9

«Sloppy Joe» era una institución en Cayo West. El bar predilecto de Hemingway y de su variopinta pandilla había conseguido adaptarse rápidamente a la polifacética evolución de la ciudad de la que ahora era el símbolo. Muchos habitantes de la antigua ciudad habían estado al borde de la apoplejía cuando el bar abandonó su histórica ubicación en el centro de la ciudad y fue trasladado al inmenso complejo comercial que abrazaba el nuevo puerto. Pero así y todo después de que el club abriera en una gran sala y bien ventilada, admitían a regañadientes que el escenario, el sonido y excelente acústica, las lámparas Tiffany, los largos mostradores de madera, los largos espejos del suelo al techo, y montones de recuerdos de cien años de Cayo West, habían sido elegantemente dispuestos de modo que todavía se conservaba la atmósfera y espíritu del viejo bar.

Era perfectamente normal que Angie Leatherwood tuviera el papel más importante en «Sloppy Joe» durante sus breves y poco frecuentes regresos a su ciudad natal. Troy había convencido con su hábil labia a Tony Palazzo, un neoyorquino trasplantado de cincuenta años, para que le concediera una primera audición, cuando ella aún no tenía diecinueve años. Tony la había oído cantar durante cinco minutos y había clamado, subrayando sus palabras con gestos alocados de sus manos:

—No era suficiente que me trajeras una chica negra tan hermosa que te deja sin aliento, no. Me traes una que canta como un ruiseñor. ¡Mamma mía! La vida es injusta, mi hija Carla querría cantar como ella.

Tony se había vuelto el mayor fan de Angie y promocionado desinteresadamente su carrera. Ella nunca olvidó lo que Tony había hecho por ella y siempre que se encontraba en la ciudad iba a cantar a «Sloppy Joe». Ella era así.

La mesa de Troy estaba en el centro y en primera fila, a unos cuatro metros del escenario. Nick y Troy ya estaban sentados en una mesita redonda y habían terminado su primera ronda cuando Carol apareció, cinco minutos antes de las diez y media. Se excusó y murmuró algo sobre aparcar en Siberia. En cuanto llegó, Nick sacó el sobre de las fotografías y ambos le confesaron que las habían encontrado interesantísimas. Nick empezó a hacer preguntas sobre las fotos mientras Troy llamaba a un camarero y cuando llegaron las bebidas Nick y Carol estaban ya enfrascados en una intensa conversación acerca de los objetos de la fisura. Nick acababa de mencionar que uno de ellos parecía un misil moderno. Eran entonces las diez treinta y cinco, las luces se encendieron y se apagaron anunciando que empezaba el espectáculo.

Angie Leatherwood era una artista consumada. Como muchas de las mejores cantantes, nunca olvidaba que el cliente era el público, y que era éste el que creaba la imagen y ensalzaba su encanto. Empezó con la primera canción de su álbum Recuerdos de noches encantadas, y a continuación cantó un pupurrí de canciones de Whitney Houston, pagando con ello un tributo a la brillante cantante cuyo talento había despertado en Angie el deseo de cantar. Después, demostró su versatilidad mezclando un cuarteto de canciones de diferentes ritmos, un «reggae» de Jamaica, una tierna balada de su primer álbum Love Letters, una casi perfecta imitación de Diana Ross, de una vieja canción de Supremes. ¿Adónde fue nuestro amor?, y una alabanza tremendamente emotiva, un exaltado elogio a su viejo padre ciego, El hombre que veía.

Cada final de canción era saludado con aplausos atronadores. «Sloppy Joe» estaba lleno hasta los topes, incluyendo a todos los que estaban de pie a lo largo de las barras. Siete enormes pantallas de vídeo repartidas por el espacioso club, servían para acercar a Angie a los que estaban lejos del escenario. Ésta era su gente, éstos eran sus amigos. Un par de veces Angie casi se turbó porque los aplausos y los bravos no cesaban. En la mesa de Troy casi no se habló durante la representación, el trío mencionó canciones que les gustaban especialmente (la favorita de Carol era una canción de Whitney Houston, El mayor amor de todos), pero no era momento de conversar. Angie dedicó su penúltima canción Deja que te cuide, cariño a su «más querido amigo» (Nick dio un puntapié a Troy por debajo de la mesa), y luego terminaron el fragmento más popular de Love Letters. El público le dedicó, de pie, una gran ovación y pidió a gritos que hiciera un bis. Nick observó, mientras se encontraba de pie, que estaba un poco espeso por las dos cargadas copas y también que se sentía extrañamente emocionado, posiblemente por las asociaciones subliminales despertadas por las canciones de amor que Angie cantaba.

