10
La vibración del móvil me despertó del mejor sueño del mundo. Wes y yo estábamos visitando castillos en Alemania, cogidos de la mano, una pareja de jóvenes muy enamorados. Hasta que el trasto empezó a sonar. En cuanto paró, volvió a empezar.
Wes se inclinó sobre mí, cogió el molesto dispositivo y contestó. Mierda. No. Mala idea. Podía ser cualquiera. Si era uno de mis exclientes, amigo o no, la cosa podía ponerse fea. Muy fea, y muy rápido.
Wes bostezó.
—Sí, sí. Vale, un segundo. Es la señora Milan.
Puse los ojos en blanco. Tía Millie.
Cogí el móvil y, con la mano, tapé el micrófono para amortiguar el sonido.
—Es mi tía Millie. Se llama Millie, no Milan.
—¿De verdad?
—Creía que te lo había contado.
—Estoy seguro de que lo recordaría. —Se recostó y me besó en el hombro—. Iré a preparar café antes de que te vayas al estudio.
Le estrujé el bíceps, lo cogí por detrás de la cabeza y lo besé con ternura. Sonrió y se fue.
Me llevé el móvil a la oreja.
—Tía Millie. ¿Por qué diablos llamas tan temprano? Allí seguro que ni siquiera han puesto las calles todavía.
Oí sus dedos tecleando de fondo.
—Ya te digo. La verdad es que aún no me he acostado. Llevas toda la semana ignorando mis llamadas y tengo que darte los datos de tu próximo cliente porque mañana me voy de vacaciones. Quiero asegurarme de que lo dejo todo bien atado. Es un poco… No sé. Hay algo raro. —Tía Millie siempre parecía cien por cien segura de todo, nunca así.
—¿A qué te refieres? ¿Por qué es raro? ¿Es un pervertido?
Suspiró.
—No, no. Sobre el papel, es demasiado perfecto. No ha parado de insistir en reservarte en cuanto estuvieses disponible. Llamaba cada dos semanas para ver si alguien había cancelado su reserva, cosa que no ha pasado, evidentemente.
—Vale, entonces tiene muchas ganas de tenerme. ¿Ha dicho por qué?
—Por lo visto, necesita que te hagas pasar por su hermana desaparecida. Tiene que ver con una empresa que caerá en las manos equivocadas si no consigue presentar a su hermana ante los inversores o algo por el estilo. El nombre de la hermana aparece en unos papeles importantes en relación con la empresa, pero él no la conoce siquiera. Tampoco consiguieron descifrar el nombre. Podría ser Mia Saunders o Mia Sanders o Sonders, pero nacisteis en la misma fecha y tu nombre es Mia Saunders. Por eso te quiere a ti y sólo a ti.
Me tiré del labio.
—Qué raro. ¿Lo has investigado?
Tía Millie dio un suspiro exagerado que estuvo a punto de estrangularme el corazón.
—¿Crees que me arriesgaría a ponerte en peligro?
Estuve a punto de echarme a reír, sobre todo después de la debacle de Aaron, pero ella de eso no sabía gran cosa. Nada, básicamente. Se lo había ocultado todo.
—Sé que lo haces todo por mi bien, tía. Perdona.
Chasqueó la lengua y tan amigas. Siguió con lo suyo.
—Lo he investigado a fondo. Es un tipo joven. Sólo tiene treinta años y dirige una de las empresas petroleras más importantes del país, con sede en Texas.
—Uau… ¿Está montado en el petrodólar?
Tía Millie asintió.
—Sí, señora. No sé mucho más, aparte de que se muere por conocerte. Ah, esto te va a encantar: no es ningún gordo seboso. Es un cowboy bien formado que vive en un rancho. —Hizo una pausa—. No he visto llegar los veinte mil extras del Latin Lov-ah. Parece que no te lo has pasado tan bien como yo me imaginaba.
—Eso no es asunto tuyo, tía Millie, pero no. Ni los has visto, ni los vas a ver.
