8

—Teniente Todd —dijo el comandante exasperado—, estoy empezando a creer que la Marina de los Estados Unidos ha sobreestimado su inteligencia, o experiencia, o ambas cosas. No llego a entender como puede siquiera continuar considerando la posibilidad de que el Panther fuera desviado por orden de los rusos, especialmente después de la nueva información presentada esta tarde.

—Pero señor —insistió el joven, obcecado—, es una hipótesis que sigue siendo viable. Y usted mismo dijo en la reunión que un buen análisis de fallo no excluye ninguna posibilidad razonable.

Ambos hombres se encontraban en el despacho del comandante Winters. El comandante volvió a acercarse a mirar por la ventana, fuera era casi de noche. El aire era pesado, húmedo e inmóvil sobre el océano, hacia el sur, iban formándose tormentas. La base estaba casi vacía. Por fin Winters miró el reloj, suspiró y volvió adonde estaba el teniente Todd. Sonreía, pero ligeramente.

—Me oyó bien, teniente. Pero la palabra que cuenta ahí es «razonable». Repasemos los hechos. ¿Oí o no oí correctamente que su análisis telemétrico encontró esta tarde que el contador de rechazo de mandos del pájaro se incrementó durante el vuelo, empezando tan pronto, como frente a la costa de New Brunswick? ¿Y que, aparentemente, más de mil mensajes de mando fueron rechazados mientras el misil bajaba por la costa Atlántica? ¿Cómo se propone explicar todo esto según su argumento? ¿Acaso los rusos desplegaron una flota entera a lo largo del trayecto de vuelo, con el solo propósito de confundir y capturar un solitario misil de prueba de la Marina?

El comandante Winters se había plantado delante del alto y joven teniente.

—¿O tal vez cree —continuó sarcástico, antes de que Todd pudiera responder— que los rusos tienen una nueva arma secreta, que vuela al lado de un misil que va a Mach 6 y le habla por el camino? Venga, teniente, ¿sobre qué base razonable se funda para considerar todavía viable esta estrambótica hipótesis rusa?

El teniente Todd siguió en sus trece.

—Señor —contestó—, ninguna de las otras explicaciones posibles sobre el comportamiento del misil tiene sentido. Ahora dice que cree que se trata de un problema de software; no obstante, nuestros programadores más listos no pueden imaginar cómo la sola indicación externa de un grave mal funcionamiento del sistema normal de la software podría hacer que dos, y solamente dos, contadores de mando se estropeasen. Se han comprobado todos los datos de diagnóstico de toda la software interior, que fueron telemetrados a tierra, y no encuentran problemas. Además, la comprobación prelanzamiento indica que todo el software funcionaba bien, segundos antes de empezar el vuelo.

»Y sabemos algo más. Ramírez ha averiguado por Washington que ha habido extraños movimientos de la flota submarina rusa frente a la costa de Florida en las últimas cuarenta y ocho horas. No le estoy afirmando que la hipótesis rusa, como usted la llama, sea la respuesta. Sólo que hasta que no tengamos una explicación más satisfactoria de un fallo mecánico que hubiera podido provocar el incremento de ambos contadores de mando, parece sensato mantener una opción que asuma que el Panther fue obligado realmente a seguir una orden.

Winters sacudió la cabeza. Por fin dijo:

—Está bien, teniente. No le mandaré que lo borre de la lista, pero le ordeno que centre este fin de semana en la búsqueda del misil por alguna parte del océano, e identifique el problema de software o de hardware que haya podido causar anomalías en el contador de mando o el cambio de ruta de vuelo, o ambas cosas. Debe haber una explicación que no involucre operaciones a escala masiva por parte de los rusos.

Todd empezó a separarse de Winters para salir.

—Un minuto —advirtió el comandante con los ojos entrecerrados—. No creo que sea necesario, ¿verdad teniente?, recordarle que le consideraré responsable si este asunto de los rusos sale a la luz.

—No, comandante… señor —fue la respuesta.

—Pues adelante y téngame al corriente de todo lo significativo que se presente.

