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—¡Oh, Dios!, ¿no podemos parar ya? ¿Por fin? Por favor, déjanos. Está todo tan tranquilo aquí, ahora —hablaba a las estrellas y al cielo. La cabeza del anciano cayó hacia delante, en la silla de ruedas, al exhalar el último suspiro. Hannah Jelkes se arrodilló a su lado para ver si realmente había muerto y, después de besarle en la cabeza, levantó la suya con una sonrisa de paz. El telón cayó y se alzó a los pocos segundos. La compañía se reunió en el escenario.

—Está bien, basta por esta noche, buen trabajo. —El director, un hombre de unos sesenta años, con un pelo canoso que empezaba a clarear, se acercó al escenario—. Buena representación Henrietta, prueba a repetirlo igual mañana por la noche para el estreno, la justa combinación de resistencia y vulnerabilidad —Melvin Burton subió al escenario—. Y tú, Jessie, si consigues que Maxine sea más sensual, se nos comerán —dio una vuelta sobre sí mismo y rio con otras dos personas en las primeras filas del teatro.

—Muy bien, pandilla —Melvin se dirigió a la compañía—, podéis iros a casa y descansar mucho. Esta noche ha estado mejor, muy bien. ¡Oh!, comandante, ¿pueden usted y Tiffani quedarse un minuto más después cambiarse? Tengo un par de cosas que decirles.

Volvió a bajar del escenario y regresó a la cuarta fila de butacas donde estaban sentados sus dos asociados. Uno era una mujer mayor que Melvin pero con brillantes ojos verdes detrás de sus gafas de abuelita. Llevaba un traje estampado lleno de colores primaverales. La otra persona era un hombre de unos cuarenta años, con rostro de intelectual y expresión cálida y abierta. Melvin estaba nervioso al sentarse junto a ellos.

—Me preocupaba, cuando elegimos La noche de la iguana, el que resultara demasiado difícil para Cayo West. No es tan conocida como Un tranvía o El zoo de cristal. Y en cierto modo los personajes son tan raros como los de De pronto, el pasado verano, pero parece que sale bien. Si pudiéramos afinar las escenas entre Shannon y Charlotte…

—¿Sientes haber añadido el prólogo? —preguntó la mujer. Amanda Winchester era una institución en Cayo West. Entre otras cosas, era la decana de los empresarios teatrales de la resucitada ciudad. Dueña de dos de los nuevos teatros junto al puerto, había sido la responsable de la formación de, por lo menos, tres diferentes grupos de repertorio, locales. Le gustaban las obras de teatro y la gente del teatro, y Melvin Burton era su director preferido.

—No, no lo siento, Amanda. Ayuda claramente a la obra a ofrecer una sensación inicial de lo frustrante que puede ser llevar un grupo de feligresas baptistas a un viaje a México en verano. Y sin la escena de sexo entre Charlotte y Shannon en aquella calurosa habitación de hotel, no estoy seguro de que su relación sea creíble para el público… —reflexionó un momento—. Huston hizo lo mismo con la película.

—Ahora mismo la escena de sexo no queda bien —observó el otro hombre—. En realidad es casi cómica, los abrazos que se dan son como los que mi hermano da a sus hijas.

—Ten paciencia, Marc —respondió Melvin.

—Hay que hacer algo o suprimir el prólogo —asintió Amanda—. Marc tiene razón, esta noche la escena resultaba casi cómica. Parte del problema es que Charlotte parece una niña, en esta escena —hizo una breve pausa antes de continuar—. Verás, la muchacha tiene un pelo precioso y se lo hemos recogido en lo alto de la cabeza para que parezca decorosa y correcta. Está claro que no lo llevaría suelto todo el día en el calor de un verano mexicano, pero ¿y si se lo soltara cuando va a la habitación de Shannon?

—Es una idea fantástica, Amanda. Como he dicho infinidad de veces podrías haber sido un director fabuloso. —Melvin miró a Marc y cambiaron una sonrisa. Luego el director se recostó en su butaca y empezó a pensar en lo que iba a decir a sus dos personajes dentro de un momento.

Melvin Burton era un hombre feliz. Vivía con su compañero Marc Adlen desde hacía quince años, en una casa en la playa de Cayo Sugarloaf, a unos dieciséis kilómetros al este de Cayo West. Melvin había dirigido teatro en Broadway durante casi una década y estaba asociado al teatro de una manera u otra desde los cincuenta. Siempre prudente con su dinero, había conseguido ahorrar una cantidad impresionante en 1979 y preocupado por el impacto de la inflación sobre sus ahorros, buscó consejo en un contable amigo y asociado. Fue casi un flechazo. Marc tenía entonces veintiocho años, era tímido, solitario e inseguro de sí mismo en el bullicioso Nueva York. El savoir faire de Melvin y su fama teatral hicieron conocer a Marc aspectos de la vida que jamás había imaginado.

