ESPECIES EN PELIGRO
El agua color esmeralda choca contra las oscuras rocas volcánicas. Una fina y blanca espuma flota sobre la dura piedra, creando un velo brumoso que centellea a la poca luz que queda. En la distancia dos soles amarillos se ponen simultáneamente, separados unos cuarenta grados, y desaparecen juntos tras el horizonte. A través del cielo azul-negro, en el lado opuesto del istmo que llega en suave pendiente desde los riscos volcánicos, a otro océano, un par de lunas aparecen en el momento en que los soles se hunden. Su luz gemela, aunque mucho más débil que el resplandor de los soles, es aún lo bastante fuerte como para crear sombras danzantes sobre el océano que se extiende bajo el saliente rocoso.
A medida que las dobles lunas van alzándose sobre el lado oriental del istmo, la luz empieza a brillar junto a ellas, en el horizonte, unos veinte grados al Sur. Al principio, el resplandor parece la luz de una ciudad distante, pero a cada momento que pasa se hace más y más fuerte hasta que se extiende por todo el cielo. Por fin, una impresionante tercera luna, cuyo primer destello sube desde el horizonte cuando las lunas gemelas están a unos diez grados de su arco, comienza a ascender. La calma se abate sobre ambos océanos por unos segundos, como si el mundo yacente bajo la gigantesca órbita se hubiera detenido para rendir homenaje a tan singular espectáculo. Esta inmensa luna amarilla, con la cara visiblemente surcada de cráteres, parece vigilar sus dominios mientras se eleva lentamente hacia el cielo y baña los océanos esmeralda con una misteriosa luz; refleja. Su tamaño es cien veces el de la más pequeña luna gemela y su amplia estela por el cielo es mayor que la que unos minutos antes dejaron el par de soles al ponerse.
Por debajo de los acantilados, a la sombra de la última y nueva luna, un cuerpo alargado y sinuoso se arquea surgiendo del agua, alzándose casi seis metros por encima de la superficie. La esbelta aparición gira en dirección a los acantilados y se lanza hacia delante cuando la estridente nota de una trompeta, un solo sonido, resuena contra las rocas y atraviesa el istmo. Un momento después se oye otro sonido, como un eco apagado o posiblemente una respuesta, desde el otro mar. La criatura nada graciosamente hacia la luz de la luna, su cuello largo y flexible de color cobalto rematando un cuerpo gris casi completamente sumergido en el océano. Ahora la serpiente de cuello azul se extiende hacia arriba otra vez y se inclina en dirección a tierra, revelando su rostro a la luz cada vez mayor. Sus rasgos faciales son complejos y retorcidos, con hileras de orificios de utilización desconocida. Al llegar al máximo de su extensión, la criatura contrae su cara y deja oír una mezcla de sonidos; la nota de la trompeta se acompaña ahora de un oboe y un órgano. Tras una corta pausa una respuesta apagada y más suave, pero con la misma riqueza y complejidad de sonido, llega a través del istmo.
La serpiente nada hacia el Norte bordeando la costa. Detrás de ella, a la luz de la luna, media docena más de cuellos cimbreantes surgen del océano. Estas criaturas son un poco más pequeñas y el tono cobalto de sus cuellos no es tan vivido. El grupo gira al unísono y, como obedeciendo una orden, seis estallidos de trompeta llaman al Este. Otra vez, una pausa precede la respuesta esperada, el sonido de varias trompetas menores desde el otro lado de tierra. Inmediatamente las seis nuevas criaturas y sus distantes amigas inician una compleja y complicada melodía, alzándose lentamente en intensidad hasta que la obertura alcanza un inevitable crescendo y cesa bruscamente.
Momentos después los océanos de ambos lados del istmo están llenos de serpientes de todos los tamaños. Cientos, incluso miles, de serpientes cubren el agua hasta donde el ojo alcanza y empiezan a tender lánguidamente sus cuellos, retorciéndose como si miraran a su alrededor y uniéndose a los cánticos. Las serpientes del mar oriental son ligeramente más pequeñas que sus parientes occidentales y sus cuellos son de color azul pálido en lugar de cobalto. Estas serpientes azul pálido van acompañadas de cantidad de menudas criaturas, con las marcas azules de sus cuellos apenas visibles, cuyas voces finas y casi erráticas suenan como pequeños piccolos mezclados con campanillas de cristal.
Las aguas de los océanos esmeralda empiezan a subir con una a modo de frenética marea, escalando ahora rápidamente los acantilados rocosos del lado occidental y sumergiendo velozmente grandes porciones de tierra del lado de la pendiente que se aboca al mar de oriente. Este tirón concertado de todas las lunas produce una marea que, eventualmente, cubrirá el istmo por completo, uniendo los dos océanos. A medida que las aguas van acercándose la música de las mil serpientes cantarinas crece en magnificencia, inundando toda la zona de una melodía de indescriptible belleza. Es a la vez un sonido plañidero de anticipación y ansiedad, es el grito universal del deseo largo tiempo contenido, al borde de ser satisfecho.
