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Vernon Allen Winters nació el 25 de junio de 1950, el día en que Corea del Norte invadió Corea del Sur. Tenía presente el significado de su fecha de nacimiento por su padre, Martin Winters, un granjero trabajador y religioso cultivador de maíz en Indiana, cuando Vernon nació. Cuando Vernon cumplió tres años y su hermana Linda seis, la familia se trasladó de la granja a la ciudad de Columbus, una ciudad blanca de clase media, de unos treinta mil habitantes, en el centrosur de Indiana. La madre de Vernon se sentía aislada en la granja, especialmente durante el invierno, y quería más compañía. La granja de Winters proporcionó un buen montón de dinero, así que Mr. Winters colocó la mayor parte en acciones, en previsión del futuro, y se hizo banquero.
Martín Winters se sentía orgulloso de ser americano. Siempre que Mr. Winters hablaba a Vernon del día de su nacimiento, la historia se centraba, inevitablemente, en la noticia del comienzo de la guerra de Corea, y en cómo el presidente Harry Truman se lo explicó a la nación.
—Aquel día —explicaba Mr. Winters—, pensé que no se trataba de una coincidencia. El buen Dios te trajo a casa ese día con un propósito determinado para ti. Apostaría a que quería que fueras un defensor de este magnífico país que hemos creado… Más tarde, el banquero Winters se preocuparía de que el partido de fútbol Ejército-Marina fuera el principal acontecimiento del año y diría a sus amigos —especialmente cuando se demostró que el joven Vernon era un buen estudiante— que «el muchacho está pensando aún cuál de las academias elegir». Pero a Vernon nunca se le preguntó.
La familia Winters vivía una sencilla vida del mediooeste. Mr. Winters fue moderadamente afortunado, llegando, incluso, a la vicepresidencia del mayor Banco de Columbus. La principal actividad social de la familia se centraba en la religión, eran presbiterianos y se pasaban casi todo el domingo en la iglesia. Mrs. Winters dirigía la escuela dominical, Mr. Winters era deán y se ocupaba, voluntariamente, de las finanzas del templo. Vernon y Linda ayudaban a vigilar a los chiquitines de la escuela dominical y eran responsables de las exposiciones especiales de la Biblia en los tablones de anuncios de la escuela de párvulos y de primaria.
Durante la semana, Mrs. Winters cosía, veía seriales y a veces jugaba al bridge con sus amigas. Nunca trabajó fuera de su casa, su marido y sus hijos eran su trabajo. Era una madre atenta, paciente, que amaba profundamente a sus hijos y les llevó, incansable, a sus diferentes actividades, durante toda su adolescencia.
Vernon participaba en todos los deportes de la escuela superior, fútbol y baloncesto, porque así se esperaba de él, y béisbol porque le gustaba. Era más que bueno en todos los deportes, pero no sobresalía en nada especial.
—Las actividades son importantes, especialmente los deportes —solía decir el banquero Winters complacido—. Las academias tienen más en cuenta esto que las notas.
La única decisión importante que tuvo que tomar Vernon en los primeros dieciocho años de su vida fue elegir la academia. (Mr. Winters, muy cauto, se había preparado ya políticamente para asegurar la aceptación de Vernon en una u otra academia). En su primer año en la Escuela Superior de Columbus, Vernon eligió el Examen de Aptitud Escolástica (EAE) y sacó tal puntuación que era obvio que podría elegir su academia. Eligió Annápolis y no se le preguntaron las razones. Si se lo hubieran preguntado, habría contestado que le gustaba la idea de llevar uniforme de Marina.
