7
¡Los taxistas de Las Vegas son lo más! Les das un billete de cien dólares y son capaces de saltarse absolutamente todas las normas de tráfico. Saber que mi amiga estaba en casa, que la habían secuestrado, golpeado y liberado, y todo en un día, me tenía loca de preocupación. Todas mis terminaciones nerviosas echaban chispas como un cable de alta tensión expuesto y listo para atacar a cualquiera que osara acercarse.
Cuando el taxista se detuvo delante de su apartamento, le tiré un puñado de billetes de veinte dólares que guardaba como dinero para emergencias, además de los cien que ya le había prometido. Salí pitando del coche y subí corriendo los escalones hasta la puerta.
En lugar de golpearla como si mi vida dependiera de ello como quería, saqué el llavero con la tabla de surf que tenía cinco llaves: la de la casa de Wes; la de la casa de mi padre; la del apartamento de Maddy; la de Suzi, mi moto, y la del apartamento de Ginelle. Cinco recuerdos de metal de las personas que más me importaban en este mundo, aunque de repente me había salido una horda de amigos nuevos.
Introduje la llave en la cerradura, abrí la puerta y entré de puntillas sin hacer ruido. La lámpara de la mesita auxiliar que estaba junto al sofá estaba encendida, pero no se oía ni una mosca. Pasé por delante del sofá gigante de color bermellón, que era demasiado grande para el espacio pero también el mueble más cómodo del universo. Cuando me sentaba en él, se amoldaba a mis muslos y a mi espalda como si me estuviera dando un esponjoso abrazo de bienvenida. Sí, era el mejor.
Las luces de la cocina y el pasillo estaban apagadas, sin rastro de vida. Avancé lentamente por el pasillo hacia los dos dormitorios. Gin siempre dejaba una habitación como cuarto de invitados. Decía que quería asegurarse de que siempre tuviera un sitio donde quedarme allá donde viviera. Ésa era la clase de mejor amiga que ella era. La luz de su dormitorio estaba encendida. Llamé a la puerta.
—Gin, soy Mia —dije.
—Vete. —La oí farfullar entre sollozos.
Abrí la puerta. Estaba hecha un ovillo en un rincón del cuarto, vestida todavía con el atuendo del trabajo hecho jirones. Tenía sangre seca alrededor de la nariz y de la boca y también en el cuello. Las lentejuelas rosa centelleaban con el reflejo de la intensa luz. Había encendido la lámpara del techo, las de las dos mesillas de noche y la del cuarto de baño. Aquella habitación estaba tan iluminada como la cabalgata de Disneylandia. Tanto era así que resultaba imposible mantener los ojos totalmente abiertos. Entornándolos, me acerqué poco a poco a ella y me agaché. Su cuerpo tembló como una hoja. Coloqué una mano sobre su rodilla y ella dio un respingo castañeteando los dientes. Las lágrimas descendían por sus mejillas y dejaban negras y pegajosas manchas de rímel y maquillaje mezcladas con porquería por su cara. Tenía el pómulo hinchado, el ojo se le estaba poniendo de un color morado que no me gustaba nada, y puede que necesitara puntos en el labio.
En ese momento me invadió una ira como nunca antes había sentido. Era tan abrasadora que temía escaldar a mi mejor amiga sólo con tocarla. Sabiendo que me necesitaba, apreté la mandíbula y los dientes con tanta fuerza que los oía rechinar desde dentro. Me hervía la sangre al ver su cuerpo menudo maltratado, magullado y destrozado. Inspiré hondo varias veces y cogí sus manos entre las mías.
—Ven, cielo. Voy a cuidar de ti.
Ginelle sacudió la cabeza violentamente.
—No, tienes que ir-irte. Si v-vuelven, se te ll-llevarán. Dijo, dijo q-que iba a hacerte s-suya, Mia. No p-pararán hasta que t-te tengan. —Me agarraba de los bíceps con tanta fuerza que sabía que a la mañana siguiente tendría las marcas de sus dedos en forma de moratones—. Esta vez n-no p-parará hasta que t-te tenga —balbuceó mientras castañeteaba los dientes con los ojos de un intenso azul aciano.