El comandante Winters tenía prisa. Había llamado al teatro en cuanto Todd salió, para avisar a Melvin Burton de que seguramente llegaría tarde. Condujo rápidamente hasta un puesto de hamburguesas, se tragó una con patatas fritas, y se dirigió al área del puerto.

Llegó al teatro cuando la mayor parte de los actores estaban ya vestidos. Melvin le esperaba en la puerta:

—De prisa, comandante, no tenemos tiempo que perder. El maquillaje debe ser perfecto la primera vez… —miró nervioso el reloj—. Estará en el púlpito dentro de cuarenta y dos minutos exactamente.

El comandante entró en el vestuario de hombres, se quitó el uniforme de marino y se vistió con la triste indumentaria negra de un sacerdote episcopaliano. Delante de la puerta del vestidor, Melvin paseaba arriba y abajo, dedicado a un final repaso mental.

El comandante Winters ya estaba en el púlpito cuando se levantó el telón. Sufría el clásico nerviosismo de la primera representación. Miró hacia las tres hileras de sus feligreses teatrales y después a todo el público del teatro. Vio a su mujer Betty y a su hijo Hap en la segunda fila y les dedicó una rápida sonrisa antes de que cesaran los aplausos. Su nerviosismo desapareció tan pronto empezó el sermón de Shannon.

El breve prólogo terminó en seguida. Las luces se apagaron otra vez durante unos quince minutos, el decorado cambió automáticamente, y se encontró en la escena final, entrando en su dormitorio del hotel, en México, murmurando para sí fragmentos de su carta. Shannon/Winters se sentó en la cama. Oyó un ruido en una esquina de la alcoba y levantó la mirada. Era Charlotte/Tiffani. Su magnífica cabellera rojiza caía sobre sus hombros. Llevaba un ligero camisón azul pálido muy escotado por delante, que sus senos grandes y erectos llenaban por completo. Oyó que le decía:

—Larry, ¡oh, Larry!, por fin estamos solos, juntos… —y se sentó junto a él en la cama. Su perfume le envolvió, su mano le cogió por la nuca, sus labios se apretaron contra los suyos insistentes, duros, ávidos. Él se echó hacia atrás, pero los labios de ella le siguieron y su cuerpo también. Se desplomó sobre la cama. Ella se arrastró encima de él sin dejar de besarle, con sus pechos apoyados en el suyo, que latía con fuerza. La rodeó con sus brazos, primero despacio y después echado, y la envolvió en un abrazo profundo.

Las luces se encendieron y se apagaron unos segundos. Charlotte/Tiffani se separó de Winters y se echó junto a él en la cama. Podía oír su agitada respiración. Se oyó una voz:

—Charlotte —y con fuertes golpes en la puerta, la voz repitió—, Charlotte sé que estás ahí —la puerta se abrió de golpe. Los dos amantes medio se incorporaron en la cama. Las luces se apagaron y cayó el telón. El aplauso fue fuerte y largo.

El comandante Vernon Winters abrió la puerta de un empujón y salió fuera. Se encontraba en el callejón de la entrada de artistas. La puerta, sobre la que había una sola bombilla cubierta de insectos, daba a un pequeño rellano de madera que remataba los pocos peldaños que terminaban en la acera. Winters bajó los tres peldaños y se apoyó en el muro de ladrillo rojo del teatro. Sacó un cigarrillo y lo encendió.

Contempló el humo que subía, rizado, contra el ladrillo rojo. A lo lejos vio un relámpago seguido de una pausa antes de que oyera el trueno. Inhaló profundamente y trató de comprender lo que había sentido durante aquellos cinco o diez segundos con Tiffani. Quien sabe si se dieron cuenta, pensó, me pregunto si fue obvio para todos. Cuando se cambió de ropa después del primer acto, se fijo en las manchas de sus calzoncillos. Exhaló un poco más de humo y se estremeció. Y esa chiquilla ¡Dios mío! Ella lo sabe seguro, debió de notarlo cuando estaba encima de mi.

