7
Me examiné en el espejo y decidí que ya estaba bien. La parte de arriba del vestido negro era como la de una camiseta de correr, y la de abajo era amplia y con vuelo y acababa cinco centímetros por encima de la rodilla. Era mono. Me miré una vez más por delante y por detrás. Me sentía sexi, joven, interesante y yo misma. Mia de día. En vez de ponerme unos taconazos a juego, decidí ir descalza. Wes no tardaría en llegar y no sabía qué planes tenía. ¿Hablaríamos? ¿Nos liaríamos? ¿Sería muy raro? Era la primera vez que nos veíamos desde que follamos en marzo.
Follamos. Hice una mueca. Sonaba demasiado a fulana para mi gusto. Además, Wes me daría una azotaina si me oyera llamarme a mí misma fulana. Seguramente consideraba el sexo de marzo como una extensión de nuestra relación de amigos con derechos. Me acordé de cuando nos conocimos.
—¿Por qué brindamos?
—Por que seamos amigos, ¿qué te parece? —Sonríe y me apoya una mano cálida en el muslo, mucho más arriba de lo que un «amigo» se atrevería a ponerla—. Buenos amigos — añade mirándome la boca mientras yo me muerdo el labio inferior.
—¿Amigos con derechos? —inquiero enarcando una ceja para mayor efecto mientras cruzo las piernas.
Su mano asciende un par de centímetros más, hasta que roza la piel desnuda.
No aparta su mirada de la mía. Siento que estoy caliente y cachonda bajo su intenso escrutinio.
—Joder, eso espero —susurra acercándose un poco más.
Así empezó algo que no sabía que iba a ir a más. Más amistad, más diversión, más vida y, sobre todo, más amor.
De pronto, el timbre del apartamento sonó y retumbó en el inmenso espacio.
Respiré hondo, relajé los hombros, cogí el pomo de la puerta y abrí. Allí estaba, como el brillo del sol candente de California en el Pacífico. Tan perfecto que no parecía real.
—Wes… —fue todo lo que pude articular antes de que él llevara la mano a mi estómago y me apartara de la puerta.
Dejó caer la maleta al suelo, cerró de un puntapié y me cogió en brazos. Su boca encontró la mía en un abrir y cerrar de ojos. Noté su sabor mentolado cuando me metió la lengua, y gemí. Nuestras lenguas se acariciaban, recordando. Nuestras manos palpaban buscando lugares conocidos.
En cuestión de segundos estaba contra la puerta, rodeándole la cintura con las piernas mientras sus manos me sujetaban del culo y las mías se enredaban en su pelo. Lo acerqué más y le comí la boca como una enajenada que llevara varios días sin beber una gota de agua. Sabía a menta con un leve toque de alcohol. Mojitos. Sonreí y le tiré del labio. Él gimió y pegó su verga oculta tras los vaqueros a mi expectante manojo de nervios. Con un jadeo, separé mis labios de los suyos. Cogí aire con sus labios en mi cuello, chupando, mordiendo y saboreando.
—No me canso de saborearte. Joder, necesito estar dentro de ti… —gruñó. No entendí el resto de la frase porque se había metido una de mis tetas en la boca. No sé cómo había conseguido bajar el escote hasta ellas.
—Yo también te necesito. —Le levanté la cara para comerle la boca otra vez.
Apenas recuerdo el sonido de mis bragas al rasgarse ni el leve dolor que sentí cuando me las quitó, ansioso por tenerme desnuda. Me apretó con más fuerza contra la puerta. Gemí al notar sus nudillos en mi raja mientras se desabrochaba el cinturón y se bajaba la bragueta.
—Voy a metértela como un salvaje. Voy a hacerte mía otra vez. —Me mordió el labio con fuerza mientras me agarraba el culo con una mano y con la otra me sujetaba el hombro—. Joder… —gruñó cuando su polla se hundió allí donde la necesitaba.
—Dios, Dios… —La cabeza me daba vueltas de tanto placer. Me tensé entera, entrando en barrena como un avión a punto de estrellarse. A toda velocidad. Con Wes siempre era cosa hecha. Cada vez que entraba, salía y volvía a entrar, me estremecía. Mi cuerpo temblaba de lo mucho que lo necesitaba. Iba a pasar en cualquier momento—. Voy a correrme… —lo avisé.
