Capítulo 17
El Caballero la estaba esperando cuando llegó de asearse en el río y de hacer sus necesidades. El pelo le picaba y se metió las manos en los bolsillos del gastado pantalón oscuro para evitar rascarse y que el pañuelo pudiera caer y delatarla.
–Nos vamos, Carmelo. María te necesita –dijo con seriedad–. Lola, tú también te vienes, tendrás que echar una mano.
–Señor –interrumpió Ángel–, ¿será seguro?
–Nadie va a ponerle una mano encima estando en mi casa, Ángel –contestó.
Este asintió con la cabeza. Fue a buscar una montura para Lola y todos se dispusieron a dejar el campamento. Las dos mujeres siguieron al Caballero y a Ángel describiendo los acostumbrados círculos para confundir las huellas.
Alejandro se quedó en el campamento. Iba a asearse y a ponerse sus ropas de guardia civil. Tendría que ir al cuartel y decir que no había dado con su prometida. Tendría que hablar con Carvajal en privado y hacerle entender que estaba seguro de que a su futura esposa le había ocurrido algo horrible, pero que no debían comunicar nada a su padre hasta no tener un cuerpo que mostrarle, vivo o muerto.
Así dispondría de tiempo para dedicarse a tentarla y hacerla arrepentirse de todo lo que le había hecho pasar, como Carmen y como Carmelo. ¡Menuda mujer! Se había reído de todos ellos y la única que había visto más allá de las ropas y la suciedad había sido María. Tampoco era que le sorprendiera porque, desde que la vio por primera vez, supo que era una mujer excepcional como pocas y no se había equivocado.
–Andrés, te dejo al mando. Id al pueblo a echar un vistazo. Quiero saber qué ha pasado estos días y que comprobéis que todos están bien, sobre todo don José. Y en cuanto al hijo del herrero, a ver si te enteras de la razón que lo llevó a unirse a Carvajal.
–Está bien, señor –contestó sin más.
Alejandro espoleó su montura y se alejó del campamento a toda prisa. Necesitaba no despertar sospechas y, sin duda, los días que no había aparecido harían a Carvajal desconfiar. Solo le quedaba la esperanza de que le creyese un novio tan desesperado por hallar a su prometida que no había cejado en su búsqueda.
Se detuvo al escuchar a varios hombres hablar, justo cuando estaba a punto de abandonar la protección que le brindaba la espesura del bosque. Se acercó con cautela y comprobó que eran Luis y Antonio, dos de sus compañeros. ¿Qué estarían haciendo allí?
Tenía que pensar algo rápido y alejarlos. Estaban peligrosamente cerca del asentamiento y eso le ponía nervioso.
Se bajó del caballo y se ensució el uniforme impoluto con barro para que diese la sensación de que llevaba varios días perdido en la montaña tratando de encontrar a su prometida; sus compañeros le servirían de coartada. Cogió el barro sobrante de sus manos y se colocó un poco por el rostro y los brazos, debía parecer que realmente no había aparecido ni por el cuartel ni por su casa ni para cambiarse.
–¿Quién anda ahí? –gritaron los dos hombres al unísono.
–Soy yo, vuestro sargento –dijo con voz apagada.
–Sargento –contestaron sincronizados y cuadrándose.
–¿Qué hacéis por aquí?
–Buscamos a… a su prometida –dijo uno mirando de soslayo al otro.
Alejandro se dio cuenta de que mentían, pero no tenía tiempo que perder.
–Perdéis el tiempo, he rastreado cada palmo de tierra, no está aquí. Id hacia el norte, es la única zona en la que no he mirado –les dijo enviándolos lejos del camino–. Voy al cuartel a informar a nuestro capitán.
–Señor, ¿creéis que…? –Luis no se atrevió a terminar la pregunta, pero Alejandro supo lo que quería decir.
–Me temo que sí, Luis, voy a hablar con nuestro capitán. Al padre no le quitaremos las esperanzas hasta que aparezca…
–Señor, sí señor –saludaron antes de montarse en sus caballos y alejarse en la dirección que les había indicado.
Sin más demora se dirigió a la casa cuartel, su hogar, o el que podría haber sido su hogar de haber sido su capitán un hombre honesto y decente en lugar del causante del malestar de la gente a la que se suponía que tenían que proteger.
