2
La quinta caja ya estaba cerrada y preparada para salir. Coloqué el enorme paquete de ropa en el montón, que ya era bastante grande. Judi estaba canturreando en la cocina al tiempo que embalaba todos los cachivaches.
—Esto ya está —dijo animadamente mientras yo refunfuñaba—. Cielo, ¿puedes decirme por qué tienes tan mala cara?
Yo giré el cuello a ambos lados para intentar estirarlo y liberar la tensión, pero me enfadé todavía más al no obtener el resultado que esperaba.
—No lo sé. Odio las mudanzas porque parecen el final de algo. Una vez has dado un paso así, ya no hay vuelta atrás.
—Ay, cariño, te prometo que te acostumbrarás a nosotros como si fueses un mueble más de la casa.
Un mueble, estupendo. Un objeto inanimado que no hace nada. Sin embargo, tendría que mudarme a la casa de mi siguiente cliente al cabo de tan sólo unos días. Wes lo sabía, aunque todavía no lo habíamos hablado. Quería saber que podía terminar aquello que había empezado por mi familia sin que mi novio asquerosamente rico tuviera que darme un montón de dinero. Lo último que deseaba era ser una gorrona. La gente odiaba a las mantenidas, y yo también. Lo único que hacían en la vida era lamer culos, y yo tenía muy claro que no estaba dispuesta a ello. No obstante, Wes adoraba a ese tipo de mujeres y estaba deseando que yo me convirtiese en una de ellas. Lo llevaba claro.
Al final de la mañana, y después de haber embalado toda mi vida en tan sólo tres horas, mi humor no había mejorado. Así pues, decidí llamar al zorrón de mi amiga para echarle la bronca.
—Espero que sea importante. Le he echado el ojo a un jugador de póquer empedernido —dijo Gin al otro lado de la línea.
La cara de enfado se me acentuó, y a eso le añadí un sonido gutural de desaprobación.
—¿Qué? —replicó ella—. No me juzgues. A mí no me ha salvado el culo el pringado número mil que se ha metido en mi cama en sólo siete meses. Las demás también tenemos que preocuparnos de nuestro futuro.
—Gin, ¿qué dices? ¿Un jugador de póquer? Si fuiste tú quien me dijo que esos tíos son insoportables fuera de los casinos. Decías que esos capullos perdían sus casas, a sus mujeres y los ahorros para los estudios de sus hijos con la esperanza de ganarle a la banca. No acabes con ese tipo de basura. Los jugadores de póquer que merecen la pena son los que juegan torneos clandestinos a puerta cerrada con su grupito de colegas ricos, y ésos no se acercan a las tías de Las Vegas. No quieren nada con nosotras.
Ginelle hizo estallar una pompa de chicle que sonó como una bomba en mi oído. Incluso llegué a pensar que me había perforado el tímpano, pero prefería escuchar ese sonido al de las ávidas caladas cancerígenas que daba a los cigarrillos cuando fumaba.
—Me he mudado a casa de Wes. —El sonido del chicle cesó, y todo lo demás también. Parecía haberse esfumado del otro lado de la línea, e incluso tuve que mirar la pantalla del teléfono para asegurarme. Seguía ahí—. ¿Gin? ¿Hola?
—¿Te has mudado con el puto soltero de oro? ¡Vete a la mierda! —me espetó en un tono que denotaba asombro y una buena dosis de repugnancia.
—Pues… no del todo. Bueno, puede ser. Sí, la verdad es que sí. O, al menos…, eso creo. —Me mordí una uña y esperé.
—¿Te has mudado con el Ken Malibú? —Seguí esperando—. ¿Con el señor Mandón? —se mofó. No me quedó otra que continuar callada. La conocía desde siempre y sabía que le iba a costar un rato asimilarlo—. ¿Con el dios todopoderoso de la tabla de surf? —dijo en un tono algo más amable. Parecía que la cosa iba mejorando—. ¿Con el tío que escribe guiones y que cambia los personajes para que sean todos unos cachondos? ¿Te has mudado a su mansión de Malibú?
—No es exactamente una mansión… —empecé a explicar, pero me cortó.
—¡No me jodas! ¿Estás chalada? ¿Quieres que te pida una cita con el loquero?
Me rasqué la cabeza y volví al ataque:
—No creo que sea necesario…
El auricular me devolvió un gemido.
