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—Como ya le he dicho por dos veces —la voz sonaba cansada y aburrida—, he estado buceando con mis amigos, Nick Williams y Carol Dawson. Ella tenía un problema con su equipo y decidió volver rápidamente al barco. Habíamos encontrado un arrecife especialmente interesante, con características insólitas y no teníamos la seguridad de poder volver a localizarlo. Así que decidí quedarme y esperar a que ella regresara, cuando por fin llegué a la superficie, no había rastro de ellos ni del barco.

La grabadora paró. Los dos tenientes se miraron.

—¡Mierda!, Ramírez, ¿crees la historia de ese bastardo? ¿Algo de ella? —el otro hombre sacudió la cabeza—. Entonces, ¿por qué demonios le dejaste marchar? Ese bestia negro estuvo allí sentado durante una hora, riéndose de nosotros con respuestas ridículas a nuestras preguntas, y de pronto vas y le sueltas.

—No podemos retener a nadie sin pruebas concretas de haber hecho algo malo —contestó Ramírez, como si citara un manual militar—. Y nadar en el océano a dieciséis kilómetros de la isla más cercana, aunque es raro, no constituye ningún delito —Ramírez vio que su colega se enfurecía—. Además, ni una sola vez se contradijo. Siempre contó exactamente lo mismo.

—Las mismas mentiras, querrás decir —el teniente Richard Todd se recostó en su silla. Ambos hombres estaban sentados ante una mesa en una antigua sala de conferencias, de blancas paredes. La grabadora estaba en la mesa, delante de ellos, junto a un cenicero vacío—. Ni siquiera él creía en su propia historia. Se limitaba a estar sentado allá, con aquella impertinente sonrisa en su cara negra, sabiendo que no podíamos acusarle de nada —Todd dejó caer las cuatro patas de su sillas en el suelo y golpeó la mesa para dar más énfasis a sus palabras—. Un buceador experto jamás se hubiera quedado solo cinco minutos y mucho menos treinta. Demasiadas cosas podrían salir mal. En cuanto a sus amigos, ¿por qué diablos le abandonaron? —ahora Todd estaba gesticulando—. Te diré por qué, teniente. Porque sabían que estaba bien y que un submarino ruso le había recogido. ¡Mierda!, ya te dije que debimos haber tomado uno de los barcos nuevos, hubiéramos podido descubrir el submarino con el equipo electrónico.

Ramírez jugaba distraído con el cenicero de cristal mientras Todd le largaba su discursito.

—¿Crees realmente que esos tres están mezclados con los rusos en esto? A mí, la verdad, me parece disparatado.

—No hay nada que tenga sentido. Cada ingeniero con el que hemos hablado dice que no hay fallos posibles de acuerdo con el comportamiento observado en el misil y la telemetría recibida de nuestras estaciones de seguimiento. Así que los rusos deben haberlo desviado.

Todd iba excitándose a medida que desarrollaba el resto del complot:

—Los rusos sabían que necesitaban ayuda local a fin de encontrar la ubicación exacta del misil en el océano, así que contrataron a Williams y a su tripulación para ir en busca del pájaro y que les dijeran después dónde encontrarlo. Planearon recogerlo con uno de sus submarinos. Haber añadido a la tal Dawson al equipo fue una jugada maestra; sus averiguaciones han retrasado nuestra propia búsqueda al hacer que nos preocupáramos por la Prensa:

El teniente Ramírez se echó a reír:

—Siempre suenas convincente, Richard. Pero seguimos sin tener la menos prueba. No creo más que tú la historia de Troy Jefferson, podría haber muchas razones para mentirnos, de las que sólo una nos incumbe. Además, existe todavía el problema fundamental de tu explicación. ¿Por qué se tomarían tantas molestias los rusos, sólo para apoderarse de un misil Panther?

—Ni tú, ni yo, ni siquiera el comandante Winters puede que sepamos la verdadera historia del misil Panther —cortó Todd rápidamente—. Quizás lo diseñaron para transportar alguna arma de penetración de la que no hemos oído hablar. No es infrecuente que la Marina presente un proyecto falso y mantenga oculto el verdadero.

Reflexionó un momento y continuó:

—Pero lo que pueda motivar a los rusos no es demasiado importante para nosotros. Aquí se evidencia una conspiración y nuestra obligación es detenerla.

Ramírez tardó en contestar. Continuó jugando con el cenicero, y por fin, mirando directamente a Todd afirmó:

—Yo ya no lo veo así. No veo evidencia sustancial de ninguna conspiración. A menos que el propio comandante Winters ordene algún trabajo adicional a mi departamento, yo abandono la investigación —miró el reloj—. Por lo menos podré pasar el sábado por la noche y el domingo con mi familia —y se puso en pie para marcharse.

—¿Y si yo te entrego pruebas? —preguntó Todd sin disimular su desagrado con Ramírez.

—Las pruebas también convencerían a Winters —respondió éste con frialdad—. Me he arriesgado demasiado en este proyecto. No voy a hacer nada más, a menos que me lo ordene la autoridad competente.

Winters no estaba seguro de que fuera a encontrar nada apropiado. Solía evitar cuidadosamente ir de compras, especialmente los sábados por la tarde. Pero mientras estuvo echado en el sofá viendo uno de los partidos de baloncesto por la NCAA y sorbiendo cerveza, recordó lo contento que había estado cuando Helen Turnbull, que hacía de Maggie, le había regalado un juego de posavasos de cerámica, poco corriente, el fin de semana siguiente al estreno de La gata en el tejado de cinc.

