4

Era casi siempre imposible encontrar un sitio donde aparcar en un día de trabajo, cerca de la casa de Amanda Winchester, en Cayo West. El Puerto Hemingway había revitalizado la parte antigua de la ciudad donde ésta vivía, pero como siempre nadie había tenido en cuenta la necesidad de aparcar. Todas las mansiones del siglo pasado, repintadas y renovadas a lo largo de las calles Eaton y Carolina tenían postes que decían cosas como ésta «Ni piensen en aparcar si no son residentes», pero era inútil. La gente que trabajaba en las tiendas cercanas al puerto aparcaba donde le resultaba más conveniente y evitaba así el caro precio del aparcamiento del puerto.

Después de buscar inútilmente durante un cuarto de hora, Nick Williams decidió aparcar delante de un almacén y caminar toda la manzana hasta la casa de Amanda. Sentía una extraña ansiedad. Parte de su nerviosismo era debido a su excitación, pero también se sentía un poco culpable. Amanda había sido la mayor patrocinadora de la primera expedición al Santa Rosa y Nick había pasado mucho tiempo con ella después de encontrar el tesoro. Amanda, Nick y Jack Lewis estaban convencidos de que Homer Ashford y su ménage a trois habían ocultado, de un modo u otro, parte del tesoro, estafándoles, claro, sus partes correspondientes. Nick y Amanda trabajaron juntos intentando encontrar pruebas de que Homes les había robado, pero nunca pudieron probar nada concluyente.

Durante este período Amanda y Nick habían intimado. Se habían estado viendo casi cada semana y durante cierto tiempo la consideró como una tía o una abuela. Pero después de un año o así, Nick dejó de ir a visitarla. Al principio no supo explicarse por qué, pero la verdadera razón de evitarla fue que Amanda era demasiado intensa para él, y siempre demasiado personal. Le formulaba demasiadas preguntas sobre lo que hacía o pensaba hacer con su vida.

Esta mañana en concreto, no tenía más opciones. Amanda era ampliamente reconocida como la experta en los tesoros sumergidos en los Cayos. Dos cosas componían su vida, tesoro y teatro, y su conocimiento de ambos era enciclopédico. Nick no la había llamado antes porque no quería discutir sobre el tridente a menos que estuviera dispuesta a verlo. Así que con cierta angustia llamó a la puerta principal del magnífico hogar.

Una joven de unos veinte años le abrió la puerta, diciendo por un resquicio: «¿Sí?» y asomando la cara por la rendija con desconfianza.

—Me llamo Nick Williams —anunció—. Querría ver a Mrs. Winchester si fuera posible. ¿Está en casa? —una pausa—. Soy un viejo…

—Mi abuela está muy ocupada esta mañana —le interrumpió la muchacha—. A lo mejor podría llamarla y concertar una cita —empezó a cerrar la puerta dejando a Nick en el porche con su bolsa de gimnasia. Entonces se oyó el murmullo de unas palabras y la puerta se abrió del todo.

—¡Por el amor de Dios! —exclamó Amanda con los brazos abiertos—. Tengo un joven visitante, ven aquí Nick y dame un beso. —Nick estaba turbado. Entró y dio un beso y un abrazo a la anciana.

Al separarse de ella empezó a excusarse:

—Lamento no haber vuelto a verla. Quería hacerlo, pero mi programa…

—Está bien, Nick. Lo comprendo —le interrumpió Amanda afectuosamente. Sus ojos eran tan vivos que no correspondían a su edad—. Ven y cuéntame lo que has estado haciendo. No te había visto desde, cielos, fue hace un par de años ¿desde que nos tomamos aquel coñac después del Tranvía? —le precedió a una mezcla de despacho y cuarto de estar y le sentó junto a ella en el sofá—. ¿Sabes Nikki?, pensé que tus comentarios sobre la actriz que hacía de Blanche DuBois fueron los más acertados que oí mientras duró la temporada. Tenías razón respecto de ella. No podía haber representado aquel papel excepto como un caso mental. La mujer, sencillamente, no tenía idea del apetito sexual femenino.