—Puede que cambies de opinión cuando veas la foto del texano. Nunca me han ido los vaqueros, pero éste tiene algo que me resulta familiar y me hace sentir cosas que hacía mucho que no sentía. Tal vez por eso se me hace raro, porque veo al chico y es como un déjà-vu. En fin, lo mismo da. Mañana te reservaré el billete de avión de Miami a Dallas. ¿Prefieres pasar unos días en Miami, en Dallas o en casa antes de ir a Texas?
En casa.
Sonreí sólo de pensarlo. Fue una sonrisa tan expresiva que, cuando Wes entró en la habitación con una taza de café, frenó en seco, ladeó la cabeza y enarcó una ceja inquisitiva.
—¿Qué? —dijo sin emitir sonido alguno.
Meneé la cabeza sin dejar de sonreír como una idiota.
—Tía Millie, me gustaría pasar unos días en Malibú antes de conocer al nuevo cliente en Dallas. Saldré desde el aeropuerto de Los Ángeles.
Wes meneó las caderas e hizo una flexión de bíceps que me dieron ganas de quitarle el bóxer y chuparle la polla. Sin leche.
—Muy bien, preciosa. Yo me encargo de todo. Me alegro de que vuelvas a casa unos días. ¿Quedamos para comer?
—Suena bien. Te quiero.
—Lo sé, cariño. Yo a ti también.
Tía Millie colgó, apagué el móvil y miré a mi chico.
—Una semana más y luego pasaré seis días en Malibú. ¿Sabes de algún sitio allí donde pueda quedarme?
Con cara de póquer, Wes contestó:
—Tienes tu apartamento.
Hice una mueca. Mi apartamento. Tenía que vaciarlo y meter mis cosas en un trastero. De hecho, debería añadirlo a la lista de cosas que tenía que hacer durante mi estancia en Los Ángeles. No tenía sentido pagar el alquiler de un apartamento que llevaba siete meses sin pisar.
—Wes, creía que…
Me derribó contra la cama y no pude acabar la frase.
—¡Has picado! —Me besó en la boca, hasta el fondo, con todo su ser. Incluso se me olvidó que tenía que levantarme para ir a ensayar—. Te lo has creído. —Me dio un beso de esquimal y luego me plantó un montón de besos babosos en el cuello—. Pues claro que te quiero conmigo. Mis padres no paran de preguntarme cuándo voy a recuperarte.
—¿A recuperarme? Para empezar, nunca me has tenido.
Se levantó, sus manos descendieron por mis costillas, tiró del bajo de mi camisola y la levantó centímetro a centímetro.
—Te tenía.
Negué con la cabeza.
—Entonces ya eras mía.
Volví a menear la cabeza.
—¿No?
En vez de quitarme la camisola y auxiliar a mis más que necesitadas tetas, hizo lo contrario y comenzó a hacerme cosquillas. Sus dedos hurgaron entre mis costillas mientras yo no podía parar de moverme y de reír.
—¡Confiesa que eras mía! —exigió.
Me costaba oírlo por las carcajadas que explotaban en mi cuerpo. Seguí negando con la cabeza e intenté cogerle esos dedos tan pillos. No podía respirar. Mi cuerpo ya no era mío. El muy cabrón estaba en lo cierto: había sido suya desde el minuto cero.
—Vale, vale —supliqué.
Negó con la cabeza.
—Eso no basta. —Me cogió las manos y me las sujetó por encima de la cabeza—. Dilo.
Respiré hondo como treinta veces para intentar contener los nervios y la ansiedad que torturaban mis terminaciones nerviosas. Entonces lo miré a los ojos y supe que mi respuesta, fuera la que fuese, era de suma importancia para él.
—Me tenías en enero, Wes —dije atragantándome emocionada—. No quería creerlo. Intenté negármelo de todas las maneras posibles. Meterlo en un armario, en lo alto de una estantería, donde nadie pudiera encontrarlo. Ni siquiera yo. Y mucho menos tú. Pero estas cosas siempre encuentran la manera de salir a la superficie, y me alegro de que así fuera.