La pobre estaba acojonada, y detestaba el hecho de que fuera por culpa mía. Habían hecho daño a mi mejor amiga por mí. Pero, por suerte, estaba bien, y me aseguraría de que siguiera estándolo.
Estreché su cuerpo entre mis brazos. Al cabo de un segundo, las lágrimas se tornaron en sollozos, y éstos en un llanto agitado. A lo largo de veinte minutos dejé que se desahogara, que exorcizara los demonios de lo que le había sucedido. Jamás desaparecería. Probablemente durante mucho tiempo estaría mirando por encima del hombro y comprobando dos y hasta tres veces las puertas antes de irse a dormir. Era muy posible que necesitara ayuda psicológica para superarlo. Necesitara lo que necesitase, yo se lo daría. Haría lo que fuera por ayudarla a salir de ésa.
—Venga, cielo. Vamos a limpiarte —dije, y le pasé la mano por el pelo y la espalda en largas y tranquilizadoras caricias.
Ella asintió y permitió que la ayudara a levantarse. Cuando pude ver su ropa, estuve a punto de perder los papeles una vez más. Tenía la parte delantera rajada hasta el ombligo. La fina tela apenas cubría sus pechos. También tenía cortes cerca de ambos muslos, como si el muy cerdo hubiera intentado tener unas buenas vistas de sus partes bajas. Le di la vuelta y la dirigí hacia el cuarto de baño. Me mordí la lengua con tanta fuerza que sentí mi propia sangre en un intento de no gritar, chillar y destruirlo todo a mi paso hasta encontrar a esos hijos de puta y meterlos en un agujero a dos metros bajo tierra con mis propias manos.
Dejé correr el agua de la ducha y la ayudé a quitarse la ropa. Se cubrió los pechos inmediatamente, como si no se los hubiese visto un millón de veces ya. Gin no era pudorosa, ni yo tampoco. Nos conocíamos de toda la vida, pero si eso la ayudaba, no iba a decirle nada. Comprobé que el agua estaba bien de temperatura, me quité la camiseta y los pantalones y me quedé en bragas y sujetador. Después me metí con ella en la ducha.
Con un esfuerzo tremendo, la limpié, poniendo especial cuidado con los numerosos cortes, arañazos y magulladuras que tenía por todo el cuerpo. Ojalá hubiéramos podido denunciarlo, pero conociendo a Blaine y sabiendo el montón de gente del Departamento de Policía que tenía en el bolsillo, no habría servido de nada. El muy cerdo se reiría en nuestra cara. Vertí una copiosa cantidad de gel de ducha en la esponja de flor y fui dándole instrucciones como a los niños pequeños de que levantara un brazo y luego el otro, y después un pie, y luego el otro. Vertí más jabón en la esponja y se la puse en las manos.
—Lávate las tetas y el chocho, Gin.
Ella asintió y me obedeció como si fuese un robot que sólo seguía órdenes. Cogí un poco de champú y lavé su cabello largo y rubio, frotándole el cuero cabelludo lentamente con la esperanza de que mi masaje la ayudase a sentirse menos tensa. Cuando llegué a la nuca, suspiró, y por fin sus hombros tensos se relajaron y cayeron. ¡Un punto para Mia!
Repetí el proceso con el acondicionador, atenta a mis movimientos, sin tocar el resto de su cuerpo. De pequeñas y de adolescentes nos habíamos duchado juntas cientos de veces, pero, después de lo que había pasado ese día, quería asegurarme de transmitirle cariño, no abusos. Quería que sintiera que respetaba su espacio, y que estaría allí para lo que me necesitara.
Esa mujer era, a todos los efectos, mi hermana, y la quería más que a mi propia vida. Si hubiera podido cambiarme por ella, lo habría hecho de buena gana con tal de ahorrarle hasta el más mínimo dolor.
—Cariño, lávate la cara muy suavemente con esto, ¿vale? —dije, y le pasé el jabón facial.
