2

Anton nos condujo a Heather y a mí hacia el ascensor y hasta el ático, donde tenía su residencia privada. Cuando las puertas se abrieron, salió y nos dejó atrás.

—H, ya sabes lo que hay —le dijo a su asistente sin molestarse siquiera en mirar atrás.

Heather me llevó en dirección contraria.

—Ven, creo que necesitamos beber algo. Con alcohol.

Entramos en la cocina diáfana. Los armarios blancos cubrían toda la pared; cada uno tenía un pomo o un tirador negro distinto, como si estuvieran hechos a mano. La encimera, de un largo imposible, se extendía bajo los armarios y los electrodomésticos de gama alta. Diez taburetes redondos estaban perfectamente alineados bajo la superficie negra de granito. Saqué uno y me senté, tirando de mis micropantalones todo lo posible para intentar que el culo no se me desparramara por los bordes del taburete. No es algo que le quede bien a nadie.

—¿Te gusta la granada? —dijo Heather sacando dos copas de Martini.

—Mucho —asentí.

Procedió a sacar una botella gigante de vodka Grey Goose, una coctelera metálica y el zumo.

—¿Qué tiene Anton planeado para mí? —pregunté mientras Heather metía los cubitos en la coctelera y, sin cortarse, añadía el vodka y apenas un chorrito de zumo de granada.

Ella sonrió con sarcasmo.

—¿Además de echarte un polvo? —Era más una acusación que una pregunta.

Retrocedí, incapaz de creerme su atrevimiento.

—No pongas cara de ofendida. He visto cómo os follabais con la mirada en el estudio. Apuesto a que esta misma noche te tiene abierta de piernas debajo de él.

Me pasó la copa llena hasta el borde de líquido de color burdeos.

—De un trago —dijo antes de empinarse la suya.

Hice lo mismo. Necesitaba el valor líquido para ponerla en su sitio.

—¿Eso piensas de mí? —repliqué, escupiendo las palabras como si fueran veneno.

Ella frunció el ceño con repulsión.

—¿No te follas a todos tus clientes? Eres una escort —dijo con cantidades ingentes de desprecio.

Dejé la copa en la encimera con demasiada fuerza.

—Me tiro a quien me da la gana, cuando me da la gana. No es parte de mi contrato. Soy escort, no puta. —Resoplé con fuerza y continué—. Ofrezco compañía o cumplo una función, pero eso no incluye que deba acostarme con los clientes. —Lo dije muy indignada, pese a que, técnicamente, me había acostado con varios de ellos.

«Yo decido con quién y cuándo. Punto.»

Los recuerdos del hombre que intentó forzar el quién y el cuándo reptaron entonces a mi subconsciente de un modo siniestro. Si hubiera podido, los habría aplastado a golpe de maza, los habría encerrado en una celda oscura y habría arrojado la llave al mar. «Tú no me controlas.»

El ansia de venganza me subía por el pecho y la garganta, acentuada por el miedo residual por lo que había ocurrido hacía poco con Aaron.

—Ahora ya sé por qué no tienes amigos. Juzgas a la gente, tienes mal carácter y eres una maleducada —le espeté.

Heather retrocedió hasta que chocó contra la encimera opuesta, donde estaba la nevera de doble puerta de acero inoxidable. Si no hubiera estado atenta, se me habría escapado el brillo azul de sus ojos. Se aclaró la garganta, se irguió y se llevó la mano esbelta de dedos largos al pecho.

—Lo siento mucho, Mia. Ha sido de muy mal gusto.

—Ya te digo.

Me dolía la boca de tanto apretar los dientes. Apuré la copa y dejé que la quemazón enmascarase el ácido que me corroía el estómago.

Heather se pasó la lengua por los labios y miró a un lado y a otro.

—Lo siento, de verdad. No te contraté para que fueras su compañera de cama, de ésas ya tiene muchas. Vas a ser la protagonista de su nuevo videoclip, una mujer a la que desea, una seductora a la que no puede tener.

Una seductora. Eso sí que no lo había sido yo nunca. Sonaba ridículo, y más tras la acalorada conversación que acabábamos de tener. Eché la cabeza atrás y me desternillé. Me reía desde la barriga, roncando, atragantándome, hipando al borde de la histeria.

A Heather las cejas casi le llegaban al nacimiento del pelo.

—Hummm…, ni una copa más para ti —dijo guiñándome un ojo y quitándole hierro a la situación.

Apoyé el codo en la encimera y la barbilla en la palma.

—Qué día más raro… El mes pasado fue de locos, y ésta es la guinda del pastel que es mi vida.

Meneé la cabeza y me pasé los dedos por el pelo. Me había crecido mucho. A lo mejor conseguía librarme un rato del Latin Lov-ah para ir a la peluquería.

