Capítulo 1

 

«No, otra vez no… no voy a ser capaz de soportarlo de nuevo.» Lola maldecía entre dientes mientras aquel hombre la obligaba a seguirlo. Su padre era un mal nacido que la había vendido a ese degenerado que mantenía sus vicios ocultos bajo el uniforme. Él, que estaba en la cúspide del poder, era un gran hijo de perra. No entendía por qué su esposa, la dulce Catalina, permanecía a su lado, aunque supuso, no era capaz de plantarle cara. Igual que le sucedía a ella.

Nunca iba a borrar de su memoria el día que su padre la entregó para salvar su avejentado y alcoholizado culo de los calabozos, con la excusa de que trabajaría como dama de compañía de la esposa. Así leería y hablaría con la pobre mujer, que había perdido la vista y que, lentamente, iba perdiendo también la movilidad de los músculos.

«Una rara enfermedad», comentaban en el pueblo. Y ahí estaba, inocente y confiada, pensando que su padre por una vez en la vida había hecho lo correcto, lo mejor para ella, algo bueno y desinteresado por su hija. Hasta que sintió el pútrido aliento del capitán en su boca y su sudor sobre el vestido.

Habían pasado algunos días sin que la reclamara. Había estado más ocupado de la cuenta tratando de dar caza a la banda de forajidos liderados por el Caballero. Había rezado, a pesar de ser algo contrario a sus creencias, rogando para que le sucediera algo terrible y, a ser posible, perdiese la vida en ello. Pero esa noche había vuelto enfurecido por ser incapaces de dar con ellos a pesar de sus continuadas pesquisas; la gente del pueblo los protegía con celo.

Había escuchado algunas historias acerca de ellos y la verdad era que no le parecían peligrosos, más bien hombres que se sublevaban contra animales como el capitán.

Lo odiaba con todas sus fuerzas y sabía que esa noche iba a ser dura; pagaría sus frustraciones con ella. Siempre lo hacía. Le indicó que lo siguiera a su despacho, su guarida, en la que cometía esos actos despreciables contra ella.

Las piernas le temblaban, sentía que no iba a ser capaz de soportarlo de nuevo. Aún le quedaban algunos moratones en las piernas y en el cuello después de su anterior visita a su cuerpo. Saboreó la bilis que llenó su boca con ese sabor amargo, tanto como lo estaba siendo su vida.

No había sido feliz nunca. Era duro admitirlo, pero era la realidad. Se agarró a la barandilla de madera que adornaba la escalinata hasta la planta superior, cuando llamaron a la puerta. Era el día libre de Héctor, el mayordomo, por lo que él dirigió su voluminoso cuerpo hacía la puerta farfullando improperios acerca de quién sería a esas horas.

Abrió la puerta y varios guardias, sin esperar invitación, entraron ocupando el gran vestíbulo de la planta superior. Llevaban a un hombre maniatado y flanqueado por dos de ellos a los lados y varios más a su espalda que esperaban la oportunidad de asestarle algún golpe si se atrevía a intentar escapar.

Lola permaneció a un lado rezando para que su amo tuviese algo mejor que hacer que yacer sobre ella para descargar su frustración y saciar sus bajos instintos. El preso levantó la cabeza y Lola pudo ver que sus ojos, grises al igual que una nube de tormenta, la miraban directamente, no a ella, sino dentro de ella, leyéndola como un mapa abierto. Sintió un escalofrío que recorrió su larga espina dorsal y la dejó anclada en el sitio; helada.

El preso no dejó de mirarla ni un solo instante. Ninguno se atrevió a pestañear para no romper el hechizo que los había hipnotizado, atrapándola en el turbulento mar que eran sus ojos. El capitán los miró sin entender qué sucedía.

–Lo hemos pescado mientras hacíamos la ronda. No hemos sido capaces de dar con el campamento, tampoco sabemos si estábamos lejos o cerca… No ha soltado prenda.

– ¿Acaso es mudo? –bramó con esa rabia animal que lo gobernaba.