Una sola lágrima rodó por mi mejilla. Wes se acercó y la lamió.
—Me encanta el sabor de tus lágrimas. Y ¿sabes una cosa?
—¿Qué? —dije con un hilo de voz, secándome las mejillas con su mirada fija en la mía.
—Tú también me tenías en enero, nena. Desde el primer momento.
El ensayo del día siguiente fue brutal. Tampoco ayudó que Wes estuviera allí, mirando, gruñendo y fulminando a Anton con la mirada cada vez que se restregaba contra mi cuerpo o me cogía de las caderas. El papel de la seductora en el videoclip consistía en provocar a un hombre, hacerlo sangrar de deseo. Ahora, segura en mi piel, el amor de Wes me daba la confianza en mí misma que necesitaba para soportar que otro me tocara. En pocas palabras: estaba que me salía. Caliente como una tea y brillante como el sol. María estaba que no se lo creía de contenta, y la felicidad continuó en cada paso mientras grabábamos.
—¡Buena! ¡Corten!
Las cámaras pararon de filmar. Las manos de Anton estaban clavadas en mis caderas, su cara en mi vientre. Era una pose muy sugerente. Se echó atrás como si no sólo estuviera restregando su nariz por mi rodilla, hacia el muslo cubierto por una media, subiéndome el diminuto vestido con los dientes. Cuando oía «corten», era como si nada. Volvía a ser el Anton cordial que procuraba guardar las distancias. Al parecer, su plan funcionaba, porque el miedo que había sentido durante todo el mes cada vez que me tocaba había desaparecido casi por completo.
María estaba en lo cierto. Hablarlo con Gin por teléfono y revivirlo con Wes —las dos personas que me conocían mejor que nadie— me había ayudado a superarlo. Me di cuenta de que no era sólo el contacto de otro hombre lo que desataba la respuesta. La culpa me provocaba los flashbacks, la ansiedad, el miedo incapacitante que estropeaba mi experiencia con Anton. Al final, tuve que aceptar que había tomado la decisión correcta porque, al salvar a los demás, me estaba salvando a mí misma. No podría haber vivido sabiendo que aquellos que me importaban y miles de personas más necesitadas habían sufrido las consecuencias.
Salí del estudio y me dirigí hacia la zona donde estaba la estilista. Me estaba esperando con el último vestido. Iba a ser la prueba de fuego. La «prenda», por llamarla de alguna manera, era obra de un diseñador amigo de Anton. Básicamente, eran piezas de tela tejidas y cosidas juntas como una colcha de retales para que fueran fáciles de llevar. La maquilladora y la directora de vestuario se pusieron manos a la obra mientras Wes observaba desde un lateral y se mordía la lengua.
Teniendo en cuenta que se dedicaba al cine y trataba con actores a diario, uno podía pensar que comprendía que yo estaba interpretando un papel y no darle más vueltas al asunto. Pues no. Se callaba la boca y mostraba el respeto propio de un profesional de la industria, pero yo sabía lo que le costaba. Estaba tenso, con los labios apretados, y sus ojos iban de mi piel desnuda a las zonas donde Anton me había tocado. Eran señales de que Wes apenas podía soportarlo.
—Sabes que puedes volver al apartamento. Vamos a rodar la última escena y a salir a cenar todos juntos. —Intenté convencerlo una vez más de que se marchara, aunque no me apetecía nada.
Él negó con la cabeza.
—Aquí me quedo, nena. Haz tu trabajo y ya está.
Lo dijo sin una pizca de emoción, como un autómata. Probé otra táctica.
—Me alegro mucho de que estés aquí. Así me resulta más fácil.
Se me acercó, me levantó la barbilla, se inclinó y me besó con dulzura. La maquilladora maldijo detrás de mí.
—Vas a meterme en un lío —dije contra la boca de Wes.
Por fin sonrió y relajó el ceño.
