3
—¡Traigo regalos! —exclamó Ginelle cuando entró contoneándose en la habitación de la clínica.
En un brazo llevaba una planta, no flores, y, en el otro, una misteriosa bolsa marrón de papel.
Gin colocó la maceta con una variedad de plantas suculentas del desierto cerca de los pocos ramos de flores que había, se acercó a papá y le dio un beso en la frente con cuidado de no tocar ninguno de los tubos que tenía a su alrededor.
—Despierta, hombre. Tus hijas están envejeciendo viéndote dormir —dijo.
Gin era una experta en ser dulce y borde a la vez. Observó su rostro durante un momento, como si esperara que la obedeciera y abriera los ojos. No lo hizo. Decepcionada, mi amiga se volvió y me miró con la cabeza inclinada hacia un lado. Me observó de arriba abajo y chasqueó la lengua.
—Vaya, tienes mejor aspecto. Sigues estando horrible pero, al parecer, por fin has dormido decentemente y has decidido hacernos el favor de darte una ducha. —Se inclinó hacia adelante y me olisqueó la cabeza haciendo ruido—. Sí, fresca como una rosa.
Le di un empujón en el pecho y sonreí.
—Cállate, zorra. ¿Qué traes en la bolsa?
Parpadeó rápidamente mientras se llevaba un dedo a la mejilla.
—¿A qué te refieres?
Me medio reí. Su sola presencia ya hacía que me sintiera mejor. Gin se dirigió al sofá contoneando las caderas y meneando de forma exagerada los brazos, se sentó y sacó los artículos que traía en la bolsa.
—Vale, como ha pasado una semana y tu culo gordo no ha salido de esta habitación, he pensado que te vendría bien tener algo con lo que entretenerte. —Cogió cada uno de los artículos y me los mostró—. Una baraja de cartas, crucigramas, sudokus…
—¿Sudokus? ¿Qué coño es eso?
Ginelle se encogió de hombros.
—Una especie de juego de matemáticas.
—¿Me has traído un juego de matemáticas? ¿A mí?
Ella sonrió con malicia y pasó algunas páginas del cuadernillo.
—No sé. Es que había un chico muy mono trabajando en la tienda y nos hemos puesto a hablar. Le he dicho lo que estaba buscando y me ha señalado toda esta mierda. Así que la he cogido y he seguido ligando con él. —Se quedó mirando por la ventana, como rememorando el momento—. En fin, me ha dicho que era su pasatiempo favorito, que le encanta intentar resolver todos los puzles, y tal. La verdad es que yo estaba más centrada en ver cómo movía la boca y me preguntaba de qué manera podía conseguir que usara esos morritos en mi… —Se señaló la entrepierna.
—¡Gin! —Miré a mi padre—. Chica, que puede oírte.
Frunció el ceño.
—¿En serio? ¿Tú crees?
—Sí, lo creo. Así que no digas nada de que quieres que un dependiente te…, ya sabes —dije señalándome mis propias partes.
Ginelle puso los ojos en blanco.
—Lo que tú digas. En fin, Mads puede hacerlos también. —Bien pensado. Maddy era el cerebro de la familia—. Además he traído algunas revistas de moda y, cómo no, tu favorita… —dijo, y sacó el último número de la revista de motos Street Bike Magazine y lo agitó delante de mi cara.
Había una conejita de Playboy tremendamente maciza en la portada posando junto a la nueva Yamaha YZF-R1, una motaza. Era tan resbaladiza como la autopista del desierto después de la primera lluvia. Tenía detalles en un vivo azul real y un montón de reluciente cromado para cegar a aquellos que la admiraran cuando deberían estar conduciendo. Su motor de cuatro cilindros y doce válvulas era una maravilla de la técnica, con su cigüeñal crossplane, bielas de titanio y cámaras de combustión compactas. Aquella magnífica bestia debía de rondar los ciento noventa y nueve kilos de peso. Habría dado mi teta izquierda por tener algo tan bonito. Bueno, no. Bueno, puede.
Se me empezaron a llenar los ojos de lágrimas. Joder. Tenía la mejor amiga del mundo.
—Gracias, Gin —dije con la voz cargada de emoción.
Ella cruzó sus pequeñas pero tonificadas piernas una sobre la otra, se inclinó hacia atrás y extendió los brazos.
—Venga, ponme al día. ¿Dónde está el surfista? ¿Por qué no está aquí?
