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—Buenos días, ángel —dijo Troy con una gran sonrisa al acercarse Carol al Florida Queen—. ¿Dispuesta para la pesca? —saltó del barco y gritó a Nick, que estaba haciendo algo detrás de la marquesina—. Ya ha llegado, profesor, me voy al aparcamiento en busca del equipo.
Carol entregó a Troy las llaves del coche cuando marchó en dirección a la oficina del puerto y dio unos pasos por el muelle antes de que Nick se asomara.
—Venga al barco —llamó, ceñudo, mientras secaba una cadena con un trapo oscuro. Se sentía fatal, tenía una espantosa resaca y aún estaba preocupado por los acontecimientos de la noche anterior. Carol de momento no habló. Nick dejó de limpiar la cadena y esperó a que lo hiciera.
—No sé exactamente cómo decírselo —empezó en tono firme pero con voz agradable—, pero para mí es importante decir lo que tengo que decir, ahora, antes de pasar a bordo. —Se aclaró la garganta y terminó deliberadamente—. Nick, hoy no quiero bucear con usted, quiero bajar con Troy.
Nick le dirigió una extraña mirada. Estaba de pie al sol y le dolía horrores la cabeza.
—Pero Troy… —empezó a decir.
—Sé lo que va a decirme —le interrumpió—. No tiene demasiada experiencia y podría resultar peligroso —le miró directamente—. Esto no me importa. Tengo suficiente experiencia para los dos. Prefiero bajar con Troy —esperó unos segundos—. Pero si no le parece bien…
Esta vez fue Nick el que interrumpió a Carol.
—Está bien, está bien —dijo volviéndose. Le sorprendió descubrir que estaba dolido y enfadado a la vez. Esta mujer sigue estando furiosa, se dijo. Y yo que pensaba que quizá… Se alejó de ella y volvió al otro lado de la cabina para acabar de preparar la pequeña grúa de salvamento alquilada, que él y Troy habían instalado la noche anterior. Como habían utilizado este viejo equipo varias veces en otras ocasiones, la instalación había sido rápida y sin mayores problemas.
Carol entró en el barco y dejó sus copias de las fotografías encima del mostrador, junto al volante.
—¿Dónde está el tridente? —pidió a Nick—. Pensé que podría volver a mirarlo esta semana.
—Cajón de abajo a la izquierda —fue su respuesta tajante e inmediata. Carol sacó la bolsa gris del cajón, la abrió y sacó el tridente de oro. Lo sostuvo por su largo eje central, por alguna razón le pareció raro. Volvió a guardar el objeto en la bolsa y lo sacó una segunda vez. De nuevo sopesó el tridente en sus manos, había algo que no estaba bien. Recordó haber cogido el tridente por el eje cuando estaba debajo del saliente, en el agua, y cerrar su mano despacio alrededor del eje. Eso es, se dijo, es más grueso.
Giró el objeto entre sus manos. ¿Qué me está ocurriendo?, pensó. ¿Me habré vuelto loca? ¿Cómo puede ser más grueso? Lo examinó una vez más con sumo cuidado. Esta vez le pareció que las púas individuales del tridente parecían más largas y que podía detectar un perceptible aumento de peso. ¡Santo Dios! ¿Será esto posible?, se preguntó.
Carol sacó las fotografías que había traído. Todas las fotos del tridente que tenía habían sido hechas bajo el agua, pero estaba segura de que podía discernir dos cambios sutiles desde que fue fotografiado por primera vez. El eje parecía más grueso y las púas del tridente parecían, en efecto, más largas.
—Nick —dijo en voz alta—, Nick, ¿puede venir?
—Estoy haciendo algo —contestó una voz poco amistosa desde el otro lado—. ¿Es muy importante?
—No. Quiero decir sí, pero puedo esperar hasta que tenga un momento libre.
La mente de Carol estaba desbocada. Solamente hay dos posibilidades, se dijo con lógica precisión, o ha cambiado, o no ha cambiado. Si no ha cambiado, entonces estoy hechizada porque decididamente parece más grueso. Pero ¿cómo puede haber cambiado? O lo ha hecho solo o alguien lo ha cambiado, Pero ¿quién? ¿Nick? Pero ¿cómo podía haberlo…?