La adolescencia de Vernon fue sorprendentemente lineal, especialmente considerando que aquéllos fueron años de gran turbulencia social en los Estados Unidos. La familia Winters rezó juntamente varias horas, después del asesinato de Kennedy, se preocupó por los chicos de la ciudad que habían ido a la guerra del Vietnam, demostró inquietud cuando tres buenos estudiantes de la escuela superior se negaron a cortarse el pelo y fueron expulsados de la escuela, y asistió a un par de reuniones organizadas por la iglesia sobre los peligros de la marihuana. Pero todas esas ansiedades quedaban al margen de la armonía diaria de la familia Winters. La música de los «Beatles» y de los «Rolling Stones» penetraban en la cultura controlada de los Winters, naturalmente, e incluso algunas de las canciones de protesta de Bob Dylan y de Joan Baez se tocaban en el estéreo de Vernon. Pero ni él ni su hermana Linda prestaban demasiada atención a las letras.
Era una existencia fácil. Los íntimos amigos de Vernon pertenecían todos a familias como la suya. Las madres no trabajaban, los padres eran banqueros, abogados u hombres de negocios, casi todos republicanos (aunque un patriota demócrata también era aceptado) y creían fervientemente en Dios, la patria y la entera letanía que terminaba en «tarta de manzana». Vernon era un «buen chico» incluso un «chico excepcional» que llamó primero la atención por sus representaciones en los desfiles anuales de la iglesia, en Navidad y Pascua de Resurrección. El pastor de su iglesia creía que la representación del nacimiento y la crucifixión de Jesús, puesta en escena por los niños de la ciudad, era un medio poderoso para reafirmar la fe de la ciudadanía local. Y el reverendo Pendleton estaba en lo cierto, las representaciones de la Iglesia Presbiteriana de Columbus eran una de las atracciones del año. Cuando la congregación y sus amigos, veían a sus propios hijos haciendo de José, María e incluso de Cristo, se encontraban involucrados en los acontecimientos descritos a un nivel emocional que era virtualmente imposible de conseguir de otro modo.
El reverendo Pendleton tenía dos elencos para cada representación, pero Vernon era siempre la estrella. Cuando contaba once años, representó por primera vez a Cristo en el desfile de Pascua y se le mencionó en la columna religiosa del periódico de Columbus diciendo que su torturada carga de la cruz había «reflejado todo el sufrimiento del hombre». Fue José en Navidad, y Jesús en cuatro Pascuas seguidas, antes de ser demasiado mayor y por tanto no elegible para los desfiles. Los últimos dos años, cuando Vernon tenía trece y catorce, el papel de la Virgen María en el elenco «A» lo representó la hija del pastor, Betty. Vernon y ella estuvieron mucho tiempo juntos mientras ensayaban, y ambas familias estaban encantadas. Los cuatro padres no ocultaban el hecho de que aprobarían generosamente el que «según la voluntad de Dios», la amistad Vernon-Betty madurase ocasionalmente en algo más permanente.
A Vernon le encantaba la atención que despertaba en los desfiles. Aunque Betty estaba profundamente interesada por el aspecto religioso de las representaciones (permaneció sinceramente devota, sin vacilar, a lo largo de toda su vida), la alegría de Vernon era estar junto a sus orgullosos padres después de cada representación y nadar en alabanzas. En la escuela superior tendió naturalmente a la pequeña actividad dramática y era el protagonista de la representación escolar, todos los años. Su madre le apoyaba en contra de las tibias objeciones del padre («después de todo, querido», decía, «no creo que nadie vaya a pensar que Vernon es un mariquita después de ver cómo domina los tres deportes») porque también a ella le encantaban los aplausos.
En el verano de 1968, poco antes de ingresar en Annápolis, Vernon trabajó en los maizales de su tío. A poco más de cien kilómetros de allá, había tumultos en la Convención Demócrata de Chicago, pero en Columbus, Vernon pasaba sus tardes de verano con Betty, hablando con compañeros y bebiendo cerveza de raíz en el drive-in de «A & B». Mr. y Mrs. Winters también jugaban al golf miniatura o a la canasta con Vernon y Betty, de vez en cuando. Estaban encantados y orgullosos de tener unos «chicos limpios» que ni eran hippies ni víctimas de la droga. En conjunto, el último verano de Vernon en Indiana fue ordenado, reprimido y agradable.
