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Cayo West estaba orgulloso de su nuevo puerto. Finalizado en 1992 justo después de la explosión de cruceros que había traído a la vieja ciudad una gran afluencia de nuevos visitantes, el puerto era completamente moderno. Repartidas por los muelles, sobre estas torres, había cámaras automáticas que vigilaban el puerto. Estas cámaras y el resto de los sistemas de vigilancia electrónicos eran sólo una faceta de un complicado montaje de seguridad que protegía los atraques cuando los propietarios de los barcos estaban ausentes. Otra de las nuevas características del Puerto Hemingway (naturalmente, se llamaba así en recuerdo del más famoso residente de Cayo West) era el centro de control de navegación centralizado. Aquí, utilizando un sistema de control de tráfico virtualmente automático, un solo controlador podía transmitir instrucciones a todos los barcos situados en el puerto y proporcionar una dirección eficiente del reciente tráfico marino.
El puerto estaba construido en Cayo West Bight, en lo que había sido parte del antiguo paseo marítimo. Tenía embarcaderos para casi doscientos barcos y cuando se terminó cambió por completo la naturaleza del comercio de la ciudad. Jóvenes profesionales que querían estar cerca de sus barcos se apresuraron a comprar y renovar todas las maravillosas viviendas del siglo XIX que bordeaban las calles Caroline y Eaton en lo que se conocía como el Pelican Path. Tiendas elegantes, buenos restaurantes e incluso pequeños teatros se habían instalado en el área cercana al puerto, creando así un ambiente bullicioso y excitante. Incluso había un nuevo hotel japonés, el «Miyako Gardens», que era famoso por su magnífica colección de pájaros tropicales que retozaban entre cascadas y helechos, en el atrio.
Antes de mediodía, Carol Dawson entró en las oficinas del puerto y se acercó al mostrador circular ubicado en el centro de la gran estancia. Llevaba una blusa de seda crujiente de color malva y unos pantalones de algodón blanco que cubrían el empeine de sus playeras blancas. Dos finos brazaletes de rubíes y oro envolvían su muñeca derecha y una enorme amatista montada en oro dentro de una cestita, colgaba del extremo de una cadena y terminaba en el mismo vértice de la V de su blusa abierta. Su aspecto era magnífico, como el de la rica turista a punto de alquilar un barco para la tarde.
La joven situada detrás del mostrador tendría poco más de veinte años. Era rubia, bastante atractiva, del estilo limpio americano tipificado por Cheryl Tiegs. Observó a Carol con un atisbo de celos competitivos cuando la periodista, cruzando las estancias, se le acercó decidida.
—¿En qué puedo ayudarla? —preguntó con simulada animación al llegar Carol junto al mostrador.
—Me gustaría contratar un barco para el resto del día —empezó Carol—. Quiero salir para nadar un poco, bucear otro poco y tal vez visitar algunos de los pecios interesantes que haya por aquí cerca.
Se había propuesto no decir nada de las ballenas hasta haber elegido el barco.
—Bien, pues ha venido al lugar adecuado —respondió la jovencita. Se volvió a la computadora que tenía a la izquierda y se dispuso a manipular el tablero—. Me llamo Julianne y una de mis obligaciones es ayudar a los turistas a encontrar barcos apropiados para sus necesidades de recreo…
Carol se fijó en que parecía que Julianne se hubiera aprendido el discursito de memoria.
—¿Tiene idea de lo que desea gastar? Aunque la mayoría de los barcos que tenemos en Puerto Hemingway son yates particulares, disponemos de todo tipo de barcos para alquilar y la mayoría de ellos se adaptarán a sus necesidades. Si están aún disponibles, por supuesto.
Carol sacudió la cabeza y a los pocos minutos recibió una lista computada que incluía nueve barcos.
—He aquí los disponibles —añadió la joven—. Como le he dicho, hay todo tipo de precios.
Los ojos de Carol recorrieron la lista. El mayor y más caro era el Ambrosia, de dieciséis metros de eslora a ochocientos dólares por día, o quinientos por medio día. La lista incluía un par de nombres de precio intermedio así como dos pequeños, de ocho metros, que se alquilaban por la mitad del precio del Ambrosia.
—Me gustaría hablar primero con el capitán del Ambrosia —dijo Carol después de un ligero titubeo—. ¿Hacia dónde tengo que ir?
—¿Conoce usted al capitán Homer? —replicó Julianne con una extraña sonrisa aflorando en un extremo de su boca—. Homer Ashford —murmuró despacio como si el nombre debiera ser reconocido. La mente de Carol inició una rutina memorística. El nombre le resultaba familiar. ¿Dónde lo había oído, hacía mucho tiempo, en un programa de…?