Angie volvió al escenario. Cuando cesó el ruido pudo oírse su voz dulce y acariciadora:

—Todos sabéis que Cayo West es un lugar muy especial para mí. Aquí fue donde me crie y crecí y fui a la escuela. La mayor parte de mis recuerdos son de aquí… —calló un instante y sus ojos recorrieron el público—. Hay muchas canciones que me traen recuerdos y emociones que van con ellos. Pero entre todas, mi preferida es la canción tema del musical Cats. Así que, Cayo West, para vosotros.

Hubo aplausos aún mientras los sintetizadores musicales que la acompañaban tocaban la introducción a Recuerdos. El público permaneció de pie mientras la voz dulce de Angie iniciaba la bella canción. En cuanto empezó, Nick se sintió instantáneamente transportado al Kennedy Center de Washington D. C., en junio de 1984, donde asistía a una representación de Cats con su padre y su madre. Fue al regresar a casa cuando les comunicó que se sentía incapaz de volver a Harvard después de su estancia en Florida. Pero por más que lo intentó no pudo empezar a contar la historia a su decepcionante padre y desconsolada madre… Lo único que pudo decir fue:

—Se trató de una mujer… —y se quedó silencioso.

Había sido una reunión triste. Mientras estaba en su casa, en Falls Church, se descubrieron y arrancaron los primeros pólipos malignos de su padre. Los médicos habían sido optimistas sobre los varios años de vida que le quedaban, pero insistieron en que el cáncer de colon a veces se reproducía y provocaba la metástasis por todo el cuerpo. En un largo paseo con su padre enfermo, Nick le había prometido terminar su graduación en Miami. Pero era un pobre consuelo para el anciano; había soñado con ver a su hijo graduado por Harvard.

La representación de Cats en el Kennedy Center había sido una tibia distracción para Nick. Hacia la mitad, se encontró preguntándose cuánta gente de entre el público sabría realmente que el autor del material para las canciones era ese poeta T. S. Eliot, que no sólo admiraba y disfrutaba con las idiosincrasias felinas, sino que también empezó una vez un poema describiendo la noche como «extendida en el cielo, como un paciente anestesiado sobre una mesa». Pero cuando la gata vieja llegó al centro del escenario con su belleza perdida en arrugas, y empezó su canción de sus «días al sol», Nick se había emocionado ya como todo el público. Por razones que nunca supo explicarse, había imaginado a Monique cantando la canción, en el futuro. Y en Washington había llorado lágrimas silenciosas, rápidamente ocultadas a sus padres, cuando la pura y dolorosa voz de soprano llegó al clímax de la canción.

«Tócame… es tan fácil dejarme… sola con mis recuerdos… de mis días al sol… Si me tocas… comprenderás lo que es la felicidad…»

La voz de Angie en «Sloppy Joe» no era tan penetrante como la de la soprano de Washington. Pero cantaba con la misma intensidad, evocando toda la pena de aquél para quien todas las alegrías de la vida están en el pasado. Los ojos de Nick se habían llenado de lágrimas y una de ellas saltó para resbalar por su mejilla.

Desde donde estaba Carol, las luces del escenario se reflejaban en el rostro de Nick. Vio la lágrima, la ventana de vulnerabilidad, y a su vez se enterneció. Por primera vez sintió una emoción profunda, casi un afecto por ese hombre distante, solitario y extrañamente atractivo.

¡Ah!, Carol, cuan distinto hubiera sido si, por una vez en tu vida, no hubieras obrado impulsivamente. Si hubieras dejado que el hombre tuviera su momento de soledad, o el corazón partido, o ternura, o lo que sintiera en aquel momento, entonces lo habrías podido mencionar más tarde, en un momento más tranquilo, y con la ventaja para ti. Compartir este momento pudo haber formado parte de un lazo entre los dos. Pero tuviste que golpearle en el hombro, antes de que la canción terminara, antes de que siquiera él se diera cuenta de sus lágrimas, y destruir su preciosa comunión con su yo más profundo; fuiste una intrusa. Lo peor, como suele ocurrir, interpretó tu sonrisa como burla, no como simpatía, y como una tortuga asustada se refugió por completo en su caparazón durante toda la noche. Estaba garantizado que rechazaría como insincera cualquier muestra de amistad subsiguiente.