Su relación con el capitán no era muy buena, ya que él nunca había caído en sus redes. No se había dejado convencer y hacía su trabajo lo mejor que le dejaban, de ahí su necesidad de formar parte de algo bueno, como una banda de forajidos que tenían más honor que los que manejaban la ley.
Al llegar fue directo al despacho de Carvajal, esa misma biblioteca que Lola llamaba guarida y en la que había abusado de ella sin remordimientos. De camino se cruzó con la mujer del capitán en silla de ruedas, callada y con la mirada perdida, más en otro mundo que en este en que vivía. Quizás era lo mejor, pues vivir al lado de Francisco Carvajal no tenía que ser agradable.
–¿La han encontrado? –murmuró.
Le sorprendió, pues era la primera vez que la escuchaba decir algo.
–¿A quién, doña Catalina?
–A mi querida Lola. Ya no me hace compañía, le ha hecho algo, ¿verdad? Estoy segura de que le ha hecho cualquier cosa…
Alejandro iba a decir algo, pero la mujer de nuevo fue arrastrada a sus tinieblas y perdió su mirada en una espesa bruma que la alejaba de la realidad. Decidió que lo mejor era dejarla sola y se dirigió a su destino. Ya estaba al lado del despacho cuando escuchó voces.
–¡Yo soy la ley! –gritaba furioso su capitán.
–No, usted trabaja para nosotros, para mí. Por eso está ahí y yo aquí. Así que remueva cielo y tierra para dar con mi hija y deje de malgastar el dinero extra que le doy en tratar de hallar a esa puta barata a la que se follaba a costa mía. Mi hija tiene más valor que ella y la necesito. Tiene que casarse.
–No malgasto su dinero en…
–¡No me mienta, tal vez usted cree que soy estúpido, pero se equivoca, soy perfectamente consciente de en qué está invirtiendo mi dinero!
Alejandro se quedó de piedra, no esperaba que el padre de su prometida fuese un hombre con tales ideales. ¿Es que él era el único al que no le importaba el abolengo? Para toda la nobleza parecía ser crucial ser de pura raza, cuando nadie podía elegir dónde nacer… Solo era una cuestión de suerte. Debían sentirse agradecidos y tener consideración con los menos afortunados, pero, al parecer, nadie pensaba así.
Alejandro esperó a que las voces se convirtieran en murmullos y, entonces, llamó a la puerta.
–¡Adelante! –gritó su superior.
–Señor…
–¿Dónde diablos te habías metido, sargento? –vociferó al verlo entrar.
–Señor, he estado rastreando cada palmo de terreno de las montañas, cada cueva, cada hueco en la tierra, cada huella…
–¿Y… ? –preguntó su futuro suegro con los ojos húmedos.
–No he encontrado nada, señor.
El alivio que se dibujó en el rostro del padre de su prometida le pellizcó el corazón. ¿Debía decirle que estaba con vida y que iba a darle una lección? ¿Pero cómo hacerlo sin desvelar que era uno de los bandoleros más buscados por sus compañeros?
–Bueno, eso significa que todavía hay esperanzas –sonrió Carvajal, sin duda pensando en que ahora el noble soltaría más reales para su propio bolsillo.
–No quiero dejar de creer que estará a salvo, pero hace ya varios días y cada día que pasa…
–Hay menos posibilidades de que esté con vida… ¿no es eso? –repuso el padre.
Alejandro no fue capaz de decir nada, así que asintió con la cabeza para que supiera que eso era lo que pensaba.
Todos se quedaron en silencio, nadie quería decir nada al respecto. Alejandro se sentía mal en tal situación: no le gustaba ver sufrir a un padre cuando él sabía que su hija estaba a salvo, aunque no tenía claro que no fuera a estrangularla con sus propias manos cuando todo saliera a la luz. Se había comportado como una muchacha malcriada y él le daría una lección.
Sin poder evitarlo, se acercó a su futuro padre político y le miró a los ojos.
–La encontraré sana y salva, señor, lo prometo.
–Y nuestro sargento nunca rompe una promesa, ¿verdad?
–Cierto. Si no les importa, voy a asearme y a comer algo decente.
–Sí, te lo has ganado –sonrió Carvajal.