Carol no había conseguido recordar aún cuando la joven continuó:
—La avisaré de su visita. —Debajo del mostrador a la derecha había un enorme tablero de interruptores, centenares de ellos, aparentemente conectados a un sistema de comunicación. Julianne tocó uno de los interruptores y se volvió a Carol, diciendo—: No tardaré ni un minuto.
—¿Qué hay, Julianne? —preguntó una voz estentórea a los veinte segundos. La voz era extranjera, alemana a juzgar por la forma de pronunciar y también sonaba impaciente.
—Greta, aquí hay una mujer, una Miss Carol Dawson de Miami, que quiere ir a hablar con el capitán Homer sobre el alquiler del yate para esta tarde.
Pasado un momento de silencio, se oyó nuevamente a Greta:
—Ya. Okay! Mándala.
Julianne indicó a Carol que se adelantara junto al mostrador circular donde un teclado familiar aparecía incrustado en un hueco. Carol había pasado por este proceso infinidad de veces desde que el SIU (Sistema de Identificación Universal) fue introducido por vez primera en 1991. Sirviéndose del teclado marcó el nombre y el número de su seguridad social y se preguntó qué dato se le pediría ahora. ¿Lugar de nacimiento? ¿Nombre de soltera de su madre? ¿Fecha de nacimiento de su padre? Era siempre una pregunta al azar, seleccionada de entre los veinte datos personales inmutables que pertenecían a cada individuo. Ahora hacerse pasar por otro requería un gran esfuerzo.
—Miss Carol Dawson, 1418 Oakwood Gardens, Apt. 17, Miami Beach. —Carol asintió con la cabeza. La rubia Julianne disfrutaba obviamente con su papel de «comprobadora» de futuros y posibles clientes—. ¿Fecha de su nacimiento, por favor? —oyó preguntar Carol.
—Veintisiete de diciembre de 1963 —respondió.
La expresión de Julianne dio a entender que Carol había contestado correctamente, pero pudo ver algo más en su rostro, algo de tipo competitivo con un poco de superioridad, casi un «¡Ah, ja, ja! Soy mucho más joven que tú y ahora lo sé». Generalmente, Carol no solía fijarse en tales trivialidades, pero por alguna extraña razón, esta mañana se sintió incómoda con sus treinta años. Se disponía a indicar su fastidio a la confiada y pequeña Julianne, pero recapacitó y guardó silencio.
Julianne le dio las instrucciones:
—Salga por allí, la última puerta de la derecha, y vaya recto hasta llegar al embarcadero número 4. Entonces gire a la izquierda e introduzca esta tarjeta en la cerradura de la puerta. El atraque P, como Pedro, es donde está amarrado el Ambrosia. Hay un buen trecho hasta el final del muelle, pero no puede pasar por alto el Ambrosia, es uno de los yates más grandes y más bonitos del Hemingway.
Julianne tenía razón. Había un buen trecho hasta el final del muelle número 4. Carol Dawson pasó probablemente ante un total de treinta barcos de todo tamaño, a ambos lados del muelle, antes de llegar al Ambrosia. Cuando pudo distinguir las grandes letras azules de identificación en la parte delantera de la cabina, estaba ya empezando a sudar por el calor y la humedad del final de la mañana.
El capitán Homer Ashford se acercó a la pasarela cuando finalmente llegó al Ambrosia. Contaría unos cincuenta y bastantes años, era un hombre enorme, de más de metro ochenta de alto y con un peso de unos ciento veinte kilos. Su cabello seguía siendo abundante pero el color negro original se había vuelto gris.
Los ojos salvajes del capitán Homer habían seguido la aproximación de Carol con mal disimulada y feliz lujuria. Ella reconoció la mirada y su reacción fue de disgusto inmediato. Empezó a retroceder para volver a las oficinas del puerto, pero se detuvo dándose cuenta del largo trayecto de vuelta y de que estaba cansada y sofocada. El capitán Homer, percibiendo su descontento por el cambio de paso, cambió su anterior expresión por una sonrisa paternal.
—Miss Dawson, supongo —dijo inclinándose con falsa cortesía—. Bienvenida al Ambrosia. El capitán Homer Ashford y su tripulación a su servicio.
Carol sonrió de mala gana. Este bufón con su camisa hawaiana de un azul escandaloso no parecía, por lo menos, tomarse demasiado en serio. Todavía algo recelosa, aceptó la «Coca-Cola» que le tendía y le siguió a lo largo del pequeño embarcadero hasta dentro del barco. Entraron ambos, el barco era enorme.