Troy se perdió el juego entre Carol y Nick, así que se quedó asombrado cuando, al volverse y sentarse tras el último aplauso, encontró a Nick en una postura de inconfundible hostilidad.

—¿No ha estado maravillosa, ángel? —preguntó Troy a Carol—. Y a ti, profesor, ¿qué te ha parecido? ¿Es la primera vez que la habéis oído cantar?

Nick movió afirmativamente la cabeza y casi con desgana añadió:

—Ha estado magnífica, y yo tengo sed. ¿No puede un hombre conseguir una bebida en este lugar?

Troy se sintió ligeramente ofendido:

—Bueno, perdónanos. Siento que el espectáculo haya durado tanto —intentó llamar la atención del camarero—. ¿Qué le pasa, ángel? —preguntó a Carol.

Carol se encogió de hombros. Luego, intentando despejar la atmósfera, se inclinó hacia Nick, le tocó en el brazo que tenía apoyado sobre la mesa y preguntó.

—Nick ¿has estado tomando píldoras de ira?

Nick retiró bruscamente el brazo y masculló algo inaudible entre dientes, a guisa de respuesta. Se desentendió de la conversación y vio que Angie se acercaba a la mesa. Se levantó maquinalmente y Troy y Carol le imitaron.

—Ha estado fantástica —dijo Carol en voz demasiado alta en cuanto Angie estuvo a tiro.

—Gracias… hola —contestó Angie, al acercarse a la mesa y aceptar la silla que Troy le había apartado. Dedicó unos minutos a agradecer las felicitaciones de las mesas vecinas. Al fin se sentó y les sonrió:

—¿Usted debe ser Carol Dawson? —dijo, inclinándose por encima de la mesa hacia la reportera.

Angie era aún más hermosa en persona que en la fotografía de la funda del disco. Su color era marrón oscuro, no negro. Su maquillaje, incluyendo el tono rosa pálido de los labios, era muy discreto, para poner de relieve su belleza natural, sus dientes virtualmente perfectos, que desplegaban su blancura cuando sonreía, al extremo de llamar la atención. Pero más allá de la belleza estaba la mujer. Ninguna foto fija podía hacer justicia al calor natural que irradiaba Angie. Gustaba inmediatamente.

—Y usted debe ser Nick Williams —prosiguió Angie, tendiéndole la mano. Nick aún seguía de pie con expresión incierta, incómodo, aunque Troy ya se había sentado.

—Troy me ha contado tantas cosas de usted últimamente, que ya me parece que somos viejos amigos. Asegura que ha leído cada novela que se ha escrito y que merece la pena leer.

—Es una exageración, claro —contestó Nick claramente satisfecho de ser reconocido. Pareció relajarse un poco y por fin se sentó. Empezaba a querer decir algo más, pero Carol intervino en la conversación y le cortó.

¿Escribió usted la letra de su hermosa canción sobre el ciego? —le preguntó antes de que Angie hubiera tenido tiempo de acomodarse—. Me pareció un argumento muy personal.

—Sí —respondió Angie amablemente, sin traza de irritación por el comportamiento agresivo de Carol—. La mayor parte de mi material procede de otras fuentes, pero en ocasiones escribo yo misma las letras, cuando se trata de algún tema muy especial para mí —sonrió fugazmente a Troy antes de continuar—. Mi padre es un hombre sorprendente y muy cariñoso, ciego de nacimiento, pero con una curiosa comprensión del mundo en todos los aspectos. Sin su paciencia y su guía probablemente no hubiera tenido nunca el valor de cantar, de pequeña. Era muy tímida y vergonzosa, pero mi padre nos convenció a todos, desde pequeños, de que éramos algo especial. Nos explicó que Dios había dado a cada uno de nosotros algo fuera de lo corriente, algo solamente nuestro, y que una de las grandes alegrías de la vida era descubrir y luego desarrollar ese talento especial.

