10
Dicen que la libertad es un privilegio, no un derecho. Yo no me sentía ni muy privilegiada ni verdaderamente libre. La deuda con Blaine estaba pagada, pero mi corazón seguía encerrado en una mazmorra, suplicando ser liberado. Mi padre estaba mejor, su pronóstico era bueno. Aunque su mente seguía perdida en algún lugar.
Mi salvador, mi hermano Max, había tomado el avión de vuelta a casa con su mujer, Cyndi, con la esperanza de que el pequeño Jackson pronto hiciera acto de presencia. Maddy y Matt habían empezado las clases y habían regresado a la comodidad de su apartamento cerca de la universidad. Ginelle había decidido volver a trabajar, armada con un buen maquillaje que cubriera sus moratones, que aún no habían desaparecido del todo. Sus propios planes habían cambiado desde el ataque. Le habíamos pedido cita en un psicólogo para que superara lo ocurrido, pero ella me había dicho que, cuando yo volviera a casa y me estableciera con Wes, ella también quería marcharse de allí. Quería cambiar de escenario, buscar otro empleo. Básicamente, quería largarse de Las Vegas, y no se lo reprochaba. Había demasiados malos recuerdos allí. Haría lo que hiciera falta para ayudarla a recuperarse y, si eso incluía meterla en la casa de invitados de Wes, lo haría.
Llevaba un tiempo pensando en el significado de la palabra hogar. Aunque la ciudad del pecado había sido mi hogar durante la mayor parte de mi vida, lo cierto es que allí no me sentía yo misma del todo. Malibú me estaba llamando, pero ¿quién me recibiría cuando acudiera? Todo el mundo había seguido con su vida. Todo el mundo menos yo. Se suponía que dentro de una semana tenía que empezar en el programa de televisión con el médico de las estrellas, el doctor Hoffman, pero no me sentía preparada para dar ese salto. Sin embargo, no podía pagarle los cien mil dólares por rajarme, así que, pasara lo que pasase, tenía que ir. Me había contratado para encargarme de una nueva sección a raíz de mi propio minuto de fama. Y la sección se llamaba acertadamente «Belleza y vida».
El único problema era que, para mí, la vida ya no tenía color. Lo único que veía eran tonos de gris, negro y blanco. La belleza que me rodeaba había desaparecido, y me sentía vacía.
Tumbada en la cama de la habitación del hotel, me quedé mirando al cielo. Estaba oscuro, cubierto de nubes, amenazando al desierto con una tormenta de verano. Reflejaba perfectamente mi estado de ánimo. No solía haber tormentas en esa época del año, pero tampoco eran inauditas. Me senté a lo indio, con el teléfono en la mano. Vi un fogonazo de luz en la distancia y empecé a contar.
Uno.
Dos.
Tres.
Cuatro.
¡Bum! Se oyó el estruendoso trueno. Había oído en alguna parte que, si pasaban cinco segundos entre el relámpago y el trueno, significaba que la tormenta estaba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia. Un nuevo estallido de luz atravesó el cielo como un flash demasiado intenso y me cegó por un momento. Desapareció tan pronto como había surgido. Igual que Wes.
Weston Channing III entró en mi vida sobre una ola. Literalmente. Desde el instante en que se bajó de la tabla de surf, pisó la arena y observé cómo caminaba hacia mí. Un dios del sol. Bronceado, con el pelo húmedo de punta y las lágrimas del océano cayendo por un pecho que podría haber sido tallado en piedra de lo firme que era. Sus ojos, del color del césped recién cortado, se encontraron con los míos en un día primaveral, pero no fue eso lo que me atrajo de él, sino su seguridad en sí mismo, su peculiar sonrisa, su manera desenfadada de caminar, de hablar y de hacer el amor. Era como si su cuerpo estuviera diseñado para estar cerca del mío, para tocarme, para cobijarse en la seguridad de mis brazos.
O tal vez fuera al contrario. Mi cuerpo necesitaba estar cerca de él. Anhelaba sus caricias, su corazón, su alma.
—Por favor, vuelve conmigo —rogué en voz alta.
De repente, mi móvil empezó a sonar y me sacó de mi estado melancólico. Miré la pantalla.
«Número desconocido.»