Muy a su pesar, revivió por un instante su excitación cuando Tiffani se apretó contra él. Jadeó y empezó a sentir un ramalazo de culpabilidad. ¡Dios mío!, volvió a pensar. ¿Qué soy? Un viejo cochino. Por alguna razón recordó a Joanna Carr, una noche, veinticinco años atrás. Recordó el momento en que la tomó…

—Comandante —oyó que le llamaban. Se volvió. Tiffani estaba en el rellano con su camiseta y sus tejanos, con su larga cabellera sobre los hombros. Empezó a bajar los peldaños hacia él—. Comandante —repitió con una sonrisa misteriosa—, ¿puede darme un cigarrillo?

Le dejó estupefacto, sin voz; no pudo decir nada. Maquinalmente, Winters se metió la mano en el bolsillo y sacó su paquete de «Pall Mall». La chica cogió uno, le golpeó sobre la uña y se lo llevó a la boca. Esperó un segundo, tal vez dos, entonces volvió a sonreírle. Winters despertó al fin y sacó su mechero barato, de supermercado. Ella abarcó su mano temblorosa e inhaló vigorosamente.

Estaban allí juntos, fumando en silencio, tranquilos. Sobre el océano brilló otro destello y se oyó un nuevo trueno. Cada vez que Tiffani se llevaba el cigarrillo a la boca, el hechizado Winters seguía todos sus movimientos. Sorbía el humo profunda, intensamente, chupando la nicotina que su cuerpo ansiaba. Él, se daba cuenta vagamente de sus confusos pensamientos.

Es hermosa, ¡qué hermosa! Joven y fresca y llena de vida. ¡Y ese cabello! ¡Cómo me gustaría enroscármelo al cuello…! Pero no es una niña, es una mujer. Debe darse cuenta de lo que siento, de mi atracción por ella… fuma como yo, completamente concentrada. Acaricia…

—Me gustan las noches de tormenta —Tiffani rompió el silencio mientras otro relámpago lejano iluminaba el cielo. Se acercó a él y luego alargó el cuello para ver las nubes de donde surgían los relámpagos tras un grupo de árboles que le tapaban la vista. Rozó ligerísimamente al comandante Winters, que quedó electrizado.

Se le quedó la boca seca. Su cuerpo estaba lleno de deseo, un deseo que no acertaba a comprender. No pudo contestar a su comentario, por el contrario, se quedó mirando la creciente tormenta y dio la última chupada a su cigarrillo.

También ella terminó el suyo y lo dejó caer a la acera. Al volverse para mirarle sus ojos se encontraron, los últimos girones de humo escapando aún de sus labios. Lo expulsó con un rápido mohín lleno de coquetería y Winters se retorció de lujuria. Se contuvo, no perdió la cabeza y entraron juntos, en silencio.

El aplauso continuaba. El comandante Winters se adelantó con las dos mujeres que habían hecho de Maxine y de Hannah, para ofrecer el último saludo, tal como habían dispuesto antes de que empezara la representación. El aplauso se intensificó. Volvió a mirar los asientos vacíos donde habían estado Betty y Hap antes del descanso. Oyó una voz que desde el público gritaba: «¡Charlotte Goodall!» y Winters improvisó. Devolvió a las dos señoras al grupo de actores reunidos y fue en busca de Tiffani, que por un momento no comprendió, luego, su rostro se iluminó con una sonrisa radiante al cogerse de su mano.

Se adelantaron juntos hasta el centro del escenario, unidas sus manos con fuerza. Éste era su momento especial de gloria. Él estaba a punto de llorar al oír como crecían otra vez los aplausos. Se hizo a un lado mientras la jovencita hacía una graciosa reverencia al público. Terminada la reverencia, volvió a cogerla de la mano, se la estrechó, y ambos retrocedieron hasta el grupo de actores.

Melvin, Marc y Amanda esperaban todos entre bastidores, mientras los demás se cambiaban de ropa. Por todas partes se oían felicitaciones entusiastas. Melvin parecía especialmente abstraído. Confesó que había tenido sus dudas durante los ensayos, pero que todo el mundo había estado maravilloso. Dijo a Winters que la escena de la alcoba con Tiffani había sido «soberbia» «… no podían haberlo hecho mejor», mientras salía casi bailando por la puerta del camerino.