Él me lamió el cuello.
—¿Ya? —gruñó con los dientes apretados y la respiración agitada—. Joder, tu coño me echaba de menos. Nena, es como si fueras a engullirme. Estás tan prieta, y eres toda mía.
Esa declaración y una potente embestida que me clavó su hueso púbico en mi botón mágico fueron todo lo que hizo falta. Y colorín, colorado… Temblando, aullando, estirando los empeines… Me aferré al cuerpo de Wes mientras él continuaba entrando y saliendo a toda velocidad y encontraba su pedacito de cielo con un bramido. Su cuerpo se desplomó, enraizado allí donde le había extraído su esencia. Su aliento manaba como puñetazos contra la piel de mi cuello y la puerta se me clavaba dolorosamente en la espalda.
Momentos después, cuando nuestras respiraciones se normalizaron, le levanté la cabeza de su escondite en mi cuello hasta que sus ojos buscaron los míos. Sonrió con pereza.
—Hola, guapo. Te echaba de menos —dije, notando el toque de timidez en mi voz.
Él se echó a reír y pegó su frente a la mía.
—Me he dado cuenta. Aunque no tanto como yo a ti. Me he abalanzado sobre ti nada más verte.
Sonreí y lo besé poniendo toda mi alegría, mi felicidad y mi arrepentimiento por el tiempo que habíamos pasado separados en el beso.
—No te preocupes. Por si no lo has notado… —apreté su miembro todavía medio erecto dentro de mí—, te tenía muchas ganas.
Le guiñé un ojo y retiré las piernas de sus caderas, protestando con un gruñido cuando nos separamos.
—¿Te apetece una copa? ¿Quizá una siesta? ¿Lo hacemos otra vez?
Se echó a reír, y su risa resonó como un tambor en mi pecho. Me encantaba oírlo reír.
—Puede que no en ese orden. Estoy pensando en ducha, comida, hacerlo otra vez y luego siesta —repuso meneando las cejas.
Me alisé el vestido.
—Ahora que lo dices, tengo hambre. —Probablemente porque no había comido nada porque estaba demasiado nerviosa por volver a ver a Wes—. ¿Y si pido algo de comer mientras te duchas?
Frunció el ceño.
—Quiero ducharme contigo, nena.
—Entonces olvídate de tus planes y de comer. —Ladeé la cabeza y me llevé una mano a la cadera.
Él observó mi postura retadora, sonrió y meneó la cabeza.
—¿La ducha está por allí? —preguntó señalando la parte de atrás del apartamento.
—Sí. Pediré algo de comer. Ve a asearte después del viaje y lávate bien…, ya sabes —dije señalando sus partes bajas.
—¿La polla? ¿Quieres que le saque brillo, nena? —Sonrió, y la sexi curva de sus labios me caló en la entrepierna, que empezaba a palpitar de nuevo a buen ritmo.
Avergonzada, crucé los muslos, resoplé e intenté fingir que la crudeza de su lenguaje no me afectaba.
—Oye, si quieres llevar las partes sucias, tú mismo. Desde luego, yo no pienso llevarme a la boca nada que se haya pasado seis horas en un avión y haya echado un polvo sudoroso contra la puerta. Ve a ducharte. Yo pediré la comida y luego nos pondremos al día.
Wes dio media vuelta y se dirigió al baño.
—Si lo de «ponernos al día» implica pasar buena parte de mi tiempo entre tus piernas con esto —dijo cogiéndose el paquete con un gesto vulgar que hizo que me partiera de la risa—, con éstos —movió los dedos— y esto —se tocó los labios—, no aspiro a nada más en la vida.
Puse los ojos en blanco y meneé la cabeza. Lo ignoré para que se fuera, aunque él sabía perfectamente que sus palabras habían causado el efecto deseado. Fue entonces cuando empecé a sentir que nuestros flujos combinados comenzaban a resbalarme por el interior de los muslos. Mierda. Me había arrancado las bragas. No llevaba nada puesto. Necesitaba una toalla… Después de todo, tal vez aprovechara para ducharme con él.
