Capítulo 12

 

Carvajal sonreía solo de pensar lo que iba a disfrutar esa noche en el burdel. La dueña le había dicho que tenía una joven virgen reservada para él, con suerte sería la hija de ese bastardo que se pensaba superior solo por ser noble. Todavía resonaba en sus oídos lo que le había dicho con desdén: «Hará lo que le ordene, capitán, por algo pertenecemos a clases diferentes».

Si se topaba con su hija la iba a mancillar de todas las formas posibles. Después la amenazaría con contar todo lo que le había obligado a hacer con su descaro y se la entregaría a su padre. ¡Sí, eso era justo lo que iba a hacer!

De repente, el carruaje se detuvo y el frenazo le molestó, sobre todo en la entrepierna, que ya estaba dispuesta para el festín que imaginaba.

–¡Qué demonios...! –gritó al tiempo que abría la puerta del coche para reprender al cochero por parar de esa forma. Entonces los vio.

–Buenas noches, capitán –se oyó decir a la voz afilada de Montés rompiendo la quietud.

Carmen observaba la escena en silencio. La voz de Montés sonó tan masculina y peligrosa que el miedo de nuevo se le coló por la piel y se acomodó dentro.

–¿Otra vez vosotros? Me aburrís sobremanera… ¿Por qué no le dices a tu jefe que deje de molestarme de una vez? Para vosotros la sierra, es toda vuestra.

–Me sorprende verlo… vivo. Las malas lenguas dicen que una pequeña mujer casi lo mata –dijo para herir su orgullo.

–¡La muy zorra lo pagará con su vida! Me pilló desprevenido…

–Si fuera listo, se olvidaría de ella o…

–¿O qué…? –le interrumpió altivo.

El cochero y otro chico que lo acompañaba permanecían en silencio y quietos. Alejandro reconoció al joven, era el hijo del herrero. Tendría que hablar con su padre para saber por qué un buen chico como ese se involucraba con la alimaña de su capitán.

–O te las verás con nosotros.

–¿Así que la zorra ha logrado convenceros de que la protejáis?

–Ahora es una de los nuestros. Si la insultas, nos insultas a todos.

Ángel asintió en conformidad con las palabras de su jefe. Montés sabía que la amenaza no lo detendría, pero al menos serviría de advertencia. Ahora quedaba en el aire cómo reaccionaría, si dejándolos en paz o buscándolos con más ahínco.

–Está bien, la dejaré en paz por el momento –dijo cuando vio que Montés se acercaba a él hasta no dejar apenas espacio entre ambos.

Carmen se percató de lo grande y peligroso que se le veía a Montés en la oscuridad y lo pequeño e insignificante que parecía el capitán a su lado. Estaba segura de que Montés era capaz de acabar con la vida de ese hombre con sus propias manos. No era rival para él y el capitán lo sabía, por eso trataba de controlar su temperamento y mantenía los puños cerrados con tanta fuerza que los antebrazos le temblaban.

–Si te acercas a ella, te mataré –dijo en voz baja, lo que hizo que la amenaza fuese más real.

–De todas formas no me interesa por el momento, estoy ocupado en otros asuntos. ¿Sabéis algo de la hija del conde de Aldaba? La muchacha se ha escapado, aunque no me extraña…

–¿Por qué no le extraña?

–Estaba prometida con el barón de Zahara.

–¿Acaso no es uno de sus hombres? –inquirió, aunque no para saber la respuesta porque ya la conocía.

–¿Quién querría estar casada con él? No vale nada, no es más que mi marioneta –dijo sonriendo y mostrando dos muelas picadas.

Alejandro contuvo las ganas de partirle el pescuezo en ese mismo momento pero, aunque se lo merecía, no podía hacerlo, no podía dejar ver que le molestaba que insultara a su sargento, que era él mismo.

–Nosotros no sabemos nada –dijo conteniendo a duras penas la rabia.

–Está bien, quedo advertido. ¿Me dejáis ahora continuar mi camino? Hay una joven esperando perder su virginidad conmigo –presumió.

Ángel no pudo contenerse más y se acercó raudo hasta el capitán. Lo alzó del suelo con una facilidad impresionante y lo golpeó con fuerza contra el armazón del carruaje. Carmen temió que lo matase frente a ella y sintió que se le revolvía el estómago.

–No, no irás al burdel, irás de vuelta a tu casa y no te moverás de allí.