Frotó las manos sobre la barra como si se las estuviera calentando. Le quité la pastilla, y ella llevó las manos a su rostro e hizo lo que le había dicho. Cada vez que se acercaba al labio, al pómulo o al ojo, hacía una mueca y sofocaba un grito de dolor. Cada uno de sus sonidos era como un clavo más en el ataúd de Blaine. Quería que pagara por lo que le había hecho a Ginelle. Joder, quería que muriera desangrado por lo que les había hecho a mi padre y a mi mejor amiga. Lo de secuestrarla para demostrarme de lo que era capaz había sido demasiado. Tenía que pensar en algo. No podíamos vivir eternamente atemorizados, con la preocupación de que cada vez que alguien a quien yo quería saliera de casa o del trabajo uno de los matones de Blaine pudiera llevárselo y torturarlo sólo para tenerme dominada.
Cuando terminó de lavarse entera, observé cómo el último remolino de jabón y sangre se colaba por el desagüe. Salí de la ducha y la dejé a solas un rato.
Mientras me secaba, me dirigí a su dormitorio y cogí un par de bragas. Me quité las mías mojadas y me puse unas suyas y uno de sus sujetadores de deporte. Para lo pequeñita que era Ginelle, tenía sus buenas curvas, pero yo tenía las tetas mucho más grandes y jamás me cabrían en uno de sus sujetadores con aros. Después, saqué dos camisetas de tirantes y dos pantalones de cuadros de vellón del cajón de los pijamas. A mí me quedarían como para ir a pescar, pero daba igual. Como no quería dejarla sola demasiado tiempo, me puse rápido el pijama y llevé el resto de la ropa al cuarto de baño.
Cuando entré, no se había movido. Ni un centímetro. Estaba allí plantada, con el agua cayendo sobre su espalda y la mirada perdida hacia el otro extremo de la ducha. Me acerqué, cerré el grifo, cogí la toalla gigante que había al lado de la ducha y la envolví con ella. Gin no se quejó ni dijo nada mientras la secaba; mantenía la mirada baja y perdida hacia un lado, sumida en sus propios pensamientos.
—¿Quieres hablar de ello? —le pregunté.
Negó con la cabeza. Era el primer movimiento que hacía por voluntad propia, sin que se lo ordenara.
—Está bien, no tienes por qué hacerlo.
Cerró los ojos e inspiró hondo. Las lágrimas empezaron a descender por sus mejillas, pero no dije nada. Si hubiera querido hablar de ello, lo habría hecho. De momento, me limitaría a cuidar de ella y a estar allí. Era lo mejor que podía hacer por ella. Después de vestirla, la guie hasta el inodoro y la senté sobre la tapa. Después le levanté la barbilla con el índice y el pulgar para inspeccionar su rostro. Tenía el labio bastante abierto, pero no tanto como para que no se le curase por sí solo.
—Ahora mismo vuelvo —dije, y me di la vuelta, pero antes de que pudiera llegar a alejarme un paso, me agarró de la camiseta de tirantes y me retuvo allí.
—No me dejes sola —pidió con voz temblorosa.
Le cogí las manos y le abrí los dedos para que soltara la camiseta.
La miré directamente a los ojos, que ahora estaban de un color entre verde pálido y azul aciano.
—Gin, no voy a dejarte sola. Voy a por el botiquín que está en el pasillo para curarte la cara, ¿vale?
Tenía las pupilas tan dilatadas que parecían dos agujeros negros gigantes. Estaba temblando, pero se limitó a asentir. Le di un apretón en las manos y después me incorporé y salí muy despacio de la habitación. En cuanto traspasé el umbral de la puerta, corrí hasta el armario y rebusqué hasta que di con la caja roja con la gran cruz blanca en la parte superior. Embutí las cosas que se habían caído a mi alrededor de nuevo en el armario y corrí otra vez junto a Ginelle. En esta ocasión tampoco se había movido, estaba allí quieta, mirando al vacío. Vi cómo se le ponía la carne de gallina cuando me acercaba.
