Capítulo 23
Carmen estaba nerviosa. María le había pedido que fuese la última en bajar para crear expectación. Cuando llegó al filo de la escalera sintió que desfallecía. No sabía si iba a ser capaz de lograrlo. Le bastó echar un vistazo a la pista de baile que se abría a sus pies y ver que estaba repleta de máscaras y hombres que miraban hacia arriba para sentir vértigo.
–Bajando por la escalera, la señorita Prudencia de Ayala, baronesa de Lerma –dijo uno de los criados.
Todos los presentes comenzaron a aplaudir. Carmen no tenía ni idea de si eso era normal o no, pero sintió que sus piernas no la iban a sostener. ¿Cómo iba a bajar por las escaleras sin caer rodando como una pelota?
Se llevó las manos al estómago y trató de encontrar el aire que le faltaba en los pulmones, cuando una mano firme y masculina se ofreció para ayudarla a bajar. Carmen se sintió aturdida y al alzar su mirada violeta se encontró, bajo el antifaz, los ojos pardos de Montés. Podría reconocerlo entre miles de ellos. Tenía algo único y era lo que lograba despertar en ella con un solo roce.
–Estás preciosa, Prudencia.
–Gracias, también tú estás muy elegante. No deberías haber venido, es peligroso.
–Nadie sabe quién hay bajo la máscara y no quería dejarte sola en tu gran noche.
–¿Eres consciente de que trato de encontrar un marido noble?
–Lo sé, pero no pienso dejar que otro te toque. Te guste o no, eres mía.
Bajaron hasta la pista de baile, donde Alejandro la sostuvo para bailar con ella el primer baile. Lo había deseado desde que supo lo de la fiesta. Sus manos se posaron despacio en su cintura, dejando que la suave tela del corpiño acariciara sus ásperas palmas.
–¿Me concede el primer baile, señorita?
–Con mucho gusto –susurró.
La música comenzó y sus cuerpos empezaron a moverse al compás de la sonata. El vuelo de la falda rozaba las piernas de Alejandro cada vez que giraban. Su mano mantenía una fuerte lucha por permanecer quieta en un punto medio de la espalda en vez de recorrerla por completo, como deseaba. Se inclinó un poco hacia ella tan solo para sentir su aliento agitado por el baile en su rostro y cerró los ojos sumido en un profundo placer. En ese momento ella entreabrió los labios rosados y sus pupilas se dilataron.
Danzaron sin cesar. No hablaron, dejaron tan solo que los roces inocentes y sus ojos se dijeran todo lo que el otro necesitaba oír. El baile terminó y todos los asistentes aplaudieron. Carmen no quería alejarse del calor de ese hombre, pero las manos de María tiraron de ella con suavidad y la llevaron por todo el salón para presentarle a los posibles candidatos.
Carmen no quería, solo podía pensar en bailar de nuevo con él. Se había arriesgado tanto solo para verla que su corazón le gritaba que debía significar algo. ¿Sentiría él por ella lo mismo que ella sentía por él?
Carmen saludó a todos los invitados y bailó con muchos otros. Cuando el sonido de los relojes de la casa avisó de que la media noche había llegado, se escapó al jardín para tomar un poco el fresco. Necesitaba alejarse del alboroto que había dentro. Caminó despacio por el camino de rosas. Podía entender por qué María estaba enamorada de esas tierras, de esa casa, de esa gente. La Andaluza tenía algo especial que te atrapaba sin que te dieses cuenta y para cuando lo advertías ya no querías liberarte.
Unas manos fuertes la arrastraron por un camino poco transitado. Quiso gritar, pero esas mismas manos se lo impedían.
–Soy yo, no grites o nos descubrirán.
Carmen reconoció la voz y calló. No iba a gritar. Alejandro liberó su boca, esa que deseaba atrapar de nuevo, pero con sus labios. A continuación se alejó con ella hacia un rincón apartado donde nadie pudiese verlos.