—Y esa canción Deja que te cuide, cariño, ¿la escribió realmente para Troy? —Nick soltó la pregunta antes de que Angie hubiera terminado de hablar, con lo que destruyó la atmósfera tierna creada por ella al describir a su padre. Nick estaba sentado al borde de la silla, y por alguna razón parecía agitado e incómodo. Troy volvió a preguntarse qué se le habría escapado en la interacción entre Carol y Nick, y qué habría provocado aquella tensión o tirantez en su amigo.

—Creo que sí —contestó Angie mirando a Troy con una sonrisa triste—, aunque en un principio quise que fuera una canción divertida, un comentario ligero sobre el juego del amor —calló un instante—. Pero habla de un verdadero problema. Es muy duro, a veces, ser una mujer famosa. Interfiere…

—¡Amén, Amén! —interrumpió Carol mientras Angie desarrollaba aún su pensamiento. Éste era uno de los temas favoritos de Carol y estaba dispuesta a no perder la oportunidad—. La mayoría de los hombres no pueden tener tratos con una mujer medianamente famosa y menos si sobresale —miró directamente a Nick y siguió—. Incluso ahora, en 1994, hay reglas no escritas que deben seguirse. Si se quiere tener una relación permanente con un hombre, hay tres noes: no le deje pensar que es usted más lista que él, no sea la primera en sugerir el sexo y, por encima de todo, no gane más dinero que él. Éstas son las tres áreas clave en que sus egos son extremadamente frágiles. Y minar el ego de cualquier hombre, incluso cuando solamente se bromee con él, es causa perdida.

—Parece ser experta —observó Nick sarcástico, con una obvia hostilidad—. Me pregunto si se les ha ocurrido alguna vez a ustedes, hembras liberadas, que a los hombres no les molesta su éxito sino la forma de manejarlo. Lo que consiguen en la vida no significa mierda a nivel personal. Gran parte de las mujeres ambiciosas y agresivas que he conocido —y miró directamente a Carol— se desviven por transformar las relaciones macho-hembra en competiciones. No permiten que el hombre, siquiera por un momento, tenga la ilusión de que vive en una sociedad patriarcal. Pienso que algunas de ellas emasculan a propósito…

—Ahí está —saltó Carol triunfalmente. Dio un codazo a Angie que sonreía pero parecía turbada por el evidente rencor de la discusión—. Ésa es la palabra mágica. Siempre que una mujer quiere discutir y no acepta como evangelio alguna verdad profunda del macho, es que trata de «castrar» o «emascular»…

—Bien, chicos —interrumpió Troy con firmeza—. Basta ya. Cambiemos de tema. Había pensado que ustedes dos podían disfrutar de una velada juntos, pero no si empezamos así.

—El problema —continuó Carol, mirando a Angie e ignorando la petición de Troy—, es que los hombres tienen miedo. Su hegemonía en el mundo occidental está amenazada por las mujeres que emergen y no están dispuestas a andar descalzas y embarazadas. Cuando yo estuve en Stanford…

Se calló al oír las patas de una silla rascando el suelo.

—Con el debido respeto, Miss Leatherwood —Nick volvía a estar de pie con la silla agarrada en la mano—, creo que voy a despedirme. He disfrutado con su música, pero no quiero verla sometida a la mala educación. Deseo que continúe su buena suerte en su carrera y espero que algún día pueda pasar unas horas con Troy y conmigo en el barco. Se volvió a Troy:

—Te veré mañana por la mañana a las ocho, en el puerto —finalmente miró a Carol—, a usted también, si sigue queriendo ir. Podrá contarnos todas las historias de Stanford mientras estemos en mitad del Golfo. Nick no esperó a que le contestaran, recogió el sobre y pasó por entre la gente en dirección a la puerta de salida. Antes de salir oyó una voz que le llamaba:

—¡Nick! ¡Oh, Nick! Por aquí —era Julianne, agitando la mano desde una mesa llena de vasos y ceniceros. Ella Connie y Linda estaban rodeadas por media docena de hombres, pero Julianne los apartaba mientras buscaba una silla vacía. Nick se dirigió a su mesa.