–No lo sabemos, pero no ha dejado escapar el más leve sonido; ni siquiera cuando le hemos golpeado –confesó el guardia con satisfacción.

Lola observó el color púrpura que adornaba su mejilla advirtiendo en ese momento que tenía el labio inferior inflamado y que un reguero de sangre, ya reseco, cubría la herida.

–Quiero verlo –exigió el capitán.

Uno de los guardias, ansioso, golpeó al joven en el estómago y este, a pesar de doblarse por el dolor, no dejó escapar nada más que el aliento.

Ella no podía creer lo que estaba viendo. Quizás sí que era mudo, pues no era posible que un hombre aguantase esa embestida brutal en el estómago sin soltar ni la más leve de las quejas.

–Otro –pidió curioso.

El joven guardia volvió a golpearle repetidas veces en el estómago y los riñones e incluso le hirió el rostro ya lastimado. Lola contempló, con horror, cómo un hilillo de sangre salía disparado y daba en la perfectamente planchada chaqueta del monstruo, que miró la sangre con desprecio y se deshizo de ella en el acto.

–Tendré que quemarla, no sea que la sangre de este delincuente pordiosero me contagie de tisis, tuberculosis o algo peor.

Sus ojillos de cerdo brillaron de malicia, se divertía poniendo a prueba el aguante del bandido.

–Está bien, mañana le haremos hablar. Ahora llevadle abajo, a las celdas. Haced guardia, estoy cansado.

Lo dijo con tono divertido, tal vez su humor sería más agradable tras haber dado con uno de ellos. Ella volvió a mirar al joven y él le devolvió la mirada y asintió, como si descifrara lo que el cuerpo de Lola callaba pero su mente gritaba en silencio, una súplica ahogada del terror que inspiraba en ella.

Los guardias cogieron al hombre por los brazos y lo levantaron para llevarlo abajo. De camino a las celdas pasaron cerca de ella, que estaba cobijada en el hueco de la escalera que daba acceso a la planta inferior, donde además de otras dependencias se encontraban los calabozos. Arropada por las brumas de las sombras, Lola le miró directamente a los ojos.

Había algo en su mirada que la calmó. Sabía que debía temerle, que pertenecía a los rudos y sanguinarios bandoleros, sin embargo un calor nuevo y extraño se abrió paso en sus entrañas. El hombre levantó de nuevo la vista hasta fijar de nuevo sus hermosos ojos en los de Lola. Por un instante, le pareció verle sonreír y su corazón latió por primera vez desde hacía mucho tiempo.

Cuando los guardias desaparecieron, su dueño le indicó que volviese a seguirlo.

–Por favor –suplicó con la voz rota por el dolor –, no quiero hacerlo. No… no me obligue.

–Vamos, niña, sabes que te va a gustar. Sé buena y te haré disfrutar de lo lindo hasta que te corras y grites como la ramera que en el fondo eres.

Lola pudo oler en su aliento un fuerte aroma a brandy y continuó el camino hacia su celda particular, esa en la que él la torturaba cada vez que se le antojaba.

Cuando llegaron a su despacho, cerró la puerta y el pestillo, como siempre hacía. Una tenue luz iluminaba la estancia. La chimenea estaba apagada y las cortinas gruesas cerradas, por lo que la única claridad provenía de la triste lámpara colocada encima de la mesa. La estancia era lúgubre y fría; igual que su vida.

Los ojos empezaron a quemarle a causa de las lágrimas que se derramaban sin control por sus mejillas.

–Por favor, señor, no lo aguanto más… por favor –suplicó de rodillas.

–Vamos, vamos, pequeña… No llores así. Ven, levanta. Ya sabes que solo cojo un poco de ti y así salvas del calabozo al borracho de tu padre, que no sabe hacer otra cosa que beber, apostar y meterse en líos con la gente menos indicada. Al fin y al cabo es solo una manera de que pague por sus pecados.