—Una cosa más.
Corrí al armario y cogí su sudadera favorita. Era rosa eléctrico y tenía unas deslumbrantes bolitas de metal en la parte de atrás que formaban unas alas de ángel que cubrían toda la espalda. Le puse la capucha por encima del pelo mojado, la ayudé a meter los brazos y le subí la cremallera. Una vez más, suspiró y colocó las manos debajo de las sisas para sentir la prenda pegada a su cuerpo.
Intentando ser lo más cuidadosa posible, le apliqué un poco de pomada en los numerosos cortes y le puse unas tiritas donde era posible. Después le di cuatro ibuprofenos.
—Esto te aliviará el dolor. ¿Tienes hambre?
Sacudió la cabeza, y la ayudé a ponerse de pie. Retiré las mantas de la cama y la metí dentro. Me aseguré de que toda la casa estuviera bien cerrada, envié un mensaje a Maddy y a Max para decirles dónde estaba y me metí en la cama con Gin. Me volví, puse un brazo alrededor de su cintura, me pegué a su espalda y me acurruqué contra su cuello.
—Todo irá bien, Gin. Yo estoy aquí. Lo siento, siento que te haya pasado esto, pero te juro, te juro por Dios que no volverá a pasar jamás. Te lo prometo.
Se llevó mis dos manos al pecho para sentirme aún más cerca. Entonces, una vez más, se echó a llorar, y con ganas. La abracé, la consolé, y le hablé con voz suave hasta que al final se quedó dormida. Después, agotada, yo también me sumí en el mundo de los sueños.
Una suave caricia ascendía y descendía por mi brazo. Abrí los ojos adormilada y me encontré frente a frente con la única persona a la que necesitaba ver más que respirar.
—Estás aquí —susurré, con miedo de que, si parpadeaba, desaparecería.
Wes acarició mis brazos con las yemas de los dedos para consolidar su presencia.
—Claro que estoy aquí, nena. ¿Dónde creías que estaba? —Inclinó la cabeza hacia un lado y una sonrisa petulante se dibujó en sus labios. Qué guapo era.
Tragué saliva para contener la emoción que me embargaba.
—Lejos. Creía que te había perdido.
Él se inclinó hacia adelante y recorrió mi cuello con los labios por encima de la camiseta de tirantes, dándome besos y pequeños mordisquitos.
—Al único sitio al que voy a ir, nena, es al que hay entre esas piernas. Sepáralas —dijo, y me agarró la parte interna de los muslos con determinación.
Sin pensarlo dos veces, lo obedecí y me abrí completamente para él.
Él se sentó sobre los talones y me puso el pulgar en mi punto caliente como si tuviera rayos X en los ojos y pudiera ver a través de mis bragas la carne rosada que había debajo. Movió el dedo en círculos, masajeando mi ansioso núcleo de necesidad. Estaba concentrado en la tarea que tenía delante, con los ojos fijos en el espacio que tenía entre las piernas.
—Vaya, mira cómo se empapa el algodón ante mis ojos.
Ronroneé y levanté las caderas, desando más, necesitando más.
—Cariño… —dije sin aliento, meneando las caderas al ritmo de sus benditos circulitos.
—¿Crees que puedo hacer que te corras sin llegar a tocar tu cuerpo desnudo? ¿Hacer que grites de placer tocándote sólo con el pulgar? —Su mirada era ardiente, y cada uno de sus lentos parpadeos reflejaban su intenso deseo.
Se relamió y vi cómo sus labios se humedecían. Deseaba besarlo más que nada en el mundo. Movió el pulgar con movimientos rápidos y pequeños y no pude evitar arquearme.
—¿Qué me dices, Mia? ¿Crees que puedo?
Sabía perfectamente lo que se hacía. Me estaba diciendo obscenidades y jugando conmigo. El hecho de que me estuviera tocando con una barrera de por medio me estaba poniendo a mil.