Media hora más tarde Nick estaba borracho como una cuba. La combinación de la pierna de Julianne tocándole de vez en cuando, los enormes pechos de Corinne (que ahora estaban cubiertos pero que recordaba el juego de Troy aquella tarde) y las miradas intermitentes hacia Carol a través del humo del cigarrillo, habían ayudado lo suyo. Maldita sea, Williams, se había dicho cuando se sentó con el grupo de Julianne. Ya has vuelto a estropearlo. Tenías la oportunidad perfecta para conquistarla, incluso marcarte algún tanto. Pero media hora más tarde, después de beber, sus pensamientos corrían parejos con los de la zorra de Esopo. Para mí, en todo caso, es demasiado agresiva, famosa, lanzada. Probablemente muy dura por dentro y fría en la cama. Otra revienta-pelotas. No obstante, siguió contemplándola a través del salón.

Las sillas extra que se habían traído para el espectáculo de Angie se retiraron para dejar sitio para bailar. Un disc jockey orquestó el resto de la velada desde una cabina junto al escenario; uno podía bailar una gran variedad de selecciones musicales modernas o también hablar, porque la música no era agobiantemente fuerte. La mayoría de la gente que rodeaba a Nick era del puerto. Durante un descanso en la música, después de que Nick se tragara otra tequila, Linda Quinlan se inclinó sobre la mesa.

—Venga, Nick —le dijo—, cuéntanos tu secreto. ¿Qué encontrasteis ayer tú y Troy?

—Nada especial —respondió él recordando su compromiso, pero sorprendido al descubrir que tenía ganas de hablar de ello.

—Los rumores no lo dicen así —saltó uno de los hombres—. Todo el mundo sabe que llevó algo a Amanda Winchester, esta mañana. Venga, cuéntenos lo que era, ¿ha encontrado otro barco con tesoro?

—A lo mejor —dejó entender Nick, con una sonrisa de borracho—, sólo a lo mejor. —Otro fuerte impulso le empujaba a contar la historia y enseñarles las fotografías, pero se contuvo—. No puedo hablar de ello —fue lo único que le sacaron.

En aquel momento dos jóvenes fuertes, con pelo corto y vistiendo el uniforme de oficiales de la Marina, iban directamente a la mesa de Nick, desde el otro lado de la pista. Uno de ellos era moreno, hispano. Se acercaban confiados, incluso arrogantes y su llegada a la mesa hizo cesar la conversación. El teniente que no era moreno puso la mano sobre el hombro de Julianne.

—Hola, preciosa —dijo atrevida—, ha llegado la Marina. ¿Por qué usted y su amiguita (indicó a Corinne, Ramírez estaba detrás de ella) no se vienen a bailar con nosotros?

—No, gracias —contestó Julianne, sonriente y correcta. Todd la miró. Vacilaba un poco y era obvio, a juzgar por sus ojos, que había bebido mucho.

—Pretende decirme ¿qué prefiero estar sentada aquí con la gentuza local en lugar de bailar con futuros almirantes? —Julianne notó que la mano apretaba su hombro. Miró hacia la mesa y trató de ignorarle.

A Todd no le gustaba que le rechazaran. Levantó la mano del hombro de Julianne y señaló los pechos de Corinne.

—¡Cristo!, Ramírez, cuánta razón tenías, son monstruos. ¿Te gustaría morder uno de ellos? —ambos tenientes rieron rudamente. Corinne se revolvió avergonzada.

El novio de Linda Quinlan se levantó de su silla. Él y Nick eran los únicos, entre los de la mesa, que tenían aproximadamente el mismo tamaño que Todd y Ramírez.

—Oigan, muchachos —dijo razonablemente—, la señora ha dicho que no amablemente. No es preciso insultarla a ella o a sus amistades…

—¿Oyes lo que dice, Ramírez? —interrumpió Todd—, este tipo ha dicho que hemos insultado a alguien. ¿Desde cuándo admirar el tamaño de las cachungas de alguien es un insulto? —soltó una risita, satisfecho de su inteligencia. Ramírez le indicó que se marcharan, pero Todd le apartó.

Nick, borracho, había estado dispuesto a estallar toda la noche:

—Largo de aquí, cabrón —dijo en voz baja pero firme. Seguía sentado al lado de Julianne.

—¿A quién llamas cabrón, cornudo? —replicó el truculento teniente Todd. Se volvió a Ramírez—. Creo que voy a verme obligado a partir la cabeza de este impertinente bastardo.

