayas a quedarte durante las próximas semanas pero lamento mucho que hayas tenido que venir a mi rescate.” Se detuvo el tiempo suficiente para plantar un beso en su mejilla.

Mac aplastó la lata de Coca-Cola en su mano. Si no podía ayudarla a vender esas minas por un buen precio, él también lo lamentaría.