Con esa sola pregunta, el peso emocional del mundo volvió a cargarse sobre mis hombros. Había hablado con Judi, el ama de llaves, e incluso había llamado a su hermana, Jeananna, y a su madre, Claire. Nadie sabía nada, y todo el mundo estaba empezando a preocuparse. No les parecía tan raro que Weston estuviera inaccesible, ya que en algunas ocasiones habían estado hasta un mes sin saber de él, pero el hecho de que yo no supiera nada les extrañó. ¿A mí? También. Especialmente desde que habíamos decidido tener una relación y desde que me había trasladado a su casa. Estábamos deseando pasar tiempo juntos. Se suponía que él iba a estar en casa cuando yo terminase en Texas, así que esperaba poder verlo antes de pasar a mi cliente número nueve. Pero no sabía nada de él.
Por fin, llamé a Jennifer, la mujer del director de la película. Estaba en su último mes de embarazo, de modo que su marido no había acompañado a Wes. Ése era también el motivo por el que mi chico había tenido que irse, y durante mucho más tiempo del que esperaba. Al final había adoptado el papel de director principal. Lo último que el director había oído había sido de boca de un asistente, que le había comentado que todo iba de perlas, pero que no tenían cobertura para realizar llamadas ni para conectarse a internet. Estaban en una isla remota del sureste asiático con un pequeño equipo de rodaje de tan sólo unas quince personas, una de las cuales era Gina DeLuca. Todo encajaba, aunque me daba rabia y se me encogía el corazón de pensarlo. Sabía que su personaje estaba en medio de un triángulo amoroso en la trama y, puesto que uno de los actores había fallecido, había tenido que volver a grabar todas las escenas, pero eso no respondía a la pregunta de cuándo iban a regresar o por qué no podía encontrar el modo de realizar una llamada.
—Lo único que sé es que está en algún lugar remoto de Asia porque tenían que volver a rodar unas escenas, pero nadie sabe nada más —le expliqué a Gin.
—Debería estar aquí, Mia. Así no está ganando ningún punto con tu mejor amiga. Cada día que pasa que no está aquí, va subiendo más y más en mi lista de tíos mierda.
Suspiré resignada y me froté el cuello para masajearme las contracturas.
—Créeme, estaría aquí si supiera lo que está pasando. Tiene el buzón de voz repleto. Ya ni siquiera da tono. Cuando llamo me sale directamente un mensaje que me indica que el buzón está lleno y que lo intente más tarde.
—¿Crees que puede haberle pasado algo? —preguntó, y, de repente, su mirada se tornó cálida y apretó los labios hasta formar una línea recta.
Miré por la ventana, y después a mi padre. Por mucho que me doliera decirlo, admití ante ella lo preocupada que estaba.
—Sí, Gin. Empiezo a creer que ha pasado algo muy grave y que nadie lo sabe.
—¿Quieres que llamemos a la policía o algo?
—Es demasiado pronto. Le he preguntado a su familia, y ellos no quieren que esto llegue a oídos de la prensa si algún poli filtra la información, pero, si te soy sincera, a mí me la pela. En mi opinión, cuanta más gente lo sepa, mejor, aunque quizá me esté mostrando demasiado egoísta. No conozco suficientemente el mundo del cine como para saber hasta qué punto es raro lo que está ocurriendo. Tal vez esté exagerando. Seguro que todo está bien. Todo va bien —repetí mientras intentaba convencerme a mí misma, aunque no podía desprenderme del horrible presentimiento que tenía.
Gin juntó las palmas de las manos, apoyó los codos en las rodillas y la barbilla en sus dedos entrelazados.
—Y ¿qué vas a hacer?
No era su intención herirme, pero saber que no había nada que pudiera hacer me dolió en lo más profundo del alma. El hombre al que amaba estaba desaparecido en combate, llevaba ya más de dos semanas incomunicado, y nadie sabía nada de él. Y lo peor de todo es que yo era la única que parecía estar realmente preocupada. Tal vez por eso me inclinaba a pensar que estaba haciendo una montaña de un grano de arena.
Me encogí de hombros y me recliné sobre el respaldo de la silla, inclinando la cabeza hacia atrás encima del borde de plástico duro y mirando las placas del techo.
—No lo sé. Max ha llamado a Aspen Reynolds, una amiga suya…
—Espera…, ¿qué? Para el carro. Retrocede. ¿Aspen Reynolds? ¿La fantástica Aspen Reynolds de AIR Bright Industries? ¿Esa rubia insoportablemente guapa que está casada con un enorme vaquero que es justo lo contrario de ella? ¿La misma Aspen Reynolds que tiene la niña pequeña más adorable del mundo llamada Hannah?
—Pues… sí. Me sorprende muchísimo que sepas tanto sobre una mujer a la que acabo de conocer.
Se puso de pie.
