3
Llegué al aeropuerto con un tirón en el cuello y el corazón destrozado. Dejar a Wes para ir a Dallas a conocer a mi nuevo cliente no era lo que más me apetecía, la verdad. Él quería que me quedara a su lado, que tomara el dinero que me ofrecía y que zanjara el tema. Era un hombre muy cabezota y no aceptaba que yo sintiera la necesidad de solucionar mis problemas sola. Tenía que pagarle la deuda a Blaine sin ayuda y salvar a mi padre para salvarme también a mí misma. Quería terminar una etapa para sentirme victoriosa y para saber que, de una vez por todas, era la dueña de mi destino. Yo.
Había empezado ese camino yo sola, y yo sola pensaba terminarlo. ¿Estaba dispuesta a que me costase mi relación con Wes? No, ni en un millón de años. Sin embargo, necesitaba que él se relajara y comprendiera que en la vida no todo era él y su forma de ver las cosas. No era tan fácil como desembolsar medio millón de dólares y olvidarse de los problemas del mundo. Nosotros todavía nos estábamos conociendo y él ya se había atrevido a tomar la decisión de que me mudase a su casa. Aunque lo peor era que yo lo había permitido.
Sin apenas protestar, había empaquetado todo lo que tenía en mi apartamento de mierda de Los Ángeles, apilado las cajas en uno de sus cinco garajes y dejado una caja con mis posesiones más preciadas, todavía sin abrir, en mi antigua habitación. El resto de mis tonterías podían desaparecer de la faz de la Tierra, porque lo único que me importaba de verdad era lo que guardaba en aquella pequeña caja de sesenta por sesenta. Como no quería malgastar el poco tiempo que teníamos para estar juntos, ni siquiera le había pedido que me dejara colocar mis cosas en su casa para marcar territorio, como suelen hacer la mayoría de las mujeres. Todavía tenía que asimilar que oficialmente acababa de mudarme a casa de Weston, aunque pensaba seguir con mi trabajo como escort durante lo que quedaba de año. Y eso no era algo que a uno le apeteciera contar a los amigos y a la familia sobre su nueva novia.
Tenía la cabeza hecha un lío y salí del aeropuerto distraída y perdida en mis pensamientos. Eché a andar por la acera hablando conmigo misma hasta que una mano cálida me agarró del bíceps y me detuvo. Tuve que levantar la cabeza más de lo previsto para ver el borde de un sombrero vaquero que me hacía sombra y esperé a que mis ojos se acostumbrasen a la luz. Lo primero que vi fueron unos ojos verdes tan llamativos que parecían amatistas, casi como los míos. Eran prácticamente idénticos a los míos. Qué raro. Una sonrisa amable apareció de repente en su mandíbula cuadrada y los dientes blanquísimos se le movieron mientras decía algo que no oí porque estaba demasiado inmersa en mis pensamientos. Por debajo del sombrero salían unos mechones dorados que dejaban claro que la melena que había debajo del mismo era rizada y pedía a gritos un corte de pelo.
—¿Mia? Eres Mia, ¿verdad? —preguntó, y su voz hizo que se me parase el corazón.
Lo que sentí no fue deseo, sino una sensación extraña. Había algo familiar en él, casi como un sueño olvidado del que todavía guardas la impresión al despertar pero que eres incapaz de recomponer.
—Pequeña, ¿estás bien?
Otra mano enorme se posó en mi otro brazo y no pude evitar observarlas detenidamente. Llevaba las uñas limpias y bien cortadas, como si acabara de hacerse la manicura. Di un paso atrás, pero él me cogió todavía más fuerte.
—Estoy bien, lo siento. —Parpadeé varias veces intentando aclararme un poco—. ¿Nos conocemos de algo?
Su sonrisa se volvió más amplia.
—No, pero durante el próximo mes nos conoceremos en profundidad. Soy Maxwell Cunningham, Max para los amigos —dijo tendiéndome una mano gigantesca.