—Me gusta meterte en líos. Estoy seguro de que se nos pueden ocurrir muchas maneras de hacerlo.
Sonriente, lo aparté, le pedí disculpas con la mirada a la maquilladora y le envié un beso a Wes. Él se humedeció los labios y se los acarició con el pulgar. Me encantaba cuando hacía eso. ¡Cómo me ponía!
—Presta atención, bonita. La última escena es lo más. ¿Preparada?
A Wes le iba a dar un ataque cuando viera el gran final.
—Ahora o nunca —confirmé, aunque quería añadir: «Para ser una mujer que está a punto de aparecer desnuda en una sala llena de bailarines, más el equipo, más Anton, más mi hombre».
Durante un instante me planteé contarle a Wes lo que iba a pasar en la escena, pero decidí callarme. Si conseguíamos rodarlo en una sola toma, todo transcurriría con naturalidad y él no tendría más remedio que conformarse.
Todo el mundo sabe que es más fácil pedir perdón que pedir permiso. Y ésta era una de esas ocasiones.
La estilista me llevó al nuevo set envuelta en los trozos de tela, la purpurina y las joyas. Y, cuando digo «joyas», me refiero a esos diamantes de imitación que tienen el fondo plano y la parte de arriba multicolor. Las puntas de mis tetas iban cubiertas de gemas pegadas, de tal modo que las resaltaban pero sin que se me vieran ni los pezones ni las aureolas. Llevaba un tanga minúsculo, también de gemas brillantes, y una fila de diamantes alrededor de cada cadera me tapaba el pubis afeitado. Wes tampoco estaba al corriente de eso. Lo había hecho en el baño, durante la hora de la comida. De momento, todo iba cubierto bajo los trozos de tela, a los que no se podía llamar vestido. Más que nada, porque sabía que lo iban a romper en pedazos al cabo de unos segundos, tan pronto como las cámaras volvieran a grabar.
Con cuidado, subí a mi pedestal. El ritmo de la música de Anton nos envolvía. Las luces y los flashes parpadeaban como un caleidoscopio y me costaba ver. El aire que levantaban las aspas del ventilador gigante me golpeó con sensualidad, mi pelo moviéndose libre y salvaje. Los rizos sueltos ondeaban con la corriente de aire. Sólo esperaba que tuvieran el efecto que Anton y su equipo deseaban.
Wes estaba de pie en la oscuridad, justo delante de mí. Le veía la cara, esos ojazos verdes. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho y no me quitaba la vista de encima. La habitación desapareció, Los bailarines comenzaron a moverse a mi alrededor mientras yo giraba los hombros, movía las caderas e inspiraba y exhalaba como María me había enseñado a fin de conseguir ese efecto que dejaba idiotas a los hombres (eran sus palabras, no las mías).
El personaje de Anton empezaba a mi espalda. Noté su mano en el costado. Cerré los ojos, los abrí y sólo vi a Wes. Lo que vi ascendió por mi espina dorsal y estalló en mi vientre. Lujuria. Una necesidad carnal tan fuerte que me endureció los pezones y eso hizo que se me clavaran las gemas. En pleno rodaje, con cien personas alrededor, Wes encendía mi cuerpo como una tea. Anton siguió bailando cerca de mí, acariciándome, haciendo playback, suplicando. De vez en cuando tocaba una parte del vestido y la arrancaba. Yo me sobresaltaba como me habían indicado, como si estuviera arrancándome trozos de mi coraza. Era una forma de verlo. Le estaba quitando la armadura a su seductora para poder hacerla suya.