—A ver, dime una cosa. Es una mierda tener que preguntarte esto, guapa, pero no me queda otra —replicó. Empecé a prepararme para recibir el guantazo que estaba a punto de lanzarme—. ¿Estás haciendo todo esto por el pichafloja que te agredió en Washington?
Cerré los ojos y me rodeé el torso con los brazos.
—No, cariño, no es por eso. Cuando estuve en Miami, Wes vino para celebrar mi cumpleaños.
—Sí, lo sé. Fui yo quien mandó al donjuán, ¿te acuerdas?
—Estando allí, los dos reconocimos que sentíamos algo el uno por el otro desde hacía bastante tiempo, desde que estuve aquí en enero. Gin, lo quiero.
—Virgen santísima del putón verbenero. No me vengas con la mierda del amor otra vez —exclamó, y añadió algo más que fui incapaz de comprender, pero que debía de ser alguna grosería—. Tú te enamoras de todos, Mia. Eso forma parte de tu ADN, de tu código genético. Conoces a un tío buenorro, te lo follas y te enamoras de él. No es ni la primera vez que te pasa ni la última que te pasará.
Ginelle tenía razón, ése había sido mi modus operandi. Pero esta vez no, con Wes no.
—No me ha pasado con ninguno de los otros tíos que me he tirado este año. ¿Me lo explicas?
—¿Ahora quieres que te explique lo del folleteo? Bueno, vamos a ver, cuando un chico y una chica se conocen, aparece una conexión química que libera feromonas…
Yo gruñí y respiré profundamente.
—¡Ginelle, céntrate!
Estuve a punto de darle una patada a algo de pura desesperación. Joder, me había equivocado de hermana a la que llamar. Tendría que haber llamado a Maddy, la rubita, en lugar de a esta tan mística. Ella debía de estar en su mundo de luz y de color, sobre todo porque ya había encontrado al amor de su vida y estaba a punto de casarse. Ese tipo de personas quieren que todo el mundo esté como ellos: feliz y enamorado.
—Mia, es que… no quiero que te hagan daño… otra vez —reconoció mi amiga antes de suspirar profundamente. Incluso en la distancia, supe que aquello la angustiaba muchísimo.
—Lo sé, Gin, de verdad. Pero ya llevamos muchos meses de acá para allá. Si no tuviese que solucionar las mierdas de papá, no me habría ido de aquí.
—Si no tuvieras que solucionar las mierdas de papá, jamás habrías estado allí. —Touché. Ahí tenía razón—. Y ¿qué pasa con la cerda de Gina Vagina? ¿Cómo va ese tema? —preguntó en un tono de suficiencia que no ocultaba su desagrado.
—Es historia.
Carraspeó con rabia.
—Es historia, se acabó. Ya no está.
Por su tono, era obvio que no se lo tragaba. Me encogí de hombros, aunque ella no podía verme.
—Eso dice Wes, sí —repuse.
Se avecinaba otro carraspeo de desaprobación.
—Al menos tiene buen juicio.
No pude evitar soltar una carcajada, con la que liberé la angustia que me había estado presionando el pecho. La sensación de tener ardor de estómago comenzó a disiparse y trajo consigo un sentimiento de alivio.
—Alégrate por mí —le susurré, aunque parecía más un ruego que una petición.
—Cariño, me alegro. Siempre me alegraré, pero sabes que tu mejor amiga tiene la obligación de contemplar todas las posibilidades. Tengo que protegerte aunque no quieras. Lo pone en el puto manual de las mejores amigas. Va justo después de la parte que dice que tenemos que consolarnos mutuamente cuando hayamos tenido un lío de una noche y no nos acordemos del nombre del tío que nos hayamos follado, quedando así como unas guarras. Mi misión es que no te sientas un zorrón aunque lo seas.
Su lógica tenía sentido. Era una cabrona muy retorcida, pero se preocupaba por mí. Ginelle me quería más que la mayoría de la gente, y yo también la quería casi tanto como a mis camisetas de conciertos y a mi moto, Suzi.
—Gracias por preocuparte tanto por mí…, aunque seas una zorra de mucho cuidado.
La oí coger aire.
—Vale, ya veo que vuelves a la carga, ¿eh? —Chasqueó la lengua—. «Eres una zorra de mucho cuidado», le dijo la sartén al cazo.
Ésa era mi chica. No pude evitar sonreír.
—Yo, al menos, no tengo que mover el culo para comer —dije con descaro, y Ginelle ahogó un grito indignada.
—Yo, al menos, no tengo que acostarme con alguien y abrirme de patas para comer, pedazo de zorra.