–Prudencia –dijo en la oscuridad.
–Montés, corres peligro. Deberías irte.
–Lo sé, pero no puedo mantenerme alejado de ti. Te deseo tanto, Prudencia.
–Eres un imprudente.
–Igual que tú –sonrió–. ¿Qué haces con un hombre como yo, un triste forajido que no tiene nada que ofrecer salvo a sí mismo?
–Sé que lo nuestro no puede ser, trato de convencerme a mí misma, me lo repito día y noche. Pero no puedo evitar que tu rostro, tu voz, tu recuerdo ocupen mi mente constantemente.
–¿Acaso me amas, Prudencia la imprudente?
–No lo sé, nunca antes he amado, pero podría ser… Dime, ¿esto es amor? ¿Este sentimiento que me llena el estómago de extrañas sensaciones? ¿Este calor que nace en mi pecho y corre por mis venas solo con una de tus miradas?
–Parece amor –sonrió complacido antes de besarla, como llevaba deseando hacer toda la noche desde que la había visto al pie de la escalera tan hermosa que dejaba sin aliento y era capaz de robar la razón a cualquiera.
Antes de que ella pudiese protestar, se sentó colocándola a horcajadas sobre él. La pesada falda cayó entre ellos. Sus manos acariciaron su cuerpo con un ansía y una necesidad desconocidas para él hasta ahora. Solo pensaba en enterrarse en su interior tan profundamente como fuera posible y hacerla suya hasta que ella no pudiese pensar en la posibilidad de estar con ningún otro.
No tenía ni idea de cómo reaccionaría al saber quién era él en realidad, pero no le importaba. Solo quería disfrutar de ese momento a solas y alimentar a su miembro que se moría de hambre por ella, de ella.
–Montés… –suspiró cuando su boca se hizo con su cuello.
–¿Sí, mi querida sirena?
–Yo… en realidad no sé qué es lo que quiero decir.
–Di que solo serás mía.
–Solo seré tuya –confesó.
Sus manos acariciaron sus pechos por encima del corsé y Carmen gimió presa de un placer que la iba a enloquecer. Cuando su boca se posó sobre la tierna piel y empezó a besar y mordisquear sus senos mientras sus manos se colaban por debajo de las pesadas faldas y acariciaban sus muslos, creyó que iba a morir. Nunca se había imaginado que aquello pudiera ser tan bueno.
Alejandro sintió que su pantalón iba a estallar. Esa mujer era suya, le pertenecía en cuerpo y alma y le llenaba de orgullo. No sabía cómo lo había logrado, pero allí estaba rendida a él, solo a él y era suya, su futura esposa. Sus manos acariciaron los muslos llenos y cuando llegó a su interior y descubrió cómo estaba de mojada, gruñó como un animal. Sus dedos acariciaron la tela de la ropa interior, mojada por su deseo, y rozó su vulva caliente y tierna.
Carmen jadeó y Alejandro gimió. ¡Estaba tan excitada! Sus dedos jugaron con su sexo acariciando los labios, suaves por los flujos, hasta detenerse en el centro de su placer. Carmen dio un pequeño grito y se inclinó hacia atrás para permitirle un mejor acceso. Con el pulgar describió círculos que le dieron tal gozo que llegaron a marearla.
Estaba loca por ese hombre que la hacía sentir tanto con tan poco.
Alejandro siguió besándola a la vez que apretaba esa perla inflamada que ocultaba bajo la ropa. Sus caderas se movieron alocadas buscando aliviar el deseo que contenía entre las piernas. Cuando llegó al orgasmo y se dejó arrastrar de esa forma entre jadeos y gemidos que gritaban su nombre, creyó que iba a morir.
Ambos quedaron con la respiración entrecortada y se miraron a los ojos: los de ella velados, los del él dilatados por el deseo que esa mujer le despertaba.
–Tenemos que irnos, si no haré algo de lo que me arrepentiré.