Alejandro salió del despacho con una sensación horrible en su pecho. No le gustaba Carvajal, nunca le había gustado, pero ahora menos que nunca. No sabía de lo que sería capaz para encontrar a Lola ni el daño que era capaz de infligir a los aldeanos.
Salió de la habitación y se dirigió a su casa. Necesitaba quitarse el barro que se había puesto encima y vestirse con otras ropas. Quería pasear por el pueblo para saber qué se contaba. La gente no hablaba con él, porque lo consideraban uno de los hombres del capitán, pero lo prefería, así su tapadera quedaba a salvo.
Al llegar a casa se sintió solo. Acostumbrado a estar con todos en el campamento, la casa que había comprado para residir junto a su futura esposa le parecía vacía. No estaba demasiado lejos de La Andaluza, por lo que su esposa podría ver a María con frecuencia. Parecía que se habían hecho amigas de inmediato y eso le alegraba.
La gran casa de color blanco y techos oscuros se le hacía demasiado grande. Esperaba que alguna vez estuviese llena de pisadas de niños y risas que rompieran la quietud. Aún no le había puesto nombre porque había pensado que tal vez a Carmen le gustase hacerlo, pues de alguna manera era un regalo para ella.
Al entrar por la gran verja de barrotes altos y negros que terminaban en bucles, se abría un camino de piedras redondeadas. A la derecha estaban los establos de piedra gris y el campo de doma, una de sus pasiones. No podía explicar lo que sentía al domar a un animal. No era por el hecho de demostrarle que él era superior, no era eso. Era por la sensación de llegar a entenderse con el animal, de alcanzar una conexión profunda que hacía al animal confiar en él. Eso era lo que amaba de la doma.
Había un gran jardín plagado de flores de todos los colores antes de llegar a la casa, y los altos pinos la bordeaban para darle intimidad. Detrás había un pequeño jardín independiente para el cultivo de plantas medicinales y aromáticas.
De momento, en la casa solo vivían la encargada de la cocina, una criada y el mayordomo, no necesitaba más.
–Bienvenido, señor, llevábamos varios días sin verlo.
–Sí, he estado ocupado buscando a mi prometida.
–¿Todavía no ha aparecido?
–No, Jesús, todavía no… –los dos hombres se quedaron en silencio.
–¿Y Lola? –preguntó el sirviente al cabo de unos segundos.
–¿Qué sabes de Lola?
–Poco. Al parecer el capitán hizo un trato con su padre: a cambio de librarse de la cárcel le enviaría a Lola para que hiciera compañía a su esposa, doña Catalina.
–Sí, la he visto hoy. Parece perdida en otro mundo…
El silencio se hizo espeso entre ambos y Alejandro supo que su empleado sabía algo más que no le contaba, lo que despertó su curiosidad. Estaba seguro de que, si le preguntaba, el hombre no tendría más remedio que decirle la verdad.
–¿Qué sucede, Jesús? ¿Hay algo que yo no sepa?
–Nada, es solo que…
–¿Qué…? –le animó a continuar.
–Son solo rumores, señor.
–Dime qué dicen esos rumores, sabes que puedes confiar en mí.
–Lo sé, en quien no confío, con todos mis respetos, es en Carvajal.
Alejandro se llevó los dedos al puente de la nariz y lo pellizcó. Se sentía muy cansado, pero era cierto, Carvajal había abusado tanto de su poder que nadie lo quería en el pueblo. Se había ganado, no el respeto, sino el miedo de todos los habitantes a base de presionarlos hasta el límite. Y que eso sucediera era peligroso para los que ostentaban el poder.
–Habla con confianza, Jesús.
–Se rumorea que la señora Catalina no está tan enferma como aparenta.
–¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
–Algunos criados que la sirven comentan que empezó a fingir su decadencia harta de los abusos del capitán. Al parecer le gusta realizar prácticas poco ortodoxas…
–Entiendo… –murmuró pensativo–. Voy a ir a asearme. No hace falta que me ayudes, quiero estar solo, necesito pensar.
–Como quiera, señor. Antes de que se me olvide, ha llegado esta carta de La Andaluza.
–¿Una carta? –sabía lo que era, pero le sorprendió la rapidez con la que la mujer de su amigo era capaz de organizar una fiesta que duraría, ni más ni menos, una semana.
–Gracias, Jesús –dijo mientras subía por las escaleras a quitarse el barro y el enojo de encima.