Con las barrigas llenas de los mejores rollitos de primavera y el mejor sushi de Miami, Wes y yo nos acurrucamos en el sofá. Él me pasaba la mano por el pelo metódicamente. Lo había dejado secar al aire mientras comíamos y hablábamos. Ahora estábamos satisfechos sólo con permanecer en compañía del otro. No recordaba una época en la que estar con un hombre hacia el que albergaba sentimientos hubiese sido tan fácil. Ni exigencias, ni estrés, ni follones…, sólo pasar tiempo juntos. Era agradable. Mucho más que agradable. Era justo lo que quería para sentar cabeza y dejarlo crecer para que se convirtiera en algo mucho más que agradable, en algo duradero.
Sin decir nada, Wes se levantó y me cogió de la mano. Lo seguí porque, bueno, porque en ese momento lo habría seguido al fin del mundo. Me llevó al dormitorio. El cielo era un cuadro de tonos rosas, naranjas y azules propios de la puesta de sol.
Wes me colocó de cara al ventanal. Estábamos en un rascacielos con vistas al océano, y eso siempre me recordaba al tiempo que pasé con él. Me rodeó la cintura con los brazos y se acercó a mí.
—Mañana saldremos a hacer surf.
Sonreí y me recliné en su pecho.
—Me encantaría.
Gimió contra mi cuello y metió los dedos bajo los tirantes del vestido. Después de ducharme no me había puesto sujetador, por si había suerte. Deslizó la tela hacia abajo hasta que cayó al suelo. Levanté primero un pie y luego otro para terminar de quitármelo y lo aparté de un puntapié. Las manos de Wes bajaron hasta mi cintura y se deslizaron por mi caja torácica. Se me puso la carne de gallina. Sus grandes manos llegaron a mis pechos y los cogieron con reverencia. Jadeante, cerré los ojos y me dejé caer en sus palmas.
—Las echaba de menos. No he visto otras como éstas. —Me cubrió los hombros de besos diminutos—. Las mejores que he tocado. —Las estrujó, marcando un ritmo que me tenía empujando hacia adelante con las caderas, como en piloto automático—. Son tan sensibles al tacto… —musitó en el hueco de mi cuello.
—Sólo cuando las tocas tú —susurré restregando la cabeza contra sus pectorales.
—¿De verdad? —contestó.
Me centré en la delicada caricia de las puntas de sus dedos, que jugaban con mis pezones, acariciando y masajeando mis tetas. Empezaba a hacer calor. Era una sensación que se iba acumulando lentamente, desde la punta de mis pezones a mi pecho y alrededores, hasta llegar a mi entrepierna. Cuando habló de nuevo, me volvió loca recordándome una de las mejores noches de mi vida.
—Regla número uno —empezó a decir, y sonreí de oreja a oreja, incapaz de contener la dicha que me producía pensar que iba a hacer lo que esperaba que hiciera—. Vamos a follar en cantidades ingentes durante los próximos tres días.
«¿Tres días?»
Me pellizcó los pezones erectos y dejé de ser capaz de pensar. Chillé recordando la sensación, feliz por volver a estar en sus brazos después de tanto tiempo. Todos mis miedos y mis ansiedades desaparecieron por completo a su lado. Sólo necesitaba, anhelaba, deseaba y quería las caricias de aquel hombre. Mi sexo se relajó y se tensó sin nada a lo que agarrarse. Lo necesitaba ahí, justo ahí, para que me llevara al cielo.
—Creo recordar esa regla —dije sin aliento, dejándome caer contra él, restregando el culo contra su dura erección. Por el amor de Dios, cómo había echado de menos su polla de acero. Aunque hacía poco que lo habíamos hecho, teníamos que recuperar el tiempo perdido.
Wes se echó a reír y pellizcó cada pezón lo justo y necesario. Chispas de placer eléctrico recorrieron mis tetas como si estuvieran cableadas con mi clítoris, que esperaba palpitante a que le llegara el turno.
—Regla número dos —continuó—: vamos a ser monógamos.
Ahí la que se echó a reír fui yo. Él contraatacó pasándome el borde de las uñas por los pezones hipersensibles. Gemí y me estremecí en sus brazos.
—De ésa también me acuerdo —dije casi sin aliento—. Sólo que entonces únicamente tenía un mes de validez; ¿y ahora?