Cuando la Bolsa se disparó a mediados de los ochenta, Melvin vio cómo su dinero alcanzaba casi el millón de dólares, pero otros aspectos de su vida no eran tan satisfactorios. La epidemia de SIDA golpeó duramente a la comunidad teatral de Nueva York y tanto Marc como él perdieron antiguos amigos. La carrera de Melvin también pareció estancarse; ya no se le consideraba uno de los primeros directores.

Una noche, camino a casa desde el teatro, Marc fue atacado por un grupo de jóvenes gamberros. Le pegaron, le robaron el reloj y la cartera y le abandonaron sangrando en la calle. Mientras el entristecido Melvin curaba las heridas de su amigo, tomó una importante decisión, abandonaría Nueva York, vendería sus acciones y convertiría su fortuna en inversiones a renta fija. Comprarían una casa donde no hiciera frío y estuvieran seguros, donde pudieran relajarse, leer y nadar juntos. Tal vez haría un poco de teatro comunitario si era posible, pero eso no era lo importante. Lo que era importante era que compartirían los años que le quedaban a Melvin.

Melvin se encontró con Amanda un día en que él y Marc estaban de vacaciones en Cayo West. Habían trabajado juntos, aunque brevemente, en un proyecto que nunca prosperó, veinte años atrás. Amanda le contó que acababa de formar un grupo de teatro local, de aficionados, para representar dos obras de Tennessee Williams al año. ¿Le interesaría dirigirles?

Melvin y Marc se trasladaron de Cayo West y empezaron a levantar su casa en Cayo Sugarloaf. Ambos disfrutaron de su trabajo con los «Cayo West Players». Los actores eran gente corriente, dedicada y entusiasta. Algunos habían tenido cierta experiencia teatral, pero la mayoría, secretarias, amas de casa, dependientes, oficiales y soldados de la Estación Aero-Naval de los Estados Unidos, eran todos novatos con una cosa en común: cada uno, consideraba sus pocos días en el escenario como su mayor momento de gloria, y deseaban sacarle el máximo partido.

El comandante Winters fue el primero en salir del camerino. Iba de uniforme (había llegado al ensayo directamente desde la base) y parecía un poco envarado e inseguro. Se sentó en una de las butacas junto a Amanda Winchester.

—Me ha alegrado volver a verle —dijo Amanda estrechándole la mano—. Encontré que su papel de Goober, en otoño, fue perfecto.

Winters le dio las gracias y Amanda cambió de tema:

—¿Cómo van las cosas por la base? Leí un artículo el otro día en el Miami Herald sobre todo el armamento moderno que tiene hoy día la Marina, submarinos sin piloto, aviones de despegue vertical y torpedos de busca y captura. Parece que no hay límites a nuestra capacidad de producir juguetes más potentes y más peligrosos para la guerra. ¿Está usted mezclado en todo esto?

—De forma muy limitada —respondió amablemente el comandante Winters. Luego, anticipándose a la discusión con el director, se inclinó para ver también a Melvin y Marc—. Debo excusarme si he estado un poco soso esta noche —empezó—. Tenemos un par de problemas gordos en la base y tal vez estuve un poco ausente, pero mañana…

—¡Oh!, no —le interrumpió Melvin—, no es eso lo que quería decirle. Es sobre su primera escena con Tiffani… ¡Ah! Aquí viene, subamos al escenario.

Tiffani Thomas tenía casi diecisiete años y era alumna de la escuela superior de Cayo West. Una niña de la Marina durante toda su vida, Tiffani había estado en siete diferentes escuelas en los once años que habían transcurrido desde el parvulario. Su padre era un suboficial que había sido asignado a Cayo West hacía tres meses. La había recomendado a Melvin Burton la profesora de teatro de la escuela superior, cuando se hizo patente que Denise Wright, sencillamente, no podía representar el papel de Charlotte Goodall.