De repente, un ruido sordo seguido de un grito ahogado los puso a todos en alerta. Un disparo. Nadie sabía de dónde procedía hasta que Alejandro descubrió la mirada asustada del joven. Levantó la mano y dio la orden de alejarse de allí antes de que la cosa se pusiera peor. De momento no había heridos y no deseaba que los hubiera.

A toda prisa montaron en sus animales y se dispersaron. Cuando Alejandro iba a desaparecer vio inmóvil al joven Carmelo. Se acercó a él molesto porque permanecía quieto y con los ojos agrandados por el miedo.

–¡Vamos! Tenemos que largarnos antes de que el disparo atraiga a más guardias civiles.

–Yo… –trató de decir Carmen, que aún no salía de su asombro–. Yo… no puedo –consiguió balbucear al tiempo que separaba la mano de las piernas y mostraba la palma llena de sangre.

Alejandro sintió que se moría de miedo, algo que nunca antes le había pasado. ¡Pero maldita sea! ¡Se sentía protector con el mocoso!

–¿Qué cojones…? ¿Te han dado?

–Eso creo.

–¿Dónde?

–En la pierna.

Alejandro no tenía tiempo que perder, sabía que el capitán ya estaría tratando de cazar a alguno de los suyos, así que con un movimiento raudo agarró al joven por la cintura y lo colocó delante de él antes de azuzar a su caballo y empezar un rápido galope.

Alejandro cabalgaba como alma que lleva el diablo. Sentía cómo sus propios pantalones se empapaban con la sangre de ese chiquillo que provocaba aquel extraño impacto en él. Ángel se colocó detrás enseguida, sabía que algo andaba mal.

–¡Ve a avisar al Caballero! ¡Le han dado! –gritó al viento.

Ángel no dijo nada. Hizo cambiar a su caballo de dirección y galopó hacia La Andaluza, donde descansaba su jefe.

–¡Arre! –azuzó al animal, que parecía conocer el camino a la perfección.

Carmen se agarró por instinto a la cintura de Montés y dejó que su rostro descansara en el hueco del cuello del hombre que la llevaba en brazos. Estaba temblando, nunca antes la habían disparado y no sabía cómo sería la herida, que le dolía de verdad. Era un dolor que nunca antes había sentido.

No dejaba de pensar en que tal vez muriese sin conocer el amor verdadero, ese del que disfrutaba María con su Caballero. Ella deseaba eso para sí. Le daba igual que su padre se enfadara, si lograba salir con vida celebraría la fiesta y trataría de hallar el amor verdadero. No se conformaría con menos, la vida era demasiado imprevisible como para desperdiciarla junto al hombre equivocado.

Alejandro suavizó la marcha cuando creyó que estaban a salvo, pues esa parte del río era poco frecuentada. Ansioso, bajó del caballo y después tomó al chico entre sus brazos.

¡Apenas pesaba más que una pluma! Corrió con él hacia la orilla y lo sentó en una piedra plana. Se sacó de la bota la navaja y con ella cortó la tela del pantalón y la desgarró hasta el muslo. Carmen se sintió mal, desnuda, pero no podía mostrarse melindrosa pues Montés podría sospechar más de lo que ya lo hacía. Al mirar hacia abajo y ver la piel oscura y sangrante, tuvo que obligarse a retener una arcada que sacudió su cuerpo con fuerza.

Alejandro se quitó la chaqueta y después la camisa, quedando su pecho bañado por la suave luz de la luna. Se acercó hasta la orilla y humedeció la camisa para limpiar la herida.

Cuando hubo eliminado la sangre, analizó la gravedad de la herida tocando el muslo. Sus manos se posaron en la suave y tierna piel desnuda del chico y su polla se endureció al instante. No era capaz de comprender qué tenía ese chiquillo sin carne y sin coraje para que su cuerpo reaccionara de esa manera cada vez que estaban a solas, pero no podía negar que sentía algo por él.

Carmen cerró los ojos olvidándose instantáneamente del dolor al sentir sobre su piel las manos de Montés palpando con cuidado la carne para averiguar la gravedad de la herida. Ahora no era capaz de sentir el dolor ni el miedo, solo pensaba en que ese hombre apuesto y con el fuerte pecho desnudo la estaba tocando.

Ahogó el gemido que trató de huir de su pecho al notar cómo sus dedos le rozaban el interior del muslo. Alejandro alzó los ojos y se encontró con los del joven, de un color tan intenso que por la noche parecían casi negros, pero que estaba seguro de que eran azules. No pudo evitar sentirse atraído por la expresión de su rostro, con los labios entreabiertos y las mejillas sonrosadas, sin duda por el roce de su mano en la pierna.