Nick se le acercó y en tono distante y hostil dijo, obviamente fastidiado:
—¿Qué? Carol le tendió el tridente.
—¿Qué le parece? —preguntó sonriéndole y mirándole inquisitiva.
—¿Qué me parece qué? —respondió confuso por lo que ocurría y todavía enfadado por lo de antes.
—¿Nota la diferencia? —siguió Carol señalando el tridente.
Nick lo volvió por todos lados como había hecho ella. La luz se reflejaba en su superficie bruñida y lastimaba la vista, entrecerró los ojos. Luego cambió el objeto de mano y lo miró desde ángulos distintos.
—Me siento perdido —confesó al fin—. ¿Trata de decir que ha habido algún cambio en esta cosa?
Lo levantó entre ellos.
—Sí —dijo Carol—. ¿No lo nota? El eje central es más grueso que el jueves y las púas o elementos individuales del tridente son un poco más largas. ¿Y no le parece que todo él es más pesado?
A Nick seguía doliéndole la cabeza, su mirada iba de ella al tridente y del tridente a ella. En su opinión el tridente no había cambiado.
—No, a mí me parece igual que antes.
—No quiere entrar en razón —insistió Carol agarrando el tridente—. Tome, mire las fotografías. Compruebe la longitud del tridente, compárelo al eje y mírelo ahora. Es diferente.
Había algo en la actitud de Carol que irritaba a Nick. Parecía asumir siempre que tenía razón y que los demás estaban equivocados.
—Es absurdo —le replicó a gritos—, y tengo mucho trabajo que hacer… —Esperó un instante y continuó—: ¿Cómo diablos podría cambiar? Por el amor de Dios, es un objeto de metal. ¿Qué piensa? ¿Qué de un modo u otro ha crecido? Mierda.
Movió la cabeza y empezó a alejarse. A los dos pasos, se dio la vuelta:
—Tampoco puede fiarse de las fotografías —añadió en tono más comedido—. Las fotografías submarinas siempre distorsionan los objetos…
Troy se acercaba con el carrito y el equipo de Carol.
Por la postura de los cuerpos, sin necesidad de oírles, podía decir que ya andaban otra vez a la greña.
—Vaya, vaya —dijo al acercarse—. No puedo dejaros solos ni un minuto. ¿Sobre qué peleas esta mañana, profesor?
—Esta supuesta inteligente reportera amiga tuya —respondió Nick mirando a Carol con condescendencia—, insiste en que nuestro tridente ha cambiado de forma. De la noche a la mañana, parece ser, aunque aún no ha empezado a explicarme cómo. Puesto que a mí no me cree, ¿quieres explicarle algo acerca del índice de refracción, o lo que sea, que distorsiona las fotos submarinas?
Carol apeló a Troy.
—Es que ha cambiado. De verdad. Recuerdo claramente como lo notaba al principio, y ahora es diferente.
Troy iba descargando el carrito y montando el sistema del telescopio en el Florida Queen.
—Ángel —Troy tomó el tridente que tendía con ambas manos—, yo no puedo decir si ha cambiado o no, pero una cosa sí puedo decir. Estaba muy excitada cuando lo encontró y estaba también en el fondo del agua. Combinando ambas cosas, ni siquiera yo, confiaría en mi memoria sobre como noté algo.
Carol miró a los dos hombres, iba a proseguir con la discusión pero Nick cambió de tema.
—¿Sabe, Mr. Jefferson, que nuestra dienta, Miss Dawson, ha solicitado sus servicios como compañero de inmersión, hoy? No quiere bajar conmigo.
Su tono era claramente acerbo. Troy miró a Carol sorprendido:
—Es muy halagador, ángel, pero Nick es el verdadero experto. Yo no soy más que un principiante.