—Por Julianne hemos entendido que está interesada en alquilar el barco para esta tarde. Nos encantaría llevarla a uno de nuestros puntos preferidos, Cayo Dolphin.
Estaban hablando frente a la caseta del timón, en el área cubierta de la cabina. El capitán Homer estaba ya en su ambiente glorioso de vendedor. De algún lugar cercano, Carol oyó un ruido de metal que sonaba como un entrechocar de pesas.
—Cayo Dolphin es una isla aislada, maravillosa —prosiguió el capitán Homer—. Perfecta para nadar e incluso para tomar el sol desnuda si eso le interesa. También hay un navío hundido desde el siglo XVIII, a poco más de tres kilómetros de distancia, si le interesa también bucear…
Carol bebió otro sorbo de su «Coca-Cola» y miró fugazmente a Homer. Rápidamente apartó la vista, había vuelto la lujuria, su peculiar énfasis en la palabra «desnuda» había cambiado la imagen mental que Carol se estaba haciendo de Cayo Dolphin, que pasó de un paraíso tropical a un lugar de mirones y libertinaje. Carol se apartó del leve contacto del capitán Homer cuando la guiaba por el yate. Este hombre es repulsivo, pensó, debí haber obedecido a mi instinto y dar media vuelta.
El choque de metal se hizo más fuerte al pasar la entrada de la cabina y acercarse a la parte delantera del lujoso yate. La curiosidad periodística de Carol se había despertado: aquel sonido parecía fuera de lugar. Apenas se fijó en el capitán Homer señalándole lo más sobresaliente del barco. Cuando al fin tuvieron una visión clara de la cubierta de proa del Ambrosia, Carol vio que en efecto el ruido había sido de pesas. Una mujer rubia, de espaldas a ellos, se ejercitaba con pesas en la cubierta de proa.
El cuerpo de la mujer era magnífico, casi sobrecogedor. Al esforzarse para terminar su ejercicio, alzó las pesas muy por encima de su cabeza y unos riachuelos de sudor cayeron por sus músculos que parecían bajar en oleadas desde los hombros. Vestía un leotardo negro muy escotado, casi sin espalda, cuyos finos tirantes parecían incapaces de sostener el resto del tejido. El capitán Homer había dejado de hablar del yate y Carol observó que estaba enajenado de admiración, aparentemente deslumbrado por la sensual belleza de la mujer del leotardo. Este lugar es siniestro, pensó Carol, quizás es por esto por lo que la joven me preguntó si conocía a esta gente.
La mujer dejó las pesas sobre un banco y recogió la toalla. Al darse la vuelta, Carol vio que tendría una treintena de años y que era bonita desde un punto de vista atlético. Sus pechos eran grandes y duros, y claramente visibles bajo el escaso leotardo. Pero lo realmente sorprendente eran sus ojos. Eran de un color gris-azulado y parecían atravesar con la mirada. Carol pensó que la primera mirada intensa de la mujer era hostil, casi amenazadora.
—Greta —dijo el capitán Homer cuando ella le miró tras su primera ojeada a Carol—, te presento a Miss Carol Dawson, puede ser nuestra pasajera esta tarde.
Greta ni sonrió ni dijo nada. Se secó el sudor de la frente, respiró profundamente un par de veces, y se colocó la toalla alrededor del cuello y encima de los hombros. Se preparó para enfrentarse a Carol y al capitán Homer, echó los hombros hacia atrás y tensó los músculos del pecho. Con cada flexión sus pechos parecían subírsele al cuello. Durante esta rutina sus ojos evaluaron a Carol, repasando su cuerpo y ropa minuciosamente. Carol se estremeció sin querer.
—Bien, hola, Greta —dijo perdiendo su natural aplomo en aquel extraño momento—, encantada de conocerla. —¡Jesús!, pensó Carol, al quedarse Greta mirando su mano tendida durante unos segundos, sácame de aquí. Debo de estar en un planeta desconocido o sufriendo una pesadilla.
—A Greta le gusta a veces bromear con nuestros clientes —le explicó Homer—, pero no se deje avasallar.
¿Estaría irritado con Greta? Carol creyó detectar una silenciosa comunicación entre ella y el capitán porque, finalmente, Greta sonrió. Pero era una sonrisa artificial.
Bienvenida al Ambrosia —le dijo imitando al capitán en sus primeras palabras—. Nuestro placer la espera. —Greta levantó los brazos sobre su cabeza sin dejar de observar a Carol y se desperezó—. Venga con nosotros al paraíso —concluyó.
