Capítulo 15
Carmen tuvo cuidado de no ser descubierta. Lo siguió a una distancia prudencial hasta que tuvo que detenerse. Se había lanzado al río de cabeza sin dudarlo un instante; había llegado a la orilla y se había metido de lleno en el agua helada.
Después de unos segundos eternos, Carmen empezó a sentirse incómoda, asustada. Tardaba demasiado en salir. Los pensamientos iban y venían solos. El que cobró más fuerza fue el de que se podía haber dado con una piedra del fondo en la cabeza, estar inconsciente y tragando litros de agua.
No podía seguir ahí parada, pero… ¿qué hacer? Si se presentaba como Carmelo tendría un serio problema, pues le había ordenado permanecer en la cueva, sin moverse, esperándolo. Haría lo que tenía que hacer. Se deshizo de las ropas y del pañuelo, lo salvaría como mujer, como Carmen.
No se detuvo a pensarlo más. Escondió sus ropas masculinas y el pañuelo y se dirigió al río tan solo con su escasa ropa interior puesta; no era momento para avergonzarse, Montés podía estar pasando a mejor vida mientras dudaba.
Corrió tanto como sus piernas temblorosas se lo permitieron. Llegó al lugar desde donde le había visto lanzarse al río y miró hacia las aguas turbias y oscuras. No conseguía ver nada, absolutamente nada.
Sin pensarlo más, saltó al agua y comenzó a zambullirse buscando a Montés. Sumergía sus largos brazos y palpaba con cuidado el agua por si tenía la suerte de tocarlo. Cada segundo que pasaba y no era capaz de hallarlo, se sentía más y más preocupada. Siguió tratando de encontrarlo sintiendo tal impotencia que en realidad no prestaba atención a lo que hacía ni hacia dónde se dirigía, tan solo tanteaba el lecho del río con los brazos y la piernas, pero no era capaz de dar con él.
Caminó siguiendo la dirección de la corriente. Si se había quedado inconsciente, su cuerpo, al no oponer resistencia, se habría dejado llevar por el flujo del agua. Mientras caminaba tratando de abarcar todo el terreno posible pensaba en que, que ella supiera, no había manera de salvar a alguien que había tragado mucha agua.
Asustada por esa posibilidad, no advirtió que de repente podía ver con más claridad. En su deambular por el río había dejado atrás la zona más boscosa y se encontraba en una pequeña poza que formaba un lago de forma natural. En ese claro apenas había árboles que ocultasen la luz de la luna.
Miró hacia arriba y se quedó prendada del cielo lleno de estrellas que parpadeaban, sin duda, lanzando guiños a la luna, que lucía redonda y brillante. Era tan grande que tuvo la sensación de que si se ponía de puntillas podría alcanzarla con las manos.
Carmen no recordaba haber visto jamás una luna tan redonda, grande y amarilla. No era plateada, sino que tenía un color amarillo pálido, como el de la vainilla.
Se quedó sin respiración sumergida en la belleza que la rodeaba, hasta que algo la tocó. Dejó escapar un largo grito, pero una mano acarició su boca para acallarla y un segundo después se encontraba girándose en el agua.
–Chiss –le murmuró alguien al oído–. No voy a hacerte daño. No grites, por favor.
Carmen asintió con la cabeza y aquella mano desapareció de su boca para descansar sobre sus hombros. Alzó la mirada y se encontró con el rostro de Montés salpicado de gotas brillantes. Suspiró aliviada, estaba bien.
–Gracias a Dios –dijo sin pensar, presa de un gran alivio–. Pensé que te habías ahogado.
–¿Por qué pensaste eso?
–Te vi sumergirte en el agua oscura, pero no volviste a salir a la superficie.
–¿Y fuiste a rescatarme?
–Eso parece –contestó levantando los hombros.
Carmen se quedó en silencio. Estaban hablando con naturalidad. Alejandro no la miraba con desdén ni le hablaba de forma brusca, además estaba sonriendo, complacido. ¿Qué había de diferente de repente entre ellos?
Entonces lo supo: no era Carmelo, esa era la diferencia.
–¿Qué hace una mujer hermosa y sola sin más protección que la oscuridad?