—Es una tradición que se está perdiendo, me temo, en el teatro —le había explicado la actriz cuando le dio las gracias—, pero hacer pequeños regalos después del estreno o estrenos, sigue siendo mi forma de felicitar a las personas con las que he disfrutado trabajando.

El paseo estaba lleno de gente que iba de compras los sábados y el comandante Winters se encontraba curiosamente desplazado, como si todo el mundo estuviera mirándole. Anduvo dando vueltas antes de llegar a pensar qué tipo de regalo iba a comprar para ella. Algo sencillo, por supuesto, pensó. Nada que pudiera ser mal interpretado. Sólo un pequeño recuerdo. Vio mentalmente a Tiffani tal como había aparecido en su imaginación, la noche anterior, antes de quedarse dormido. La imagen le molestaba entre toda aquella aglomeración de compradores y nerviosamente buscó otra imagen, aceptable y seria, de la pequeña Tiffani, durante su conversación con su padre. Su cabello, pensó recordando las trenzas. Le compraré algo para el pelo.

Entró en una tienda de regalos y trató de encontrar sentido al revoltijo que llenaba las paredes y que cubría mesas y mostradores sin orden identificable.

—¿Puedo ayudarle? —Winters se sobresaltó cuando oyó la voz de la vendedora detrás de él. Sacudió la cabeza. Bueno, ¿por qué has tenido que hacer esto?, se dijo. Claro que necesitas que te ayuden, tú solo serás incapaz de encontrar algo.

—Perdóneme, joven —casi gritó a la joven que se alejaba—. Creo que sí necesito consejo… Quiero comprar un regalo —a Winters volvió a parecerle que todo el mundo le miraba—. Para mi sobrina —se apresuró a añadir.

La joven era morena, de unos veinte años, fea, pero con un rostro agradable.

—¿Tiene alguna idea? —le preguntó. Tenía el cabello largo, como Tiffani. Winters se relajó un poco.

—Más o menos. Tiene el cabello largo, precioso, como el suyo. ¿Qué podría comprarle que fuera muy especial? Es su cumpleaños —de nuevo sintió una extraña ansiedad que no comprendía.

—¿De qué color? —preguntó la joven.

Le pareció que la pregunta no tenía sentido.

—Ni siquiera sé lo que quiero —contestó perplejo— así que, ¿cómo voy a saber el color?

—¿De qué color es el pelo de su sobrina? —sonrió la joven, hablando despacio, como si lo hiciera con un retrasado mental.

—¡Oh! Claro. —Winters se echó a reír—. Castaño rojizo, caoba —dijo—. Y es muy largo. —Esto ya lo has dicho, murmuró una voz en su interior. Te portas como un imbécil.

La muchacha le indicó que le siguiera y juntos fueron al fondo de la tienda. Le mostró una pequeña caja de cristal, redonda, llena de peinetas de todas formas y tamaños.

—Esto sería un regalo excelente para su sobrina —le dijo. Había una inflexión en su voz cuando pronunció la palabra «sobrina» que turbó a Winters. ¿Acaso sabría algo? ¿O alguna de sus amigas? ¿O quizás estaba en el teatro? Respiró hondo y se tranquilizó, asombrándose de nuevo de la volubilidad de sus emociones.

En una de las pequeñas estanterías había dos preciosas peinetas oscuras con filigranas de oro en la parte alta. Una de ellas era lo bastante grande para sostener aquella magnífica cabellera en un moño sobre el cuello. La otra, más pequeña, era del tamaño perfecto para adornar un lado de su peinado.

—Llevaré éstas —dijo a la joven— que tienen el adorno dorado arriba. Y, por favor, envuélvamelas para regalo.

La eficiente muchacha metió la mano en la vitrina y sacó las peinetas. Pidió a Winters que tuviera la bondad de esperar unos minutos mientras se las preparaba y desapareció en el interior de la tienda dejando a Winters solo. Las dejaré sobre su tocador al final del entreacto, pensaba. Imaginó a Tiffani entrando en su camerino, sola, y descubriendo el regalo, debajo de la tarjeta con su nombre, apoyada sobre el espejo. Winters sonrió al imaginar su reacción. En aquel momento una mujer con su hija de ocho o nueve años, le rozó al pasar. «Perdón», dijo la mujer sin mirar, mientras ella y su hija se precipitaban a mirar de cerca unas cestas colgadas de la pared.

La vendedora había terminado de envolver el regalo y le esperaba junto a la caja. Cuando Winters llegó junto a ella, le entregó una tarjetita que llevaba impreso «Feliz cumpleaños» en una esquina. Winters se la quedó mirando unos segundos.

—No —exclamó al fin—. Nada de tarjetas, compraré una en la papelería.

—¿Al contado o cargado en cuenta? —le preguntó la joven.

Winters se sobresaltó. No sé si llevo suficiente dinero. ¿Y cómo podría explicar a Betty el cargo? Sacó la cartera y contó el dinero. Sonrió a la joven:

—Al contado, por favor. —Se había dado cuenta de que tenía casi cincuenta dólares. La cuenta era de treinta y dos incluido el impuesto.

El comandante Winters experimentó un estallido de alegría y poco le faltó para salir corriendo de la tienda. Su nerviosismo anterior casi había desaparecido, incluso empezó a silbar antes de abrir la puerta y salir del aire acondicionado del centro comercial, a la calle. Espero que le gusten las peinetas, dijo para sí. Y volvió a sonreír. Sé que le gustarán.