Carol sintió la pesada mano del capitán Homer en su codo, haciéndole dar la vuelta. También creyó ver una mirada furiosa de Greta hacia él.
—El Ambrosia es el barco de alquiler más hermoso de Cayo West —dijo Homer guiándola hacia popa y continuando con su propaganda—. Tiene todas las comodidades posibles y es lujoso. Tiene pantalla gigante de televisión por cable, tocadiscos compacto con altavoces cuádruples, cocinero automático programado con más de cien platos de gourmet, y masaje por robot. Y nadie conoce los Cayos mejor que el capitán Homer, he buceado y pescado en estas aguas durante más de cincuenta años.
Se habían detenido en el aérea de entrada a la cabina, en la mitad del yate. A través de la puerta de cristales, Carol podía ver una escalera bajando a otro piso.
—¿Le gustaría bajar a ver la cocina y los dormitorios? —dijo Homer sin la menor traza de conquista que antes mostraba. Era un inteligente camaleón, no cabía la menor duda. Carol reconsideró su anterior calificación de bufón. ¿Pero qué era ese entendimiento con la musculosa Greta, fuera quien fuera ella?, se dijo Carol. ¿Y qué es lo que está pasando aquí? ¿Por qué son tan extraños?
—No, gracias, capitán Ashford. —Carol vio la oportunidad de irse con gracia. Le tendió lo que le quedaba de la «Coca-Cola» sin terminar—. Ya he visto bastante. Es un yate magnífico pero me doy cuenta de que es excesivamente caro para una mujer sola que desea pasar una tarde relajada. De todos modos, muchas gracias por su tiempo y por la visita.
Y empezó a andar hacia la pasarela para bajar al muelle. El capitán Homer entrecerró los ojos:
—Ni siquiera hemos discutido el precio, Miss Dawson. Estoy seguro de que para alguien como usted podríamos llegar a un acuerdo especial…
… Carol sintió que no iba a dejar que se marchara sin más discusión. Al empezar a salir del barco, Greta se acercó al capitán Homer, diciendo con una sonrisa peculiar:
—Encontraría algo para escribir para su periódico, algo fuera de lo corriente.
Carol se volvió, sobresaltada:
—¿Así que me ha reconocido? —exclamó repitiendo lo obvio. La extraña pareja le sonrió—. ¿Por qué no ha dicho nada?
El capitán Homer se limitó a encogerse de hombros:
—Pensamos que a lo mejor viajaba de incógnito, o buscaba un pasatiempo especial, o quizá trabajaba ya en alguna historia… —su voz se apagó.
Carol sonrió y movió la cabeza. Se despidió con la mano, anduvo por la pasarela y enfocó el muelle en dirección a la lejana oficina del puerto. ¿Quiénes son esas personas?, volvió a preguntarse. Ahora estoy segura de haberles visto antes. Pero ¿dónde?
Por dos veces Carol miró por encima del hombro para ver si el capitán Homer o Greta seguían observándola. La segunda vez, cuando estaba casi a cien metros de distancia ya no les vio y suspiró aliviada. La pasada experiencia la había dejado acobardada.
Carol siguió andando despacio y sacó de un pequeño bolso morado la lista computada que Julianne le había dado. Antes de poder mirarla sonó un teléfono a su izquierda y sus ojos se alzaron para seguir el sonido. El teléfono sonaba en un barco anclado justamente delante de ella. Un hombre fornido, de unos treinta años, estaba sentado en una silla plegable, sobre la cubierta del barco. Con un gorro de béisbol colorado en la cabeza y un bañador, gafas oscuras y chancletas, el hombre miraba fijamente una pequeña televisión colocada en una frágil bandeja o cosa parecida. Sostenía un sándwich en una mano (Carol desde una distancia de nueve metros, veía como se le escapaba la mahonesa de entre las rebanadas de pan) y una lata de cerveza en la otra. No parecía que el hombre del gorro colorado oyera siquiera el teléfono.
Carol se acercó, un poco intrigada. Por la televisión retransmitían un partido de baloncesto. A la sexta llamada del teléfono, el hombre lanzó un grito de alegría (con la boca llena de sándwich), en dirección a la pantalla, bebió un trago de cerveza y bruscamente dio un salto para contestar la llamada. El teléfono estaba debajo de una marquesina en el centro de la nave, sobre una pared de paneles de madera, detrás del volante del timón y junto a unos armarios que parecían contener el equipo de radio y navegación del barco. Durante la breve conversación el hombre jugueteó distraído con el volante y no apartó ni un momento los ojos de la televisión. Colgó, lanzó otro grito de satisfacción y regresó a su silla plegable.