Nick miró a su alrededor. La estancia apenas había cambiado desde la primera vez que la visitó, ocho años atrás. El techo era muy alto, quizás de cinco metros. Las paredes estaban forradas de librerías cuyo estantes llenos llegaban hasta el techo. Frente a la puerta había un enorme óleo de Amanda y su marido delante de su casa de Cape Cod, que presidía la habitación. Al fondo de la pintura, un nuevo «Ford 1955» era parcialmente visible. Ella estaba radiantemente bella en el cuadro, tendría unos treinta años, vestía un traje de seda blanco, con rojo en los puños y en el cuello. Su marido vestía de etiqueta, era casi calvo, con un pelo rubio que le blanqueaba en las sienes, sus ojos eran cálidos y bondadosos.

Amanda preguntó a Nick si quería té y él asintió. La nieta, Jennifer, desapareció por el vestíbulo. Amanda se volvió y tomó las manos de Nick entre las suyas.

—Me alegra, que hayas venido, Nick, te añoraba. De vez en cuando oigo algún comentario sobre tu barco o sobre ti, pero casi nunca es de fiar la información de segunda mano. ¿Qué has estado haciendo? ¿Aún sigues leyendo todo el tiempo? ¿Tienes alguna amiga?

Nick se echó a reír, Amanda no había cambiado. Nunca había sabido llevar una conversación intrascendente.

—Ninguna amiga, el mismo problema de siempre. Las que son inteligentes resultan ser, o arrogantes, o emocionalmente ineptas, o ambas cosas; las que son sensibles y afectuosas no han leído un libro en su vida —por alguna razón Nick vio a Carol Dawson y casi dijo sin pensar «excepto por», pero se contuvo a tiempo—. Lo que necesito es alguien como usted —dijo en cambio.

—No, Nikki —le contradijo Amanda, grave de pronto. Cruzó las manos sobre el regazo y miró momentáneamente ante sí—. No —repitió con dulzura, y su voz se hizo más intensa al volverse a mirarle—, incluso aunque no fuera lo bastante perfecta para ti. Me acuerdo muy bien de todas tus visiones fantásticas de graciosas y jóvenes diosas. Habías mezclado las mejores dotes de todas las mujeres de tus novelas favoritas junto con tus sueños de adolescente. Siempre me pareció que habías puesto a la mujer en un pedestal; tenían que ser reinas o princesas. Pero en las muchachas con las que solías salir, buscabas sus debilidades, señales de vulgaridad, indicaciones de comportamiento ordinario. Era casi como si desearas encontrarlas imperfectas, encontrar fallos en su armadura para poder así justificar tu falta de interés.

Jennifer llegó con el té. Nick se sentía incómodo, había olvidado lo que era hablar con Amanda. Su insistencia emocional y sus observaciones no solicitadas le resultaban, aquella mañana, extremadamente perturbadoras. No había venido a verla para que le hiciera una disección de su actitud con las mujeres. Cambió de tema.

—Hablando de tesoro —dijo inclinándose para recoger su bolsa—. He encontrado algo muy interesante, fue ayer, mientras buceaba. Pensé que a lo mejor había visto antes algo parecido. Sacó el tridente y se lo tendió a Amanda, que casi lo dejó caer porque no estaba preparada para su peso.

—¡Cielos! —exclamó, temblándole el brazo por la tensión de sostener el tridente de oro frente a ella—. ¿De qué puede estar hecho? Es demasiado pesado para ser oro.

Nick se inclinó hacia delante y recogió el objeto. Lo sostuvo para que ella pudiera deslizar sus dedos sobre su excepcional suavidad externa.

—Nunca he visto nada como esto, Nikki. No hace falta que saque todos mis libros y fotografías para compararlo. La suavidad de su acabado no tiene nada que ver con las técnicas europeas durante o después de la época de los galeones. Esto debe de ser moderno, pero no puedo decirte nada más. ¿Dónde demonios lo encontraste?

Le contó la historia por encima, cuidando como siempre de no proporcionar datos importantes. No era sólo por el acuerdo hecho con Carol y Troy; los buscadores de tesoros nunca confían en nadie. Pero sí comunicó a Amanda su idea de que tal vez alguien hubiera escondido esta pieza determinada, así como otras más, para recuperarlas más tarde. Nick insistió en que esta idea suya era una explicación perfectamente plausible de las huellas encontradas en el fondo del océano.