Sentí un inmenso calor en el fondo de mi ser, un calor que me quemaba desde dentro al tiempo que un presentimiento instantáneo me ponía el vello de los brazos de punta. El dispositivo volvió a sonar y lo levanté, le di al botón de responder e inspiré hondo.
—¿Diga? —grazné al teléfono, demasiado asustada como para decir nada más.
—Mia —respondió una voz sin aliento, como si le costara un tremendo esfuerzo pronunciar las tres letras.
Las lágrimas empezaron a descender por mis mejillas.
—Wes —dije sin saber qué más decir, pero necesitando decirlo todo a la vez.
Tenía el corazón en un puño y mi cuerpo temblaba a causa de la tensión. Me aferraba al teléfono con tanta fuerza que me dolía la mano, pero me daba igual.
—Cariño, tu voz. Dios mío, nena, me alegro tanto de oírte… —Se aclaró la garganta y suspiró.
Fue un suspiro tan profundo que pude sentir la presión a mi alrededor.
—Wes, dime que estás bien. —Por fin había logrado articular más de una palabra seguida.
Empezó a toser de un modo muy feo.
—Estoy bien. Sólo estoy un poco hecho polvo.
Únicamente mi chico podía hacer bromas en un momento como ése.
—Necesito verte y tocarte para creerme que es verdad que estás aquí.
—Lo sé —respondió respirando con dificultad—. Yo también me muero por verte. Pero no puedo. Tengo que, eh…, quedarme aquí un poco, ¡aaahhh!
—¿Qué pasa? ¿Qué tienes? ¿Estás herido? —Estaba tan preocupada que no sabía si había dicho lo que creía haber dicho.
Habría preferido que me clavasen un cuchillo en el corazón a saber que Wes estaba sufriendo, que lo habían herido de alguna manera y que no podía estar con él físicamente.
—Sí, nena, estoy herido. Recibí, eh…, un disparo en el cuello. Pero estoy bien. De verdad, estaré bien. —Gruñó y empecé a oír unos ruidos, pero todo empezó a nublarse un poco después de lo que había dicho.
«Recibí un disparo en el cuello.»
¡El cuello! ¿Quién recibe un balazo en el cuello y sobrevive para contarlo?
—Wes, cariño, necesito verte. Joder, necesito verte ahora mismo. ¿Dónde estás? Dime dónde estás y saldré en el próximo vuelo. Tengo amigos que tienen aviones privados. Mi hermano podría prestarme el suyo —dije a toda prisa, pensando ya en a quién tenía que llamar para llegar hasta él cuanto antes.
—¿Tu hermano? —preguntó confundido, y no me extrañaba.
Me apreté las sienes con los dedos.
—Sí, tengo un hermano. Un hermano de verdad, demostrado mediante pruebas de ADN. Y él, eh…, ha saldado la deuda de mi padre.
—¿Qué? ¿Quién es? —se limitó a responder, pero no sabía si era porque le dolía la herida o por estar escuchando esa sorprendente información por primera vez.
—Maxwell Cunningham.
Tosió y profirió un quejido.
—¡Joder! —dijo sin aliento de nuevo—. Ya vale con el tensiómetro. Estoy intentando hablar con mi prometida. ¡Déjame en paz! ¡Dame un minuto! —gritó.
¿Su prometida? De momento lo pasaría por alto. Seguramente sólo quería asegurarse de que la persona que lo estaba interrumpiendo supiera que era una llamada importante. Seguramente. Creo.
—¿Con quién hablas? —pregunté.
—¡Con la autoritaria y estricta enfermera Ratched![1] — respondió, pero estaba segura de que se lo decía más a quien fuera que lo estuviera atendiendo que a mí.
—Wes, cielo, ¿dónde estás? —Mi cuerpo entero se moría por recibir la más mínima pista.
—En Australia, creo.
¿Qué coño hacía en Australia?
—Me dijeron que estabas en Indonesia.
—Sí, pero en el momento en que intervinieron las fuerzas especiales, tuvieron que evacuarnos a muchos de allí, y como nos habían llevado hasta Indonesia y nos habían mantenido secuestrados, quisieron que estuviéramos en un sitio más seguro con el que nuestro gobierno tuviese buenas relaciones.