—Te quiero, Gin.
—Y yo a ti, fea. ¿Nos veremos pronto?
—Eso espero, culo gordo —dije, y colgué lo más rápido que pude. Así eran las reglas y yo había ganado.
Di un puñetazo al aire e hice el baile de la victoria, que rematé moviendo las rodillas de dentro hacia afuera y meneando el culo tal y como María de la Torre me había enseñado en Miami. Para ser blanca, bailaba de miedo. Si yo parecía un pollo sin cabeza haciendo su baile, eso ya era otra historia. Al menos había conseguido decir la última palabra durante la conversación con mi mejor amiga. Eso era algo que sucedía pocas veces, pero esa ronda había sido toda mía.
—No quiero que te vayas —me dijo Wes mientras apretaba las caderas contra mí. Estaba poniéndose duro de nuevo dentro de mí, aunque acabábamos de echar un polvo de los que quitan el sentido.
—Ya lo hablamos y dijiste que estabas de acuerdo —repliqué.
Él frunció el ceño y siguió empujando con las caderas suavemente. El sudor de nuestros cuerpos todavía no se había enfriado, y ya estaba preparado para la segunda ronda. Wes era insaciable, y yo tenía muchísima suerte. Me agarró con fuerza de las caderas.
—Ya lo sé, pero mi intención era persuadirte de alguna forma bastante placentera —dijo antes de darme un pequeño mordisco en una teta.
El calor de su aliento cerca del pezón y los lametazos de su lengua hicieron que de forma instintiva me agarrase a su pelvis, obligándolo a meterme más adentro su miembro del todo erecto. Ambos gemimos.
—Parece que lo voy consiguiendo —me susurró, y siguió con las embestidas mientras me apretaba fuertemente contra él. La tenía toda dentro, y le coloqué las manos en el pecho a la vez que hacía fuerza con los muslos para levantarme un poco. Entró todavía más—. Dios mío, nena, me la vas a arrancar antes de que me corra.
Entonces se incorporó, se apoyó sobre los talones y se dio la vuelta para apoyarse en la cabecera de la cama sin soltarme de entre sus brazos. Levantó las rodillas en un ángulo de noventa grados y se colocó en una postura maravillosa que me encantaba. Habría firmado por follar así para siempre.
Le rodeé el cuello con las manos sin dejar de gemir y entonces acerqué mis labios a los suyos. Lengua contra lengua, pecho contra pecho y corazón contra corazón, ambos acabamos llegando al orgasmo. Ninguno de los dos fue capaz de cambiar de postura. Él todavía la tenía durísima y seguía estando cachondo. Le di un beso de película. Quería que supiera que lo que había entre nosotros era de verdad y que yo estaba comprometida por completo con aquello, sin importar adónde tuviese que ir. Comprometida con él, con los dos.
Wes gimió y me mordió los labios.
—Piensas coger ese avión mañana, ¿verdad?
Yo asentí con la cabeza y apreté mi frente contra la suya. Teníamos las bocas tan cerca que respirábamos prácticamente sólo el aliento del otro. Era un momento muy íntimo y privado. Estábamos muy cerca, compartiendo incluso el aire que nos mantenía con vida, y todavía lo tenía dentro de mí. Era casi mágico. Como él había dicho, era nuestro paraíso, y de repente me di cuenta de una cosa. Wes y yo teníamos toda la vida para hacer eso, para compartirlo todo, para querernos y para desvivirnos por el otro. Pero, por desgracia, yo tenía que hacerme cargo de mis problemas y de los de mi padre antes de sumergirme en esa burbuja para siempre.
—Wes, mi amor, sabes que tengo que hacerlo. Nuestra relación no tiene nada que ver con la deuda de mi padre.
Él negó con la cabeza.
—Sería muy fácil coger el dinero, pagarle a ese imbécil y quedarte aquí, a mi lado. ¿Es que no quieres quedarte? ¿No quieres empezar una nueva vida?
—Me encantaría, Wes, pero me conozco —dije poniéndome la mano encima del pecho, justo sobre el corazón—. Sé que, en el fondo, viviría siempre pensando que te debo algo. No sería capaz de devolverte medio millón de dólares fácilmente. Es más, no sería capaz de devolvértelo nunca, y no podemos empezar una relación si yo te debo algo. No está bien, y no sería un buen comienzo.
Los hombros se le desplomaron y me pellizcó las mejillas.
—Me mata pensar que vas a pasar tiempo con otro hombre y que intentará hacer que te enamores de él.