Winters se sentía abrumado por innumerables emociones. Estaba satisfecho de su actuación en la obra y de la recepción del público, pero su mente encerraba cosas mucho más personales. ¿Qué les habría ocurrido a Betty y Hap? ¿Por qué se marcharon durante el entreacto? Repasó mentalmente su escena de amor con Tiffani y sintió un pánico momentáneo al convencerse de que ella había comprendido, desde su butaca entre el público, que su marido no estaba actuando, que estaba realmente tan excitado como el personaje que representaba.

No acababa de entender lo que le había ocurrido con Tiffani y ni siquiera podía pensar en ello sin sentirse culpable. Mientras volvía a ponerse el uniforme, se permitió revivir los besos de ella en la cama del escenario, y la tremenda tensión sexual que experimentó mientras fumaron juntos en el callejón. Pero se negó a seguir más allá de reconocer su exaltación. La culpabilidad era una emoción depresiva, y en su gloriosa noche de estreno no quería sentirse deprimido.

Cuando el comandante Winters salió del vestuario de hombres, Tiffani estaba esperándole. Su cabello volvía a estar recogido en trenzas, su rostro limpio de maquillaje, otra vez volvía a ser el de una niña.

—Comandante —le dijo casi servil—, ¿podría hacerme un favor?

Sonrió asintiendo. Le indicó que se acercara y la siguió hasta el vestíbulo adyacente a las dependencias, tras los bastidores.

Un hombre pelirrojo, de una edad aproximada a la de Winters esperaba fumando nervioso y paseando. Era obvio que se sentía incómodo y fuera de lugar. A su lado había una morenita, de alrededor de treinta años mascando chicle y hablando en voz baja con el hombre, que se tranquilizó visiblemente al ver al comandante de uniforme.

—¡Vaya!, señor —dijo a Winters cuando Tiffani se lo presentó como su padre—, me alegra conocerle. No entiendo mucho de teatro, pero pienso que a veces no puede ser bueno para mi hija —hizo un guiño a su mujer, la madrastra de Tiffani y bajó la voz—. ¿Sabe, señor?, con tanta gente rara en el teatro, uno no puede ser más que demasiado cuidadoso. Pero Tiff me explicó que había un verdadero oficial de la Marina, un comandante auténtico, como parte de la compañía. En un principio no quise creerla.

Mr. Thomas recibía señales por parte de su hija y de su mujer, indicando que hablaba demasiado.

—Yo también soy parte de la Marina —farfulló mientras Winters permanecía silencioso—, desde hace veinticinco años. Firmé cuando tenía poco más de dieciocho. Conocí a la madre de Tiff dos años después y…

—Papá —interrumpió Tiffani—, me prometiste que no te enrollarías. Por favor, pídeselo. Probablemente tiene otras cosas que hacer.

El comandante ciertamente no se había preparado para conocer al padre de Tiffani y su madrastra. En realidad, no pensó ni por un momento en los padres de la jovencita, aunque escuchando allí a Mr. Thomas, lo vio todo claro. Tiffani, después de todo, era una «junior» en la escuela superior. Así que, naturalmente, vive en su casa, pensó, con sus padres. Mr. Thomas estaba muy serio y durante un segundo Winters sintió miedo, un principio de pánico. No, No, se dijo rápidamente, no puede haberles contado nada. Es muy pronto.

—Mi mujer y yo jugamos al bridge —explicaba Mr. Thomas—, bridge de dobles, en concursos. Y este fin de semana hay uno importante en Miami. Saldremos mañana por la mañana y volveremos el domingo por la noche, tarde.

Winters estaba desconcertado, se sentía perdido en aquella conversación. ¿Por qué iba a importarle a él lo que los Thomas hicieran en su tiempo libre? Al fin, Mr. Thomas fue al grano:

—De modo que llamamos a la prima de Mae, en Marathon, y le pedimos que recogiera a mi hija mañana, después de la representación, pero claro, esto implicaba que Tiffani se perdiera la fiesta de los actores. Tiff sugirió que tal vez a usted no le molestaría llevarla a casa, después de la fiesta —Mr. Thomas sonrió amablemente— y vigilarla paternalmente mientras estamos fuera jugando al bridge.