Carol se encontraba ahora en el muelle, a unos centímetros de la proa del barco y a pocos metros de distancia del hombre sentado, pero él no la veía, totalmente absorto en su partido. ¡Bien! gritó de pronto, reaccionando a alguna jugada satisfactoria. Saltó hacia arriba. El súbito movimiento hizo moverse el barco y la improvisada bandeja se vino abajo. El hombre tendió rápidamente la mano y agarró el aparato de televisión antes de que llegara al suelo, pero al hacerlo perdió el equilibrio y cayó hacia delante sobre los codos.
—¡Mierda! —exclamó con un gesto de dolor. Estaba caído en cubierta con las gafas de sol torcidas, y siguiendo el partido en el pequeño aparato que tenía entre las manos. Carol no pudo reprimir la risa. Ahora, dándose cuenta por primera vez de que no estaba solo, Nick Williams, propietario y operador del Florida Queen, se volvió hacia la carcajada femenina.
—Perdóneme —empezó Carol amistosamente—. Estaba precisamente pasando y le he visto caer… —calló.
Nick estaba furioso.
—¿Qué quiere? —preguntó truculento. Se levantó, sin soltar (y sin dejar de mirar) la televisión, intentando a la vez volver a montar la bandeja. Le faltaban manos para hacerlo todo a la vez.
—¿Sabe? —dijo Carol sin dejar de sonreír—. Podría ayudarle si con esto no lastimara su orgullo masculino. —¡Oh, no!, pensó Nick. Otra tía mandona y segura de sí.
Nick dejó la televisión en la cubierta y empezó a reajustar la bandeja, diciendo:
—No, gracias. Puedo arreglármelas solo. —Ignorando abiertamente a Carol, colocó la televisión en la bandeja, volvió a su silla plegable y recogió el sándwich y la cerveza.
A Carol le hizo gracia lo que Nick consideraba un chasco. Miró el barco, el orden no era una de las virtudes del propietario. Una serie de cosas desaparejadas, gafas de inmersión, tubos, reguladores, toallas e incluso viejas comidas de restaurantes rápidos estaban esparcidas por toda la proa del barco. En un rincón, alguien había desmontado una pieza de equipo electrónico, quizá para repararla, y lo dejó todo tirado en desorden. Sobre la parte alta de la marquesina había dos letreros, cada uno en un tipo distinto de letra; en uno se leía el nombre del barco y el otro decía «Gracias por no fumar».
El barco parecía desentonar en el elegante puerto y Carol se imaginó a los otros propietarios de barcos reaccionando con cierto asco al pasar ante el Florida Queen. Siguiendo un impulso, miró la lista que aún tenía en la mano. Casi se echó a reír cuando vio que el barco era uno de los nueve disponibles para alquilar.
—Perdóneme —empezó, dispuesta a iniciar la discusión sobre el alquiler del barco para la tarde.
Nick exhaló un suspiro exagerado y apartó la vista de su partido de baloncesto. La expresión de su rostro era inconfundible: ¡Lárgate de una vez y déjame en paz disfrutando de mi tarde en el barco!
Pero la traviesa Carol no podía resistir la oportunidad de molestar al arrogante Mr. Williams (supuesto que el nombre que había en la lista y el del hombre que tenía delante eran el mismo, porque no podía imaginar a un miembro de la tripulación actuando con tanta independencia y autoridad en el barco de otro).
—¿Quién juega? —preguntó alegremente, como si no se diera cuenta de que Nick quería deshacerse de ella.
—Harvard y Tennessee —contestó de mala gana, asombrado de que Carol no hubiera captado el mensaje.
—¿Cómo están? —insistió ella disfrutando ahora del juego que había creado.
Nick se volvió otra vez, dando a entender con su mirada su gran exasperación.
—31-29 a favor de Harvard, antes de finalizar la primera parte.
Carol no se movió, simplemente sonrió y le devolvió la mirada sin pestañear.
—Y es la primera vuelta del torneo de la NCAA y están jugando en el Regional Southeast. ¿Alguna pregunta más?
—Sólo una. Me gustaría alquilar este barco para la tarde. ¿Es usted Nick Williams?
Le desarmó.