—Tu escenario me parece improbable —observó Amanda—, aunque debo admitir que estoy desconcertada y no veo una explicación mejor. Quizás Miss Dawson tenga algunas fuentes que puedan echar cierta luz sobre el origen de esta cosa. Pero no hay la menor probabilidad de que yo me equivoque. He visto personalmente o he estudiado fotografías detalladas de cada pieza significativa de los tesoros recuperados en los Cayos en el siglo pasado. Podrías mostrarme hoy un nuevo objeto y podría decirte en qué país europeo fue hecho y en qué década. Si este objeto procede de un barco hundido, se tratará de un barco moderno, seguramente de después de la Segunda Guerra Mundial. Más que esto no puedo ayudarte.

Nick volvió a guardar el tridente en la bolsa y se dispuso a marchar.

—Espera un poco antes de irte, Nikki. Acércate un minuto —le cogió del brazo y le llevó exactamente frente al gran retrato— Walter te hubiera gustado, Nikki. También era un soñador, le encantaba ir en busca de tesoros. Todos los años, pasábamos una o dos semanas en el Caribe, en un yate, exclusivamente en busca de tesoros, generalmente, para compartir nuestros sueños. De vez en cuando encontrábamos objetos en el fondo del océano, que no podíamos localizar y creábamos conjeturas fantásticas para explicárnoslo. Casi siempre había una explicación prosaica, inferior a nuestras fantasías.

Nick seguía a su lado con la bolsa en la mano derecha. Amanda se volvió hacia él y apoyó dulcemente la mano en su antebrazo izquierdo.

—Pero no importaba. Ni siquiera importaba que la mayoría de los años subiéramos con las manos vacías. Porque siempre encontrábamos el auténtico tesoro, nuestro mutuo amor, siempre regresábamos a casa renovados y riendo, y agradecidos de que la vida nos hubiera permitido compartir otra semana o diez días, durante los que habíamos imaginado, fantaseado y buscado tesoros juntos.

Sus ojos eran tiernos y cariñosos. Su voz era baja pero llena de pasión.

—No sé cuándo o si volveré a verte, Nikki, pero hay cosas que he estado esperando decirte desde hace tiempo. Si te parece, olvídalas como divagaciones de una vieja sentenciosa… pero quizás nunca tendré la oportunidad de decírtelas otra vez. Tienes todos los atributos que yo amaba en Walter, inteligencia, imaginación, sensibilidad. Pero algo falla, estás solo. Por elección tuya. Tus sueños de tesoros, tu ansia por vivir… son cosas que no compartes. Me resulta muy triste verlo —calló un instante y volvió a mirar el cuadro. Luego terminó su pensamiento, casi como si hablara consigo misma—. Porque cuando tengas setenta años y mires hacia atrás, a lo que ha significado tu vida, no enfocarás tus actividades en solitario. Lo que recordarás son los instantes en contacto, las veces en que tu vida se enriqueció con un momento compartido con un amigo o con la amada. Lo que nos permite aceptar nuestra mortalidad es el conocimiento mutuo de este milagro llamado vida.

Nick no estaba preparado para un encuentro emocional con Amanda. Había pensado pasar a verla un momento, preguntarle sobre el tridente y luego marcharse. Mirando hacia atrás se dio cuenta de que la había tratado muy mal a lo largo de los años. Ella le había ofrecido amistad sincera y él la había despreciado, apartándola totalmente de su vida cuando su influencia recíproca había dejado de interesarle. Le dolió reconocer lo egoísta que había sido.

Al ir caminando despacio calle abajo, mirando distraído las deliciosas casas antiguas edificadas cien años atrás, Nick respiró hondamente. Había experimentado demasiadas emociones para una sola mañana. Primero Monique, luego Amanda. Y parece como si el tridente no fuera a solucionar mis problemas. Es curioso como todas las cosas vienen siempre agrupadas.

Se encontró pensando que quizás había mucho de verdad en lo que le había dicho Amanda. Reconoció que últimamente se había sentido muy solo y se preguntó si aquella vaga soledad estaría en realidad acogida a una reptante idea sobre su propia mortalidad, al paso de aquella fase de la vida encerrada en la frase de Thomas Wolfe: «Porque éramos jóvenes, y creíamos que nunca moriríamos». Cuando llegó al final de la acera que le llevaba al aparcamiento del almacén, Nick se sentía cansadísimo.