Se inclinó hacia adelante sujetándome las piernas con sus potentes bíceps y apoyó los codos a ambos lados de mis muslos para impedir que me moviera. Rozó mi clítoris con la nariz e inhaló profundamente.
—Dios mío, nena, qué bien hueles. Echaba tanto de menos enterrar el rostro en este calor… Es el mejor lugar del mundo.
Pasó la nariz por mi sexo cubierto por la tela y frotó mi clítoris erecto. Tenía la boca justo donde yo la quería y podía sentir el húmedo calor de su aliento a través de las bragas. Entonces pasó al siguiente nivel y comenzó a lamer y a chupar la tela húmeda mientras gemía del placer que le provocaba saborearme a través de la prenda. Aquello me proporcionaba una nueva sensación, una que no había experimentado antes, pero estaba deseando arrancarme las bragas para que me saboreara entera, sin barreras.
—Wes… —Meneé las caderas lo mejor que sabía hasta que volvió a inmovilizarme.
—No te muevas, cariño. Quiero obligar a tu cuerpo a aceptar cada pizca de placer que te proporciono. —Y entonces se puso a trabajar.
Wes empezó a lamerme y a chuparme tanto los labios menores como el clítoris a través del tejido de algodón que me cubría. No tardé en estar tan mojada que me daba igual si me estaba devorando por encima de la ropa interior, era una sensación increíblemente placentera. En el instante en que frotó mi punto más dulce con el pulgar y hundió la lengua en mi sexo, noté el roce del algodón sobre el hipersensible tejido y todo mi cuerpo se tensó. Empecé a sentir una presión en mi sexo que ascendía hasta mi pecho, envolvía mi corazón y se extendía hacia mis extremidades, hasta que comenzaron los espasmos. Aquel placer me electrificaba, pero Wes no se detenía. Me sostuvo quieta y me obligó a aceptar el placer una y otra vez hasta que me apartó las bragas y hundió su lengua profundamente en mi hendidura, y lo hizo con tanta avidez que sus movimientos me empujaron hasta la cabecera de la cama. En ningún momento le parecía que estaba lo bastante cerca, y sus sonidos eran carnales, casi animales. Joder, podría correrme sólo después de oír esos sonidos.
Wes jadeaba mientras me lamía, me chupaba y daba pequeños mordisquitos, hasta que perdí la razón y levanté mi cuerpo contra su cara. Me agarré a su pelo rubio ceniza como si no hubiera un mañana y él mantuvo abiertos los pétalos de mi sexo y continuó chupándome durante tanto tiempo y con tanta fuerza que físicamente no podía dejar de correrme.
Por fin, apartó la boca y levantó la mano. Se limpió mis jugos con el antebrazo, elevó mis caderas y, manteniendo mis piernas separadas, me metió la polla, dura y tiesa, hasta el fondo.
Grité mientras mi cuerpo temblaba con el esfuerzo de estar tan perfectamente lleno.
—¡Despiértate de una maldita vez, zorra de las pelotas! —Ginelle sacudía mi cuerpo del mismo modo en que Wes lo hacía en mi sueño, sólo que él lo hacía percutiendo mi coño húmedo.
La nueva sensación era extraña. Unos minúsculos dedos huesudos me sacudían el torso de manera desagradable e insidiosa.
Abrí los ojos y parpadeé rápido varias veces. Miré a mi alrededor y me di cuenta de dónde estaba. Era el apartamento de Ginelle. Inspeccioné la habitación. Wes había desaparecido. No estaba por ninguna parte. Maldita fuera, sólo había sido un sueño. Un bonito sueño que me había dejado empapada por completo entre las piernas, que era lo último que quería cuando estaba en la cama con mi mejor amiga.
—Pero ¿qué cojones te pasa? —Su voz sonaba como si se hubiera tragado una caja de piedras.
—Gin, lo siento. ¿Te he despertado?
Me incorporé apoyándome sobre los codos y me aparté el pelo enmarañado de los ojos.
Se sentó sobre los talones, con el pelo revuelto hecho un amasijo de rizos rubios. Entornó el ojo bueno, y el hinchado lo cerró del todo. Verla allí, viva y a salvo a mi lado…, juro que jamás había estado más encantadora.