Noté los callos en la palma de la mía, arañando mi piel fina y suave. Llevaba puesto un polo amarillo que se le ajustaba mucho al pecho musculado y la tela dejaba entrever la forma de su cuerpo. Parecía que la costura de las mangas le iba a reventar de un momento a otro por culpa del tamaño de sus bíceps, y no pude evitar fijarme en que la prenda le quedaba de vicio. Vestía también unos vaqueros oscuros con un cinturón de cuero muy ancho que se abrochaba con una hebilla plateada de, al menos, cinco centímetros de ancho y ocho de largo, adornada con una estrella dorada justo en el centro. En los pies llevaba unas viejas botas de cowboy de color teja que hacían juego con el cinturón. Se notaba que se había esforzado por ir bien conjuntado y, mientras yo observaba su vestimenta, él hacía lo propio conmigo. Aquellos ojos verdes tan parecidos a los míos analizaron mi vestido de verano y mis sandalias. Me había dejado el pelo suelto y mis rizos negros campaban a sus anchas.
—Eres preciosa —susurró de forma extraña, como si no pensara realmente lo que acababa de decir.
Tenía una mirada hechizante y me observaba de una manera que me hacía querer acercarme para abrazarlo. No sabía por qué sentía ese deseo, sobre todo después de lo que Aaron me había hecho en Washington.
Observé a la gente que pasaba por nuestro lado y me cogí el vestido sólo por tener las manos ocupadas en algo. El espacio que había quedado entre nosotros era incómodo y espeso, como si tuviésemos algún tema pendiente. Cuando un hombre le dice a una mujer que es preciosa y la mira de una forma que casi la deja desnuda, lo que se espera de ella es algún tipo de respuesta.
—Pues… gracias —dije finalmente.
De repente, él abrió mucho los ojos.
—Vaya, lo siento. No quería que sonara así. Es que eres preciosa, muy guapa. Había visto fotos tuyas, pero no me había preparado para tenerte en vivo y en directo. Joder…, eso también ha sonado fatal —dijo rascándose la nuca y mirándose los pies con el ceño fruncido, a juego con sus prominentes labios.
—Señor, ¿es ésa su camioneta? —preguntó, interrumpiendo nuestra extraña charla, un guardia de seguridad del aeropuerto con un chaleco fluorescente al tiempo que señalaba una pick-up Ford D-150 plateada.
—Sí, ¿pasa algo? —respondió Max.
El hombre asintió con la cabeza.
—Pasará si no la aparta. Está obstaculizando el tráfico, así que llévesela —dijo señalando de nuevo el vehículo.
—Vaya, lo siento. Mia, por aquí.
Cogió mi maleta, abrió la puerta de la camioneta y la lanzó al interior. Después abrió la puerta del pasajero y se dispuso a ayudarme a subir tendiéndome la mano. La miré como si acabara de meterla en ácido.
—Mia, pequeña, jamás te haría daño —se apresuró a decir—. Los buenos modales no son mi punto fuerte, pero si vienes conmigo al rancho, te ayudaremos a instalarte y Cyndi te facilitará mucho las cosas —añadió sonriendo aún con la mano tendida.
Cuando por fin le di la mía, tuve esa extraña sensación de nuevo y una imagen pasó fugazmente por mi cabeza. Fue tan sólo una milésima de segundo, como cuando no recuerdas el nombre de una canción y lo tienes en la punta de la lengua.
—¿Quién es Cyndi? —pregunté mientras subía a la camioneta y me acomodaba.
Él sonrió de oreja a oreja y me pareció que ese gesto me resultaba familiar. Estaba casi segura de que lo conocía de algo. No podía ser otra cosa. Maxwell se colocó todo lo grandullón que era detrás del volante, arrancó el motor, comprobó los retrovisores y puso la camioneta en marcha.
—Cyndi es mi mujer.