¿Montés le decía que era hermosa? No sabía qué pensar ni qué decir. ¿Qué se le contesta a un hombre así cuando te dice que le pareces hermosa?
La miraba con intensidad. Sus ojos destellaban peligrosos y su torso desnudo y húmedo era una trampa mortal a la que no estaba segura si podía o quería resistirse… Trataba de pensar a toda velocidad, reaccionar para no parecer una mujer insulsa y tonta, pero no era capaz de hallar esa conexión que unía su cabeza con su garganta para poder articular sonidos y darles coherencia. Entonces, recordó la maldición que suponía el color de sus ojos y bajó la mirada.
–Siento si te he incomodado –le dijo él–. La otra noche te vi. ¿Eras tú, verdad?
¿La otra noche la había visto? ¿Cuándo? ¿Cómo? Carmen seguía sin contestar, concentrada en él, en su pecho firme, en esos brazos fuertes a los que deseaba arrojarse con descaro para obligarlos a estrecharla contra él, en esa boca de labios gruesos y picantes que ya había saboreado…
Alejandro estaba confuso, esa mujer era tan misteriosa… ¿Qué estaría pensado?
–Te vi en el río –dijo sin más.
Carmen pensó que era muy caballeroso de su parte obviar el detalle más que probable de que la había visto desnuda, porque así fue como se metió en el río. Así que imaginaba que le habría echado un buen vistazo en todo su esplendor y al pensarlo la cara comenzó a arderle.
–No era mi intención, tan solo te encontré allí…
–Sí, supongo que fue mi culpa… –susurró avergonzada hasta lo más profundo de sí–. Ahora que sé que estás bien, he de irme.
–No te vayas todavía, por favor. Dime quién eres.
–Eso no tiene importancia.
–Para mí es muy importante.
–¿Por qué? No me conoces, no sabes nada de mí.
El silencio se acomodó entre ellos. Tan solo se hablaban con sus miradas. El deseo en los ojos de ambos era evidente y Carmen temió dejarse tentar por él y caer en sus brazos. El problema residía en que era un bandolero y una relación entre ellos nunca podría tener lugar. Su padre podría perdonarla por casarse con otro siempre que fuese de pura raza, ¿pero con un bandolero? Nunca se lo perdonaría.
–Es cierto, no sé nada de ti, pero desde que te vi la otra noche no he podido dejar de pensar en ti.
Carmen se sorprendió. Acababa de confesarle hacía unas horas que le había gustado su beso, ¿y ahora le decía que no había podido dejar de pensar en ella? Confusa, le miró a los ojos, unos ojos que parecían suplicar que no se fuese, rogar por pasar un momento más con ella.
Alejandro estaba tenso, expectante, esperando la decisión de la mujer. No iba a obligarla, tan solo deseaba estar un momento con ella a solas. No quería perderla de nuevo sin saber algo sobre ella. Y de nuevo se sintió un hombre, excitado con la sola visión de una mujer como cuando tenía veinte años.
Era preciosa, la mujer más hermosa que había contemplado nunca. Verla cubierta tan solo por la ropa interior húmeda que se le pegaba al cuerpo hacía hervir su sangre, casi podía sentirla burbujear en sus venas. ¿Sabía esa mujer lo atractiva que era y cómo se fundía la delicada tela con cada una de sus perfectas curvas?
Su estrecha cintura daba paso a unas curvas generosas que enmarcaban sus caderas. Sus piernas largas y esbeltas estaban a la vista por completo… No podía dejar de pensar en qué se sentiría al arrancarle la escasa ropa que la cubría, sostener sus pechos llenos entre sus manos y acariciarlos con su lengua. ¡Los pantalones iban a estallar si seguía así!
Ella movió la cabeza, y ese gesto inocente hizo que su miembro palpitara. Su maraña de pelo, del color de la espesa miel, cayó sobre sus hombros y dejó algunos mechones sobre su rostro, cerca de la boca, esa boca de labios sonrosados que parecían tan suaves como la seda.