Instintivamente, Winters miró a Tiffani. Durante una milésima de segundo vio una mirada de mujer en sus ojos y esto le produjo un súbito ardor. Al instante, volvió a ser una chiquilla que suplicaba a su padre que le permitiera asistir a la fiesta.

El comandante hizo bien el papel, aceptó diciendo:

—De acuerdo Mr. Thomas, me alegra poder ayudarle… —dio unas palmaditas afectuosas a Tiffani—. Merece ir a la fiesta, ha trabajado muy bien —hizo una pausa—. Pero debo hacerle un par de preguntas. Seguramente habrá champaña en la fiesta y probablemente, también, termine tarde. ¿Tiene que estar en casa a una hora determinada? ¿Qué le parece…?

—Haga lo que crea oportuno, comandante —le interrumpió Mr. Thomas—. Mrs. Mae y yo confiamos por completo en usted —el buen hombre estrechó la mano de Winters—. Y muchas gracias. Por cierto —añadió al volverse para marchar—, estuvo usted estupendo, aunque debo confesar que me preocupó que besara a mi hija. El tío que escribió la obra debía de ser un tipo raro.

La madrastra de Tiffani murmuró unas gracias mezcladas con el chicle y la chiquilla dijo también:

—Hasta mañana —al alejarse los tres. El comandante se metió la mano en el bolsillo en busca de otro cigarrillo.

Betty y Hap estaban ya durmiendo, como el comandante Winters suponía, cuando por fin llegó a su casa, cerca de las once. Anduvo de puntillas por delante de la habitación de su hijo, pero se detuvo frente a la de Betty. Hombre básicamente considerado Winters pasó unos segundos sopesando su necesidad de dar una explicación frente el sueño de Betty. Decidió entrar y despertarla. Le sorprendió sentirse nervioso cuando se sentó, a oscuras, al borde de la cama.

Dormía boca arriba con la sábana y una manta muy fina subidas correctamente hasta cerca de los hombros. La sacudió ligeramente:

—Betty, cariño —le dijo—. Estoy en casa, me gustaría hablar contigo.

Ella se movió, volvió a sacudirla y dijo a media voz:

—Soy Vernon.

Su mujer se incorporó y encendió la luz de la mesilla. Debajo de la luz había una pequeña estampa con el rostro de Jesús, un hombre sabio más allá de sus treinta años, con una barba cerrada, una mirada grave y un halo resplandeciente detrás de la cabeza.

—¡Cielos! —exclamó arrugando la frente y frotándose los ojos—. ¿Qué pasa? ¿Está todo bien? —Betty nunca había sido especialmente bonita, pero en los últimos diez años había abandonado del todo el cuidado de su belleza e incluso había engordado diez malditos kilos.

—Sí, sólo quería hablarte. Y averiguar por qué tú y tu hijo abandonasteis la sala después del entreacto.

Betty le miró directamente a los ojos, era una mujer sin doblez, incluso sin matices. Para ella la vida era simple y recta, si uno creía verdaderamente en Dios y en Jesucristo no había dudas sobre nada.

—Vernon —empezó—, me he preguntado muchas veces por qué decidiste representar y participar en esas obras tan raras. Pero nunca me he quejado, particularmente porque parece ser la única cosa que te interesa desde lo de Libia y aquel espantoso incidente en la playa.

Frunció el ceño y una nube pareció ensombrecer momentáneamente su rostro. Después continuó, como siempre, sin pelos en la lengua.

—Pero Hap ya no es un niño, se está volviendo un hombre. Y que oiga a su padre, aunque sea en una comedia, referirse a Dios como «ese viejo petulante» y «delincuente senil» no es como para reforzar su fe… —desvió la mirada—. También pensé que resultaría molesto para él ver cómo manoseabas a aquella jovencita. En conjunto —declaró mirando a su marido y resumiendo lo anterior—, para mí la obra carecía de valores de moral y no merecía que siguiéramos viéndola.