Como era de esperar, también fue un estudiante modelo en Annápolis. Estudió mucho, obedeció las órdenes, aprendió lo que sus profesores le enseñaron, y soñó con ser el comandante de un portaaviones o de un submarino nuclear. Salía poco porque los chicos de las grandes ciudades le parecían demasiado sofisticados para él, y no siempre se sentía cómodo cuando hablaban tan indiferentemente del sexo. Era virgen aún y no se avergonzaba de ello, sólo que no sentía la necesidad de proclamarlo en la Academia Naval de Estados Unidos. Salía con chicos un par de veces al mes, nada especial, sólo si la ocasión se presentaba. Después de una primera salida obligada, en el primer año, con Joanna Carr, una animadora de juegos de la Universidad de Maryland, la invitó a salir varias veces. Era alegre, bonita, divertida y moderna. Atraía lo mejor de Vernon, le hacía reír e incluso le relajaba. Fue su compañera de fin de semana en el partido Ejército-Armada, en Filadelfia.
(Durante toda su estancia en la Academia, Vernon pasó todos los veranos y Navidades en su casa. Cuando estaba allí veía siempre a Betty Pendleton. Betty se graduó e ingresó en una Universidad estatal cercana para estudiar pedagogía. Una o dos veces al año, en ocasiones especiales como el aniversario de su primer beso o en Noche Vieja, Betty y él lo celebraban, en cierto modo, haciendo algo íntimo, como caricias controladas —sólo por fuera—, o besarse estando echados. Ni uno ni otra sugirió jamás la menor variación en esta bien establecida rutina).
Vernon y Joanna tuvieron como compañeros de fin de semana a otro guardia marina Duane Eller el mejor amigo de Vernon en la Marina, que sin embargo no era aún lo que uno llamaría un amigo íntimo, y a su acompañante de Columbia, una chica alborotadora y atrevida llamada Edith. Vernon nunca había pasado mucho tiempo cerca de una chica de Nueva York y encontró a Edith absolutamente desagradable. Edith era violentamente anti-Nixon y anti-Vietnam y parecía, pese a que su pareja iba a ser un oficial, anti-militarista también. El plan original para el fin de semana había sido correcto, incluso un poco anticuado dado que estaban en 1970 y que el sexo solía ser habitual en los campus universitarios. Vernon y Duane compartirían una habitación en el motel y las dos chicas compartirían otra. Durante una cena en una pizzería, la víspera del partido, Edith insultó continuamente a Joanna y Vernon (llamándoles «Miss Remilgada y Ánimo-equipo-ánimo», «Adelante soldados de Cristo, y Dios estará de nuestra parte») y Duane no hizo nada por evitarlo. Al ver que Edith molestaba a Joanna, Vernon le sugirió que sería mejor que ambos compartieran la misma habitación en lugar de atenerse al plan original, y ella aceptó.
No había intentado ninguna relación sexual con Joanna en las cuatro o cinco veces que habían salido juntos Se había mostrado atento, la había cogido la mano durante toda la velada. Todo había sido extraordinariamente correcto, pero tampoco había habido nunca oportunidades para más intimidad. Así que Joanna no sabía qué esperar, le gustaba el guapo guardia marina y un par de veces había llegado a pensar en la posibilidad de que aquella amistad se transformara en algo más serio, pero Vernon no era aún para ella nada «superespecial».
Después de haber hecho el cambio de habitación (que una Edith borracha había dificultado a todos con sus comentarios subidos de color), Vernon se excusó con Joanna y le dijo que no le importaría dormir en el coche si se sentía ofendida. La alcoba era una típica habitación del «Holiday Inn» con dos camas grandes. Joanna se echó a reír.
—Ya sé que no lo habías planeado así —dijo—, si necesito protección te ordenaré que te vayas a la cama.