Tras dos horas metidos en la camioneta, por fin enfilamos un camino de grava. Al fondo se veía una casa amarilla de dos plantas en mitad de un rancho con todas y cada una de las ventanas cubiertas por unas persianas de color azul brillante. Una valla blanca rodeaba la parte delantera de la casa, y una niña pequeña, sentada sobre una manta, jugaba a las muñecas bajo el sol de agosto. Una mujer con un vestido veraniego largo permanecía apoyada contra una de las columnas blancas de madera que enmarcaban la escalera que conducía al porche cubierto. Su vestido mezclaba tonos azules y verdes, e inmediatamente me recordó a las aguas tropicales que había visto en Miami. La vi colocarse una mano sobre el vientre, abultado y redondito. Parecía que estaba a punto de estallar. El vestido largo dejaba entrever una barriga del tamaño de una pelota de baloncesto como poco. Tenía el pelo de color castaño claro, y la suave brisa le mecía los mechones que la cinta que llevaba no conseguía sujetar. Su persona y la fertilidad que desprendía de una forma involuntaria la hacían parecer un ser etéreo, colocado allí para el momento.
Cuando el coche se detuvo, saludó a Max y le sonrió. A él volvió a aparecerle en la cara la misma sonrisa enorme que había puesto hacía un par de horas al hablar de su esposa. Yo ya sabía que ella se llamaba Cyndi, que tenían una hija llamada Isabel y que venía de camino un niño. Max estaba entusiasmado con la idea de poder dejarle en herencia a un niño varón el apellido Cunningham.
También me había contado que era hijo único, que lo había criado Jackson Cunningham, recientemente fallecido, y que le había dejado el cincuenta y uno por ciento de su negocio. El otro cuarenta y nueve por ciento restante tenía que ir a parar a su supuesta hermana, a la que jamás había visto y con la que, por casualidad, yo compartía fecha de nacimiento y nombre. Todavía no me quedaba claro del todo qué quería que hiciese yo, pero me dijo que, durante el próximo mes, iría comprendiéndolo todo mejor.
Por mi parte, estaba encantada de que estuviese casado y de que fuese tan feliz. Así no tendría que fingir que me interesaba sexualmente. Ahora que acababa de empezar una relación con Wes, me aliviaba saber que sólo debería hacerme pasar por una hermana a la que no había llegado a conocer. No tendría que cogerlo de la mano, ni fingir cariño, ni besar a nadie.
Seguro que la buena nueva también alegraría mucho a mi surfista particular. El corazón me dio un vuelco al pensar en Wes. Llevábamos separados menos de un día, pero la distancia entre nosotros se notaba más de lo que había imaginado. Y eso que en los meses anteriores había pasado varias semanas en diferentes sitios sin tener noticias suyas. Joder, en mayo ni siquiera nos habíamos mandado un solo mensaje porque estábamos fatal después de la debacle de Gina. Casi vuelvo a encenderme al recordar cómo una de las mujeres más sexis de Hollywood le había puesto las zarpas encima a mi chico.
Antes de darme cuenta, Maxwell me había abierto la puerta y me estaba ayudando a bajar.
—Cielo, te presento a Mia. Bell, ven a saludar a una amiga de papá —le dijo a la niña.
Su mujer bajó los escalones con una mano apoyada en la barandilla y con la otra puesta en la enorme barriga. Cuando se acercó a nosotros, él le colocó una mano en el vientre y le pasó la otra por detrás del cuello. Bajó un poco la cabeza y miró a su mujer a los ojos.
—¿Cómo estás, mi amor? ¿Todo bien? —preguntó al tiempo que ella le sonreía y las mejillas se le ruborizaban mientras asentía con la cabeza—. ¿Y nuestro pequeño? — volvió a preguntar acariciándole la barrigota.
—Tan perfecto como siempre, Max. Estamos bien, de verdad —contestó ella, y se acercó a su marido para darle un beso muy dulce en los labios antes de volver a retirarse. Tenía los ojos azules, como dos zafiros brillantes, que me llamaron mucho la atención. Entonces me ofreció su pequeña mano—. Cyndi Cunningham. Bienvenida a nuestro hogar.
Se la estreché.
—Mia Saunders. Es un placer estar aquí. —La niña se había escondido detrás de las piernas de su madre y sólo asomaba un bracito por detrás de su rodilla—. Y ¿quién es esta cosita preciosa que se esconde ahí? —dije señalando a la pequeña tímida.
Maxwell cogió aire y el pecho se le hinchó todavía más.