Las grandes serpientes de cuello largo de Canthor concluyen su anual sinfonía de acoplamiento cuando los dos océanos se hacen uno y los moradores de cada océano buscan a sus eternas parejas entre las aguas unidas. Hay cinco noches en cada año Canthoreano en que las fuerzas de la marea se ponen de acuerdo para sumergir el istmo y permitir así la unión sexual de las serpientes. Cinco noches de juegos y retozos de amor, de renovación y promesas, antes del obligado regreso a los océanos separados y de un año de espera de la vuelta de la gran marea.
Para las chiquitinas, las nuevas serpientes dejadas en gestación en la última reunión anual y empolladas por sus madres en el océano oriental, la gran marea es un momento de excitación y tristeza. Deben dejar ahora a sus compañeros de juegos, dejar atrás su infancia. La mitad deben separarse también de sus madres e ir a nadar entre los adultos azul cobalto, que no han visto nunca. Esta mitad, que ha pasado su vida exclusivamente entre las amistades de sus madres, nadará por encima y a través del istmo en la quinta noche, al lado de sus padres. Una vez en el océano occidental, sus cuellos empezarán a oscurecer su color al iniciarse la transición entre pubertad y estado adulto. Y al año siguiente, sus pequeñas voces habrán madurado lo suficiente para que cada una de ellas pueda detectar alguna respuesta excitante y positiva a su llamada, durante la sinfonía de acoplamiento.
Miles de años pasan en el planeta Canthor. Las fuerzas del cambio conspiran contra las hermosas serpientes de cuello azul. Primero, una era de hielo sobreviene al mundo, encerrando gran parte del agua del planeta en unos eternos casquetes polares y bajando el nivel de los mares. El número de días que la gran marea sumerge el istmo se reduce a cuatro, luego a tres y por fin solamente a dos. El complicado ritual del apareamiento de las serpientes, perfeccionado a lo largo de centenares de generaciones, funciona mejor en un cortejo de cinco noches. A causa de los cientos de años en que sólo disponían de dos para su apareamiento, el número de pequeñas serpientes producidas anualmente cae vertiginosamente. El número total de serpientes canthoreanas es peligrosamente pequeño.
Al fin, la producción radiactiva de los soles duales vuelve a aumentar ligeramente, y Canthor sale de su edad de hielo. Sube el nivel del mar y el número de días para el acoplamiento vuelve momentáneamente a ser cinco. La sinfonía de las serpientes a la que se había añadido un triste contrapunto en los dolorosos años de noches de acoplamiento reducidas, se carga nuevamente de alegría. Por espacio de varias generaciones el número de serpientes aumenta. Pero las bellas criaturas encuentran otro enemigo.
En otro lado de Canthor, evoluciona desde un millón de años otra especie inteligente, una criatura fiera, achaparrada y con un insaciable apetito de poder. La edad de hielo estimuló la rápida evolución de estos trolls al establecer la estricta supervivencia de los más idóneos y seleccionar naturalmente sólo a aquellos individuos con los mejores atributos (inteligencia y fuerza, en principio) lo que, en cierto modo, purificó el conjunto de sus genes.
La especie de trolls que emerge tras los millares de años de dominación glaciar de Canthor, es más lista y más capaz de tratar con el resto de su entorno. Ha aprendido a hacer herramientas y ha aprendido también a utilizar la riqueza del planeta en beneficio propio. Ninguna otra criatura viviente de Canthor puede superar la inteligencia de los trolls o amenazar su existencia, así que los trolls proliferan por todo el planeta, sometiéndolo por completo con su rapacidad.
Las serpientes de cuello azul no han tenido enemigos naturales en Canthor durante cientos de milenios. Por consiguiente, no han desarrollado la agresividad y territorialidad necesarias para sobrevivir cuando se las amenaza. Su dieta ha consistido básicamente en las plantas y animales que llenan los océanos de Canthor. Los mares proporcionaban un amplio surtido de alimento, así que las serpientes no se impresionaron demasiado cuando los trolls empezaron a buscar su comida en el océano. Sin embargo, para los trolls, cuya ansia de territorio no conoce límites, las serpientes representaban, como poco, un rival para la abundancia de los océanos y posiblemente, por su tamaño e inteligencia, una amenaza para su supervivencia.