Me recosté en la cabecera de la cama y me quedé mirando hacia el cielo oscuro.
—¿Cuándo podré verte?
Suspiró.
—De verdad, nena, no lo sé. Están interrogando a los prisioneros lo más rápido posible, pero también quieren asegurarse de que estamos a salvo. Tu amigo, el señor Shipley, no ha parado de mover sus hilos y ha estado encima de todo el mundo, se ha hecho famoso por aquí. —Soltó una carcajada y después profirió un quejido.
Joder, ojalá pudiera estar allí para aliviar su dolor con mis besos. Tendría que llamar a Warren para decirle lo mucho que había significado para mí que hubiera usado sus contactos.
Mi voz se quebró cuando le dije cómo me sentía.
—Cariño, quiero cogerte de la mano. Observarte mientras duermes. Sentir cómo tu pecho sube y baja. Escuchar los latidos de tu corazón. Necesito que vuelvas a casa.
—Y yo no deseo nada más que regresar a casa contigo, nena. Será pronto, te lo prometo. Haré todo lo posible por salir de aquí.
—¿Puedes llamarme todos los días hasta que vuelvas?
Una vez más, se rio, pero esta vez más suavemente.
—Nos han dado un móvil a cada uno. Podemos hablar todo lo que queramos.
El inmenso elefante que tenía sentado sobre mi pecho se levantó y se alejó sin prisa. Todavía sentía el remanente de la carga, pero sabía que con el tiempo disminuiría.
—Así que… tu prometida, ¿eh? —No pude evitar tomarle un poco el pelo, bromear con mi chico como siempre solíamos hacer.
Él murmuró y el sonido fue directo a mi parte feliz. Wes había vuelto. Gracias, Señor.
—Tenemos mucho de que hablar, pero, sí, tú y yo, eso es lo que va a pasar. No pienso esperar. Voy a cargarte sobre mis hombros por mucho que grites y patalees y voy a casarme contigo. No pienso vivir ni un día más de mi vida preocupándome por ti, por qué habría sido de ti si yo hubiera muerto allí.
—No, Wes, no quiero ni que lo digas.
Los lagrimones empezaron a caer de nuevo.
—Mia, no podemos escondernos de la vida. Nunca se sabe cuánto tiempo nos queda ni qué va a ser de nosotros mientras la vivimos. Lo único que sé es que voy a vivirla contigo a mi lado. Para siempre. Tú y yo. Tú serás mi mujer.
Me reí entre lágrimas y disfruté de la sensación de estar a punto de explotar de alegría.
—¿Y si te digo que no? —pregunté en tono de broma.
—No es una opción —respondió en voz baja, adoptando ese tono seductor que hacía que me mojara al instante.
—Sí, Wes. Dios mío, Wes, sí. Dame más, Wes. Sí, me casaré contigo.
Él volvió a murmurar y el sonido me atravesó como si me hubiese impactado uno de los rayos que atravesaban el cielo al otro lado de la ventana.
—Soy buen tío, te ofreceré opciones.
Pataleé y grité para mis adentros. Mi chico era increíble. Estaba encerrado en un hospital militar en algún lugar de Australia después de haber pasado casi un mes secuestrado y no se le ocurría otra cosa que ponerse a hablar de matrimonio y a bromear con su novia tras haber recibido un tiro en el cuello.
—Estaba muy asustada —admití en un hilo de voz.
—Yo también. Y por eso quiero ayudar a otros que pueden estar todavía en esa situación. Tengo que ayudar. Si quedándome aquí una semana más consigo salvar aunque sea a una sola persona, cariño, merecerá la pena. Tenemos toda la vida para estar juntos.
—Tienes razón —dije intentando quitarle peso al asunto y haciéndome a la idea de pasar una semana más sin él.
Si Wes había sido capaz de sobrevivir a un mes infernal, yo podía sobrevivir a una semana.
—Te quiero, Mia.
Que Wes pronunciara esas palabras y poder oírlas salir de sus propios labios era como una bebida fresca en un día caluroso.
—Yo te quiero más a ti, Wes. Mucho más. —Tragué saliva y me limpié los mocos con la manga.
—La enfermera Ratched tiene que cambiarme el vendaje —dijo mientras daba un largo bostezo y después profería un quejido.