El silencio que precedía a la muerte se apoderó de ellos. Lola sabía que no iba a poder librarse de él hasta que se cansara de ella o la matase y otra desdichada ocupara su lugar.

–Él está libre –continuó–, yo disfruto y te hago disfrutar. Todos contentos.

–Pero… Yo no quiero, por favor, no me gusta, me lastima –gimió desesperada.

– ¡He dicho que te calles, zorra desagradecida! –gritó mientras se desabrochaba el cinturón que sostenía sus pantalones.

Ella, apoyada contra la mesa, lo miraba asustada. Trataba en vano de infundirse ánimos repitiéndose una y otra vez que poseería su cuerpo pero nunca su alma ni su corazón, pero en esos momentos en los que el terror de lo que se avecinaba la dejaba atrapada e inmóvil, sus vanos intentos de consolarse no le daban ningún resultado.

De nuevo él volvería a introducirle su verga fláccida en el cuerpo, otra vez notaría sus sucias babas resbalándole por la cara hasta empapar el vestido y sus manos grasientas agarrarían y lastimarían la tierna piel de su cuello, presionándolo hasta dejarla sin aire, mientras alcanzaba su repugnante alivio.

– ¡No! –gritó de repente. No sería capaz de soportarlo, no, no lo sería, su cuerpo no lo aguantaría una vez más.

Trató de empujarlo con fuerza cuando se acercó a ella con esa sonrisa de suficiencia que le dedicaba, pero no pudo moverlo. A pesar de su edad y de la embriaguez que le recorría la sangre, con su envergadura podía controlar el pequeño y menudo cuerpo de Lola.

–Eres tan suave, tan tierna –susurró con su repugnante aliento mientras trataba de levantarle las faldas.

–No… por favor –volvió a gemir–. No siga…

Él hizo caso omiso a sus súplicas y la empujó con fuerza contra la mesa. El brusco movimiento hizo que la pequeña lámpara temblara y cayese al suelo y todo quedó sumido en la misma oscuridad en la que ella se encontraba.

–No importa –sonrió junto a su boca–, así no veré tu cara llorosa mientras te follo.

Esas palabras le devolvieron a la mierda de vida que le había tocado vivir gracias al malnacido de su padre. La había vendido y ese era su amo, el dueño de su vida. No podía pedir ayuda a nadie, pues ese hombre representaba la ley y cuando esta era la que trasgredía los límites, ¿a quién acudir?

Sintió, mientras lloraba en vano, los empellones y las manos en su cuello; supo que se acercaba su satisfacción. Ahí estaban las manos cerrándose alrededor de su pescuezo. Rezó por que terminase pronto… hasta la siguiente noche.

Los dedos callosos se enroscaban con demasiada fuerza. Trató de indicarle que le hacía daño, mucho, y que no era capaz de respirar, pero él siguió moviéndose convulsivamente mientras la apretaba más y más.

Iba a morir, la estaba asfixiando, sentía que sus pulmones se quedaban sin aire. Comenzó a sentir que se desvanecía y por un momento pensó que era lo mejor, dejarse llevar. Morir de esa manera no era lo que le habría gustado, pero al menos, si moría, no volvería a sufrir.

De repente, una voz enfadada, es más, furiosa, le gritó: « ¡No, no le dejes vencer! ¡Lucha por tu vida! Cambia tu destino».

Esa voz le dio una fuerza nueva, desconocida. Era incapaz de comprender de dónde nacía, pero ahí estaba, empujándola.

Dejó de golpear la mesa con las manos y buscó a su alrededor cualquier cosa que la ayudase a librarse del abrazo feroz de la bestia. Cogió algo pesado y duro, no sabía lo que era ni le importaba. Alzó la mano con las pocas fuerzas que le quedaban y le dio un golpe en la cabeza. Tras el ruido sordo, el peso de su cuerpo fofo y grasiento cayó sobre ella, que luchaba por llenar de nuevo sus pulmones de aire. Empujó el cuerpo que oprimía su pecho y este se deslizó, desmadejado, sobre el suelo de madera haciendo un ruido sordo y hueco.