Tenía el corazón en un puño. No estaba segura de que él sintiera la misma tensión y anticipación que yo. No sabía que para mí las cosas habían cambiado y que los esquemas que me había hecho respecto a nosotros se habían esfumado igual que una tormenta de verano.
Wes tiró de mis pezones y los alargó hasta que el dolor y el placer se fusionaron en una sinfonía de calor y deseo.
—De forma indefinida —dijo con voz ronca, un gruñido grave contra mi espina dorsal.
Sus dientes se arrastraron por mi hombro y los hundió exactamente en el mismo lugar que Aaron. Esperaba tener una mala reacción. Pero, en vez de eso, mi cuerpo se estremeció bajo sus expertas caricias que lo borraron todo salvo lo mucho que lo deseaba. Mi Wes.
—¿Eso significa que vas a cortar con tu otra amiga? — inquirí.
En ese momento cerré los ojos, a la espera, conteniendo la respiración, demasiado asustada para atreverme a esperar lo que de verdad quería. En el pasado, nunca había obtenido lo que deseaba del hombre del que me hubiera enamorado. Jamás. Parecía encontrarse en mi ADN. Llevaba el gen de «vamos a joderle la vida a Mia» grapado al corazón. Con Wes, me moría por acabar con aquel miedo que tenía a lo desconocido para así poder volver a confiar en otro hombre. En él. Para abrirle las puertas de mi corazón y dejarlo entrar.
—Puse fin a aquella amistad cuando follamos por teléfono.
Eso había sido hacía más de un mes. La leche, iba en serio… Los escalofríos hacían estragos en mi espalda. Quería más.
—Regla número tres: dormiremos siempre en la misma cama. No queremos confundir esto con lo que no es.
Moví el culo contra su polla hasta que gruñó, me cogió de la cadera con una mano y se restregó contra mis posaderas, trazando círculos.
—Mmm, y ¿qué es exactamente? —Empezaba a costarme acabar las frases porque estaba más duro que una viga de hierro y pegado a mi culo. Tenía las bragas empapadas y me moría por él.
Alejó su entrepierna de mí y me entraron ganas de llorar. Intenté protestar, pero me sujetó con fuerza, me ladeó la cabeza y se acurrucó en el hueco de mi cuello… Y entonces hizo que mi mundo se abriera como los pétalos de una flor.
—Nena… Tú y yo…, es el paraíso. De ahora en adelante, vayas a donde vayas, a lo que tengas que hacer el resto del año, este paraíso estará aquí esperándote con los brazos abiertos.
El paraíso. No era ninguna mentira. El tiempo que habíamos pasado juntos, nuestro mes, la continuación en Chicago, las llamadas, los mensajes y todo lo demás eran parte de lo mismo. Un lugar adonde podía ir cuando quisiera y ser yo misma, vivir y ser feliz.
—Y ¿la regla número cuatro? —dije venerándolo sin aliento.
Era la gran pregunta. Seis meses antes, estando igual que ahora, él había establecido las reglas y las había grabado en piedra. La cuarta regla era: prohibido enamorarse. Tenía el corazón en la boca. Arqueé la espalda como un gato. Sus manos pellizcaron y acariciaron mis pezones con una devoción que hacía mucho que no sentía. Pero no respondía. El pánico, la preocupación y el anhelo bullían en mi alma. Me di la vuelta, lo cogí del cuello, le tiré del pelo y lo obligué a mirarme. Tenía los ojos tan verdes que tuve que contener un gemido de admiración. Weston Channing era tan apuesto como elegante.
Una sonrisa adorable le iluminaba la cara, y yo no lo solté.
—A la mierda la cuarta regla —espetó—. La rompí hace seis meses, cuando me enamoré de ti.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Tantas, que lo veía borroso. Tragué saliva pensativa, con un nudo en la garganta.
—Wes, yo…
—Ya lo sé, nena. Algo ha cambiado en ti. Desde mi visita en marzo, nuestras llamadas, los mensajes, la historia de Gi…
Le puse un dedo en los labios carnosos que quería engullir y destrozar a base de besos ardientes y mordiscos. Lo último que quería oír de esa boca tan apetitosa era el nombre de esa tía. No allí, no en ese momento, no cuando estaba a punto de confesarle que lo quería.