—Es mi hija, Isabel. Bell, cielo, ven a saludar a la amiga de papi.
La niña sacó la cabeza de detrás de las piernas de su madre. Tenía los ojos verdes y el pelo dorado le enmarcaba la carita en forma de corazón como un halo de luz, igual que a su padre. Salió de su escondite haciendo pucheritos con sus labios angelicales. En cuanto le vi los ojos y el pelo, volví a tener esa sensación de familiaridad. Seguro que había coincidido con aquella familia en algún momento, pero no conseguía acordarme.
—Hola, soy Mia —dije moviendo un dedo a modo de saludo mientras Isabel se agarraba con fuerza al vestido de su madre y levantaba polvo con los piececitos al arrastrarlos de un lado para otro. Llevaba puesto un vestido con arcoíris muy adecuado para su edad, que, según me había dicho Max, eran cuatro años—. Me encanta tu vestido.
Enseguida se le oscurecieron los ojos verdes.
—Me gustan los arcoíris. Son muy chulos.
—Sí, estoy de acuerdo. ¿Has visto alguna vez uno de verdad? —le pregunté arrodillándome para mirarla a los ojos. La niña asintió con la cabeza con el entusiasmo típico de su edad—. Yo también. ¿Sabes lo que dicen de los arcoíris? —Sus ojitos dulces se entornaron y negó con la cabeza—. Hay una leyenda irlandesa que dice que al final del arcoíris hay una olla llena de oro. Y esa olla de oro está siempre protegida por un leprechaun. Son unos amiguitos muy simpáticos vestidos con un traje verde y un sombrero de copa a juego.
La niña rio.
—¿Podemos buscar uno mientras estés aquí? —preguntó con un hilo de esperanza en la voz.
—Tiene pinta de ser toda una aventura. Podríamos ir a buscarlo juntas, ¿qué te parece? —le dije como si fuese lo más normal del mundo.
Isabel me cogió de la mano. Cyndi y Max nos observaban boquiabiertos. Era evidente que no daban crédito, porque intentaban hablar pero no conseguían articular palabra.
—Te enseñaré la casa. ¿Te gustan las tortitas? ¿Y los Osos Amorosos? ¿Cuál es tu favorito?
Cuando un niño feliz te arrastra a su mundo de semejante manera, lo único que puedes hacer es dejarte llevar, y eso fue lo que hice yo.
—Pues… me gusta mucho Suertosito, el que lleva un trébol en la barriga. Por cierto, las tortitas me encantan, sobre todo con sirope de chocolate por encima.
La niña dejó de caminar, se volvió, cruzó los brazos sobre el pecho y dio un golpe en el suelo con su pequeña sandalia.
—¿Cómo es posible que nunca les hayamos puesto chocolate nosotros? —preguntó a sus padres, plenamente convencida de que el asunto requería una atención inmediata.
Cyndi y Max se rieron y menearon la cabeza.
—Las probaremos al estilo de Mia mañana por la mañana, cosita —respondió Cyndi acariciándole el pelo a su hija—. Ahora ibas a enseñarle su habitación, ¿recuerdas?
Isabel giró de nuevo sobre sus pies y echó a correr escaleras arriba riendo.
—¡Vamos, Mia! —gritó.
—¿Siempre tiene tanta energía? —les pregunté a sus padres mientras subía la escalera detrás de la niña.
—¡Sí! —respondieron ambos al unísono.
—Pues va a ser un mes divertido, no me cabe la menor duda —dije volviendo la cabeza para comprobar si venían detrás de mí.
Max se rascó el cuello y miró a su mujer. Ella tenía la mirada perdida y no nos observaba a ninguno de los dos.
—Nos alegramos de que estés aquí, Mia —fue lo único que dijo. El tono me sonó raro, y me preocupó. Sin embargo, tenía la sensación de que, tarde o temprano, acabaría pensando justo lo contrario.
Aquella noche, una vez instalada en mi habitación, cogí el teléfono y llamé a Wes.
—Hola, nena. ¿Ya te has metido en la cama? —preguntó sin ningún preámbulo.