La primera noche disfrutaron viendo la televisión y bebiendo más cerveza. Ambos se sentían un poco torpes. A la hora de acostarse se besaron casi apasionadamente, se rieron y cada uno se fue a su cama.
La noche siguiente, después del baile patrocinado por la Academia Naval en un hotel del centro del Filadelfia, Joanna y Vernon volvieron a su habitación del «Holiday Inn» poco antes de las doce. Ya se habían cambiado los tejanos y Vernon estaba lavándose los dientes, cuando llamaron a la puerta. Joanna abrió y allí estaba Duane Eller, en una enorme sonrisa y la mano cerrada sobre un objeto pequeño.
—Esto es fantástico —dijo metiendo un porro en la mano de Joanna—. Tenéis que probarlo.
Y desapareció rápidamente con una risa de loco.
Joanna era una chica lista, pero no se le ocurrió pensar que su acompañante jamás había visto un porro y menos fumado uno. Ella había fumado marihuana algunas veces durante cuatro años, en la época en que estaba en la escuela superior, le gustaba si el momento y la compañía eran adecuados; lo evitaba cuando no podía controlar a los que la rodeaban. Pero había disfrutado del fin de semana con Vernon y pensó que éste sería un buen medio para relajarle un poco.
En cualquier circunstancia Vernon hubiera dicho no a un ofrecimiento de marihuana, y no porque estuviera en contra de todas las drogas, sino también porque la aterrorizaba ser descubierto y tal vez expulsado de Annápolis. Pero aquí estaba su deliciosa compañera, la animadora cien por cien americana, de Maryland que acababa de encender un porro y se lo ofrecía. Joanna vio al momento que era un novato. Le enseñó cómo debía aspirar y retener el humo y eventualmente como utilizar un clip (de los del pelo), para terminarlo. Vernon había esperado sentirse como borracho y le sorprendió encontrarse más despierto. Con gran sorpresa por su parte se halló recitando poemas que había aprendido en la clase de literatura, y luego él y Joanna empezaron a reír. Reían de todo, de Edith, del fútbol de la Academia Naval, de sus padres, incluso de Vietnam. Rieron hasta que casi lloraron.
De pronto sintieron un hambre atroz. Se pusieron las chaquetas y salieron al aire frío de diciembre en busca de algo que comer. Cogidos del brazo pasearon por la carretera hasta encontrar una tienda de alimentación que aún seguía abierta, a media milla de su motel. Compraron «Coca Cola» y patatas fritas y con gran asombro por parte de Vernon, un paquete de «Ding Dongs». Joanna abrió la bolsa de patatas mientras aún estaban en la tienda, metió una en la boca de Vernon y fueron masticando arrobados mientras el empleado reía con ellos.
Vernon no podía creer lo buenas que estaban las patatas. Se acabó la bolsa mientras regresaban andando al motel. Cuando hubo terminado, espontáneamente, se echó a cantar. Cantó Maxwell’s Silver Hammer de los Beatles, Joanna se unió a él cantando vigorosamente «bang, bang, el martillo de plata de Maxwell cayó sobre su cabeza…». Levantó la mano y en broma le golpeó la cabeza a Vernon. Éste se sentía alegre, liberado, como si conociera a Joanna de toda la vida. La rodeó con su brazo y la besó ostentosamente al entrar en la avenida que conducía al motel.
Se sentaron en el suelo de su habitación con todo extendido ante ellos. Vernon puso la radio, estaba conectada a una emisora de música clásica y en mitad de una sinfonía. A Vernon le hechizó la melodía. Por primera vez en su vida, podía oír los instrumentos individuales de la orquesta en su cabeza. Imaginó el escenario y vio a los músicos pasando los arcos sobre las cuerdas de sus violines, estaba fascinado y excitado. Le dijo a Joanna que todos sus sentidos vibraban.