—¿Quéee? —logró decir Nick. En aquel momento Tennessee empató y eso fastidió nuevamente a Nick. Contempló el juego unos segundo más y trató de recobrarse—. Pero no he recibido ninguna llamada de Julianne. Todo el que quiere alquilar un barco aquí, en Hemingway, debe firmar en la oficina… y…
—Vine a ver otro barco primero, pero no me ha gustado. Así que de regreso me he parado aquí.
Nick seguía mirando la televisión y Carol empezó a perder la paciencia. Al principio había sido divertido. Por lo menos no tendré que temer que me manosee, pensó. El tío ni siquiera puede concentrarse lo bastante en mí como para que le alquile su barco.
—Oiga —le dijo—, ¿quiere alquilarme el barco esta tarde sí o no?
Había terminado la primera parte del juego.
—Bueno… creo que sí —aceptó, pensando para sí, pero sólo porque necesito el dinero. Indicó a Carol que bajara a la cubierta—. Deje que llame a Julianne y me asegure de que todo está en orden. Hoy en día nunca se sabe.
Mientras Nick confirmaba la identificación de Carol en las oficinas del puerto, un garboso joven negro de unos veinticinco años bajó por el embarcadero y paró frente al Florida Queen.
—¡Eh!, profesor —gritó en cuanto Nick dejó el teléfono—, ¿me equivoco de barco? —indicó a Carol—. No me habías dicho que hoy recibías a la belleza, estilo y clase. ¡Uau! Vaya joyas y vaya blusa de seda. ¿Quieren que me vaya y vuelva más tarde a oír la historia? —guiñó el ojo a Carol—. No vale nada, ángel. Todas sus amigas terminan eventualmente conmigo.
—Deja de hacer el tonto, Jefferson —reaccionó Nick—, esta mujer es una dienta en potencia. Y te has retrasado, como de costumbre. ¿Cómo crees que puedo manejar un barco de buceo si no tengo la menor idea de si o de cuándo aparecerá mi tripulación?
—Profesor —repitió el recién llegado saltando a bordo y acercándose a Carol—, si hubiera sabido que tenía algo parecido a lo que veo aquí a bordo, habría llegado antes de que amaneciera. Hola, joven, me llamo Troy Jefferson. Soy el resto de la tripulación en este manicomio de barco.
Carol se había quedado algo desconcertada por la llegada de Troy y las palabras que siguieron, pero reaccionó rápidamente y recobró su compostura. Tomó la mano tendida de Troy y sonrió. Él se inclinó rápidamente y casi le rozó la mejilla:
—¡Uyyy! —exclamó apartándose riendo—. He olido un poco a «Oscar de la Renta». Profesor, ¿no le he dicho que esta mujer tenía clase? Bien, ángel —miró con burlona admiración a Carol—. No sé cómo decirle lo mucho que significa para mí encontrar finalmente a alguien como usted en esta bañera. Generalmente conseguimos ancianas, quiero decir mujeres viejas, que se empeñan…
—Basta, Jefferson —le interrumpió Nick—. Tenemos mucho que hacer. Es casi mediodía y nos queda más de media hora de trabajo para estar listos para zarpar. Ni siquiera sabemos lo que Miss Dawson quiere hacer.
—Llámenme Carol —dijo. Estudió por un momento a los dos hombres. Será lo mejor, pensó Carol, nadie sospechará nada si me voy con estos dos—. Bueno, he dicho en la oficina que deseaba salir para nadar y bucear, pero sólo es parcialmente cierto. Lo que realmente quiero hacer es ir aquí (sacó un mapa doblado de su bolso de playa y les mostró un área de alrededor de dos kilómetros cuadrados en el golfo de México, al norte de Cayo West) y buscar ballenas.
Nick arrugó la frente y Troy miró el mapa por encima del hombro de Carol.
—Ha habido muchas irregularidades en el comportamiento de las ballenas últimamente en este lugar, incluyendo las que esta mañana estaban varadas en Cayo Deer —continuó ella—. Quiero ver si puedo descubrir algún propósito concreto en sus acciones. Necesitaré bucear, así que alguno de ustedes tendrá que acompañarme. Supongo que por lo menos uno de los dos es un buceador autorizado y que llevan su equipo de buceo a bordo, ¿no?
Ambos hombres la miraron incrédulos. Ella se puso a la defensiva:
En realidad, soy periodista —dijo como explicación—. Trabajo para el Miami Herald y esta mañana he hecho un reportaje sobre las ballenas varadas en Cayo Deer.
Troy se volvió a Nick.
—Bien, profesor. Creo que tenemos alguien vivo. Una persona que dice que quiere buscar ballenas en el golfo de México. ¿Qué le parece? ¿Aceptamos su dinero?