—Pues sí. ¿Y tú? —Sonreí mientras me acurrucaba debajo de la sábana.
—Todavía no —respondió, y bostezó.
—Parece que estás cansado.
Afirmó con un murmullo que me recorrió todo el cuerpo y que me humedeció entera, tal y como yo le hacía a él. Traidor.
—Lo estoy. Ha sido un día muy largo y te echo de menos. Has estado aquí menos de una semana y ya me he acostumbrado a tenerte en la cama.
Solté una risotada y empecé a juguetear con un hilillo que colgaba de la costura de la sábana.
—Lo que echas de menos es follarme.
—Cierto. Tenerte desnuda en mi cama tiene efectos colaterales, obviamente. Pero me gusta dormir acompañado, y eso va a ser lo peor de todo, aparte de no oír los ruiditos que haces cuando te das la vuelta y me restriegas por el brazo la nariz y la boca, para después babeármelo entero.
—¡Yo no babeo!
Wes rio con ganas y eso me hizo sentirme mucho más triste. Debíamos estar otras tres semanas separados, pero lo peor de todo era que él estaría en casa y no por ahí, rodando alguna película.
—Bueno, no babeas, pero te acurrucas a mi lado. Antes lo odiaba, pero ahora me encanta.
—Te quiero —solté de repente.
—Lo sé —dijo con un suspiro.
El sonido de su respiración calentó la conversación mientras yo me imaginaba allí, con la cabeza apoyada en su pecho desnudo, escuchando ese sonido y notando cómo su aliento me hacía cosquillas en la cabeza. Me di la vuelta y hundí la cara en las sábanas para aspirar su agradable aroma a detergente de lavanda.
—Háblame de tu cliente —pidió—. ¿Sabes ya por qué necesita que te hagas pasar por su hermana?
—Todavía no. De camino a casa desde el aeropuerto me ha contado que su padre, Jackson, recientemente fallecido, le ha dejado a él el cincuenta y uno por ciento de su empresa y el resto a una supuesta hermana a la que no conoce y que ni siquiera sabía que existía.
—Qué raro —añadió Wes.
—¿Verdad? Al parecer, según lo que el padre escribió de su puño y letra en el testamento, la hermana se llama igual que yo y nació el mismo día. Es todo un poco raro, aunque Mia es un nombre bastante corriente. En mi clase del colegio éramos dos, y Saunders también es un apellido común. Según Max, que es mi cliente, el apellido estaba escrito a mano y las letras bailaban un poco, por lo que aumenta mucho el número de candidatas en potencia. También me ha dicho que fue pura suerte encontrarme y que estuviese a su alcance, aunque no sé qué significa eso.
—Pues a mí me parece extraño que te llames igual, que nacieses el mismo día y que él haya dado contigo. ¿Cómo te encontró?
No lo había pensado, pero era una muy buena pregunta.
—No tengo ni idea, aunque pienso descubrirlo.
—¿Qué más sabes de ese tío?
Por su tono, supe que estaba pensando en investigarlo, cosa que me halagaba y me molestaba a partes iguales. Tía Millie ya lo había investigado y me había confirmado que era inofensivo. Asquerosamente rico, pero nada de lo que preocuparse, y nada que Weston tuviese que investigar más a fondo.
—Wes… —dije en tono de advertencia para que supiese lo que pensaba—. Es un hombre inofensivo. Tiene treinta años, es vaquero y vive en un rancho normal, sin todos esos lujos ostentosos que tendría cualquier persona rica. Su mujer, Cyndi, es encantadora y está embarazada de su segundo hijo. Es niño, y el pobre Max está loco de contento. Tienen una hija de cuatro años que se llama Isabel y que también es encantadora. Son completamente normales.
—Y ¿para qué contrata una familia normal a una escort? Nena, esto es muy raro. Entiendo lo del nombre, pero podría haber contratado a cualquier persona para que se hiciese pasar por su hermana si el futuro de su empresa pende de un hilo. ¿Por qué tú? ¿Por qué alguien con el mismo nombre y la misma fecha de nacimiento?
