JUEVES
1
Ya estaban en la playa a la salida del sol. En algún momento durante la noche, siete ballenas habían encallado en Cayo Deer, ocho kilómetros al este de Cayo West. Los poderosos leviatanes del fondo del mar, de tres a cinco metros de longitud, parecían desvalidos, varados allí, sobre la arena. Otra media docena de miembros de esa despistada manada de falsos asesinos, nadaban en círculos en las cercanías de la playa, obviamente perdidos y confusos.
A las siete de una clara mañana de marzo, expertos en ballenas habían llegado de Cayo West y comenzaban a coordinar lo que más tarde se transformaría en un esfuerzo conjunto de pescadores locales y navegantes entusiastas, para empujar a los animales varados otra vez al agua. Una vez las ballenas estuvieran fuera de la playa, la siguiente tarea consistiría en dirigir a toda la manada hacia el golfo de México. Había poca o ninguna posibilidad de que los animales sobrevivieran, a menos que pudieran regresar a mar abierto.
Carol Dawson fue la primera reportera que llegó. Aparcó su nueva furgoneta coreana en lo alto del camino, cerca de la playa, y bajó para estudiar la situación. La playa y el agua en Cayo Deer formaban una caleta en forma de media luna. Una cinta imaginaria que enlazara dos puntos de tierra en los extremos de la caleta cubriría casi medio kilómetro de agua. Fuera de la cinta estaba el golfo de México. Las siete ballenas habían penetrado en la caleta por el centro y estaban varadas en el punto más alejado del mar abierto, separadas unos nueve metros y subidas unos ocho sobre la playa. El resto de las ballenas estaban atrapadas en las aguas bajas a no más de treinta metros de la playa.
Carol volvió hasta el maletero de su coche. Antes de sacar un gran estuche de fotografía, se detuvo para ajustarse la cinturilla del pantalón. (Se había vestido muy de prisa esta mañana cuando la despertó una llamada de Miami, en su habitación del hotel de Cayo West. El chándal no era precisamente su indumentaria de trabajo, ocultaba la gracia de un cuerpo bello y bien formado que parecía más cercano a los veinte que a los treinta). Dentro del estuche había una colección de cámaras de foto fija y también de vídeo. Seleccionó tres de las cámaras, se metió un par de «M & M» en la boca, y se acercó a la playa. Al cruzar la arena en dirección a la gente y a las ballenas varadas, Carol se detuvo algunas veces para fotografiar la escena.
Se acercó primero a un hombre que llevaba el uniforme del Centro de Investigación Marina de Florida del Sur. Estaba de cara al océano con dos oficiales navales de la sección de la Patrulla Marítima de la Estación Naval Aérea de Estados Unidos en Cayo West. Una docena, o más, de voluntarios locales se habían situado en la órbita de los que hablaban, manteniendo las distancias, pero muy atentos a la discusión. Carol se acercó al hombre del centro de investigación y le cogió del brazo.
—Buenos días, Jeff —le dijo.
Él se volvió a mirarla. Pasado un instante una sonrisa de reconocimiento iluminó su cara.
—Carol Dawson, Miami Herald —se apresuró a decir ella—. Nos conocimos una noche en el IOM, yo estaba con Dale Michaels.
—Claro que la recuerdo. ¿Cómo podría olvidar una cara tan hermosa como la suya? —Pasado un instante continuó—: Pero ¿qué está haciendo aquí? Por lo que a mí respecta, nadie en todo el mundo sabía que estas ballenas estaban aquí hasta hace una hora. Y Miami está a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia.
Carol se echó a reír, sus ojos aceptaban y agradecían adecuadamente el cumplido de Jeff. Seguía sin gustarle, pero había llegado a aceptar, aunque no de buen grado, el que la gente, especialmente los hombres, la recordaran por su belleza.
—Estaba ya en Cayo West para otra historia. Dale me ha llamado esta mañana tan pronto tuvo noticia de lo de las ballenas. ¿Puedo interrumpirle un minuto, para que me dé un comentario de experto? Para el público, claro.
Mientras hablaba, Carol sacó una cámara de vídeo de último modelo, una «Sony» 1993 del tamaño aproximado de un pequeño bloc de notas, y empezó a interrogar al doctor Jeff Marsden, «la máxima autoridad en ballenas, en los Cayos de Florida». La entrevista era puramente formal, naturalmente, porque Carol podía haber proporcionado todas las respuestas. Pero Miss Dawson era una buena reportera y conocía el valor de la opinión de un experto en situaciones como aquélla.
El doctor Marsden explicó que los biólogos marinos todavía no comprendían las razones que llevaban a las ballenas a las playas, aunque la, cada vez mayor frecuencia de estos hechos, en los pasados ochenta y principio de los noventa, había ofrecido amplias oportunidades para investigarlos. Según él, muchos expertos achacaban el hecho a un exceso de parásitos en las ballenas que guiaban a cada una de las infortunadas manadas. La teoría prevaleciente sugería que esos parásitos creaban confusión en el intrincado sistema de navegación que indica a las ballenas la dirección a seguir. En otras palabras, la ballena guía cree, de un modo u otro, que el camino migratorio es hacia la playa y a través de tierra: las demás siguen por la rigurosa jerarquía que hay en la manada.
—Doctor Marsden, he oído decir a cierta gente, que el aumento de ballenas varadas se debe a nosotros y a nuestra polución. ¿Le importaría comentar la acusación de que nuestros desperdicios, así como nuestra acústica y polución electrónica han minado los sensibles biosistemas que las ballenas utilizan para navegar?
Carol se sirvió del zoom de su pequeña cámara de vídeo para dejar grabadas las arrugas de la frente de Jeff Marsden. Era obvio que no esperaba de ella semejante pregunta a aquellas tempranas horas de la mañana.
Después de pensarlo un momento, respondió:
—Han habido varios intentos de explicar por qué hay más ballenas encalladas ahora que en el pasado. La mayoría de los investigadores llegan a la inevitable conclusión de que el ambiente de las ballenas ha variado en el último medios siglo. No es demasiado aventurado imaginar que tal vez hayamos sido responsables de esos cambios.
Carol sabía que tenía los datos precisos para un perfecto reportaje televisivo. Rápida y profesionalmente cerró la entrevista, dio las gracias al doctor Marsden, y se acercó a los mirones. En un minuto tuvo numerosos voluntarios para llevarla al centro de la caleta para tomar fotografías, primeros planos, de las confusas ballenas. A los cinco minutos, Carol no solamente había tomado varios discos de fotos fijas, sino que había armado también su cámara de vídeo con un trípode estabilizador en uno de los pequeños botes, y tomado un vídeo clip de sí misma explicando el fenómeno.
Antes de abandonar la playa de Cayo Deer, Carol Dawson abrió el maletero de su ranchera, que le servía además como laboratorio fotográfico portátil. Primero rebobinó y comprobó la cinta de vídeo que había tomado, prestando especial atención en saber si el chapoteo de las ballenas se oía mientras ella estaba en el bote. Luego pasó los discos por los visores para ver si le gustaban todas las fotografías. Eran buenas. Sonrió para sí, cerró el maletero de la ranchera y regresó a Cayo West.