—No ha hecho nada conmigo, excepto ensayar —dijo de Tiffani la profesora—, pero aprende los papeles rápidamente y tiene una calidad, una intensidad que, a mi entender, la hacen sobresalir entre las demás. Y se nota que ha trabajado antes. No sé si podrá prepararse en tres semanas, pero de momento es la que prefiero. Tiffani no habría sido calificada de guapa por sus condiscípulos de Florida. Sus facciones se apartaban demasiado de lo corriente para ser debidamente apreciadas por la mayoría de los chicos de la escuela superior. Lo mejor de ella eran sus ojos aceitunados, tranquilos y melancólicos, sus ligeras pecas sobre una tez pálida, sus largas pestañas rojas con reflejos castaños y una magnífica cabellera pelirroja. Tenía buen porte, muy erguida, no encorvada como la mayoría de adolescentes, así que probablemente parecería estirada a sus compañeros, «llamativa» decía de ella Amanda, acertadamente, al verla por primera vez.

Esperaba en el escenario sola, con sus tejanos y blusa de manga corta, mientras llegaban los dos hombres. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo, tal como gustaba a su padre. Tiffani era muy nerviosa, le preocupaba lo que Mr. Burton fuera a decirle; había oído a la compradora que hacía de Hannah Jelkes decir que Melvin podía suprimir el papel de Charlotte «si la nueva no puede con él». He trabajado tanto para este papel, pensó Tiffani. ¡Oh! Por favor, por favor, que no sean malas noticias.

Tiffani estaba mirándose los pies cuando Melvin Burton y el comandante Winters se reunieron con ella.

—Bien —dijo Melvin—. Vayamos al grano. La primera escena con vosotros en la habitación del hotel, no funciona, es un desastre. Debemos hacer algunos cambios.

Melvin vio que Tiffani no le miraba. Con dulzura le puso la mano bajo la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus ojos se encontraron.

—Debes mirarme criatura, porque intento decirte cosas muy importantes —se fijó en que tenía los ojos llenos de lágrimas y sus años de experiencia le hicieron comprender lo que pasaba. Se inclinó hacia ella y le murmuró de forma que nadie más pudiera oírle—. He dicho que cambiaríamos algunas cosas, no que suprimiría la escena, ahora recóbrate y escucha.

Burton volvió a adoptar su voz de director y se volvió a Winters.

—En esta escena, comandante, su personaje Shannon y la joven Miss Goodall empiezan un juego que termina más tarde en un juego de amor. En la escena siguiente son descubiertos, en flagrante delito, por la aturdida Miss Fellowes. Y esto provoca la desesperada situación que hace a Shannon correr junto a Maxine y Fred en el Costa Verde.

—Pero nuestra escena no funciona porque nadie que la vea creerá que lo que están haciendo es prepararse. Puedo cambiar el juego para hacerlo más fácil —metiendo a Shannon en la cama cuando descubre a Charlotte detrás de la puerta, sería una manera—, también puedo cambiar la ropa de Charlotte para que parezca menos niña, pero hay algo que no puedo hacer… —Melvin calló y miró a Tiffani y a Winters. Ambos le observaban sin comprender.

—Venga aquí, vengan aquí los dos —Melvin gesticuló impaciente con la mano derecha. Volvió a bajar la voz—. Son dos amantes por una noche, en esta obra. Es esencial que el público se lo crea, o no comprenderán por qué Shannon ya no puede más, como la iguana. Shannon está desesperado porque en un principio fue expulsado de su iglesia por ceder a la lujuria…

Ambos escuchaban, pero la intuición de Melvin le dijo que aún no le habían captado. Tuvo otra idea. Tomó la mano de Tiffani y la puso en la del comandante, cerrando su mano sobre las de ellos para dar mayor énfasis:

Sus ojos estaban en contacto:

—Y él, es un hombre guapo, ¿verdad Tiffani? Quiero que te imagines que tienes un deseo incontrolable de tocarle, besarle, estar desnuda junto a él. —Tiffani enrojeció, Winters se movió inquieto. Melvin estaba casi seguro de haber notado una chispa, aunque fugaz.

—Ahora bien —continuó mirando a Tiffani y dejando sus manos—, quiero que mañana recobres esta emoción cuando estés escondida en su habitación. Quiero que parezca que estalla en ti cuando se da cuenta de que estás allí. Y usted, comandante —contempló al maduro oficial naval—, usted está desgarrado entre su gran pasión por poseer físicamente a esta joven y el reconocimiento casi seguro de que va a ser la ruina final de su vida y de su alma. Está usted atrapado sin esperanza. Recuerde, teme que Dios ya le haya abandonado por sus pecados pasados, pero, pese a ello, cede a su lujuria y comete otro pecado imperdonable.

