Capítulo 8

 

Carmen se despertó sintiéndose fresca y como nueva después de haberse deshecho la noche pasada de toda la suciedad que había acumulado durante los días de huida. Sentir de nuevo su cabello sedoso y con olor a limpio la relajó y pudo dormir a pierna suelta. Le molestaba tener que taparlo de nuevo bajo el mugroso pañuelo, pero era la única manera de permanecer oculta, al menos hasta que se le ocurriese un plan mejor.

En el poblado de los bandoleros tenía la seguridad de encontrarse a salvo de su padre, que sin duda la estaría buscando furioso, pero si no habían dado con aquel sitio antes, no tenían por qué encontrarlo ahora.

Además contaba con la ventaja de que estaban buscando a una mujer joven y ella, ahora, era un hombre. Había tomado precauciones para pasar inadvertida ante los curiosos ojos que se posaran en ella.

 

 

Amanecía en el campamento. Los hombres que habían dormido la pasada noche bajo las estrellas ahora alimentaban el fuego para preparar la primera comida del día. Lola, de camino al río, observó a un par de hombres altos y fuertes que hablaban junto a sus monturas; parecían discutir. Estaba claro que no se ponían de acuerdo en algo, pues las miradas que se dedicaban, cargadas de odio, eran palpables.

Cuando Lola pasó a su lado supo con certeza quién era la causante de la disputa. La mirada airada que Andrés le dedicó fue más que suficiente para darse cuenta de que el motivo era ella. Se alejó después de saludar levemente con la cabeza y vio de reojo que Ángel se subía con agilidad a su montura y se marchaba a galope.

Esa actitud violenta del hombre que le había salvado la vida la dejó aturdida, aunque se dijo que debía de ser tan ruda como eran el resto de los hombres, que ni siquiera se habían percatado del tono de esa charla que a ella sin embargo le había afectado considerablemente. Su corazón latía a la misma velocidad con la que se había alejado Ángel.

Se dio la vuelta. De repente ir sola al río no le parecía algo… seguro. No podía quitarse de encima la sensación de que Andrés la observaba de una forma… espeluznante.

Al acercarse al fuego se topó con el jovenzuelo que había llegado poco después que ella. Gracias a él había dejado de ser la «nueva».

–Buenos días, mozo, me llamo Lola –se presentó al llegar a su lado.

–Buenos días, Lola, me llamo Carmelo –contestó y sonrió a su vez.

Enseguida se dio cuenta de lo afeminado que debía de parecer al lado de aquellos hombres y sintió que no iba a ser capaz de mantener el disfraz por mucho tiempo.

–¿Qué tal la primera noche? –preguntó Lola.

Cuando iba a contestar, María salió de la cueva llevando un bonito y sencillo vestido de color verde oscuro que realzaba la belleza de sus ojos.

Carmen la miró sin pestañear. Era una mujer realmente hermosa, no por sus rasgos sino por la fuerza y seguridad que irradiaba. Pensó que solo se la podía comparar con una pantera negra, de felinos ojos verdes. Tenía suerte de tener a alguien como Álvaro junto a ella, pero no podía pensar en ese tipo de cosas porque ahora era un hombre y debía mantener ese papel, quizás por un tiempo indefinido o hasta que su padre diera con ella y la obligase a casarse con su prometido.

–Buenos días Lola y Carmelo –dijo sonriente.

–Buenos días, señora –contestaron al unísono.

–¿Habéis dormido bien?

–No tengo queja, mi señora –Lola fue la primera en contestar.

–Ni yo, ni yo –dijo enseguida Carmen.

–Me alegra oír que os adaptáis, puede que este sea el único sitio en el que podáis cobijaros.

Ambas asintieron, pues María tenía razón. Lola sabía que en cualquier otro sitio la hubiesen entregado de nuevo al salvaje de Carvajal y Carmen estaba segura de que, de ser otra gente, ahora estaría maniatada y redactando una nota de rescate para su padre.

–María –la llamó de repente su marido sobre el caballo–, sube. Tenemos asuntos que atender –murmuró al tiempo que la acomodaba entre sus fuertes piernas y la obligaba a apoyarse en su musculoso pecho.

Lola miró con fijeza a Álvaro. No llevaba la vestimenta de bandolero, sino sus ropas de duque, cosa que le llamó poderosamente la atención.

–Lola, Alejandro traerá noticias.

La mujer asintió aliviada, se despidió y se dispuso a hacer labores, no porque la obligaran sino porque necesitaba tener la cabeza ocupada en otros menesteres que no fuese la imagen de su bonito cuello colgando de una gruesa soga.

–Carmelo –lo llamó María–, coge tu caballo y síguenos –ordenó.

–¿Pero qué demonios…? –replicó Álvaro, hasta que un beso de su mujer silenció sus labios–. No siempre puedes salirte con la tuya, gata –le susurró divertido.

–No, siempre no, pero cada vez que lo haga será una batalla ganada –sonrió pícara.

Carmen asintió un poco asustada mientras se encaminaba a por su animal. No sabía si agradecerle a María que la llevase con ella a sus tierras, pues le asustaba quedarse a solas con los bandoleros, o enfadarse con ella por exponerla a que su padre la encontrase. Pero era consciente de que en algún momento algo la delataría, una palabra, un gesto… Así que en realidad estaría más segura junto a María.