Winters sintió bullir la ira pero luchó por dominarla, como siempre. Envidiaba la firme fe de Betty, su habilidad para ver claramente a Dios en cada actividad diaria. Él mismo se sentía desligado del Dios de su infancia y su infructuosa búsqueda personal no había obtenido aún una percepción más clara de Él. Pero de un par de cosas sí estaba seguro Winters, su Dios se reiría y se compadecería de los personajes de Tennessee Williams, pero no podía sentirse complacido por las bombas que caían sobre los niños.

El comandante no discutió con Betty. Le dio un beso fraternal en la mejilla y ella apagó la luz. Por un instante pensó. ¿Cuánto tiempo hace? ¿Tres semanas? Pero no podía recordar el momento exacto, o si había estado bien o mal. Se «entretenían», como lo llamaba Betty siempre que su percepción de la necesidad de su marido dominaba su habitual falta de interés. Probablemente casi normal para gente de nuestra edad, se dijo Winters, a la defensiva, mientras se desnudaba en su habitación.

Pero no podía dormirse, yaciendo quieto en la oscuridad, bajo la sábana. La sensación de excitación que había sido tan intensa, primero durante la representación y luego en el callejón, seguía reclamándole con imágenes. Cuando cerraba los ojos volvía a ver a Tiffani con sus labios tiernos y atrevidos soplando el resto de humo que quedaba en el fondo de sus pulmones. Su boca parecía saborear aún aquellos apasionados besos que ella le había forzado a aceptar durante la escena de la alcoba. Y después, aquella mirada especial cuando su padre le había pedido que cuidara de ella en la fiesta. ¿O lo había imaginado?

El comandante Winters cambió varias veces de postura en la cama, esforzándose por barrer de su mente las imágenes y el nerviosismo que le mantenía despierto. No hubo suerte. De repente, mientras yacía boca arriba, se dio cuenta de que solamente había un medio para liberarse de aquella tensión. Al principio se sintió culpable, incluso embarazado, pero las oleadas de imágenes de Tiffani seguían inundando su cerebro.

Se tocó. Las imágenes del día se hicieron más vivas y empezó a perderse en fantasías. Ella estaba encima de él, en la cama, lo mismo que había hecho en escena, y él respondía a sus besos. Por un breve instante Winters se asustó y se contuvo, pero un desesperado resurgir de deseo borró sus últimas inhibiciones. Volvía a ser un adolescente, sólo con su desbordante imaginación.

La escena mental cambió. Estaba echado desnudo en una cama inmensa, en una estancia opulenta, de techo altísimo. Tiffani se le acercó desde el cuarto de baño, también desnuda, con el pelo suelto sobre sus hombros en sedosa cascada y cubriendo los pezones de sus pechos. Dio una última chupada lánguida a su cigarrillo y lo dejó en el cenicero de la mesilla sin apartar ni un momento sus ojos de él y, amorosamente, exhaló el humo que le quedaba. Subió a la cama y se tendió a su lado. Vernon sintió la suavidad de su piel, las cosquillas de su cabellera sobre su cuello y pecho.

Le besó dulce pero apasionadamente, con las manos bajo su cabeza. Sintió como su lengua le acariciaba los labios, como acercaba su cuerpo más a él y apoyaba su pelvis sobre la suya. Sintió la erección. Ella entonces tomó su pene en la mano y oprimió con suavidad, estaba totalmente erecto. Volvió a oprimirle y alzó su cuerpo con gracia y se clavó en él hasta lo más hondo. Sintió un mágico calor húmedo y casi inmediatamente explotó en ella.

El comandante Winters se asombró por la fuerza e intensidad de su fantasía. En alguna parte de su ser una voz interior clamaba cautela y le advertía de las terribles consecuencias de dejar que su fantasía se hiciera demasiado real. Pero mientras yacía agotado y solo en su vivienda suburbana, apartó su culpabilidad y sus temores y se concedió el goce sin par de un sueño posorgásmico.