Aunque luchó con todas sus fuerzas, no pudo contenerse más y le retiró las guedejas de cabello húmedo del rostro. Al llegar a la que jugaba entre sus labios, la alejó para sustituirla por sus dedos. Acarició los labios casi con reverencia, como si no creyese que fueran reales. Cerró los ojos para ocultar a los de ella todo el placer que ese leve contacto le proporcionaba. No podía dejar de imaginar su boca junto a la de ella, haciéndola suya, reclamándola para sí, ni de pensar en besar después su cuello, sus pechos, su estómago, hasta llegar a su sexo.
Un gruñido profundo rugió en su pecho y se obligó a dejar esas fantasías, pues si no lo hacía iba a tomarla allí mismo, en esa pequeña poza de aguas claras. Era una diosa casi desnuda adornada por el brillo de la luna.
Carmen no sabía qué hacer, no era capaz de reaccionar. No entendía qué le sucedía. Siempre había sido decidida y había estado siempre dispuesta a todo, incluso a irse a la aventura con tal de no aceptar un matrimonio que no deseaba… Lista para todo menos para esto. ¿Cómo despegaría sus pies del lecho del río si estaba anclada a él?
Supo que era incapaz de hacer que su cerebro enviase las órdenes pertinentes al resto de su cuerpo cuando se encontró acariciando el rostro del hombre antes de bajar hasta su pecho fuerte y húmedo.
Alejandro abrió los ojos sorprendido y ella observó cómo esos ojos pardos se volvían negros, consumidos por el deseo. ¿Eso era la pasión? No estaba segura, pero su tortura continuó cuando sus dedos jugaron con el vello oscuro del hombre. Era un pequeño nido de suaves rizos y enredó sus dedos en él para después deleitarse dibujando cada músculo del abdomen. Nunca antes había tocado el cuerpo de un hombre y se sorprendió al ver que era firme y duro.
No le importaban nada ni nadie en ese momento, tan solo era una desconocida que Montés nunca más volvería a ver. Nunca. La certeza de que nunca más se verían le hizo sentirse segura y se perdió en su propio deseo al ver cómo reaccionaba Montés ante sus roces.
Alejandro no quería engañarse pensando que ella estaba tomando la iniciativa, no iba a tener tan buena suerte. Sus movimientos no eran los de una mujer experta que sabe dónde y cómo acariciar a un hombre, eran más bien los de una joven inexperta y llena de curiosidad. Parecía una sirena que el agua había traído para él; un regalo de la noche.
Apretó los dientes al sentir que sus manos se paseaban por debajo de su ombligo y su sexo se tensó ante la posibilidad de que aquellas manos le regalasen una caricia. Estaba a punto de perder el control y sabía que no debía, pero esa mujer era la tentación en persona, creada para volverlo loco.
En ese momento supo que era perfecta para él, con ella a su lado no envidiaría más la suerte que había tenido su amigo Álvaro al conseguir que una mujer como María lo amase.
Pero no podía seguir adelante, era un hombre honorable y estaba prometido. No debía seguir allí disfrutando de esa mujer que en realidad no podría ser suya. Pero, por otro lado, aún no estaba casado, ni siquiera conocía a su futura esposa, lo que hacía que su compromiso todavía no fuera real.
Y… solo sería un beso. Un solo beso de esa diosa de las aguas.
Posó su fuerte mano sobre la suave piel femenina y la presionó con fuerza contra su pecho para que pudiese escuchar el atronador latido que allí sonaba. La mujer lo miró a los ojos y por primera vez, Montés, se dio cuenta de que había algo extraño en ellos, aunque no era capaz de saber qué era exactamente debido a la falta de luz.
La mujer le devolvía una mirada intensa, sorprendida y expectante, igual que la de él. Sus cuerpos se acercaron sin apenas darse cuenta, estaban muy cerca el uno del otro, tanto que Alejandro podía escuchar que el corazón de esa extraña latía al mismo ritmo frenético que el suyo. Notó los muslos llenos cerca de los suyos, su cadera cerca de la de él, el roce de su suave piel sobre la suya propia, curtida, y no pudo seguir resistiéndose.
Por la mañana se arrepentiría, pero ahora sería suya, al menos la probaría. Acercó su boca a la de ella y la besó. Carmen se sorprendió ante la cercanía y el calor que desprendían sus cuerpos a pesar de estar mojados, acariciados por la fresca brisa y apenas sin ropa. Aun así no sentía frío. Jadeó ante la sensación de poder saborearlo de nuevo y la lengua del hombre la atravesó para fulminarla como si de un rayo se tratara, cortándola por la mitad y electrizando su alma. Lo notaba dentro de ella. Sus cuerpos se rozaban intercambiado el calor que despertaba el uno en el otro. Una de sus manos le sostenía la nuca y la otra se había adueñado de su cintura y la apretaba contra él.