Lola inspiró con fuerza y continuó tomando grandes bocanadas del preciado elemento para recuperar el aliento. Tosió y se convulsionó cuando el aire entró a raudales en su organismo. Quería detenerse, caer sobre sus rodillas y recuperar algo de fuerza, pero necesitaba seguir adelante, alejarse de lo que acababa de hacer, huir y dejar tras de sí el lío en el que se acababa de meter.

No quería saber qué le había hecho, su mente le gritaba que se marchase de allí antes de que la detuvieran por… ¿asesinato?

– ¿Lo he matado? ¡Lo he matado! –sollozó.

No podía estar segura, pero no iba a detenerse para averiguarlo. Salió todo lo aprisa que sus pies temblorosos le permitieron y en su rápida huida a oscuras se topó con alguna parte del cuerpo yacente que le hizo caer al suelo.

Se puso de pie con rapidez y salió de la habitación sin demora, no tenía tiempo para mucho. Agradeció que en la casa esa noche solo estuviese la señora, que no podría levantarse aunque quisiera.

Corrió a su pequeño cuarto y metió en un petate lo poco que tenía: una pastilla de jabón con olor a lavanda, una pequeña medalla de su madre, lo único que conservaba de ella, y una vieja biblia de cuero marrón a la que se aferraba por las noches rezando para tener una vida mejor.

Miró la biblia y decidió que era mejor dejarla. Acababa de perder la oportunidad de entrar en el cielo, después de lo que había hecho no era digna de tener un sitio allí.

Agarró la pequeña bolsa de terciopelo que contenía todos los ahorros de su vida, que eran escasos, y una pequeña navaja que usaba para cortarse el pelo. Minutos más tarde salía a toda prisa sin encender las luces para no llamar la atención. Tenía que escabullirse a oscuras para que nadie lo notase y tener tiempo de alejarse todo lo posible de aquel lugar.

Bajó las escaleras tan deprisa como pudo agarrándose a la baranda para no caer. Ya casi había descendido del todo, la puerta hacia la libertad estaba a solo un par de pasos de distancia, esperando ser abierta. Esperaba que no hubiese ningún guardia cerca, pues podría extrañarle que saliera de la casa a esas horas y sola; ellos eran conscientes de que nunca salía, al menos no sin su dueño.

La respiración se le aceleraba a cada paso que daba, pero al menos podía respirar. Se llevó una de las manos a la garganta, dolorida por el fuerte agarre. Al menos no volvería a hacerle daño a nadie, nunca más, estaba muerto. Ya casi rozaba el pomo con los dedos cuando notó que sus pies volaban; ya no estaban apoyados en el suelo. Iba a gritar, más que nada por el desconcierto que estaba sufriendo, cuando una mano áspera acalló el grito y otra, con firmeza, abrazó su cintura.

–Chis, no grites –le susurró una voz suave al oído.

Lola comenzó a patalear; no podía gritar porque alertaría a los guardias y descubrirían lo que había hecho. Alzó la mirada y se encontró con aquellos ojos del color del mar en plena confusión que pertenecían al bandolero.

¿Cómo había escapado? ¿Qué hacía allí? ¿A dónde la llevaría? ¿Querría hacerla su rehén?

Las preguntas, para las que no iba a obtener respuesta, al menos inmediata, se agolparon en su mente confusa. El bandido abrió la puerta mientras ella no dejaba de agitarse.

– ¡Maldita sea, mujer! No luches más, solo quiero ayudarte.

Su voz sosegada la ayudó a relajarse, ¿de verdad pretendía ayudarla? De todas formas no podía pasarle ya nada más terrible de lo que había vivido los últimos meses, ¿no?

Asintió con la cabeza, esperando que él se percatase del movimiento y, al parecer, lo hizo porque de pronto se encontró cabeza abajo sobre sus hombros. Parecía un saco de patatas mal atado. Temió que sus pechos se salieran por la postura, pero la impresión de verse en esa posición la dejó sin palabras.