—No lo digas. No mientras estemos juntos —dije con voz temblorosa.
Él asintió.
—Dime lo que quiero oír, Mia. Lo que necesito oír. Me lo merezco. —Su tono no admitía más que total sinceridad.
«Quiero. Necesito. Merezco.»
Era verdad. Todo lo que había dicho y, por fin, tras seis meses de tonterías, de intentar negarlo, de querer negarlo, lo solté todo. Por primera vez en mi vida iba a coger algo para mí. Algo bueno, dulce y mío por completo.
«Mi paraíso.»
Miré sus ojos verdes infinitos, le acaricié el pelo rubio ceniza, que tenía alborotado, y le acaricié la barba de medio día con los labios. Me acerqué lo bastante para que pudiera oírlo por muy bajo que lo dijera.
—Te quiero, Wes.
Sus brazos estrecharon mi cuerpo desnudo hasta hacerme daño mientras procesaba la declaración. Podía sentir la tensión que manaba de él en poderosas oleadas de energía.
—Esta vez no voy a dejarte marchar —dijo tajante, aunque yo sabía que el tono se debía a la intensidad de sus sentimientos.
—Te quiero. —Le besé la mejilla y aflojó un poco su abrazo.
»Te quiero. —Le besé las cejas y suspiró.
»Te quiero. —Le besé los labios y abrió la boca.
En cuestión de segundos, mi espalda aterrizaba en la cama con su cuerpo sobre el mío.
—¿Me quieres? —Necesitaba que se lo confesara mirándolo a los ojos, a corazón abierto.
—Te quiero.
Su cara entera rompió a reír, tan guapo que mareaba mirarlo.
—Voy a amarte con tantas ganas, nena, que no creo que después de esta noche vayas a poder andar.
Sonreí y grité de gusto mientras me arrancaba las bragas y me chupaba un pezón. Cuando me tuvo retorciéndome y jadeante, a punto de correrme con las atenciones que les dispensaba a mis tetas, empezó a besarme por todo el cuerpo.
—Ábrete de piernas, nena. Ábrelas bien abiertas. Voy a probar el paraíso.
Obedecí. Separé los muslos y se lo enseñé todo. Mi amor, mi cuerpo… Le demostré que en ese momento era suyo para que lo tomara.
Le brillaron los ojos y deslizó los dedos por mi sexo.
—Cómo resbala. Me encanta cómo respondes a mí. Cómo reacciona tu cuerpo, cómo me lo pone fácil para que te haga mía. Aunque, primero, necesito una gotita de tu néctar. He estado soñando con comerte, con chuparte hasta dejarte seca y luego volver a empezar. Agárrate a las sábanas, nena, porque estoy sediento.
—Eres un cerdo —dije antes de que me abriera más los muslos, separase los pétalos de mi sexo con los pulgares y plantara en él la boca.
Wes hizo un ruido que era una mezcla entre un gruñido y un gemido y luego su lengua se internó en las profundidades. Bien adentro. Se sujetó a mis nalgas, me levantó las caderas, se las llevó a la cara y se hundió en mí. Aullé, me agarré a las sábanas rápidamente y dejé que me guiara. Creo que tardé dos segundos y medio en correrme en toda su cara. Emitía sonidos carnales, como un animal atiborrándose. Luego se sentó, se relamió y se limpió la boca en el antebrazo. Apuntó con la polla y me la metió, un ariete directo a su destino.
Me sobresalté. Mi cuerpo estaba tenso como la piel de un tambor a causa del primer orgasmo, y el segundo ya estaba en camino.
—Joder, Wes, vas a ser mi perdición —dije sin aliento, perdiendo mis capacidades cognitivas a medida que él entraba y salía. Le rodeé las caderas con las piernas.
—Nena, espero ser tu perdición, tu bendición, tu principio, tu fin y todo lo que hay entremedias. Y ahora calla, que le estoy haciendo el amor a mi chica.
Lo de hacer el amor me enterneció el corazón. Wes estaba decidido a pasar la noche haciéndole el amor a su chica… varias veces. Sin embargo, lo convencí a mitad de la noche de que su chica necesitaba echar un polvazo, a lo que respondió colocándome a cuatro patas, dándome un azote en el culo y follándome hasta que chillé de gusto.