5
El comandante Vernon Winters temblaba al colgar el teléfono. Le parecía que acababa de ver un fantasma. Tiró el resto de su manzana a la papelera y buscó uno de sus «Pall Mall» en el bolsillo. Sin pensar se levantó y cruzó la habitación hasta el ventanal que daba al patio cubierto de césped del edificio principal de la administración. Acababa de terminar la hora del almuerzo en la Estación Aéreo-Naval de Estados Unidos. Los grupos de muchachos y muchachas que iban o salían de la cafetería ya habían desaparecido. Un guardia marina joven y solitario estaba sentado en el césped, leyendo, con la espalda apoyada contra un grueso árbol.
El comandante Winters encendió su cigarrillo sin filtro y aspiró profundamente, soltó el humo apresuradamente y dio otra chupada.
—¡Eh!, Indiana —le había dicho la voz dos minutos antes—, soy Randy. ¿Te acuerdas de mí? —Como si pudiera olvidar aquella voz nasal, de barítono. Y de pronto, sin esperar respuesta, la voz se había materializado en una cara en el monitor de vídeo. El almirante Randolph Hilliard estaba sentado detrás de su mesa, en un enorme despacho del Pentágono.
—Bien —continuó—. Ahora podemos vernos las caras.
Hilliard había hecho una pausa, luego se inclinó hala cámara.
—Me alegró enterarme de que Duckett te había puesto al frente del asunto Panther. Podría ser muy feo, debemos descubrir lo que ha ocurrido de prisa y sin publicidad. Tanto el ministro como yo contamos contigo.
¿Qué le había contestado al almirante? El comandante Winters no podía acordarse, pero supuso que estuvo bien. Y se acordaba de las últimas palabras, cuando el almirante Hilliard le había dicho que volvería a llamar para encontrarse después de la reunión del viernes por la tarde. Winters no había oído aquella voz desde hacía ocho años pero la reconoció al instante.
Y los recuerdos que despertaba llegaron una milésima de segundo después.
El comandante volvió a dar otra chupada al cigarrillo y se apartó de la ventana. Cruzó despacio la habitación. Sus ojos pasaron sin ver la deliciosa copia del cuadro de Renoir, Deux jeunes filles au piano, que era lo más sobresaliente de la pared de su despacho. Era su pintura favorita. Su mujer y su hijo le habían regalado aquella gran reproducción en su cuarenta cumpleaños; varias veces a la semana solía ponerse delante y admirar su composición. Pero dos graciosas jovencitas estudiando sus lecciones de piano, no era lo que convenía aquel día.
Vernon Winters volvió a sentarse ante su mesa y se cubrió la cara con las manos. Ya está de vuelta otra vez, pensó, ya no lo puedo contener, no, después de ver a Randy y de oír esa voz. Miró a su alrededor y aplastó el cigarrillo en el gran cenicero de la mesa. Durante unos segundos jugueteó con las dos fotografías enmarcadas, encima de su mesa (una era la fotografía de un pálido chiquillo de unos doce años, junto a una mujer sin belleza, de unos cuarenta años escasos; la otra era una foto de la producción de Actores de Cayo West, La gata sobre el tejado de zinc, fechada en marzo de 1993, en la que Winters aparecía vestido con un traje de verano). Finalmente, el comandante volvió a dejar las fotos en su sitio, se recostó en su butaca, cerró los ojos y se dejó vencer por la espiral de los recuerdos. Un telón se alzó en su mente y se vio transportado a una noche clara y tibia de ocho años atrás, a principios de abril de 1986. Lo primero que oyó fue la excitada voz nasal del teniente Randolph Hilliard.