Estamos otra vez en la época de la gran marea y los machos de las serpientes de cuello largo han completado a tiempo su migración oceánica, reuniéndose como siempre frente a los grandes acantilados volcánicos. Ahora sólo quedan unos centenares de machos, ostensiblemente menos que en los días gloriosos en que eran tan numerosos que se extendían hasta donde el ojo alcanzaba a ver. La luna llena, gigantesca, sube como ha venido haciéndolo durante millares de años, siguiendo a las dos pequeñas lunas gemelas hasta lo alto del cielo, y la obertura anuncia el principio de la sinfonía de acoplamiento. Pero a medida que la marea sube para sumergir el istmo, las serpientes presienten que algo va mal. Una cacofonía creciente se mezcla con la mística melodía de aparejamiento. La ansiedad se extiende por el sonido, a uno y otro lado de la tierra que separa a las serpientes. Cuando finalmente la marea cubre las rocas volcánicas y el punto en la sinfonía de acoplamiento original llega al magnífico crescendo final, la voz de las serpientes en súplica lastimera llena la noche canthoreana.
Los trolls han levantado una enorme barrera en la cresta del istmo. Cuidadosamente calculada para impedir el paso de las serpientes mayores, esta barrera opresiva permite a las bellas criaturas de cuello azul, sentirse cerca unas de otras esforzándose, pero sin poder tocarse. Es muy doloroso presenciar las noches de la gran marea. A un lado y a otro, las serpientes se lanzan repetida e infructuosamente contra el muro, tratando con desesperación de contactar con sus parejas. Pero todo es en vano. La barrera resiste. Las serpientes no pueden aparearse. Ambos sexos regresan eventualmente a sus respectivos océanos, hondamente entristecidos y profundamente conscientes de las implicaciones de esta barrera respecto a su futuro.
Algunas de las serpientes se golpean hasta perder el sentido, al intentar derribar la barrera. Las que están heridas, a ambos lados del istmo, se quedan atrás para recuperarse, mientras el resto de la especie, dando por terminada su migración anual como si el apareamiento hubiera tenido lugar, se aleja nadando lenta y tristemente, machos y hembras en dirección a su lugar separado en Canthor.
Han pasado dos noches desde que la gran marea ha dejado de sumergir la tierra entre los océanos. Dos de las más viejas serpientes macho, con su cuello aún lastimado por el repetido martilleo contra la odiada barrera, van nadando juntas, lentamente, a la luz de la luna. Desde el cielo, un extraño resplandor cae rápidamente sobre ellas. Flota sobre las serpientes y parece iluminarlas cuando alzan sus cuellos para ver lo que ocurre.
En un instante, los graciosos cuellos se doblan vencidos sobre el iluminado océano. Del centro de la luz que tienen encima sale un objeto, una especie de cesto, que baja hasta el agua. Las dos serpientes son recogidas, sacadas silenciosamente del mar al aire y subidas como por un desconocido pescador, hasta el cielo. La misma escena se repite una docena de veces, primero en el océano occidental con las serpientes heridas de cuello azul cobalto, y a continuación en el océano oriental con sus duplicados azul pálido. Es como si tuviera lugar una gran redada, una recogida de todas las serpientes agotadas que no han podido ocupar su lugar junto al resto de la especie en la migración anual.
Muy por encima de Canthor, una gigantesca nave espacial cilíndrica espera el regreso de sus servidores robots. Treinta kilómetros a un lado, el planeta viajero se abre a la flotilla de vehículos del tamaño de grandes aeroplanos que regresan trayendo la cosecha de Canthor. El cilindro gira lentamente mientras Canthor y su luna gigantesca brillan al fondo. Sólo un vehículo regresa rezagado, se abre una compuerta para recibirlo en la parte trasera del gran aparato, y por un momento hay más actividad. Finalmente, el cilindro se inclina sobre un lado y dispara varios pequeños cohetes. A los pocos segundos se ha perdido de vista y sale de Canthor hacia otros mundos.
La nieve cae sin cesar sobre el hombretón que cruza silenciosamente el bosque. Vestido con pieles, llevando un pesado fardo sobre la espalda y una gran lanza en la mano, vuelve su rostro peludo e hirsuto, hacia los que le siguen, su familia, y gruñe para que se apresuren. Son cinco en total, un bebé llevado en brazos por la mujer y dos adolescentes que visten pieles como sus padres y llevan también grandes fardos sobre los hombros. El adolescente lleva además una lanza. Viéndoles de cerca se les nota a todos muy cansados, casi exhaustos.
Salen del bosque durante un trecho, y entran en un prado que rodea una charca helada. La nieve sigue cayendo, engrosando la que ya cubre el suelo. El padre señala a la familia que pare, y se acerca decidido a la charca. Mientras los otros se apelotonan para defenderse del frío, el hombre saca una tosca herramienta de su fardo y, después de barrer la nieve de la superficie, empieza a recortar el hielo. Casi transcurre una hora. Al fin lo consigue, exhala un gruñido de felicidad y se inclina para beber el agua. Saca un pellejo, lo llena, y lleva agua a su mujer y sus hijos.