—¿La has conocido? —Puso los brazos en jarras con una postura de enfado.
Ay, no, por Dios. Eso era justo lo que menos necesitaba en esos momentos. Ese día no estaba mentalmente preparada para aguantar el carácter de Gin.
—No me lo puedo creer. Te lo juro, no paras de vivir situaciones en las que podrías echarme una mano, ayudar a tu mejor amiga, pedazo de zorra, ¡pero tú te lo pasas por el forro!
Me presioné las sienes con las dos manos.
—Gin, dime por qué es tan importante el hecho de que conozca a Aspen.
Emitió un sonido a medio camino entre un gruñido y una arcada.
—Es la persona más importante del sector. Modelos, revistas, actrices, los grandes espectáculos de Las Vegas… —dijo resaltando sobre todo lo de los espectáculos.
—¿Lleva algunos espectáculos en los que tú quieres participar? —pregunté directamente para que pudiéramos llegar al motivo de su frustración más deprisa.
Cuanto antes acabase con eso, mejor.
—Haces que parezca que estoy siendo una egoísta o algo así. En serio. Aspen lleva un montón de cosas en los dos mundillos. Todo el mundo la conoce. Es como una de las mujeres más ricas del mundo, ¡y sólo tiene treinta años! —dijo, y su voz fue subiendo de volumen conforme su excitación aumentaba.
Recordé aquel día en el rancho, cuando conocí a aquella rubia de piernas largas. Era muy dulce e iba vestida de forma muy elegante, pero llevaba puestas unas chanclas. Eso me indicó que la ropa era algo que se ponía como todas las demás, pero que le gustaba ir cómoda después de un largo día de trabajo. La rubia también vivía en un rancho modesto en una zona apartada, a las afueras de Dallas, justo al lado del de Max. Tenían una hacienda bonita, pero no era en absoluto lujosa ni nada del otro mundo. Era una preciosa casa de campo con un terreno fantástico, caballos y algo de ganado, pero, sobre todo, era un lugar tranquilo en el que vivía una pequeña familia.
—A mí me pareció una tía muy normal.
Ginelle cortó el aire con la mano.
—No es normal. Perfecta, sí. Normal, no. No soy lesbiana, pero estoy enamorada de ella.
La miré con recelo.
—Creía que sólo estabas enamorada de mí —dije fingiendo hacer pucheros.
La tensión que había en el ambiente se relajó un poco cuando Gin se echó a reír y se dejó caer de nuevo sobre el sofá.
—Es la chica de mis sueños. ¿Crees que podrías presentarnos?
—Sí. Si vamos alguna vez al rancho de Max y ellos están en casa, claro.
Empezó a dar palmas y a soñar despierta mirando la pared que había detrás de mi cabeza.
—Eso sería genial.
Pues vale.
—Estás loca.
—Mmm, por ti —bromeó con voz seductora.
Al día siguiente, mi móvil empezó a sonar mientras quitaba las flores marchitas de los ramos que le habían enviado a papá. Las margaritas que Judi Croft había mandado de parte de Wes, a pesar de que él todavía no sabía lo que estaba pasando, seguían perfectas. Sus bonitos pétalos blancos y sus botones amarillos me recordaban momentos muy buenos. Esperaba que se tratara de una metáfora de la resistencia de nuestra relación y de su amor, pero, sobre todo, de su vida.
Miré el teléfono y vi que en la pantalla ponía «Número desconocido». Contesté.
—¿Sí?
—Hola, ¿hablo con Mia Saunders? —preguntó una voz de mujer.
—Sí, soy yo. ¿Quién es?
De repente, se me erizó el vello de la nuca. Algo no iba bien. Había tenido esa misma sensación cuando me llamaron de la clínica para decirme lo de mi padre, y había acertado.
—Soy Aspen Jensen. ¿Recuerdas que nos conocimos…? —empezó, pero la interrumpí.
—Sí, hola. Perdona, Aspen. No había reconocido tu voz por teléfono. ¿En qué puedo ayudarte?
Se hizo una larga pausa al otro lado de la línea.
—Mia, no sé cómo decirte esto, pero Max me pidió que averiguase el paradero de Weston.
Pánico. De repente sentí un asfixiante pánico que me aplastaba desde ambos lados de mi cuerpo como si me hallara entre dos planchas de metal. No podía respirar.
—Lo sé. Me lo dijo. Y te agradezco que hayas recurrido a tus contactos. ¿Has averiguado algo? —pregunté, sabiendo muy bien que lo que estaba a punto de decirme me iba a doler.