Pero Nick se le adelantó, poniéndose de pie de un salto, soltó un violento puñetazo que dio en plena cara a Todd y le tumbó de espaldas sobre otra mesa repleta de bebidas. Todd y la mesa se estrellaron en el suelo y Nick se lanzó sobre él. Ramírez acudió en ayuda de su colega oficial y cuando Nick se revolvió para pegarle, le dio un empujón que sus vacilantes piernas no pudieron soportar. Nick se desplomó de espaldas sobre Julianne y otra mesa, llena, se vino al suelo.

Al otro lado de la sala, Carol, Angie y Troy pudieron ver el desastre y reconocieron a Nick en medio. «Oh, oh», exclamó Troy levantándose para ir en ayuda de su amigo. Carol fue tras él. Cuando llegaron al otro lado los dos matones del club habían entrado ya en acción, mientras Nick y Julianne trataban todavía de levantarse del suelo y Todd se ponía en pie lentamente.

El sobre de las fotografías había caído al suelo en la refriega y un par de ellas asomaban. Ramírez recogió el sobre del suelo y, contempló las fotografías debido a su brillante colorido. La foto tomada de cerca, del misil en la fisura estaba encima y era claramente visible.

—¡Eh! —dijo el apabullado Todd— mira esto. ¿Qué crees que es?

Carol actuó con prontitud. Se adelantó a Ramírez, la arrancó el sobre y las fotografías de la mano y antes de que pudiera decir nada, chilló:

—No, Nick, otra vez no. No puedo creerlo, ¿cómo has podido volver a emborracharte? —se arrodilló junto a Nick en el suelo y le cogió la cabeza entre las manos—. ¡Oh!, cariño —le suspiró mientras él la miraba incrédulo—, me prometiste no volver a hacerlo.

La gente contempló asombrada a Carol mientras ésta besaba a Nick en plena boca, para evitar que hablara. Troy estaba estupefacto.

—¡Troy! —le gritó un segundo después, mientras Nick trataba de serenarse— Troy, ¿dónde estás? Ven, échame una mano —Troy se precipitó y ayudó a Nick a ponerse en pie—. Ahora nos lo llevamos a casa —anunció a los mirones. Ella y Troy le cogieron por un brazo cada uno y los tres se dirigieron a la salida del club y pasaron ante el gerente, cerca de la puerta. Carol le dijo que volvería al día siguiente a arreglar cuentas y entre los dos medio arrastraron a Nick hasta la calle.

Al alejarse de «Sloppy Joe», Carol se volvió y vio que parte de la gente les había seguido hasta puerta. Ramírez y Todd, éste frotándose aún la mejilla, estaban delante del grupo con expresión desconcertada.

—¿Adónde le llevamos, ángel? —preguntó Troy cuando estuvieron lejos del alcance del oído—. Ni siquiera sabemos donde aparcó su coche.

—No importa —repuso Carol—, siempre y cuando nos apartemos del club.

El torpe trío giró a la derecha, al callejón que estaba detrás del teatro en que La noche de la iguana había terminado hacía una hora. Inmediatamente después del teatro había un solar vacío, a la izquierda. Carol se detuvo junto al solar, frente a un grupo de árboles, y miró hacia atrás para asegurarse de que no les habían seguido. Exhaló un suspiro y soltó a Nick. Inconscientemente se abanicó con el sobre que había arrancado a Ramírez.

Nick estaba, ahora, casi sereno:

—No tenía la menor idea —dijo a Carol, desprendiéndose de Troy y tratando de abrazarla— de que sentías tanto por mí.

—Y no lo siento —respondió Carol enfáticamente. Apartó sus brazos y retrocedió hacia el solar vacío. Nick no comprendía nada y siguió acercándose—. Basta —le chilló furiosa—, basta, canalla borracho.

Trató de defenderse con las manos, pero él siguió avanzando hasta que Troy intervino para detenerle. Carol abofeteó a Nick con la mano libre y éste momentáneamente perplejo, perdió el equilibrio y cayó de bruces sobre la hierba.

Carol, todavía rabiosa, se agachó junto a él y le puso boca arriba:

—No vuelvas nunca, nunca, a emplear la fuerza conmigo —le gritó—. Por ninguna circunstancia —dejó caer el sobre encima del estómago de Nick y se levantó apresuradamente, miró a Troy, sacudió la cabeza asqueada y desapareció por el callejón.