A Joanna Carr la pareció que él se abría por fin y cuando se inclinó hacia ella para besarla, estaba más que dispuesta. Se besaron dulce y profundamente varias veces mientras la sinfonía seguía sonando. Durante un descanso momentáneo para comer algo, Joanna busco en la radio y puso una estación de rock and roll. La música cambió el ritmo de sus besos, el sonido insistente y alegre aumentó de tempo y sus besos se hicieron más apasionados. En su ardor, Vernon echó a Joanna al suelo y allí se besaron una y otra vez, echados uno al lado del otro, completamente vestidos. La fuerza de su excitación les dominó.
La radio empezó a tocar ahora Light My Fire por los «Doors». Y Vernon Alien Winters de Columbus, Indiana, guardia marina de tercer curso de la Academia Naval de Estados Unidos ya no era virgen cuando terminó la larga canción: «El tiempo de dudar ha terminado, no queda tiempo para cruzar el marjal, si pruebas ahora sólo puedes perder, y nuestro amor será una pira funeraria… Vamos nena, enciende mi fuego… Vamos nena, enciende mi fuego». Vernon no había perdido el control de sí mismo en toda su vida, pero cuando Joanna acarició la silueta de su abultado pene bajo los tejanos, fue como si una enorme pared de acero y cemento se viniera abajo. Años después, Vernon se maravillaba aún de la pasión descarnada que mostró durante dos o tres minutos. La combinación de los besos insistentes de Joanna, la hierba, y el ritmo histérico de la música le descontrolaron. Fue como un animal. Todavía en el suelo de la habitación tiró con fuerza de los pantalones de Joanna, casi desgarrándolos, y logró bajarlos de las caderas. Sus bragas casi siguieron a los pantalones que Vernon agarró brutalmente y tiró hacia abajo mientras se desembarazaba de sus tejanos.
Joanna intentó calmar a Vernon con voz tranquila, sugiriéndole que tal vez la cama fuera mejor, o, que por lo menos, sería más agradable descalzarse y no hacer el amor con los pantalones ceñidos a los tobillos, impidiendo todo movimiento. Pero Vernon ya no razonaba. Años de contención no le dejaban capacidad para contener su creciente deseo, estaba como poseso y se arrastró sobre Joanna con una expresión de terrible seriedad en el rostro. Por primera vez ella estaba asustada y su súbito miedo exacerbó su excitación sexual. Vernon se debatió durante unos segundos (la música estaba ahora en un frenético paroxismo instrumental) para encontrar el lugar preciso y entró en ella brutalmente. Joanna le sintió arremeter una, dos veces, y de pronto estremecerse; había terminado en quizá diez segundos. Intuitivamente comprendió que había sido su primera vez y el placer de saberlo compensó sus sentimientos heridos por su falta de dulzura y discreción.
Vernon no dijo nada y se quedó dormido en el suelo junto a ella. Silenciosamente Joanna se fue a la cama, quitó la colcha y se acurrucó en los brazos de Vernon envolviendo a ambos en la cubierta. Sonrió para sí y se durmió, todavía algo asombrada por este marino echado junto a ella. Pero sabía que desde ahora serían algo especial el uno para el otro.
Hasta qué punto especial, Joanna jamás lo supo realmente. Cuando Vernon despertó en mitad de la noche, sintió una poderosa sensación de culpa. No podía creer que hubiera fumado hierba y que hubiera virtualmente violado a una muchacha que apenas conocía. Había perdido el control, había sido incapaz de parar lo que estaba haciendo y había rebasado claramente los límites de la corrección. Se angustió cuando pensó en lo que sus padres (o peor Betty y el reverendo Pendleton) hubieran pensado de él si hubieran podido ver lo que había hecho. Después, la culpa dejó paso al pánico y Vernon imaginó que Joanna estaba embarazada y que él tenía que abandonar Annápolis y casarse con ella (¿qué podría hacer? ¿qué clase de trabajo tendría si no podía ser un oficial naval?), que tendría que explicar todo esto a sus padres y a los Pendleton. Peor aún, imaginó que en cualquier momento el motel sería registrado y la Policía encontraría la colilla del porro con el clip. Primero le expulsarían de la Academia por consumir droga, luego se enterarían de que había dejado a una muchacha embarazada.