Al salir a la noche, el viento fresco alivió un poco el sudor que le cubría el cuerpo y que, hasta ese momento, no había notado. Oyó el suave ulular de una lechuza. Mal augurio. Las lechuzas ululaban cuando alguien iba a morir… o cuando alguien había muerto.

Pensó en el maldito hijo de perra que reposaba inerte sobre el suelo de su despacho. Al menos no habría lugar a dudas de en qué asuntos se encontraba cuando murió. Una sacudida le hizo darse cuenta de que el forajido, a pesar de tener gran parte de su cuerpo dolorido por los golpes que le habían dado en su presencia, se movía con sigilo y sin aparente esfuerzo, aun cargando con ella.

Se adentró en el camino plagado de olivos que rodeaban las cercanías de la casa cuartel en la que residía el capitán y sintió cómo algunas ramas bajas arañaban las partes de su cuerpo que quedaban expuestas.

– ¡Demonios! –maldijo una voz profunda y aguda–. ¿Qué traes contigo, Ángel?

–Un pequeño regalo que he encontrado en la noche.

Lola quiso protestar, pero su mundo de nuevo se puso del revés. El hombre la dejó bocabajo sobre la montura de un enorme corcel. Las costillas le dolían por la presión pero pensó que era mejor mantener la boca cerrada.

El jinete se subió y espoleó a su caballo, que comenzó a cabalgar con ímpetu. Las protestas de la mujer eran vanas; ese hombre, fuese quien fuese, al parecer la estaba ayudando a escapar y no iba a quejarse de que la fortuna por una vez le sonriera, aunque podía haberlo hecho de una forma más cómoda. No iba a recriminarle nada, pues estaba dándole la libertad.

Lola perdió la noción del tiempo. No sabía cuánto rato había pasado bocabajo, bamboleándose y con dolor en las costillas, pero cuando todo cesó se sintió aliviada. Se detuvieron en un claro de la espesa arboleda, junto a un riachuelo. El frescor que emanaba del río la refrescó. El hombre la bajó de la silla y la colocó en el suelo junto al agua, con cuidado, para variar.

–Bebe –dijo sin más.

Trató de llegar hasta el caudal de agua pero las piernas le fallaron. Las costillas le dolían por la cabalgada, la garganta por el agarre de la bestia y, debido a sus bruscos envites, sentía los muslos y el interior desgarrados. Sin poder contenerse, comenzó a vaciar todo lo que guardaba su cuerpo. Sabía que más tarde se avergonzaría, pero en esos momentos no era dueña de sus actos. Lo único que quería era deshacerse de todo lo malo que había quedado dentro de ella.

El hombre se acercó y, aunque ella trató de alejarse, la agarró con fuerza de la cintura sirviéndole de apoyo mientras vomitaba.

El vestido estaba hecho un asco, lleno de barro y de los restos de su olor; nunca podría quitarle ese hedor de encima. Pero a él no parecía importarle lo más mínimo.

–Suéltame, por favor –suplicó entre sollozos.

–Nunca –dijo con suavidad.

Una nube oscura se apartó dejando paso a la gran bola plateada que era la luna aquella noche y que parecía dejar de ocultarlos ahora que estaban a salvo.

– ¡Qué demonios…! Ven –dijo al otro.

– ¿Pero qué es eso? ¿Quién se lo ha hecho? ¿Has sido tú?

–No creo, la he cogido por la cintura.

– ¿Entonces…?

–No lo sé, cuando se calme que nos lo explique.

–Será lo mejor.

Pasaron unos minutos antes de que pudiera tranquilizar los temblores que sacudían su cuerpo y de que las arcadas desaparecieran por completo.

– ¿Te encuentras más tranquila? –preguntó él otra vez con voz melosa.

Lola asintió mientras enjuagaba los restos de bilis que habían quedado en la cara y la boca.