Esta vez fui yo la que le pellizcó las mejillas.
—Eso no va a ocurrir.
—¿No? —preguntó en tono desafiante.
Le acaricié la ceja, que tenía una forma muy arqueada, y negué con la cabeza.
—No, en absoluto.
—Pues te ocurrió conmigo. Yo intenté conquistarte, y estoy seguro de que al menos la mitad, si no todos, intentan conquistarte de alguna manera. ¿Quién me asegura que en estos próximos cinco meses no conocerás al hombre más maravilloso del mundo? ¿Y si ese hombre pretende enamorarte perdidamente? ¿Qué pasará entonces?
Di una profunda inspiración.
—Es imposible.
—Pero es lo… —empezó a decir, hasta que le coloqué dos dedos sobre esos labios que estaba deseando comerme.
—Es imposible porque a mí ya me han conquistado. Ya he conocido al hombre más maravilloso del mundo y ya me he enamorado de él tan perdidamente que no sabría muy bien cómo vivir sin estar a su lado. —Él me regaló la increíble sonrisa de surfista que me moría por ver cada día de mi vida. Me lo tomé como la señal de que había llegado el momento de demostrarle lo importante que era para mí. Acerqué mis labios a los suyos y aspiré su aroma—. Mi corazón te pertenece y mi cuerpo también, porque te amo. Necesito que tengas fe y que confíes en mí —le susurré.
Wes cerró los ojos. Parecía un ángel cuando los tenía cerrados. Sus pestañas negras contrastaban con la piel bronceada por el sol. Su pelo, rubio ceniza cortado a capas, me encogió el corazón con una oleada de devoción tan profunda que apenas si podía respirar. Le aparté un mechón que le había caído sobre una ceja y acaricié su piel con un dedo al llevarlo hacia un lado de la cara, cerca de la barbilla, la cual agarré suavemente con el dedo pulgar y el índice. Entonces le levanté la cara hasta que abrió los ojos.
—Te quiero, Wes. A ti. Por favor, confía en mí para que pueda hacer lo que tengo que hacer. Siempre te seré fiel.
Unos segundos después, lo besé. Noté muy bien el momento en el que el beso cambió. Sus labios se volvieron más firmes, abrió más la boca y su lengua se puso juguetona. En el instante en que entraron los dientes en juego, me colocó una mano en el cuello y empezó a llevar la voz cantante. El deseo y la pasión desenfrenada se apoderaron de nuevo de nosotros y sólo teníamos ganas de volver a hacerlo. Nuestros cuerpos fueron acercándose hasta que nos volvimos uno solo y dejamos volar nuestra imaginación a cientos de kilómetros de donde estábamos.
—Te quiero así para siempre —dijo Wes mientras me cogía del hombro y movía las caderas para embestirme sin descanso.
El placer era tan intenso que hasta me castañeteaban los dientes con cada envite. Le succioné los labios y después llevé la boca hasta su mejilla marcando un camino de besos. Cuando llegué a la oreja, se la lamí hasta que gimió y todo su cuerpo se tensó.
—Yo siempre quiero más —le confirmé casi sin respiración.
Entonces volví a elevar el cuerpo y le apreté fuertemente la polla con las sensibles paredes de mi sexo, intentando buscar el máximo placer no sólo para mí, sino también para él. Cuando le apreté la verga con los músculos de mi sexo como si fuese un torno, él tensó la mandíbula. Me encantaba hacerlo gemir y proporcionarle tanto placer como para olvidar a todas las mujeres con las que había estado.
Embestida tras embestida, nuestros cuerpos chocaban con una fuerza brutal. Aquello no era hacer el amor y tampoco era sexo normal. Era follar como dos posesos. No estábamos enfadados, pero allí no había mariposas, ni arcoíris, ni nada relacionado con el amor. Me decía cosas muy guarras con las que me ponía más y más cachonda y que hacían que me empapara de placer. Deseaba comérsela.
—Te voy a destrozar ese coñito —escupió al tiempo que me follaba.
En ese momento estaba agarrada a la parte alta de la cabecera mientras Wes no dejaba de embestirme con las caderas. Bajé el culo más todavía con la intención de que nuestros cuerpos desnudos chocasen con fuerza. Wes me follaba con tal violencia que hasta perdí la capacidad de hablar coherentemente. Lo único que acertaba a emitir eran gemidos, murmullos y gritos mientras lo cabalgaba, a punto de correrme por segunda vez aquella noche.