—Sí, me has despertado, ¡mientras intentabas follarme! —Frunció el ceño y soltó una carcajada contra su mano—. ¡Zorra asquerosa!
Estoy convencida de que abrí tanto los ojos que podrían habérseme salido de las cuencas como los de uno de esos muñecos antiestrés a los que les aprietas el cuerpo y se les salen los ojos y que, cuando los sueltas, vuelven a la normalidad. Así era como me sentía en esos momentos.
—Venga ya.
—¡Es verdad! No parabas de moverte y de hablar en sueños. —Se puso de rodillas y empezó a pasarse las manos por las tetas y por la cintura—. Ay, Wes…, cariño, sí, sí… —Hizo una mueca de dolor y se llevó la mano al labio partido—. ¡Au! —Sacó una pierna y me pegó una patada en el muslo, no tan fuerte como para dejarme un moratón, pero lo suficiente como para dejarme claras las cosas—. No hagas que me mueva y que me ría. ¿No ves que estoy toda jodida?
Me tapé la cara con las dos manos.
—¡Ufff! Lo siento, Gin. Han pasado semanas desde que Wes y yo lo hicimos, y anoche me estaba enrollando con Blaine, y Max me interrumpió, por suerte, antes de que la cosa fuese a más.
—¿Te estabas enrollando con Blaine, el cabrón que me secuestró? —Sus ojos se tornaron azul oscuro, lo que me indicaba que se había enfadado.
—¡No! Bueno…, sí, pero tiene una explicación. Escúchame.
Ginelle frunció los labios e hizo una mueca de dolor que supuse que era debido al corte, y entonces se cruzó de brazos.
—Espero que sea buena. Despertarse con una tía loca montándote la espalda requiere una buena explicación.
Le conté todo el episodio desde el momento en que recibí su mensaje con el vídeo. Le expliqué lo de la cita con Blaine y lo que pasó en el restaurante hasta nuestro acuerdo del beso a cambio de una semana de tiempo y de que la soltara. Se relajó bastante al saber que lo había hecho por ella, pero le preocupaba que me hubiese dejado llevar con lo del beso. A mí también me preocupaba, pero por otros motivos muy diferentes.
No tenía ninguna intención de montármelo con Blaine de ninguna de las maneras, y no me apetecía nada traicionar a Wes teniendo que follármelo para saldar la deuda. Sin embargo, dejando todo eso a un lado, todavía no sabía qué hacer.
—Entonces ¿lo estabas besando y de repente te imaginaste que era Wes?
Asentí.
—Era muy real. Blaine me besó, y entonces fue como si se transformara en Wes. Gin, si Max no nos hubiera interrumpido, no sé qué habría hecho.
—¿Tanto te dejaste llevar por la imaginación?
—Sí. Te lo juro, era como si pudiera olerlo a él y esa esencia a mar que desprende su piel incluso después de ducharse tras haber terminado de hacer surf.
Mi amiga sacudió la cabeza y sonrió lo mejor que pudo con el labio partido.
—Estás muy colgada de ese tío, ¿eh?
Pensé en Wes y en cuánto estaría sufriendo, y sentí un dolor físico en el estómago.
—Gin, estoy enamorada hasta las trancas de él. Es el hombre de mi vida.
Abrió mucho su ojo no hinchado.
—¿Tanto como para casarte con él?
Casarme. La verdad es que nunca había pensado en ello, ya que el matrimonio de mis padres había sido un auténtico fracaso, como el de la mayoría de la gente que había conocido durante mi infancia. Pero, en ese momento, sentada en la cama con mi mejor amiga magullada, mi corazón se abrió completamente para que pudiera mirar en su interior, y asentí.
—Creo que sí —admití con un susurro.
—Vaya. Pues estás bien jodida.
Lo triste era que Ginelle tenía razón porque, si Wes no salía de ésa con vida, perdería mucho más que al hombre al que amaba. Mi corazón y mi cordura se irían con él.