—¡Pssst! Indiana, despierta. ¿Cómo puedes estar durmiendo? Soy Randy, tenemos que hablar. Estoy tan excitado que me cagaría encima. —Vernon Winters se había dormido sólo hacía media hora. Inconscientemente miró su reloj, casi las dos. Su amigo estaba junto a su litera, con una sonrisa de oreja a oreja—. Sólo tres horas más y atacaremos. Por fin vamos a hacer saltar a ese árabe terrorista y loco para que se reúna con Alá en el cielo. Mierda, compañero, ésta es nuestra hora. Para eso hemos estado trabajando toda la vida.
Winters sacudió la cabeza y empezó a surgir de su profundo sueño. Tardó un buen rato en recordar que se encontraba a bordo del USS Nimitz, frente a la costa de Libia. La primera acción de su carrera militar iba a ocurrir.
—Mira, Randy —le dijo Winters (aquella noche, casi ocho años atrás)—. ¿No deberíamos estar durmiendo? ¿Y si los libios nos atacan mañana? Tenemos que estar alerta.
—Nada de eso —dijo su amigo y compañero oficial, ayudándole a incorporarse y entregándole un cigarrillo—. Esos bestias nunca atacan a alguien que pueda luchar. Son terroristas, sólo saben atacar a gente desarmada. El único de ellos que tiene bemoles es ese coronel Gadaffi y está como un cencerro. Después de volarle al cielo, habrá terminado la batalla. Además, me sobra adrenalina para mantenerme despierto treinta y seis horas sin sudarlas.
Winters sintió que la nicotina recorría su cuerpo. Despertó de nuevo la anticipada exaltación que había dominado al fin, al quedarse dormido una hora antes. Randy hablaba como un iluminado:
—No puedo creer lo condenadamente afortunados que somos. Durante seis años me he preguntado cómo puede distinguirse un oficial, ya sabes, en tiempos de paz. Y aquí estamos ahora. Un loco planta una bomba en un club de Berlín y nosotros, por casualidad, estamos de patrulla en el Mediterráneo. Eso es estar en el sitio indicado en el momento apropiado. ¡Mierda!, piensa en cuántos compañeros de nuestra promoción darían su pelota izquierda por estar aquí, en nuestro lugar. Mañana matamos al loco y estaremos en camino de ser capitanes, o quizás almirantes dentro de cinco u ocho años.
Winters reaccionó negativamente a la sugerencia dé su amigo de que uno de los beneficios de la lucha contra Gadaffi fuera la aceleración de su ascenso personal. Pero no dijo nada, estaba sumido en sus propios pensamientos; también él estaba excitado y no sabía por qué. La excitación era parecida a la que sentía antes de los cuartos de final de baloncesto, en la escuela superior. Pero el teniente Winters no podía evitar preguntarse cuánto bajaría la excitación por el miedo, si se preparaban a entrar en una batalla real.
Por espacio de casi una semana estuvieron preparándose para atacar. En la Marina era normal prepararse para el combate y luego cancelarlo, generalmente un día antes del ataque propuesto. Pero esta vez había sido diferente desde el principio. Hilliard y Winters habían reconocido que se percibía una gravedad en los oficiales superiores que no habían notado antes. No se había tolerado ninguna de las bromas habituales durante las horas aburridas de comprobación de los aviones, misiles y cañones, el Nimitz se preparaba para la guerra. Y de pronto, ayer, a la hora normal de cancelación de tales preparativos, el capitán reunió a todos los oficiales para anunciarles que había recibido la orden de atacar al amanecer. El corazón de Winters dio un vuelco cuando el oficial al mando les puso al corriente del alcance de la acción americana contra Libia.
El último trabajo de Winters, antes de la cena, había sido ir a revisar los blancos del bombardeo junto con los pilotos, una vez más. Iban a salir dos aviones para bombardear la residencia donde se suponía que dormiría Gadaffi. Uno de los dos pilotos seleccionados estaba en la glorieta; se daba cuenta de que se le había asignado el primer blanco del ataque. El otro piloto, el teniente Gibson, de Oregón, se mostraba tranquilo y comedido en sus preparativos. Seguía estudiando el mapa, con Winters, y repasando el emplazamiento de las baterías libias. Se quejó también de tener la boca seca y bebió varios vasos de agua.