—Puede que no sea el mismo nombre exactamente — intenté justificar sin resultado. Wes se quejó al otro lado de la línea y enseguida supe que se estaba tirando del pelo—. ¡No te tires del pelo! —grité de repente.
—¿Cómo lo has sabido? —Se rio.
—Siempre te tiras del pelo cuando estás cabreado. Me encanta tu melena, y quiero seguir viéndola así el resto de mi vida o, al menos, durante los próximos treinta años, por lo que deja de darte tirones. Te vas a quedar calvo antes de hora.
Las carcajadas resonaban en el auricular del teléfono. Finalmente oí un suspiro y Wes volvió a hablar.
—Vale, vale, pero que sepas que mi padre sigue teniendo el pelo perfecto a su edad. No creo que haya que alarmarse.
Imaginar a Wes con treinta años más hizo que me pusiese más caliente todavía.
—No te preocupes por mí, ¿vale?
—Eso no va a ser posible. Me preocuparé hasta que vuelvas a estar en casa, durmiendo a mi lado. Por cierto, ¿dónde me has dicho que estaba el rancho?
Esta vez fui yo la que no pudo evitar reír. Mi chico era terco como él solo. Le di la dirección y oí el sonido de las teclas al otro lado del teléfono.
—¡No me jodas! —exclamó.
—¿Qué? —pregunté preocupada.
—Tiene el rancho justo al lado del de un amigo mío. Bueno, es su mujer la que es amiga mía, pero sólo vive allí la mitad del año. Estuve en su boda en ese mismo rancho.
—¿Quién?
—Aspen Bright-Reynolds. —El nombre me sonaba, pero no le ponía cara—. Bueno, ahora ya es Aspen Jensen. Está casada con Hank Jensen, que es el dueño de toda la propiedad adyacente a la finca de los Cunningham. No puede ser… Ahora recuerdo que me presentaron a Maxwell —añadió muy sorprendido—. Deberías ponerte en contacto con Aspen si está por allí. Yo la llamaré.
Que mi chico nombrase con tanta familiaridad a otra mujer hizo que la bruja de ojos verdes que habitaba dentro de mí saliese de su escondite.
—¿De qué la conoces?
—Tiene negocios. Es la propietaria de AIR Bright Enterprises. ¿Crees que yo soy rico? Pues ella está de las primeras en la lista de las mujeres jóvenes más ricas. Tiene treinta años y ha tenido una hija hace poco. Sé que intentan ir a menudo al rancho porque Hank es todo un vaquero y le encantan los espacios abiertos. Me pondré en contacto con ella y os organizo algo, si te parece.
—Bueno, no sé… No te tengo aquí para que nos presentes, y se me haría un poco raro.
—Vale, pero seguiré investigando a los Cunningham de todas formas.
—Cariño, ya lo ha hecho tía Millie y…
No me dejó acabar.
—Eres mi novia y me preocupo por ti. Así me sentiré más cómodo. Si vas a pasar tanto tiempo lejos de nuestro hogar, tengo que asegurarme de que estás a salvo. Además, este asunto es muy raro. Eso no me lo puedes negar.
Sinceramente, dejé de prestar atención después de oír lo de «Eres mi novia y me preocupo por ti». Se me hacía muy raro que un hombre se preocupara por mí tanto como para investigar a la gente con la que trabajaba. Jamás me había sucedido. Sólo de pensarlo me entraron ganas de subirme a un avión, ir hasta su casa de Malibú y sentarme encima de su polla. Por desgracia, no podía hacer ninguna de esas cosas, así que no me quedó otra que responderle.
—Bueno, vale. Haz lo que quieras si así duermes mejor, Wes. Pero no te preocupes por mí. En fin, me voy a sobar.
—¿A sobar? ¿Ya han convertido a mi señorita en una chica de campo? —se burló él.
—Te quiero —dije con una risita.
—Sueña con los angelitos.
Echaba tanto de menos el sonido de su voz que no pude evitar pegarme más el teléfono a la cara.
—Querrás decir que sueñe con estar en tus brazos. — Me callé hasta que lo oí suspirar—. Mañana te llamo.
—Te quiero. Cuídate.