—Mia, cielo, su equipo al completo está en paradero desconocido. Bueno, no exactamente todos ellos. Según me han informado, mientras estaban rodando en una de las islas del sureste asiático, llegaron tres botes repletos de hombres armados. Se sabe que forman parte de una célula terrorista extremista radical y religiosa. Los hombres empezaron a gritar que estaban purificando su tierra y que iban a seguir el ejemplo de los estadounidenses. —Hizo una pausa durante unos momentos, se aclaró la garganta y continuó—: Cielo, dispararon a nueve miembros del equipo, siete de los cuales murieron, les robaron todo el material y capturaron a los seis restantes. Los dos heridos fueron evacuados por vía aérea hasta un hospital, donde uno de ellos murió mientras lo estaban operando. El otro sigue luchando por su vida en estos momentos. Mia, a los otros seis los tienen retenidos como rehenes. Cielo…, lo siento muchísimo. Nuestro gobierno está al tanto. El presidente está al tanto.
«No… puede… ser…»
—¡No lo entiendo! ¿Me estás diciendo que podría estar muerto, luchando por su vida en el hospital o que unos terroristas lo tienen secuestrado? —Se me hizo un nudo del tamaño de una pelota de golf en la garganta al asimilar la gravedad de la situación.
A Aspen se le quebró la voz, y supe que estaba llorando.
—Lo siento. Lo siento…
Entonces el teléfono se quedó en silencio durante un instante, y de pronto se oyó una voz masculina.
—Querida, soy Hank. Sé que estarás muy asustada, pero no sabemos si él era uno de los hombres a los que dispararon o secuestraron. Podría estar vivo. Estamos haciendo todo lo posible por obtener más información.
Me caí al suelo justo cuando Max entraba en la habitación.
—Pero ¿qué coño…? —Me levantó, me sentó en el pequeño sofá y cogió el teléfono.
—Soy Maxwell Cunningham. ¿Con quién hablo?
Dejó de hablar y escuchó durante bastante rato. Su cuerpo se fue poniendo duro como una roca justo delante de mí. Tensó la mandíbula y gruñó con los dientes bien apretados.
—¿Qué se está haciendo? Quiero información. Necesito los nombres de las personas que no sobrevivieron y de los dos a los que se trató en el hospital. Necesito esa información para ayer, Hank. ¿Tenéis Aspen o tú algún contacto en el gobierno?
De repente, mientras observaba cómo Max se paseaba por la habitación golpeando con sus botas de vaquero el suelo de linóleo, caí en la cuenta. Yo tenía un contacto en el gobierno: Warren Shipley. Y ese hombre me debía un gran favor por no haber denunciado a su hijo por intentar violarme.
—Yo sí —dije.
Me salió como un suspiro, ya que la enorme bola que tenía en la garganta me impedía hablar con normalidad.
Max seguía hablando, pero puso una mano sobre el micro del teléfono.
—Un momento. ¿Qué, hermana?
Obligándome a quitarme de encima el peso que me aplastaba y el deseo de hacerme un ovillo y llorar hasta perder la conciencia, me incorporé.
—Eh…, mi cliente de junio. Warren Shipley. Su hijo es senador por California, y Warren se encarga de los acuerdos de los altos niveles gubernamentales entre Estados Unidos y otros países de todo el mundo. Conoce al presidente. Tiene una foto en la que aparecen juntos en su despacho. Y me debe un favor.
Max entornó los ojos e hizo una mueca. No pensaba explicarle por qué ese hombre me debía un favor, y nunca lo haría. Había pasado página. Lo había superado, y estaba bien mental y físicamente. Hasta que ocurrió todo eso.
Tener un plan, el que fuera, me ayudaba a creer que podría sobrellevar la situación hasta que obtuviéramos más información. Wes, mi amado Wes… Podía estar en las garras de unos hombres que se pasaban el tiempo torturando y matando a aquellos que no compartían sus creencias. O, peor aún, podía estar muerto ya, o luchando por su vida en algún hospital remoto de Asia.
«Por favor, Señor, por favor…, haz que esté vivo. Por favor, deja que vuelva conmigo.»
Después de asearme en el hotel, me senté y, temblando como una hoja, llamé a Warren. Se alegró de oírme hasta que le expliqué el motivo de mi llamada. Me prometió que usaría todos los recursos a su disposición, incluido su contacto personal con el presidente, y que me llamaría al día siguiente, si no antes. Dijo que tenía personas en Filipinas que eran buenas obteniendo información sobre grupos terroristas. Tan buenas que lo habían ayudado a evitarlos a la hora de transportar sus bienes por Asia hacía apenas un mes.