Nick se encogió de hombros con indiferencia y Troy lo tomó como una afirmación:
—Está bien, ángel —dijo a Carol—, estaremos listos dentro de media hora. Ambos somos buceadores con licencia, por si nos necesita. Nuestro equipo está a bordo y podemos traer más si lo necesita usted. ¿Por qué no va a pagar a Julianne y recoge sus cosas?
Troy dio la vuelta y se acercó a la mezcla desmontada de algo electrónico. Cogió una de las cajas con su interior parcialmente retirado y empezó a entretenerse con ella. Nick sacó otra cerveza de la nevera y abrió los armarios empotrados, dejando al descubierto las hileras del equipo. Carol no se movió. Pasados unos segundos Nick se dio cuenta de que seguía allí.
—Bien —dijo en tono de despedida—, ¿no ha oído a Troy? No estaremos listos hasta dentro de media hora —dio media vuelta y caminó hacia popa.
Troy levantó la vista de su trabajo de reparación, le divertía la fricción que iba notando entre Nick y Carol.
—¿Es siempre tan agradable? —le preguntó ella señalando a Nick con la cabeza. Seguía sonriendo, pero su tono reflejaba irritación.
—Hay una parte de mi equipo que quiero subir a bordo. ¿Podrá echarme una mano?
Treinta minutos más tarde Troy y Carol regresaron al Florida Queen. Troy silbaba Zippity-Do-Dah, sonriente, mientras tiraba de un carrito muelle abajo y se paraba frente al barco. Un cofre parcialmente lleno descansaba en el carrito. Troy sentía impaciencia por contemplar la cara de Nick cuando viera «parte del equipo» de Carol. Estaba excitado por los acontecimientos, pues sabía que éste no sería un paseo de tarde corriente. Los reporteros, incluso los famosos (y la inteligencia callejera de Troy le había informado rápidamente de que Carol no era una reportera cualquiera) no tenían acceso al tipo de equipo que ella llevaba. Troy estaba ya casi seguro de que la historia de las ballenas era una tapadera, pero de momento no iba a decir nada; quería esperar y ver cómo se desarrollaba la cosa.
A Troy le gustaba aquella mujer tan segura de sí misma. En su comportamiento no había ni rastro de prejuicios ni de superioridad, y tenía un buen sentido del humor. Después de abrir el maletero del coche con el equipo, Troy había demostrado a Carol que no era ningún principiante en electrónica. Había reconocido inmediatamente la insignia del IOM sobre el telescopio oceánico de Dale y había incluso adivinado el significado del acrónimo IOM-LPI en la parte de atrás del gran monitor y sistema de almacenamiento de datos. Cuando la miró en busca de explicaciones, Carol se limitó a reír diciendo:
—Necesito ayuda para buscar las ballenas. ¿Qué más puedo decir?
Carol y Troy cargaron todo aquello en el carrito y lo sacaron del aparcamiento. La había preocupado un poco que Troy reconociera inmediatamente el origen del equipo y sus acertadas y amistosas preguntas (que manejó hábilmente con vagas respuestas… le ayudó para ello el hecho de que Troy quería saber sobre todo cómo funcionaba la electrónica y ella, la verdad, no tenía la menor idea). Pero mientras hablaban, Carol se sintió cómoda con Troy. Su intuición le decía que era un aliado y que podía contar con su discreción respecto a cualquier información importante.
Carol, no obstante, no había planeado el control de seguridad del despacho de Puerto Hemingway. Uno de los más importantes accidentes de venta de los atraques en el nuevo puerto había sido el sistema de seguridad sin par, ofrecido a los propietarios de barcos. Cada persona que entraba o salía del puerto tenía que pasar por unas puertas computerizadas adyacentes al edificio de las oficinas. Una lista completa de cada entrada y salida individual, incluyendo la hora de paso por la puerta, se copiaba cada noche y se guardaba en el archivo de seguridad como precaución por si ocurría algo sospechoso o fuera de lo corriente.
El material entrante o saliente del puerto también era mirado rutinariamente (y anotado) por el jefe de seguridad, para evitar robos de valiosos equipos de navegación y demás aparatos electrónicos. Carol se disgustó cuando, después de pagar el alquiler del barco, Julianne le pidió que llenara una hoja describiendo el contenido del cofre cerrado. Pero cuando Carol se enfadó de verdad fue cuando el jefe de seguridad, un típico irlandés de Boston que se había retirado en Cayo West, la obligó a abrir el cofre para comprobar su contenido. Sus protestas y los intentos de Troy por ayudarla no sirvieron de nada. Las reglas eran las reglas.