Montó y emprendieron la cabalgada a través del bosque. Se movían rápidamente y trazaban curvas extrañas que parecían no seguir un rumbo fijo, incluso un par de veces hicieron a los caballos avanzar en círculos pasando por los mismos sitios una y otra vez. Cuando su trasero empezaba a protestar por el cansancio de las horas que llevaba montando, se abrió ante ellos un camino de piedras que llevaba a una gran casa blanca de techos oscuros.

El camino terminaba en la entrada de la verja de la gran hacienda. Carmen levantó la vista y leyó sobre esta y labrado en metal oscuro con un diseño tan intrincado como hermoso: «La Andaluza». El camino de piedra terminaba en otro más civilizado, preparado para las diligencias que, sin duda, llegaban a la hacienda. El paseo estaba adornado por altos pinos que dejaban un agradable aroma y era inmensa, más incluso que la gran casa de su padre. Carmen nunca había visto una propiedad tan extensa. Podía ver la zona de doma de caballos, los lugares de pastoreo y terrenos cultivados hasta donde su vista podía alcanzar.

–Lo sé –interrumpió su escrutinio María–. La primera vez que la vi me sucedió lo mismo.

María no pudo evitar recordar el miedo con el que había llegado a esa casa que sería su mazmorra en vida y cuánto había cambiado su vida ahora.

–Es muy hermosa –susurró– y el nombre le queda perfecto.

–Gracias –intervino Álvaro–. El nombre es en honor a mi madre.

–Tuvo que ser una mujer admirable –comentó con timidez.

Álvaro escuchó el comentario y se sintió conmovido pues en verdad, a pesar de no haberla conocido, gracias a su padre tenía algunos recuerdos de ella. Había insistido en contarle todo sobre ella con ayuda del personal de la casa, que la tenía en alta estima, pues después de todo era una de los suyos.

–Sí, lo fue –sonrió Álvaro–. Debo encargarme de unos asuntos –informó a María mientras la dejaba con cuidado sobre el suelo.

–Está bien, amor, me ocuparé de Carmelo.

El comentario de su esposa no le agradó y lo dejó claro con la mirada de advertencia que le dedicó al muchacho. No entendía por qué su mujer se había encariñado con ese chico extraño que parecía encantarla mientras que a Alejandro le sacaba de quicio. Alejandro tenía razón, no parecía un chico pero tampoco llegaba a ser una mujer. Aun así había algo en él que despertaba… ternura. Quizá fuera su juventud o que parecía tan perdido como un día lo estuvo él mismo.

–Está bien, amor. ¡Y tú! –gritó a Carmen–: la advertencia de la otra noche sigue en pie.

–Sí, señor –contestó Carmen tratando de disimular la risa que le causaba que la viese como una amenaza. ¡Por todos los santos! ¡Era una mujer! Pero él no lo sabía y podía excusarlo, pues las atenciones de María hacia Carmelo habían despertado los celos del Caballero.

–Ven, Carmelo, acompáñame y no le hagas caso a mi querido esposo. A veces es más niño que tú –dijo guiñándole uno de sus verdes ojos.

Dejaron las monturas en el establo y se dirigieron hacia la casa hablando como viejas amigas. Carmen le contó cosas sobre su vida, sobre algunas de sus amigas y la suerte que habían tenido al ser emparejadas con hombres de más o menos su misma edad. No dejaba de lamentar su futuro, ese en el que estaba prometida con un desconocido que además era un anciano de prominente barriga, gran papada y barba desaliñada que ella se vería obligada a cuidar. También le contó a María cómo eran las verrugas que sin duda poblaban su rostro arrugado por los años, los mismos que le impedirían ser madre, porque estaba segura de que no sería capaz de concebir hijos casada con un hombre de edad tan avanzada y que abusaría del alcohol y los puros.

María no podía dejar de reírse ante las ocurrencias de su nueva amiga, que contaba con una imaginación tan extravagante como su plan para huir de su compromiso. Se divertía de lo lindo escuchando cómo la joven hablaba de su prometido, al que ella conocía tan bien y que, desde luego, no tenía nada que ver con la imagen que Carmen se había hecho en la cabeza de él.

Y aunque María tenía unas ganas tremendas de confesarle que ya conocía a su prometido y que no era como se imaginaba, prefirió no decir nada, pues tenía un plan en mente para unirlos de una forma más natural y sin presiones. Deseaba darle a Carmen la oportunidad de amar al hombre que sería su esposo, al igual que ella se había enamorado de Álvaro. Estaba segura de que sus intrigas surtirían efecto. Solo había un problema que María no sabía bien cómo abordar y era cómo convencer a Álvaro de que la ayudase a llevar a cabo su plan haciéndole entender que ese chiquillo no era un obstáculo ni un competidor, como su esposo estaba empezando a creer.

Además necesitaba averiguar otra cosa: qué le había sucedido a Alejandro, pues se había marchado molesto y con brusquedad, algo muy raro en él. Estaba segura de que tenía que ver con Carmelo, pero… ¿qué podía haber hecho para ofenderlo?

Esa cuestión sería la primera que trataría de resolver en cuanto su amado esposo se reuniese con ella en la intimidad de su habitación. De momento, lo primero que haría sería tomar un buen desayuno porque no había comido mucho desde el día anterior y se sentía desfallecer.