—Vale. ¿Me llamas cuando te despiertes mañana? —Lo expresé como una pregunta, pero en realidad era una súplica.
Él bostezó una vez más y farfulló algo.
—¡Wes! —El pánico invadió todo mi cuerpo al ver que no respondía.
—Sí, perdona, nena. Creo que me ha drogado. Se me están cerrando los ojos.
—Te quiero —dije otra vez por el mero hecho de que me sentía bien al hacerlo.
—Mmm, yo también, Mia… —Sonaba borracho y medio dormido.
Y entonces se cortó la llamada.
Con las extremidades pesadas, me colé bajo el edredón con el teléfono cerca. Me tapé bien y me quedé mirando el espectáculo de luces del exterior. Todos mis pensamientos eran para Wes. Me aliviaba saber que estaba a salvo y que estaba recibiendo asistencia médica, pero me sentía frustrada por no poder estar allí para ayudar. También medité acerca de lo de casarme con él y pasar una larga vida juntos. Todo empezaría en cuanto él volviera a casa.
Tenía tantas cosas que contarle, y quería saber todos los detalles sobre su cautiverio. Quitarle a besos todas las heridas que no se veían. Después de lo de Aaron, sabía por experiencia que esas cosas podían perdurar mucho tiempo. Lo mío no había sido nada comparado con lo que Wes había tenido que vivir. No sería tan fácil pasar página de algo tan espantoso. Sabía que había visto cómo sus amigos, personas que le importaban, morían ante sus ojos. Ahora mismo sólo podía dar gracias por que estuviera vivo. Mi chico había sobrevivido, y juntos superaríamos eso. Los dos.
Ver dormir a alguien a quien quiero es uno de mis pasatiempos favoritos. De pequeña, era Maddy. Solía quedarse dormida mientras yo le leía, le acariciaba el pelo y le contaba cuentos. Y, cuando lo hacía, me quedaba observándola durante un buen rato. Memorizaba el tono exacto de dorado de su cabello, el arco de sus cejas, los pliegues de sus labios rosados. Incluso dormida, mi pequeña era un ángel. Disfrutaba muchísimo sabiéndome capaz de hacer que mi hermana descansara tranquila. Cada día era un nuevo objetivo. Cuando estuve con Alec, jugaba con su pelo hasta que se despertaba sonriendo, se daba la vuelta y me amaba dejando que sus preciosos rizos castaños cayeran como un velo alrededor de mi rostro. Con Wes hacía lo mismo. Él era el que dormía de forma más plácida y, cuando lo hacía boca arriba, sus labios siempre estaban ligeramente curvados hacia arriba, como si mereciera la pena sonreír por cualquiera que fuera su sueño, incluso en reposo. Me encantaba eso de él. No hay hombre más guapo en el mundo cuando descansa que aquél al que amas con toda tu alma y tu corazón.
Ahora me dedicaba a observar a mi padre. Le habían quitado el respirador, así como los tubos de la nariz y los que tenía alrededor de la cara. Aún tenía la sonda gástrica, el catéter urinario, el tensiómetro y la vía. Pero, aparte de eso, era como si estuviera echándose una siesta. Creo que ésa era la parte más dura de que hubiera estado en coma tanto tiempo. Mientras lo velaba junto a su cama, no paraba de esperar que abriera los ojos. Y con cada visita me iba deprimiendo cada vez más porque no se despertaba.
Los médicos decían que, a pesar de las convulsiones, de que casi había estado a punto de morir a causa de dos reacciones alérgicas y de la infección vírica, tenían esperanzas de que despertara, pero que no se sabía con certeza. Lo único que me daba esperanzas era que, según el neurólogo, había actividad cerebral, pero nadie sabía qué pasaría si o hasta que se despertara. No dejaba de hacerles la típica pregunta de cuándo creían que se despertaría. Y ellos siempre me contestaban lo mismo. Que cuando quisiera hacerlo. La verdad es que era imposible saberlo. No había ningún botón mágico ni ningún despertador que uno pudiera programar para hacer que sucediera. Y, creedme, ¿eso de los ruidos? Sí, lo había intentado. Había golpeado las barreras de la cama. Le había puesto auriculares en los oídos con heavy metal porque sabía que lo detestaba, para que así despertara y me dijera que apagara esa música del demonio, pero nada. Silencio. Ni el más mínimo movimiento.