Tiffani y el comandante se dieron cuenta al mismo tiempo de que sus manos seguían entrelazadas. Se miraron un momento y luego, turbados, se separaron torpemente. Melvin Burton pasó entre sus dos actores y rodeó sus hombros, diciendo:

—Así que váyanse a casa ahora y piensen en lo que les he dicho. Y vuelvan mañana y pártanse el alma.

Vernon Winters condujo el «Pontiac» hasta su entrada en los suburbios de Cayo West, justo antes de las once. La casa estaba silenciosa, las únicas luces encendidas eran las de la cocina y el garaje. Ordenada como las estrellas, pensó Vernon, Hap acostado a las diez y Betty en cama a las diez y media. Mentalmente vio a su mujer entrando en el dormitorio de su hijo, como hacía todas las noches, y entreteniéndose momentáneamente con las sábanas y la colcha.

—¿Has rezado?

—Sí, señora —contestaba Hap invariablemente.

Luego le daba las buenas noches, le besaba en la frente, apagaba su luz al salir de la habitación y pasaba a su propia alcoba. A los diez minutos ya se había puesto el pijama, lavado los dientes y la cara. Entonces se arrodillaba junto a su cama, apoyaba los codos sobre la manta y cruzaba las manos delante del rostro.

—Querido Dios —decía en voz alta, y a continuación rezaba hasta exactamente las diez y media, moviendo silenciosamente los labios y con los ojos cerrados. Cinco minutos después estaba dormida.

Vernon experimentó un vago desasosiego al cruzar el cuarto de estar en dirección a los tres dormitorios del lado de la casa opuesto al garaje. Algo extraño se movía dentro de él, algo que no supo identificar, pero que supuso estaba asociado, o a su nerviosismo ante la noche del estreno, o al súbito retorno de Randy Hilliard a su vida. Deseaba poder hablar con alguien.

Primero se detuvo en el dormitorio de Hap. Entró despacito a oscuras y se sentó en el borde de la cama de su hijo. Una lucecita nocturna en la mesita de noche iluminaba su perfil. ¡Cómo te pareces a tu madre!, pensó Winters. ¡Qué unidos estáis! Yo parezco casi un intruso en mi propia casa. Apoyó la mano suavemente en la mejilla de Hap. El muchacho no se movió. ¿Cómo puedo compensarle por todo el tiempo que estuve fuera?

Winters despertó dulcemente a su hijo.

—Hap —dijo en voz baja—, soy papá.

Henry Pendleton Winters se frotó los ojos y se incorporó rápidamente:

—Sí, señor, ¿ocurre algo? ¿Está bien mamá?

—No —contestó su padre y se rio—. Quiero decir sí, mamá está muy bien. No pasa nada, sólo quería hablar contigo.

Hap miró el reloj de su mesita.

—¡Hmmm! Bueno, bien, papá. ¿De qué quieres que hablemos?

Winters tardó en responder:

—Hap, ¿has leído la copia de la obra que conseguí para ti y para tu madre, la de mi representación?

—No, señor. No mucho. Lo siento pero no pude entenderla, me temo que es demasiado para mi cabeza —sonrió—. Pero estoy impaciente por verte mañana por la noche… —hubo una pausa—. Pero ¿de qué trata en realidad?

Winters se levantó y miró por la ventana abierta.

Más allá de la persiana podía oír el suave susurro de los grillos.

—Se trata de un hombre que pierde el afecto de Dios porque no quiere o no puede controlar sus actos. Se trata de… —Winters volvió la cabeza y vio a su hijo mirando el reloj. Una punzada de emoción le lastimó, esperó hasta que hubo cedido y respiró profundamente murmurando—: Bueno, podemos hablar en otro momento, hijo. Ya veo que es muy tarde.

Anduvo hasta la puerta.

—Buenas noches, Hap.

—Buenas noches, señor.

Vernon Winters pasó por delante de la alcoba de su mujer hasta el tercer dormitorio, el suyo, al final del vestíbulo. Se desnudó despacio, más consciente ahora que antes de un deseo insatisfecho. Por un segundo pensó en despertar a Betty para hablar y a lo mejor…, pero lo pensó mejor. No es su estilo, se dijo, ni lo fue nunca. Incluso antes, cuando dormíamos juntos Y después de Libia y de mis sueños y lágrimas por la noche, no puedo censurarla por querer dormir sola.

Se metió en la cama en calzoncillos. La sedante melodía de los grillos le envolvió. Ella tiene a su Dios y yo tengo mi desesperanza. No queda nada entre nosotros excepto Hap, nos acoplamos como extraños, temiendo ambos cualquier descubrimiento.