La adolescente sonríe a su padre con una sonrisa de amor y admiración, cuando éste le ofrece el agua. Su carita está cansada, marcada por las arrugas que han dejado el viento, el sol y el frío. Hace un gesto para alcanzar el pellejo, pero de pronto su rostro se contrae por el miedo, grita, y su padre se vuelve justo a tiempo de protegerse de un lobo, que salta sobre él en pleno ataque. Golpea al lobo con toda la fuerza de su poderoso brazo, apartándolo de su presa, y medio tropieza al recoger su lanza caída junto a la charca. Agarra la lanza y se vuelve rápidamente, preparado para defender a su familia.
Tres son los lobos que les atacan. Su hijo ha traspasado hábilmente el pecho de uno de ellos con su lanza, pero ahora un segundo lobo ha derribado al muchacho, que se halla indefenso sobre la nieve, antes de haber podido arrancar su lanza para atacar de nuevo. Como un loco, el padre salta hacia delante y clava su lanza en el lobo que ataca al muchacho. Pero es demasiado tarde, el lobo hambriento ha encontrado ya el cuello del chico, y ha cortado la vena yugular de una sola dentellada.
Girando sobre sí mismo, el hombre de las cavernas se lanza contra el último de los lobos. Su esposa yace desangrándose sobre la nieve y el bebé está sin protección, llorando dentro de su envoltura a pocos pasos de su madre. El último lobo, temeroso del hombretón, simula atacar al padre y de pronto salta sobre el bebé. Antes de que el hombre pueda reaccionar el lobo ha cogido al niño por sus ropas y ha salido disparado hacia el bosque.
La joven no ha sufrido ninguna herida en el ataque pero está desesperada por la casi instantánea muerte de su hermano y la desaparición de su hermanita. Sostiene la cabeza de su hermano muerto y solloza angustiadamente. El padre rellena de nieve virgen las heridas de su mujer y luego se la echa a la espalda junto con los pesados fardos. Gruñe un par de veces en dirección a su hija y ésta, finalmente y a regañadientes, se pone en pie y empieza a recoger en otro fardo lo que queda de la familia.
Al caer la noche, los tres miembros supervivientes de la familia se acercan a unas cuevas situadas a la entrada del bosque. El padre está casi exhausto por el peso de su mujer y de las escasas pertenencias del grupo. Se sienta para descansar un momento, su hija se deja caer a su lado y apoya la cabeza en sus piernas. Llora silenciosamente y el padre seca tiernamente sus lágrimas. De pronto, una luz brillante resplandece sobre ellos, y un instante después los tres están inconscientes.
Una cesta metálica de unos cinco metros de largo y dos de ancho desciende entre el extraño resplandor de la nieve y se detiene suavemente en el suelo, junto a los tres humanos. Los lados de la cesta se abren y unas cintas metálicas se extienden hacia fuera, enroscándose alrededor de cada una de las personas, las introducen en la cesta, los lados se cierran, y el extraño objeto asciende en la noche. Unos segundos más tarde el foco ha desaparecido y la vida vuelve a la normalidad en el bosque prehistórico.
Por encima de la Tierra el cilindro gigante espera silenciosamente, aguardando el regreso de los mensajeros. El planeta que está debajo aparece despejado de nubes y la inmensa extensión azul del océano brilla como una joya a la luz reflejada del sol. Hacia el final de la tarde, los ángulos del sol poniente muestran una vasta extensión de hielo, procedente del Polo Norte, que cubre casi por completo un gran continente. Al Oeste, a través de un gran océano y una isla nórdica toda blanca, el sol de mediodía brilla sobre otro gran continente, también casi cubierto de hielo. Aquí, el hielo se extiende hacia el Sur sobre dos tercios de la masa de tierra y sólo desaparece por completo cuando el continente empieza a estrecharse, terminando en punta al llegar al mar del Sur.
Las lanzaderas cazadoras enviadas desde el gran cilindro, regresan a la base y descargan su presa. El padre, la madre herida y la adolescente están dentro de la pequeña lanzadera junto con cincuenta o sesenta humanos más, obviamente seleccionados en puntos dispares del mundo. Ninguno de los humanos se mueve. Después de que la lanzadera se acopla, segura, a la madre nave, todos los humanos prehistóricos son trasladados en un gran transporte a la estación receptora. Aquí son recibidos y catalogados, y luego llevados a un amplio módulo que recrea el ambiente de la Tierra.
Muy lejos, por encima de la Tierra, el último de los exploradores regresa al cilindro gigante. Hay una pausa momentánea, como si se verificara un último recuento y después la nave espacial cilíndrica desaparece.