—Lo sé —contestó bruscamente Carol, aún molesta por la anterior conversación—. Pero quiero bucear con alguien en quien pueda confiar, alguien que se comporte con responsabilidad. Conozco lo bastante el submarinismo para dos.
Nick dirigió una mala mirada a Carol y se alejó. Estaba furioso:
—Vamos, Jefferson. Ya he accedido a que la señorita sabihonda se salga con la suya, por esta vez. Preparemos el barco y terminemos de una vez de montar ese telescopio.
«Mi padre se divorció, finalmente, de mi madre cuando yo tenía diez años», le contaba Carol a Troy. Estaban sentados, juntos, en las tumbonas, en la proa del barco. Después de repasar por dos veces el procedimiento para sumergirse, Carol había mencionado algo sobre su primera experiencia de navegación, un cumpleaños en un barco de pesca con su padre, cuando tenía seis años, y los dos habían seguido cómodamente hablando de su infancia.
—La separación fue terrible —pasó el bote de «Coca-Cola» a Troy—. Creo que en cierto modo tuviste suerte no conociendo a tu padre.
—Lo dudo —replicó Troy gravemente—. Desde mis más tiernos años, me dolía el hecho de que algunos de los niños tuvieran a ambos padres. Mi hermano Jamie trató de ayudar, claro, pero había un límite a lo que podía hacer. Yo elegía, adrede, a los chicos que tenían padres viviendo en casa —rio—. Recuerdo un niño negro muy oscuro llamado Willie Adams. Su padre efectivamente vivía en su casa pero era una vergüenza para toda la familia, era un hombre viejo, que tendría entonces unos sesenta años y no trabajaba. Se limitaba a estar sentado en el porche todo el día, en su mecedora, bebiendo cerveza.
»Siempre que iba a casa de Willie a jugar, encontraba una excusa para quedarme un ratito en el porche sentado junto a Mr. Adams. Willie se movía inquieto, incómodo, incapaz de comprender por qué quería escuchar a su padre contar siempre las mismas viejas historias supuestamente muy aburridas. Mr. Adams había estado en la guerra de Corea y le encantaba hablar de sus amigos y de las batallas, sobre todo de las coreanas, y de lo que él llamaban sus trucos.
»En todo caso, cuando Mr. Adams iba a empezar una de sus historias siempre se notaba. Dirigía sus ojos al frente, como si mirara fijamente algo que estaba a distancia, entonces decía una frase entre dientes y empezaba a recitar la historia como si la estuviera leyendo: “Habíamos hecho retroceder a los coreanos, otra vez, al Yalu, y el comandante de nuestro batallón nos dijo que estaban a punto de rendirse. Nos sentíamos los amos del mundo y hablábamos de lo que íbamos a hacer cuando volviéramos a los Estados Unidos. Pero entonces, la gran horda amarilla salió de China…”
Troy se calló. Y se quedó mirando el océano. A Carol le resultaba fácil imaginárselo de niño, sentado en un porche con su avergonzado amigo Willie, y escuchando historias contadas por un viejo que vivía desesperadamente en el pasado pero que, no obstante, representaba al padre que Troy nunca había tenido. Se inclinó hacia él y le rozó el brazo.
—Es una bonita imagen. Tú nunca llegaste a saber, quizá, lo feliz que hacías a aquel hombre con sólo escuchar sus historias.
Al otro lado de la cabina, Nick Williams estaba sentado solo en otra tumbona. Leía Madame Bovary intentando sin éxito ignorar los restos de su resaca y a la vez los fragmentos de conversación que le llegaban. Había programado el sistema de navegación en automático para volver al punto de inmersión del jueves, así que no le quedaba nada más que hacer para pilotar el barco. Nick habría disfrutado seguramente compartiendo la conversación de Troy y Carol, pero después de su anterior enfrentamiento en el que, en su opinión, ella había dejado bien claro que no quería nada con él, no pensaba acercarse. De lo contrario ella pensaría que no era sino otro majadero.