Pese a lo dicho, Heather preparó otra ronda de bebidas.

—¿Una tregua? No quiero que me odies, siento haber malinterpretado tu oficio. —Sus ojos azules eran grandes y redondos, y su bonito rostro parecía muy inocente.

Le ofrecí la mano. La miró y luego la aceptó muy despacio, vacilante. Nos dimos un buen apretón.

—Una tregua. —Sonreí.

Ella me devolvió la sonrisa y repitió la palabra.

—Dos mujeres que se estrechan la mano mientras beben ponen nervioso al más pintado. ¿Debería preocuparme? ¿Qué estáis tramando?

Anton entró en la cocina vestido con un par de pantalones blancos anchos de lino sujetos por un cordón a sus masculinas caderas. Los había combinado con una camisa verde menta que llevaba sin abrochar para lucir tableta. Una pedicura perfecta asomaba por debajo de las perneras. Es que daban ganas de lamerle hasta los pies. Eso decía más de lo debido sobre el increíble ejemplar masculino que tenía delante. Contemplé cómo se movía con la elegancia de una pantera pese a su enorme musculatura. No era bajito, pero tampoco muy alto. Calculo que metro ochenta, cosa que no me importaba porque yo sólo medía uno setenta, pero normalmente prefería a hombres más altos, como Wes y Alec.

Wes y Alec. Dos hombres, dos sentimientos completamente distintos corriendo por mis venas sólo de recordarlos. Uno tenía posibles implicaciones de un futuro juntos y el otro era un anhelo distante.

Anton se acercó a Heather y le pasó un brazo por los hombros.

—Dime, H, ¿va a ser nuestra amiga Lucita la chica que no puedo tener en el vídeo? —Apretó con cariño el bíceps de Heather y la atrajo hacia sí, aunque no dejó de mirarme a mí.

Ella asintió en silencio y puso los ojos en blanco. Con la otra mano, Anton se acarició el labio inferior con la yema del pulgar mientras me daba un repaso. Era como si estuviera recorriendo mi figura con los dedos y no con la mirada.

No voy a mentir. Se me caía la baba. A cubos. Lo habían parido muy bien: estaba como un queso y sabía hablar y moverse. Ese acento puertorriqueño, el modo en que las palabras salían suavemente de su boca como si fueran sexo hecho verbo… Me tenía loca…, y no me apetecía nada sentirme así después de lo acontecido en junio con Aaron. Sin embargo, el Latin Lov-ah debía de tener superferomonas porque las estaba sintiendo todas, era como un tremendo puñetazo en la entrepierna.

—Estás muy rica, muchacha —dijo levantando la barbilla hacia mí—. ¿Sabes moverte?

—¿En qué contexto? —pregunté.

Se apartó de Heather de puntillas e hizo una serie de giros rápidos antes de subirse a la encimera y deslizarse hacia mí con una palmada, un movimiento de caderas y un golpe de pecho. Se paró a un centímetro de mi cara. Olía a jabón y a coco, y me recordó a cuando tomaba el sol en Hawái. Quería volver a aquella playa, a ser posible, debajo de ese dios del sexo.

—Bailar, muñeca —murmuró.

Sentía el calor de su aliento en la cara, pequeñas bocanadas de aire que encendían mis terminaciones nerviosas y despertaban los receptores de mi deseo tras un mes de letargo.

Le sostuve la mirada y me acerqué. Apoyé la mejilla contra la suya y le susurré al oído:

—¿Por qué me has llamado muñeca? —Mis palabras eran casi una caricia en su piel.

—Porque lo pareces —dijo con la voz ronca, como si se hubiera tragado una cucharada de arena.

—¿Y Lucita? —Dejé que mis labios se acercaran a su mejilla para poder sentir la incipiente barba de su mandíbula.

Gruñó y llevó una mano a mi cadera, con tal suavidad que mi cabeza no le dio importancia.

—Significa «pequeña luz».

«¿Pequeña luz?» Eché atrás la cabeza para romper la intensidad del momento y acabar con el halo de deseo que envolvía nuestra cercanía física.

—¿Pequeña luz? —No pude contener la risa nerviosa—. ¿Por qué?

Con una caricia tan imperceptible que parecía imposible, dos de sus dedos trazaron el contorno de mi hombro y descendieron por la sensible piel de mi brazo. Se me puso la carne de gallina, un par de garras nudosas ascendieron de la muñeca hacia mi brazo y mi pecho, cogieron mi corazón y lo atenazaron. La oscuridad nubló mi visión y no oía más que el ensordecedor latido en mi pecho. Tenía la piel tensa, constreñida, con todas mis terminaciones nerviosas pidiéndome que echara a correr, que huyera, que escapara…

—¿Estás lista para que te la meta? —ruge. Su aliento me golpea la cara mezclado con pequeñas gotas de saliva.