–Está bien, te dejaré un poco de intimidad, pero, por favor, no huyas. No vamos a hacerte daño, confía en mí –musitó.

Y ella le creyó. No debía, tenía que huir de él, de su compañero, de todos los hombres, que solo habían traído sufrimiento a su vida, empezando por el que debía haberla cuidado como a su mayor tesoro: su padre.

Ambos se alejaron, aunque a una distancia prudencial. Podía escuchar el rumor de sus voces. No es que lo deseara, pero no pudo evitar oír algo de su conversación; a pesar de que trataban de no alzar la voz, no eran capaces de guardar silencio.

– ¿Y qué querías que hiciera con ella? No iba a dejarla allí. Por la forma en la que se escabullía de la casa estaba claro que huía de ese hijo de perra. Y tú sabes de lo que es capaz.

–Sí, lo sé, pero aun así…

–Lo siento, no podía dejarla, cuando la miré a los ojos…

–Está bien, Ángel, ya hablaremos más tarde cuando realmente estemos a salvo y ella se haya repuesto.

–Sí, será lo mejor.

Cuando los hombres se aproximaron de nuevo, Lola ya estaba más calmada. El mal sabor de boca seguía ahí y estaba segura de que duraría una larga temporada. Pero ahora eso no le preocupaba, estaba tranquila, había conseguido escapar. No tenía ni idea de cuánto tiempo duraría su libertad, pero al menos, por el momento, la tenía en las manos y pensaba aferrarse a ella con todas sus fuerzas.

Cuando regresaron junto a ella, Ángel, su salvador, se acercó de forma tranquila y con las manos extendidas. Supuso que trataba de mostrarle que no llevaba nada con lo que pudiera lastimarla.

– ¿Te encuentras mejor?

–Sí, un poco.

–Esas marcas… –preguntó señalándole el cuello.

–Una larga historia.

–Supongo. Soy Ángel.

–Lola.

–Todo un placer, Lola –murmuró, y llevó una de las manos de Lola hasta sus labios y la besó.

En el contacto ella notó la inflamación de su labio y recordó los golpes.

–Deberías curarte las heridas. No sé cómo pudiste hacerlo.

– ¿Hacer? ¿El qué? –inquirió confuso al no saber a qué se refería la hermosa mujer.

–No gritar. Nunca había visto nada así.

–Ah, eso. No fue nada. No saben dar un buen golpe –sonrió, al tiempo que le guiñaba uno de sus hermosos ojos grises.

–Nubes de tormenta.

–No, no son nubes de tormenta –comentó alzando la mirada al cielo oscuro.

–Tus ojos, son del color de las nubes que anuncian tormenta.

Ante la extraña observación, sonrió más y unas pequeñas arrugas adornaron sus ojos. A Lola le pareció muy atractivo a pesar de su nariz algo aguileña.

–Sí, supongo que sí. ¿Vamos? –le dijo tendiéndole la mano.

Lola la agarró con fuerza y esta la levantó del suelo para colocarla sobre el animal, delante de él. Ella se subió la falda para poder montar adecuadamente y colocó la tela sobrante entre sus piernas para ocultarlas de la mirada de los hombres.

–Pronto estarás a salvo –masculló él.

Lola no dijo nada. Trató desesperadamente de no sentir el pecho de aquel hombre en la espalda, pero cada vez que intentaba no pensar en ese calor, más consciente era de él. El suave trote del animal la sumió en su propio mundo, donde las imágenes se sucedían sin orden ni concierto: la sonrisa olvidada de su madre, aquel cuerpo sudoroso sobre el suyo propio, los golpes, las manos amables de la esposa de la bestia mientras le contaba las historias que encerraban las páginas de los libros… ¿Y ahora?

Ya no podría regresar, nunca. Quizás incluso tuviese que abandonar Andalucía, irse lejos, probablemente embarcarse hacia el Nuevo Mundo, rumbo a las Américas, donde nadie la conociera ni juzgara. Una nueva oportunidad de comenzar de nuevo, sola.