Solo podía escuchar el sonido de su corazón bombeando sin descanso y notar el calor que emanaba del cuerpo masculino y despertaba el de ella. Estaba perdida, no era capaz de pensar o respirar otra cosa que no fuese él. Notaba su sabor, fuerte, picante y fresco, y se dejó embriagar por su olor a libertad y fuego.
Y, sobre todo, se notaba a sí misma como jamás se había sentido. Más viva que nunca. Excitada y consciente de que la humedad de sus piernas no era por el agua del río, sino por ese beso que le llenaba hasta el alma. Entonces ocurrió, lo oyó y supo que acababa de perderse para siempre. Nunca antes lo había sentido ni escuchado, pero supo con certeza que ese sonido era el aleteo de una mariposa en su interior, el primero, un suave aleteo que acababa de despertar un gran amor en su interior. El fuego se desató de repente y ahora parecía no tener bastante, necesitar más aún de lo que le daba. Se alzó de puntillas y se apretó contra él, tenía que sentirle más adentro, más cerca. Su lengua se unió a la de él dejando que la saboreara por completo y conociendo su sabor. Montés gimió, ella jadeó. El beso no acabó sino que cobró una nueva fuerza. Sus lenguas siguieron enredadas, jugando la una con la otra a un juego peligroso del que ambos podían salir lastimados.
–Debemos parar… –gimió él.
–Sí, deberíamos –confirmó ella.
Pero las manos del hombre se movieron por su cuerpo hasta llegar a sus nalgas, debía gritar, detenerlo, pero no podía y cuando él le apretó el trasero con sus fuertes manos se excitó más. Era como si ya no fuera el aire lo que necesitaba para seguir con vida, sino a él. Anhelaba tenerlo dentro para que la llenara de vida, de aire puro. ¿Era algo normal? ¿O estaba enfermando?
Sus manos parecían no tener ningún reparo en hacer lo que no debían y acariciaron la amplia espalda del hombre, que no pudo contener un jadeo que dejó escapar separando por un doloroso instante sus bocas.
Se miraron perdidos el uno en el otro y sus labios volvieron a unirse en otro beso, y luego otro en el que se alternaron los gemidos y jadeos.
Alejandro atrapó el labio inferior de la mujer entre sus dientes y tiró con suavidad mientras su polla, dura como las rocas que los rodeaban, rozaba el sexo húmedo de ella.
Carmen pensó que iba a morir de placer, nunca, ni en sus mejores fantasías, había pensado que la intimidad con un hombre pudiera ser tan buena. Sus manos se elevaron hasta el rostro masculino que la miraba con las pupilas convertidas en dos pozos negros. Nublados. Sabía que él, igual que ella, luchaba por mantener el poco control que le quedaba.
Era consciente de que debía acabar o estaría perdida. No podía entregar su virginidad a ese hombre aunque lo deseara con todas sus fuerzas porque, a pesar de que en ese instante no le importaran las consecuencias, sabía que al final las habría y le importarían. Lo primero que haría su padre sería intentar dar con él para que acabase, con mucha suerte, con los huesos en la cárcel hasta pudrirse.
–Lo siento –jadeó–. No puedo.
Se dio la vuelta y comenzó a caminar con dificultad. Aunque sabía que debía alejarse, su cuerpo, su corazón y su alma le gritaban que regresara a él.
–Dime al menos cuál es tu nombre –suplicó.
–No puedo, he de irme.
–¿Volveré a verte?
–Nunca más.
No se giró para mirarlo, si lo hacía estaría perdida y se rendiría sin oponer resistencia. Así que se obligó a caminar en silencio, sin mirar atrás y dejando que las lágrimas bañasen su rostro. Lloraba de alegría y tristeza porque sabía que nunca más sería feliz con un hombre, ningún otro le haría sentir lo que sentía con Montés y ese amor era un amor prohibido para ella.