Cogerlo de la mano suponía otro mal trago. Siempre la tenía caliente, pero inerte. La sangre corría por sus venas, pero el magnetismo, la energía, la fuerza de la vida o lo que sea que nos convierte en quienes somos lo había abandonado.
Me quedé allí sentada observando cuánto le habían crecido el pelo y el vello facial. Ginelle se había encargado de mantenerlo guapo en mi ausencia, pero necesitaba un retoque, por no hablar de que no le habría venido mal que le diera un poco el sol. Tenía ese tono pálido grisáceo de las personas que llevan mucho tiempo sin salir de casa. Mi padre llevaba nueve meses en coma. El tiempo que tarda una mujer en tener un bebé desde que se queda embarazada.
—¿Cuándo vas a despertarte, papá? Tengo mucho que contarte. Demasiado. —Inspiré hondo varias veces antes de continuar—. Mañana vuelvo a Malibú. Por más que quiera quedarme contigo, nuestras vidas no pueden seguir en pausa más tiempo. Se ha saldado tu deuda, papá, pero no sin sacrificio. A veces, cuando pienso en todo lo que ha pasado este año, creo que debería darte las gracias. Si no te hubieras endeudado, jamás habría conocido a toda esa gente maravillosa. Gente que seguirá formando parte de mi vida durante mucho tiempo, Max entre ellos. Mi hermano.
Me levanté y empecé a pasearme por la habitación.
—Mamá tuvo un bebé antes de tenerme a mí, papá. Un niño. Cinco años mayor que yo. Ahora tiene treinta. Se llama Maxwell, y es el mejor hermano que una chica pueda desear. Seguro que has pillado lo del nombre. Maxwell, Mia y Madison. Igual que ella y tía Millie. Si algo tenía mamá es que era predecible.
Pensé en el modo en que nos abandonó a todos y mi corazón se llenó de resentimiento hacia la mujer que me había dado a luz.
Sí, era muy predecible.
Me detuve en el sitio y miré por la ventana. Las oscuras nubes de la noche anterior habían desaparecido y habían dejado un precioso cielo azul a su paso. Me acerqué a mi padre y hundí los dedos en su pelo negro. Siempre había sido suave y sedoso, y eso no había cambiado a pesar de su estado.
—Esta experiencia me ha llevado hasta un chico, papá. Un chico del que estoy profundamente enamorada y que sé que es el hombre de mi vida, mi alma gemela. —Me quedé mirando con fijeza su rostro, esperando ver alguna señal de vida, una leve sonrisa, algo…, pero no.
»Bueno, me voy ya. No sé cuándo volveré. Maddy y Matt se pasarán a ver cómo estás. Matt te caería bien. Es perfecto para ella y la trata como la reina que es. Los médicos de la clínica harán lo posible para conseguir que vuelvas, pero todo depende de ti, papá. Necesitas luchar con fuerza. Tienes que luchar por nosotras. —Cerré los ojos e inspiré hondo—. Si hay algún cambio en tu estado, cogeré el primer avión de vuelta.
Me incliné hacia adelante y le besé la frente.
—Me alegro de que hayas sobrevivido a este susto. Joder, me alegro de que todo el mundo haya sobrevivido a este susto.
Me dirigí a los pies de la cama y miré al hombre que me había criado. Nunca había sido perfecto, y él lo sabía, pero nos quería, a pesar de que se detestaba a sí mismo.
—¿Sabes qué, papá? No estuvo bien que pidieras prestado todo ese dinero, y desde luego no estuvo bien dejar que toda esa carga recayera sobre mis hombros, pero no me arrepiento de las decisiones que he tomado este año ni del camino que he recorrido hasta ahora. No cambiaría lo que he vivido por nada del mundo. Gracias a eso siento que me estoy encontrando a mí misma, cada vez más con cada mes que pasa. Tal vez cuando llegue diciembre tenga aún más claras las cosas. Si me lo preguntaras, si alguien me lo preguntara… volvería a hacerlo todo otra vez. Y el viaje todavía no ha terminado.