Vernon Winters estaba ahora asustado de verdad. Echado en el suelo de una habitación de motel, en las afueras de Filadelfia, a las tres de la mañana de un domingo, empezó a rezar. «Dios mío —rezó Vernon Winters, pidiendo algo específico para él, por primera vez desde que pidió a Dios que le ayudara en el examen de ingreso—, déjame que salga de esto sin problemas y seré el oficial naval más disciplinado que hayas visto jamás. Dedicaré mi vida a defender este país que te honra. Por favor ¡ayúdame!».
Vernon consiguió al fin volver a dormirse, pero su sueño fue inquieto y estuvo turbado por extrañas imágenes. En un sueño Vernon vestía su uniforme de guardia marina pero se encontraba en el escenario de la Iglesia Presbiteriana de Columbus. Era el día de desfile de Pascua y volvía a ser Cristo arrastrando su cruz hasta el calvario. El borde agudo de la cruz le cortaba a través de su camisa de uniforme y tenía miedo de no poder pasar la inspección. Tropezó y cayó, y la cruz se clavó más profundamente a través del uniforme, y vio que le caía la sangre por el brazo. «Crucificadle» oyó gritar a alguien en el sueño, «crucificadle» gritó un grupo entre el público y Vernon trató en vano de ver a través de las luces. Despertó sudando. Por un instante estuvo desorientado, luego, otra vez sus emociones siguieron el ciclo del asco, la depresión y el miedo, al revivir los acontecimientos de la noche anterior.
Joanna se mostró tierna y afectuosa al despertar, pero él, estuvo distante. Explicó su actitud alegando que le preocupaban sus próximos exámenes. Un par de veces Joanna intentó hablar de la noche anterior, pero él cambió rápidamente de tema cada vez. Vernon sufrió desde el desayuno hasta el trayecto de vuelta a College Park donde residía Joanna. Ella trató de besarle tiernamente cuando se separaron pero él no lo hizo. Tenía prisa por olvidar todo el fin de semana. De vuelta a la soledad de su dormitorio en Annápolis, volvió a negociar arrepentido, con Dios, para que le librara de complicaciones.
El guardia marina Vernon Winters fue fiel a su palabra. No sólo no volvió a hablar jamás con Joanna Carr (ella le llamó dos veces y no le encontró, le envió dos cartas que no obtuvieron respuesta, y al fin lo dejó) sino que tampoco salió con nadie más en sus últimos dieciocho meses en Annápolis. Trabajó y estudió duro y asistió a la capilla, como había prometido a Dios, dos veces por semana.
Se graduó con honores y salió su primera misión en un portaaviones. Dos años más tarde, en junio de 1974, después de que Betty terminara y obtuviera su certificado de maestra, Vernon se casó con ella en la Iglesia Presbiteriana de Columbus donde habían jugado a ser José y María, doce años antes. Se trasladaron a Norfolk, Virginia, y Vernon creyó que su existencia estaba encauzada. Su vida consistiría en navegar largos períodos y volver a casa cortas estancias con Betty y con los niños que pudieran tener.
Daba regularmente gracias a Dios por haber mantenido su parte del compromiso y se dedicó a ser el mejor oficial de la Marina de Estados Unidos. Todos sus informes de capacidad alababan su seguridad y escrupulosidad, sus oficiales superiores le dijeron abiertamente que tenía madera de almirante. Hasta Libia, o más específicamente, hasta que volvió a casa después de la acción en Libia. Porque el mundo entero cambió para Vernon Alien Winters durante las pocas semanas que siguieron el ataque americano contra Gadaffi.