Además, disfrutaba con el libro. Estaba leyendo la parte en que Emma Bovary se entrega por completo a su relación con Rudolph Boulanger. Y podía ver a Emma escabullándose de su casa, en la pequeña aldea de provincias y correr, campo a través, a los brazos de su amante. Casi siempre, en el pasado, cuando Nick leía una novela con una hermosa protagonista morena, imaginaba a Monique. Pero curiosamente, la Emma Bovary que imaginaba, mientras leía en el barco, era Carol Dawson. Y más de una vez aquella mañana, mientras Nick leía la descripción que hacía Flaubert de las pasiones de Emma y Rudolph, se había imaginado en el papel del solterón francés de buena familia terrateniente, haciendo el amor con Emma/Carol.
El sistema automático de navegación que guiaba el barco mientras Nick leía consistía en una simple combinación de transmisor/receptor y un pequeño microprocesador. Aprovechando la serie universal de satélites sincronizados, la software del procesador establecía la situación del barco con toda precisión y después seguía un algoritmo de dirección programada precisamente, hasta el punto deseado. A lo largo de la ruta, el enlace de dos direcciones con el satélite más próximo proporcionaba la necesaria información para marcar la ruta a través del océano.
Cuando el Florida Queen estuvo a un kilómetro y medio del punto de inmersión, sonó un aviso. Entonces Nick se acercó a los controles y continuó manualmente, Carol y Troy se levantaron de sus tumbonas.
—Acuérdate —le advirtió— de que el primer propósito de nuestra inmersión es fotografiar y recuperar lo que vimos el jueves, fuera lo que fuera, en la fisura. Si nos sobra tiempo después, volveremos al saliente donde encontramos el tridente.
Carol se dirigió entonces a poner en marcha el monitor acoplado al telescopio oceánico. Se encontraba a pocos pasos de Nick y no se habían hablado desde que el barco zarpó de Cayo West, pero le oyó decir:
—Buena suerte.
Se volvió a mirarle para saber si hablaba en serio o era un sarcasmo. No supo decirlo.
—Gracias —le respondió, tranquila.
Troy se reunió con ella junto al monitor y sacó las fotografías del sobre a fin de que les sirvieran para encontrar el punto exacto donde fondear. Por unos minutos dio órdenes a Nick, apoyándose en lo que veía por el telescopio y aconsejando pequeñas correcciones en la posición del barco. Por fin, el fondo oceánico les pareció igual al que encontraron el jueves cuando vieron las ballenas. Con una sola variación importante.
—Bueno, ¿y dónde está aquel agujero del acantilado? —exclamó Troy inocentemente—. No puedo encontrarlo en el monitor.
El corazón de Carol latía desbocado mientras miraba de la pantalla del telescopio a las fotografías. ¿Dónde está la fisura?, pensó. No puede haber desaparecido. El barco se alejó algo del punto de inmersión y Nick volvió atrás. Esta vez Troy dejó caer el ancla por la borda, pero Carol seguía sin ver señales de la fisura, no podía comprenderlo.
—Nick —se decidió al fin a decir—, ¿puede echarnos una mano? Estuvimos juntos ahí abajo y ambos vimos el agujero. ¿Acaso Troy y yo estamos confundidos?
Nick dejó el volante y se acercó para mirar por el monitor. Él también se mostró perplejo, pero creyó ver otras cosas en el fondo del mar que también parecían algo diferentes.
—Tampoco puedo ver la fisura —confesó—, pero quizás es cuestión de la luz. La última vez estuvimos aquí por la tarde y ahora son las diez de la mañana.
Troy se volvió a Carol:
—Puede que Nick debiera bajar con usted, estuvo ahí antes, vio la fisura y sabe como encontrar el saliente. Lo que yo sé es por las fotografías.
—No —contestó Carol—. Quiero bajar contigo. Probablemente Nick tenga razón. No podemos ver la fisura debido a la diferencia de luz. —Recogió su cámara submarina, dio la vuelta a la cabina y se fue hacia popa—. ¡Vámonos! —dijo—. Todo irá bien.
Troy se encogió de hombros mirando a Nick silenciosamente, como si quisiera decirle «lo he intentado», y la siguió al momento.