Él se metió uno de mis pezones en la boca y me lo mordió con fuerza. Yo grité y lo sujeté contra mi pecho, como haría una madre con su hijo recién nacido. No quería que dejase de lamérmelo, ni de mordérmelo. Estaba en éxtasis y, con cada bocado, me notaba unos calambres de placer indescriptibles en el clítoris.
—Parece que te va esto de que te coma las tetas, ¿eh, nena?
Fui incapaz de responder porque estaba perdida en la maravilla que era que Wes te follase. Cambió de pecho y empezó a lamerme el otro, poniendo más énfasis en la zona del pezón. Acabé moviendo las caderas en círculos, y estaba tan húmeda que incluso se oía el sonido de su cuerpo entrando y saliendo. A punto estuve de desmayarme de placer al notar cómo sacaba la polla y después volvía a metérmela hasta el fondo, restregándola por la sensible piel de mi interior. Aquello era el cielo y el infierno, todo en uno. Ansiaba cada embestida y gemía como una loca. Me encantaba que la sacara, pero me daba miedo que saliera de mí y luego no volviera a entrar.
—Quiero que te corras conmigo dentro, nena. Quiero sentir ese coñito tuyo exprimiéndome la verga. Me pone muy cachondo que no quieras dejarme salir, pero no te preocupes… —Continuó embistiéndome con fuerza mientras yo gemía, notando ya los primeros espasmos de un orgasmo titánico que prometía hacerme estallar—. Te voy a hacer gozar tanto que tus piernas van a recordar este momento varios días. Así quedará bien claro a quién pertenece este chochito que me vuelve loco: a mí. ¡Dámelo todo, nena! —me rogó.
Todos mis músculos se tensaron y noté cómo los nervios me vibraban con cada oleada de placer. Cada centímetro de mi piel ardía. Lo amaba y, lo más importante, lo veneraba. Le pasé las manos por detrás del cuello y uní mis labios a los suyos para darle un beso en el que le entregué todo lo que me quedaba. Le metí la lengua hasta el fondo y le mordí los labios hasta que su cuerpo se puso completamente rígido y convulsionó debajo del mío entre jadeos y gemidos. Seguí besándolo, saboreando su deseo, su pasión y su amor mientras él me llenaba toda con su esencia.
—Amor… —dijo pegado a mi boca con los labios rojos e hinchados por culpa de mis apasionados besos.
—Amor… —repetí yo.
—Eres mía —susurró mientras los restos del orgasmo sacudían su cuerpo.
—Y tú, mío.
No pude decirle nada más, porque era cierto que yo era suya y que él era mío. No había más palabras para definir lo nuestro. Lo único que deseaba era que llegara a comprender mi trabajo para que nuestra relación no se viese afectada. No quería irme, pero no podía quedarme. Al menos, de momento. Dentro de muy poco y, con suerte, para el resto de mi vida, volvería a esa cama y para repetir con ese hombre lo que acabábamos de hacer. Quería verme así dentro de un año, de diez, de cincuenta y hasta que la muerte nos separase.
—Supongo que te vas de todas formas —dijo dándome besos por el cuello y la clavícula, masajeándome la cabeza e intentando llevarme a un estado de puro gozo.
No había cambiado de opinión ni con las dos rondas de sexo desenfrenado.
—Sí, pero ¿sabes qué? —respondí mientras le acariciaba el pelo de la nuca.
—¿Qué? —susurró, algo melancólico.
—Regresaré dentro de tan sólo tres semanas, y te prometo que volveré a casa entre un cliente y otro.
Una sonrisa enorme se le dibujó en la cara.
—¿A casa? —dijo picarón, sin disimular que le encantaba que usase esa palabra para describir la casa de Malibú a la que casi me había obligado a mudarme.
—Sí, mi casa es donde estés tú —aclaré apoyando la cabeza contra su pecho y dándole un beso en el corazón—. Te echaré mucho de menos.
—Yo te echaré de menos más aún —suspiró.
Lo dudaba mucho, pero me encantaba oírlo decir esas cosas con tanta seguridad. Nunca antes había sentido nada parecido por nadie, y ahora comprendía perfectamente por qué la gente vivía de ese modo, comprometida con la persona a la que amaba. Saber que Wes me había elegido a mí para que fuese su luz y su alegría al final de un día duro me hizo sentir un poder que nadie lograría minar. Siempre estaría ahí, brillando con fuerza, para que su amor iluminara mi camino de vuelta a casa.