Los bailarines, vestidos con camisetas de franjas con agujeros negros, mostraban la piel brillante mientras trazaban remolinos alrededor, como fantasmas. La metáfora que María había creado con la coreografía, junto con las sugerencias de Heather, era realmente única. La canción llegó a un crescendo y los bailarines se agolparon junto a mí. La cámara captaba todos los ángulos. Con una firme embestida de las caderas de Anton, al que tenía delante, los bailarines arrancaron cada uno una parte de mi vestido y el resto cayó al suelo, dejándome desnuda salvo por la lencería de diamantes de imitación. Anton quedó de rodillas a mis pies. Actué segura y poderosa, metida en el papel. Cuando el cantante alzó las manos como si estuviera rezando, suplicándome que fuera suya, yo puse una mano en su mejilla y la otra en su pecho. La cámara se acercó. Con movimientos precisos y calculados, puse morritos y pronuncié las últimas palabras de la canción, perfectamente sincronizadas con la voz femenina que cantaba:
—Olvídame.
Entonces, mientras la cámara se retiraba, me cubrí el pecho con un brazo, le di un empujón a Anton con el otro y me tapé el pubis. Luego cerré los ojos, ladeé la cabeza y la incliné hacia abajo. Las luces se apagaron.
—¡Corten! ¡Hemos terminado! —ordenó el director.
Me echaron un albornoz por encima de los hombros y de repente estaba en brazos de Anton.
—¡Lucita, eres un genio!
Me besó las mejillas, la frente, las sienes, el nacimiento del pelo y, finalmente, me cogió la cara con las manos y me miró a los ojos para dejar claras sus intenciones. Se inclinó hacia adelante y me besó con ternura en los labios. Apenas los rozó, pero con eso bastaba. Lo mejor del beso fue que no sentí ningún miedo. No hubo flashback, sólo la alegría de un amigo que me estaba felicitando. Me cogió de los bíceps pero luego los soltó de golpe con una sonrisa en la cara.
—Creo que ya has tocado bastante a mi chica, amigo —dijo Wes con voz plana.
Anton se volvió y le dio a Wes un abrazo de hombres y un par de palmadas en la espalda.
—Le sientas fenomenal, amigo. ¡Vamos a celebrarlo!
Un brazo por los hombros y otro por la cintura me acurrucaron entre Anton y Wes, pese al comentario previo de mi chico. Al puertorriqueño no parecía preocuparle. Vivía el momento, e hizo caso omiso de la actitud posesiva inicial de Wes. Sólo por eso, Anton era especial. Vivía la vida en el presente, disfrutando de sus amigos, de su trabajo, y celebrándolo siempre que podía.
Heather y María se reunieron con nosotros en un rincón del estudio, entre abrazos y una botella de champán Cristal.
—¡Qué derroche! —bromeé, pero di un buen trago del líquido celestial y dejé que el néctar dorado y burbujeante me hiciera cosquillas en las papilas gustativas y bailara en mi lengua.
—¡Eres asombrosa! —dijo Heather dándome un fuerte abrazo.
—He aprendido de la mejor —repuse sonriéndole a María, incapaz de contener el entusiasmo.
El vídeo iba a dar la vuelta al mundo, iban a verme en todos los rincones del planeta… No había palabras para describirlo. Alucinante. Maravilloso. Increíble. Todo eso y más. Encima, tenía a Wes y había ganado tres amigos más. ¡La vida me sonreía!
Tenía las maletas hechas. Las noticias en la tele, sin volumen, informaban de todo lo que sucedía en Miami. Cerré la última bolsa llena con toda la ropa que Heather y Anton habían escogido para mí. Me la llevaría a California y la guardaría en un trastero con todas las demás cosas que tenía que meter en cajas y sacar del apartamento tamaño caja de cerillas que todavía tenía alquilado.
Pensé en mi última semana allí. Había sido como en Hawái, una de las más bonitas de mi vida. Lo mejor había sido la visita de Wes, nuestra nueva relación y el compromiso que habíamos adquirido el uno con el otro. Se había marchado el día después de que acabásemos de rodar el videoclip. Había dicho que haría todo lo posible por tomarse libres los días que yo iba a estar disponible, pero que seguramente tendría que trabajar un poco. En principio, en el despacho de su casa. A mí lo único que me importaba era estar con él. Descansar para el siguiente trabajo.