–Montés, no me importa, tal vez si me entrego a ti mi padre no me obligue a contraer matrimonio.
–¿Serías capaz de arriesgarlo todo por mí?
–Sí, no me importaría vivir en el campamento toda la vida si es a tu lado.
–Mañana recuerda estas palabras –dijo besándola de nuevo.
El beso despertó en ella el recuerdo de lo que acababa de sentir y en Alejandro el anhelo de hacerla suya, pero debía esperar. Ahora tenía otra cita a la que acudir.
Carmen lo observó marcharse y se colocó la ropa y el pelo en su sitio. No fue consciente de que unos ojos maliciosos la miraban sonriendo. El cabo de la guardia civil había encontrado una presa que deseaba para sí. Había visto el rostro de Montés y con suerte daría con Lola.
Estaba seguro de que su capitán, después de toda esa información, le ascendería. Con suerte obtendría el puesto de sargento, el de ese que jugaba un doble juego peligroso. ¿Quién iba a imaginar que ese pánfilo de Alejandro resultaba ser el famoso bandolero Montés?
Sonriendo siguió escudriñando en la oscuridad. Ahora iría a averiguar cuál era esa cita tan importante a la que Alejandro debía acudir.
Cuando Alejandro llegó al lugar acordado, don José, el párroco, ya estaba preparado. No habían querido generar mucho alboroto, así que los únicos testigos serían él mismo y el cura.
Lola estaba preciosa y Ángel no dejaba de mirarla con los ojos llenos de ilusión. Se lo merecía, era un buen hombre al que Carvajal había hecho mucho daño. Nunca pudo probarlo, pero estaba seguro de que el capitán se había encaprichado de su esposa y de que estaba involucrado en su muerte.
–Lo siento –se disculpó colocándose a un lado del novio.
–Comience, padre –dijo Ángel a don José, que procedió con la ceremonia.
Don José fue breve. Sabía que no tenía mucho tiempo para formalizar el acto. Una vez que los novios sellaron su compromiso con un beso en los labios, don José pidió a Alejandro que lo llevase hasta la iglesia.
Alejandro usó su carruaje. Irían más cómodos y reguardados del frío, que ya se hacía notar. Durante el camino el párroco le puso al día de las cosas que habían ocurrido en el pueblo y le comentó que su futuro suegro, o el que ya lo era, se había pasado varias veces por el cuartel para hablar con Carvajal.
Alejandro sabía que el padre de su prometida estaba sufriendo, pero todavía no podía revelar que la había hallado. Lo último que deseaba era que Carvajal la amenazase a ella también. Llegaron a la iglesia y don José se despidió de su acompañante, quien decidió darse una vuelta por el pueblo, solitario y tranquilo a esas horas.
Mandó al cochero a casa. No tenía que esperarle, regresaría andando y tomando el aire. Necesitaba apagar el fuego que Carmen había encendido en él y que todavía crepitaba con fuerza. Distraído no vio cómo su compañero bajaba del caballo y avanzaba directo en busca del capitán.
El cabo Rogelio no esperó a que le dieran permiso para molestar a esas horas de la noche a su superior. Entró como un huracán y le contó a Carvajal todo lo que había presenciado y escuchado. Carvajal se relamió. Habían averiguado la identidad de uno de los bandoleros. ¡Y era uno de los suyos! ¿Cómo no lo había visto antes? Porque Alejandro tenía sangre noble en sus venas y no tenía ningún motivo para mezclarse con esa gente sin escrúpulos, por eso no lo había visto venir. ¡Ni se lo había imaginado!
Bajó las escaleras con una asombrosa agilidad, teniendo en cuenta su envergadura. Seguido por su cabo, se dirigió con enfado hacia el preso.
–Dinos dónde está el campamento.
–¿Qué obtendré a cambio? –preguntó impasible Andrés.
–La libertad.
–Trato hecho.