Sin saber por qué, volvió a palpar la pierna con las manos e intencionadamente rozó la cara interna del muslo de nuevo, subiendo unos centímetros… Carmen jadeó y Alejandro, sin poder controlarse por más tiempo, la besó.

Fue un beso salvaje y primitivo que hizo que el gato montés rugiese de placer al notar el dulce sabor que la boca de ese joven cohibido le entregaba. Estaba seguro de que era la primera vez que besaba a alguien y la lengua tímida y jugosa rozó la suya sin ser consciente. El leve toque hizo que Alejandro sintiera que se iba a consumir en el fuego que ese chico encendía en él. «Un chico, es solo un chico y yo estoy besándolo», pensó con miedo.

El beso acabó con un Montés furioso por no poder comprender lo que sentía y con una Carmen que jadeaba de deseo. ¡La había besado! Y había sido el beso más maravilloso del mundo, pero ¿eso significaba que a Montés le gustaban los hombres?

Alejandro pensó que iba a volverse loco, sus pensamientos gritaban en su mente confundiéndolo aún más. Luchaba contra sí mismo apretando los dientes para no darse la vuelta, coger al escuálido chico y hacerle el amor de forma apasionada. Necesitaba apagar el fuego que había encendido en él.

–¡Aquí estáis! –dijo una voz de hombre apartando a ambos de sus pensamientos.

–¿Caballero? –preguntó.

–¿Qué ha pasado? ¿Carme…lo estás bien?

–Creo que sí –murmuró confusa.

–Solo le ha rozado la piel, le quedará una cicatriz de la que hablar. A ver si eso le hace más hombre –farfulló subiendo al caballo y largándose sin decir adiós.

–¿Qué demonios le pasa? –dijo Álvaro más para sí que para obtener una respuesta.

–No lo sé, me odia desde que me encontró –contestó Carmen con el sabor de ese hombre todavía fresco en su boca.

–¿Y tu montura?

–Me trajo él.

–Está bien, sube. Vamos al campamento a que te curen esa herida.

Carmen se subió a la montura sin rechistar y ambos emprendieron en silencio el regreso al campamento.

–Lola –llamó el Caballero a la joven–, cose la herida a Carmelo.

–¿Te han dado?

–No es nada –dijo Carmen mientras se acercaba a ella cojeando.

Carmen trataba de andar todo lo deprisa que podía, pero el dolor era cada vez más agudo. De repente, una mujer airada salió de una de las cuevas que usaban como hogar abrochándose apresuradamente los lazos que cerraban el escote de su blusa. Estaba furiosa.

Tras ella apareció Montés, impotente.

La mujer parecía llorar, pero se alejó tan aprisa que Carmen no pudo corroborarlo. Se sintió tan mal al intuir lo que había pasado que no quiso prestar atención. No debía sentirse así, como… traicionada. Montés era un hombre libre y lo que había ocurrido hacía unos momentos en el bosque… bueno para eso no tenía ninguna explicación convincente.

Alejandro se abrochó el cinturón de los pantalones con frustración. Nunca le había pasado nada parecido hasta… hasta que ese maldito mocoso apareció envuelto en la oscuridad de la noche.

El Caballero observaba la escena sin entender qué demonios sucedía. Cuando la mujer pasó por su lado pudo escuchar que murmuraba algo así como «no soy la que busca…».

Carmen escuchó las palabras con claridad y le hicieron preguntarse a quién se suponía que buscaba. Cuando cruzó su mirada con la de Montés sintió un escalofrío recorrerle la espalda al comprobar que el odio que sentía por ella había crecido, sin duda gracias al extraño beso que se dieron en el bosque.

–Ve con Lola, te coserá la herida. Mientras yo me encargaré… de lo que sea que esté pasando con mi segundo.

Carmen caminó tan deprisa como pudo tras Lola, que apenas decía nada, y se perdió en sus pensamientos. Comenzaba a hartarse de las miradas de odio mal disimuladas que le dedicaba Montés. Era un hombre descortés y maleducado, eso es lo que era, y se estaba empezando a cansar de sus desplantes, sin embargo el beso seguía latiendo en sus labios y durante el paseo hasta la orilla del río, donde Lola le cosería la herida, no pudo dejar de pensar en él.