Mi cuerpo se aprieta contra la pared de cemento de la biblioteca. El sonido asqueroso de la hebilla de su cinturón, seguido de su bragueta, es mi marcha fúnebre. Grito con todas mis fuerzas pero él se abalanza sobre mis labios y me arranca la voz. Luego me estampa la cabeza contra el cemento. El dolor enturbia mi campo de visión como las estrellas en una noche sin nubes en el desierto.

—¡No!

—¡No! —grité, y aparté de un empujón el cuerpo duro que estaba demasiado cerca.

Luego di un salto hacia atrás y choqué contra el borde del sofá. ¿Un sofá? ¿Eh? Moví la cabeza adelante y atrás para espantar la telaraña de recuerdos que me nublaba el juicio.

¡Joder! ¿Qué demonios me había pasado?

Dos pares de ojos horrorizados observaban mi aterrizaje en la realidad.

—Mia… —exclamó Heather con un grito quedo, tapándose la boca con la mano.

—Lucita… Perdóname. Lo siento. ¿Te he hecho daño? —La voz de Anton estaba teñida de descontento y de algo que sólo podía interpretar como miedo.

Mierda. No íbamos bien. ¿Por qué acababa de tener un flashback? ¿Qué lo había provocado?

Meneé la cabeza.

—No, nada. Lo siento, chicos. Creo que estoy cansada por el viaje. Estoy sin comer y me he bebido el cóctel demasiado rápido… Sí, seguro que ha sido eso. —Tenía que serlo.

Anton apretó los labios hasta que se convirtieron en una fina línea.

—Vamos a que comas algo. No pienso tolerar que no se cubran las necesidades de mi equipo. Venga, H, vayamos a nuestro sitio favorito.

Me ofreció la mano y la acepté. El habitual cosquilleo de deseo estaba ahí, pero ahora era más bien por los nervios. Y sólo lo estaba cogiendo de la mano. Había que joderse. «No es propio de ti, Mia.» Necesitaba averiguar qué me estaba ocurriendo. Pero ¿cómo?

Sin saber qué otra cosa hacer, seguí a Anton y a Heather con la cabeza hecha un lío y el miedo pisándome los talones.

La cena fue una pasada. Deliciosa. Gnocchi al gorgonzola, lo llamaban en Il Gabbiano, un restaurante italiano de primera al que nos llevó Anton. No iba vestida para un sitio así, pero Heather y él tampoco. Entramos protegidos por el equipo de seguridad de Anton. Parecíamos de la realeza. Vi que el gerente nos espiaba y se nos acercaba de puntillas, como si caminara sobre ascuas. Nos sentó de inmediato en una mesa que hacía esquina y que tenía unas vistas increíbles al Atlántico. Anton pidió varios aperitivos con una sonrisa blanca como la nieve. Sus ojos verdes y marrones escanearon a todas las mujeres en un radio de veinte metros y atrajeron la atención de varios clientes. Heather y yo pedimos antipasti. Me apetecía algo rico y con millones de calorías, así que me pedí mis bolitas de la perdición: ñoquis con salsa de queso gorgonzola. Eran puro placer para mis papilas gustativas.

Anton pidió un plato de pasta y gambas que devoró con rapidez, como si el marisco fuera a saltar de su plato al mar. Cuando le pregunté por qué comía tan deprisa, frunció el ceño, se limpió la boca con la servilleta y miró el Atlántico. Heather cambió de tema a toda prisa antes de que pudiera contestar. Por lo visto sabía algo que yo ignoraba y que era delicado. La miré y negó con la cabeza. La conversación giró alrededor del vídeo musical.

Al final, tuve que soltar la bomba y confesar que no tenía ni idea de bailar.

—¿Nada en absoluto? —preguntó Anton juntando mucho las cejas. Meneé la cabeza y me mordí el labio. Él se frotó su incipiente barba con la mano y respiró hondo—. Tendremos que hacer algo al respecto. Eres —dijo señalándome— la seductora perfecta. H, no podrías haber elegido mejor. Vamos a tener que solucionarlo. —Se frotó las manos y se le oscurecieron las pupilas—. ¿Estás pensando lo mismo que yo? —le dijo a su asistente.

Ella sonrió, se llevó el índice a los labios y se encogió de hombros.

—Si es que está disponible… La compañía de danza acaba de terminar en San Francisco y ese loco que estaba acosando a su grupo de amigas se ha esfumado. —Se revolvió en su silla—. Ya no es noticia. Tal vez el hecho de que vuelva como coreógrafa solucionará los problemas que estás teniendo con los bailarines. La llamaré a ver si le apetece salvarte el culo. Sabes que te saldrá caro.