Como el carrito no pasaba por la puerta del despacho de seguridad adyacente, el cofre fue abierto en la habitación principal, de las oficinas. Una pareja de paseantes curiosos, incluyendo una mujer gigantesca y simpática de unos cuarenta años llamada Ellen (Troy la conocía de algo, probablemente era otra propietaria de algún barco, pensó Carol) se acercó a mirar mientras el oficial O’Rourke comparaba cuidadosamente el contenido con la lista que Carol había preparado.
Estaba, pues, un poco molesta cuando ella y Troy empujaron el carrito, muelle abajo hacia el Florida Queen. Había abrigado la esperanza de no llamar la atención y ahora estaba furiosa por no haber pensado en la revisión de seguridad. Entretanto, Nick, después de una preparación de rutina y de abrir otro bote de cerveza, había vuelto a enfrascarse en su partido de baloncesto. Su adorado Harvard perdía ahora frente al Tennessee y ni siquiera oyó el silbido de Troy hasta que él y Carol estuvieron a pocos metros de distancia.
—¡Jesús! —exclamó volviéndose—. Pensé que os habíais perdido… —su voz se apagó al ver el cofre y el carrito—. ¿Qué puñeta es esto?
—Es el equipo de Miss Dawson, profesor —contestó Troy con una amplia sonrisa. Metió la mano en el cofre sacando primero un cilindro terminado en una lente, un objeto parecido a una gran linterna montado sobre un brazo. Tenía unos 50 centímetros de largo y pesaba cerca de seis kilos—. He aquí, por ejemplo, lo que ella me dice que se llama telescopio oceánico. Lo sujetamos en la quilla del barco mediante este brazo y toma fotografías que proyecta a continuación en este monitor de televisión y que se almacenan en este otro aparato, una grabadora de…
—Espera —interrumpió Nick imperiosamente. Fue a la pasarela y miró incrédulo el interior del cofre, sacudió la cabeza y miró a Troy y a Carol—. ¿Lo he entendido bien? ¿Figura que debemos montar toda esta mierda para salir al golfo una tarde, en busca de ballenas…? —miró a Troy—. ¿Dónde tienes la cabeza, Jefferson? Esto es muy pesado, tardaremos tiempo en montarlo y ya es más de mediodía.
—En cuanto a usted, hermana —continuó volviéndose a Carol—, llévese sus juguetes y su mapa del tesoro a otra parte. Sabemos lo que se propone y tenemos cosas más importantes que hacer.
—¿Ha terminado? —gritó Carol al verle alejarse hacia el Florida Queen. Paró en seco y se volvió parcialmente—. ¡Óigame!, imbécil —le increpó Carol, dejándose llevar por la ira y la frustración que había ido creciendo en su interior—, ciertamente está en su derecho negándose a dejarme utilizar su barco; pero a lo que no tiene derecho es a portarse como Dios Todopoderoso y tratarme como si fuera una mierda sólo porque soy una mujer y le encante zarandear a la gente.
Dio unos pasos hacia él. Nick retrocedió en vista de su imparable ofensiva.
—Le he dicho que quiero buscar ballenas y eso es lo que me propongo hacer. Lo que usted piense que voy a hacer no me interesa lo más mínimo. En cuanto a las cosas importantes que usted tiene que hacer, no se ha apartado del maldito partido de baloncesto en la última hora, excepto para buscar más cerveza. Si se aparta de mi camino, Troy y yo tendremos esto montado en una hora. Y además —Carol se calmó un poco porque empezaba a sentirse avergonzada de su estallido—, ya he pagado el barco y usted sabe de sobra lo difícil que es modificar estas cuentas con tarjeta de crédito, en la computadora.
—¡Uyyyy!, profesor —Troy rio maliciosamente y guiñó el ojo a Carol—. ¿No es algo grande, profesor? —Calló y se puso serio—. Mira, Nick, necesitamos el dinero, los dos. Y a mí me gustaría ayudarla, podemos descargar el exceso de equipos de buceo si crees necesario equilibrar el peso.
Nick volvió a la silla plegable y a la televisión, tomó otro sorbo de cerveza y no les miró más.
—Está bien —concedió con desgana—. Empezad a montar. Pero si a la una no estamos listos para zarpar, lo dejaremos correr. —Los jugadores pasaron ante sus ojos. Harvard había vuelto a mandar en el juego. Pero esta vez no miraba, estaba pensando en el estallido de Carol. A lo mejor tiene razón. Quien sabe si yo pienso que las mujeres son inferiores. O algo peor.