Las siguientes seis horas se me hicieron eternas. La gente iba y venía y se reunía a mi alrededor, pero yo no reconocía su presencia. No en el sentido mental. Puede que los saludara con la cabeza, que les contestase que sí o que no en algún momento, pero la mayor parte del tiempo estaba vagando entre la clínica y el hotel como un zombi. Porque lo era. El inmenso terror que sentía era como una corriente que atravesaba todo mi cuerpo. Si alguien me hubiera tocado, seguramente se habría llevado un buen calambrazo. Y no podía hacer nada al respecto. Sólo podía esperar, preguntarme qué estaría pasando y preocuparme. Joder, mi preocupación por la seguridad de Wes era algo vivo y físico, un ser aterrador que controlaba todos mis pensamientos y mis acciones. Había dejado de ser yo misma. Sólo quedaba la preocupación.
La preocupación no me dejaba comer. La preocupación no me dejaba mantener conversaciones básicas con personas a las que quería y que se preocupaban por mí. No. Se había adentrado tanto en mi subconsciente que Mia ya no estaba allí. Pero ese algo vivía en mi interior y llenaba mi cerebro con sus horribles y angustiosos pensamientos. Y esos pensamientos se transformaban en imágenes de mi querido Wes acurrucado en un rincón, desnudo, aterrorizado, herido, sufriendo horribles dolores, gritando que lo soltaran, que lo liberaran. Pero en su mente sabía que jamás saldría de allí, que probablemente moriría en aquel lugar.
Corrí al baño y arrojé el pequeño bocado de desayuno que había tomado un rato antes esa mañana. Me dio una arcada y me agarré a la taza intentando expulsar a la maligna bestia que tenía dentro, la que me insistía en imponer la desesperación hasta tal punto que no me dejaba ver nada más. Ya no podía percibir la belleza, ni siquiera al mirar el rostro de mi hermana pequeña. El único rostro en el mundo en el que siempre había hallado consuelo, hasta que conocí a Wes.
—¡Wes! —grité, y vomité en la taza—. ¡Vuelve, maldita sea! ¡No me dejes aquí! ¡Me prometiste el paraíso! —aullé.
Ni siquiera era consciente de que estaba en el baño de la habitación donde mi padre estaba luchando por su propia vida, y mis lágrimas fluyeron junto a la bilis y el ácido estomacal que salían de mi cuerpo.
—¡Pequeña! —Max se agachó, colocó los muslos alrededor de mis caderas y me apartó el pelo—. No estás sola, Mia. Yo estoy aquí, hermana. Siempre estaré aquí. No estás sola —susurró contra mi frente cuando mi estómago se relajó.
Me cubrió con su cuerpo como si fuera una manta, protegiéndome del frío del que no había podido librarme desde que había llegado a Las Vegas hacía ya más de una semana. Me ayudó a levantarme, me colocó contra el mueble del lavabo, mojó unas toallas de papel y me limpió la boca. Después, cogió más y me limpió la cara entera.
—No podré vivir sin él —susurré.
Max cerró los ojos y pegó su frente a la mía.
—Yo mismo me encargaré de que lo hagas. Maddy te necesita. Tu padre te necesita y…, Mia, cielo, yo te necesito.
—Pero, Max, yo lo quiero.
Exhaló un suspiro de pesar.
—Lo sé, cariño, lo sé. Si algo le pasara a Cyndi, yo me volvería loco. Pero tú no puedes hacerlo. Ahora no. No sabemos lo que está ocurriendo todavía. Dale un poco de tiempo. Deja que tu amigo averigüe lo que pueda. Después, dependiendo de lo que nos digan, ya veremos qué hacemos. Juntos. ¿De acuerdo?
Me humedecí los labios y restregué mi frente dolorida contra la suya. Rodeé su cabeza con los brazos, hundí mi rostro en su cálido cuello y dejé que las lágrimas fluyeran. Él me abrazó y permitió que llorara mientras yo le susurraba todos mis miedos: que perdería a Wes, que perdería a papá, que perdería a Maddy cuando se casara, y que, ahora que tenía a Max, también lo perdería a él. Una y otra vez, me aseguró que ninguna de esas cosas iba a pasar. Dijo que necesitábamos tener un poco de fe en Dios, en la fuerza de mi padre y de Wes, y que todos saldríamos de ésa oliendo como una tarta de manzana recién hecha.
Deseaba más que ninguna otra cosa creer en lo que él me prometía. Por primera vez en mi vida, lo dejé todo en manos de Dios, del universo, de cualquiera que me estuviera escuchando y que pudiera hacer que mis seres queridos salieran de esa situación sanos y salvos.