—¡Mierda! Indiana, ¿sabes lo que me preocupa? Esos mozos voladores estarán en la batalla y nosotros en cambio nos quedaremos clavados aquí sin nada que hacer a menos que estos locos árabes se decidan a atacar. Espera, se me ha ocurrido algo. —El teniente Hilliard no paraba de hablar. Eran más de las tres y ya habían repasado todo lo relacionado con el ataque, por lo menos dos veces. Winters se sentía exhausto y enervado por la falta de sueño pero el asombroso Hilliard continuaba rezumando exuberancia.
—Pero ¡qué gran idea! —siguió Randy, hablando solo—. Y se puede hacer. Tu instruiste anoche a los pilotos, ¿verdad? Así que sabes a quién le tocan los blancos. —Vernon asintió con la cabeza—. Pues bien, pegaremos un «jódete» personal a la panza del misil que va a tocar a Gadaffi. Así, parte de nosotros participará en la batalla.
A Vernon le faltó la energía para disuadir a Randy de su loco plan. Cuando se acercó el momento de ataque, los tenientes Winters y Hilliard entraron en el hangar del Nimitz y encontraron el avión asignado al teniente Gibson (Winters nunca supo explicárselo pero inmediatamente imaginó que sería Gibson el encargado de apuntar su misil al enclave de Gadaffi). Riendo, Randy explicó al joven alférez de guardia lo que él y Vernon se proponían hacer. Tardaron casi media hora en encontrar el avión y localizar el misil que sería el primero en ser lanzado contra la vivienda de Gadaffi.
Los dos tenientes discutieron unos diez minutos sobre lo que iban a escribir en el papel que pegarían al misil. Winters quería algo profundo, casi filosófico, como «Tal es el final justo de la tiranía y el terrorismo». Por fin, un agotado teniente Winters accedió a la comunicación visceral de su amigo. «Muere hijo de puta» fue el mensaje escrito por los dos tenientes en la panza del misil.
Winters regresó exhausto a su litera. Cansado y descentrado por la magnitud de los acontecimientos que se avecinaban, sacó su biblia personal y leyó unos versículos. El presbiteriano de Indiana no encontró consuelo en el buen libro. Intentó rezar oraciones generales al principio y luego más específicas, como tenía por costumbre en los momentos críticos de su existencia. Pidió al Señor que guardara a su mujer y a su hijo y le acompañara en aquel momento crucial de su vida. Y entonces, sin darse cuenta, el teniente Winters pidió a Dios que derramara terror en forma del misil con su mensaje sobre el coronel Gadaffi y toda su familia.
Ocho años más tarde, sentado en su despacho de la Estación Aero-Naval de los Estados Unidos, el comandante Winters recordaría aquella oración y se estremecería interiormente. Incluso entonces, en 1986, justo al terminar la plegaria, se había sentido raro y desorientado, casi como si hubiera cometido un acto blasfemo y disgustado al Señor. La escasa hora de sueño que siguió, fue torturadora, llena de sueños de horribles gárgolas y vampiros. Vio cómo los aviones abandonaban el navío al amanecer en una especie de trance o pesadilla; su boca tenía un amargo sabor metálico cuando, maquinalmente, estrechó la mano de Gibson y le deseó suerte.
Durante todos aquellos años, Winters había deseado haber podido borrar aquella oración. Estaba convencido de que Dios había permitido al misil determinado lanzado por Gibson segar la vida de la hija pequeña de Gadaffi, sólo para darle a él una lección personal. Aquel día, pensó, sentado en su despacho un jueves de marzo de 1994, cometí un sacrilegio y violé tu confianza. Traspasé los límites y perdí mi posición privilegiada en tu santuario. Desde entonces te he pedido perdón muchas veces, pero no me ha sido otorgado. ¿Cuánto más debo esperar?