Dallas, Texas y un magnate del petróleo. No sabía gran cosa de lo que quería de mí, salvo que pretendía que me hiciera pasar por una hermana a la que nunca había conocido y de la que no sabía nada. Por lo visto, mi aspecto le daba igual, sólo le importaban que mi nombre y mi fecha de nacimiento coincidieran con los de ella. Tardé unos días en darme cuenta de que tía Millie no me había dicho su nombre. Resultó ser Maxwell Cunningham. Hice una breve búsqueda en internet y encontré al vaquero. Era el dueño del cincuenta y uno por ciento de Cunningham Oil & Gas, una de las empresas petroleras más importantes de las veinticinco mil que había en el mundo. Para tener treinta años, era todo un logro. Sin embargo, gracias a dicha búsqueda, supe que había heredado su mitad de la empresa hacía tan sólo un año. No ponía nada de a quién pertenecía el otro cuarenta y nueve por ciento, aunque sabía que, en casi todas las grandes empresas, los inversores tenían pequeños porcentajes de acciones. En cualquier caso, iba a pagarme por ser su hermana, Mia Saunders. Era muy muy raro. Cuando vi su foto, su cara me sonaba. Me hizo preguntarme si ya nos conocíamos, si habíamos coincidido en algún sarao pijo durante los últimos meses.
No tardaría en averiguarlo.
Cogí mi bolso y saqué el papel de carta.
Anton:
¿Cómo se le dan las gracias a una persona que te ha ayudado a superar un trauma? No es tan sencillo como ir a Hallmark y comprar una tarjeta de agradecimiento que diga: «Eh, gracias por haberme impedido saltar de la cornisa. ¡Te debo una!». Je, je, je.
Sinceramente, me has tratado con cariño y respeto, como lo haría un verdadero amigo. Que compartieras tu historia conmigo y me permitieras contarte lo que había vivido me liberó, y no soy capaz de explicarte hasta qué punto. Estoy muy contenta de que hayas salvado tu relación profesional y personal con Heather. Es una belleza con una ética laboral impecable. Nunca podrás pagarle lo que vale porque no tienes tanto dinero. Asegúrate de que se lo compensas con cumplidos y gratitud por el trabajo bien hecho. Incluso el mánager más curtido necesita una palmadita en la espalda de vez en cuando. Sobre todo cuando se la da su mejor amigo.
No olvidaré la experiencia de grabar un videoclip mientras viva, pero el recuerdo que atesoraré con más cariño es el de nuestro paseo en moto. Una gozada. Gracias por compartir tus juguetes conmigo. ;-)
Sé que la canción va a ser un bombazo en el mundo entero. La compraré en cuanto salga a la venta.
Hasta la próxima.
Tu Lucita,
MIA
Heather:
Conocerte ha sido un regalo. Espero que sepas que, esté donde esté, siempre seré tu amiga. Llama, escribe y dame la lata cuando quieras, que yo haré lo mismo. ¿Por qué? ¡Porque eso es lo que hacen las amigas! Espero que me cuentes todas las diabluras que te haga Anton. También me alegro mucho de que hayáis solucionado las cosas entre vosotros. Los mejores amigos, los que duran toda la vida, siempre encuentran el modo de hacer las paces.
¡Mucha suerte con el nuevo cargo!
Tu amiga,
MIA
Y, con eso, cogí la maleta, dejé la llave del apartamento en la mesa, cerré la puerta y me fui. Anton y Heather creían que íbamos a vernos allí mismo al cabo de dos horas, pero las despedidas no eran lo mío. Prefería cabalgar hacia la puesta de sol, hacia mi nuevo destino, sabiendo que la siguiente aventura estaba a la vuelta de la esquina.
Había recuperado mi vida y me sentía bien con las decisiones que había tomado, con dónde estaba y con lo que me deparaba el futuro. Las posibilidades eran infinitas, especialmente cuando me imaginaba a mi surfista que hacía cine en bañador, con arena en los pies y en los tobillos, guiándome hacia la inmensidad del Pacífico.
Era hora de volver a casa… Al menos, por unos días.