Anton se echó a reír.

—Como todo, H. La quiero. Estoy harto de ese capullo, y a ella se le da mejor el contemporáneo. Y el estilo latino. Sabrá cómo sacarle partido. Quiero que todo el mundo se quede prendado de Mia. La quiero hecha un caramelo en el vídeo. Todos los hombres tienen que desearla y ninguno podrá tenerla. —Sonrió con picardía, se llevó una gamba entera a la boca y dejó caer la cola en el plato de las cáscaras.

Anton estaba radiante, entusiasmado con su nueva idea.

—¿Quién es esa coreógrafa?

Heather bebió de su copa de vino blanco y luego se secó los labios con la servilleta.

—Una bailarina de contemporáneo extraordinaria. Lleva un par de años con la compañía de danza de San Francisco y no hemos conseguido robársela. —Señaló a Anton con el dedo sin soltar la copa—. Anton se enamoró de su cuerpo y de cómo se mueve cuando vio su espectáculo el año pasado.

Ese dato me sorprendió.

—¿Te gustan las artes escénicas? —pregunté.

—Sí, Lucita. Me calman y seducen a mi musa. Me encanta ver bailar y cantar, ya sean los clásicos u obras modernas.

—El caso es que nos enteramos de que sólo da clases de danza para el teatro de San Francisco —lo interrumpió Heather—. Sabes que no abandonará la ciudad para venir a Miami. —Esto último se lo dijo a Anton. Él frunció el ceño—. Dice que tiene que estar con sus hermanas o algo así. Pero si la oferta es generosa y empezamos cuanto antes, es posible que acepte quedarse durante la estancia de Mia mientras rodamos el videoclip. Podría añadirle ese toque que necesita para ser realmente especial. —De repente, Heather se levantó—. La voy a llamar. —Miró su reloj—. Hay una diferencia horaria de tres horas antes, allí todavía es pronto. —Y, sin más, se alejó de la mesa y salió a una terraza.

Le di un sorbo a mi copa de vino y miré el mar. La brisa soplaba con fuerza, pero las estufas para exteriores nos mantenían calientes.

—Tienes una ayudante muy eficiente.

Anton sonrió.

—Lo es, por eso la tengo.

—¿Puedo serte sincera? —pregunté, apretando los labios mientras esperaba.

Él se reclinó en su asiento, se cruzó de piernas y abrió los brazos.

—Por supuesto.

—¿Por qué eres tan borde con ella? ¿No te preocupa que te deje?

La verdad era que quería saber por qué alguien se quedaría con un hombre que la mitad del tiempo se comportaba como si del culo le salieran flores y la otra mitad era un tío tranquilo y agradable. Era como si tuviera doble personalidad.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó entornando los ojos.

Me encogí de hombros.

—No sé. Puede que el modo en que le ladras por teléfono, la tratas como si fuera una marioneta y le das órdenes sin volverte a mirarla siquiera.

Anton puso mala cara.

—Valoro la opinión de Heather más que la de cualquier otra persona. No hago caso de nadie más. Confío en ella plenamente.

—Pues no lo parece.

Anton cogió su copa de vino y se empinó lo que quedaba de su syrah.

—¿Ella te ha comentado que quiera dejarlo? —Por su tono supe que no le hacía gracia la idea de que Heather se marchara.

—¡No! ¡Nada de eso! Pero me da la impresión de que quiere más.

—¡¿Más?! —La pregunta pesaba como el plomo—. ¿Te refieres a una relación?

Negué con la cabeza. ¿De verdad era tan narcisista? Aunque, viendo ese cuerpo y esa cara que hasta los ángeles envidiarían, tenía motivos para serlo. Más o menos.

—No, que yo sepa. Me refería a su trabajo. Ha dicho algo así como que le gustaría ser mánager en el futuro. Me parece que ahora mismo no tienes mánager, ¿no?

Anton se llevó la mano a la boca y acarició con la yema del pulgar ese labio inferior que pedía que lo besaran a gritos.

—No, no tengo. Normalmente consulto todas las decisiones con H y ella lo arregla todo.

Qué interesante.

—Vamos, que te está haciendo de mánager sin las ventajas del título. Es mal plan para ella.

Como si nada, comencé a enrollarme un mechón de pelo en el dedo y coloqué la silla de cara al mar para dejarlo pensar. Era una vista preciosa. Sentí una punzada en el corazón al darme cuenta de lo mucho que echaba de menos mi hogar.

«Mi hogar.»

Mierda. Sin darme cuenta, había dado con la respuesta a la pregunta que llevaba meses rondándome por la cabeza.

Mi hogar estaba en California.