La vio antes que ella a él. Estaba de pie, delante del conductor, junto a su nuevo coupé «Mercedes», rojo. Sostenía con el brazo una bolsa de papel color avellana y miraba por la ventana del coche aparcado junto al suyo, el «Pontiac 1900» de Nick. Nick experimentó una subida de adrenalina seguida de rabia y desconfianza. Por fin le vio cuando él empezó a hablarle:

—Hola, Greta, ¡qué sorpresa! Supongo que hemos coincidido en esta parte de Cayo West por casualidad a la misma hora.

—Ya, Nick. Pensé que era tu coche. ¿Cómo estás? —Greta dejó la bolsa de papel sobre el capó del coche y se le acercó amistosamente. O no lo había entendido o quería ignorar el sarcasmo de su saludo. Llevaba un cuerpo amarillo sin mangas y unos shorts azules y ceñidos. Su cabello rubio estaba recogido en dos trenzas.

No te hagas la inocente conmigo, fraulein —replicó Nick—. Sé que no has venido aquí de compras —casi le hablaba a gritos. Utilizó su brazo libre para acentuar sus palabras e impedir que Greta se acercara—. Ésta no es una de las tiendas de tu circuito. Has venido aquí buscándome. ¿Qué es lo que quieres? —Nick bajó el brazo, un par de transeúntes se habían detenido a observarles.

Greta le miró fijamente con sus ojos claros como el cristal. No llevaba maquillaje. Parecía una chiquilla si no se le veían las arrugas del rostro:

—¿Aún estás enfadado, Nick? ¿Después de todos estos años? —se le acercó y le miró sonriente a los ojos—. Recuerdo una noche, casi hace cinco años —comentó juguetona—, en que no estabas tan enfadado. Te alegraba verme. Me preguntaste si te querría por una noche, sin preguntar, y acepté. Estuviste magnífico.

En un destello momentáneo Nick recordó la noche lluviosa que había parado a Greta cuando ésta salía del muelle. Recordó también lo desesperadamente que necesitaba tocar a alguien, a cualquiera, aquella noche determinada:

—Fue el día después del entierro de mi padre —dijo secamente—. Y además no quería aquello —desvió la mirada. No quería encontrarse con sus ojos penetrantes.

—No fue ésa la impresión que tuve —continuó Greta, igualmente en broma pero en un tono desprovisto de la menor emoción—. Te sentí dentro de mí, probé tus besos. No irás a decirme…

—Oye —la interrumpió Nick— ¿qué es lo que quieres? No pienso quedarme aquí toda la mañana discutiendo contigo sobre una noche estúpida de hace cinco años. Ahora sé que has venido por algo. ¿De qué se trata?

Greta retrocedió un paso y su expresión se endureció:

—Eres un hombre muy difícil, Nick. Podría ser divertido trabajar juntos si no fueras tan ¿cómo diría yo?, tan cargante —dejó de hablar un segundo—. He venido de parte de Homer. Tiene una proposición que hacerte. Quiere ver lo que encontraste ayer en el océano y discutir, quizás, una asociación.

Nick rio triunfante:

—Así que yo tenía razón. Te enviaron a buscarme. Y ahora ese canalla quiere discutir una asociación. ¡Ja! Ni pensarlo. No me volveréis a robar nunca más. Di a tu jefe o amante, o lo que sea, que se meta su proposición donde le quepa. Ahora, si me permites…

Echó a andar rodeando a Greta y abrió la puerta de su coche. Su mano fuerte le agarró del brazo:

—Cometes un error, Nick —sus ojos volvieron a clavarse en él—. Un gran error. No puedes hacerlo por tus propios medios. Lo que encontraste probablemente no valga nada. Si es así deja que él gaste su dinero —sus ojos de camaleón volvieron a cambiar una vez más—. ¡Y sería tan divertido volver a trabajar juntos!

Nick subió al coche y lo puso en marcha.

—Es inútil, Greta. Malgastas el tiempo, ahora tengo que irme —salió marcha atrás del aparcamiento y se metió después en una calle estrecha. El tesoro volvía a estar en frente y en centro de su mente. Se había sentido momentáneamente deprimido por lo que le había dicho Amanda acerca del tridente, pero el hecho de que Homer quisiera verlo produjo en Nick un sentimiento de poder. Pero, se preguntó, ¿cómo puede haberse enterado ya? ¿Quién habló? ¿O nos habría visto alguien?