Capítulo 19
Lola estaba distraída cuando llegó a la habitación. Prudencia la esperaba dentro, desnuda y pensativa. Le asustaba lo que se le venía encima, pero María parecía tan convencida de que todo saldría bien que incluso ella empezaba a pensarlo.
–Perdona –se disculpó Lola.
–No tienes por qué disculparte, puedo hacerlo yo sola.
–Mira te he traído… ¿Qué es esto que he cogido? Lo siento, parece que no he acertado con la elección.
–¿Qué planta es?
–Manzanilla.
–Me encanta. Ponlas en el agua caliente, me gusta mucho su aroma.
Una vez hubo terminado el baño, Lola la ayudó a vestirse. Carmen decidió salir a dar un paseo y conocer los alrededores de la casa. Lola se quedó en la habitación para darse un baño y cambiarse de ropa.
Carmen caminó por el largo pasillo repleto de puertas iguales a la de su alcoba hasta llegar a la gran escalera blanca por la que habían subido. Al bajar le maravilló la hermosa lámpara que colgaba del techo y contempló el que sería el salón de baile.
Salió a respirar un poco de aire y conocer los jardines. El sol era fuerte, debía de ser medio día, y caminó despacio. Se dejó llevar por la brisa que la acompañaba, hasta que sin darse cuenta se encontró cerca de la zona de doma y lo vio.
De nuevo no era capaz de quitar los ojos de aquella hermosa estampa. Montés, sin camisa, acariciaba al semental, negro como la noche. Su fuerte espalda brillaba con las gotas de sudor que bañaban su cuerpo dorado por el sol.
De repente, el animal se encabritó y se alzó sobre sus patas traseras, demostrando que era un pura sangre y que no iba a dejarse amilanar por el hombre. Montés, con calma asombrosa, le hizo frente y lo miró a los ojos colocando el cuerpo hacia delante y las manos hacia atrás, como si imitara la postura del corcel.
Carmen sintió que se quedaba sin aliento. Sucedía algo mágico cuando Montés trataba de domar a un animal de esa envergadura. Y ella… sentía algo extraño remover sus entrañas, un sentimiento que bailaba entre el miedo, la admiración y el deseo intenso que ese hombre despertaba en ella. Ansió ser una yegua y que él la domara, que la acariciara de la misma forma que lo hacía con el potro.
El caballo volvió a su posición y bajó la cabeza. Montés se acercó hasta posar su frente en la del pura sangre. El animal era hermoso, pero lo era aún más el hombre que con manos firmes acariciaba sus largas y oscuras crines como un compañero, porque ahora eran dos iguales. La fina línea que separaba al animal del hombre había desaparecido y Carmen supo que si no se mantenía alejada de Montés, iba a terminar rendida a sus pies.
–Buenos días, señorita. ¿Puedo ayudarla en algo? –la voz de un hombre la sacó de sus pensamientos.
Alzó la mirada para toparse con la del forajido al que llamaban Ángel, pero él no podía notar que lo había reconocido porque se suponía que era Prudencia y no Carmelo. Así, pues, sonrió y se quitó las manos del estómago, aunque no se había dado cuenta de que las había puesto ahí.
–Solo miraba la doma. Es maravillosa.
–Sí, Montés es el mejor en esa disciplina. No se le resiste ni el más bravo.
–Soy Prudencia.
–Ángel –contestó el hombre –. Soy el maestro de estas tierras.
A Carmen debía de haberle sorprendido el dato, pero la verdad era que todo lo que envolvía al duque y su esposa parecía salirse de la normalidad, así que tan solo sonrió y no hizo más preguntas.
–Buenos días –dijo Montés, que se había acercado hasta ellos.
–Montés, es la señorita Prudencia.
–Un placer –dijo llevándose la delicada y suave mano de la mujer a los labios y dejando un sensual y húmedo beso entre sus dedos.
Alejandro tuvo que contener un gruñido, se había imaginado por un instante que su boca besaba otra hendidura más al sur… Quizás no podía decir que era su prometida, pero sí que podía relacionarla con la mujer del río, su sirena, porque ahora estaba seguro de que era ella y acababa de descubrir cuál era el secreto de su mirada: sus ojos no eran azules, sino violetas, como las pequeñas flores que salpicaban los campos aquí y allá.
–Prudencia… No me parece que sea un nombre adecuado –murmuró.
Carmen abrió los ojos, ¿la había reconocido? Por supuesto que sí, la había besado en el río, ¡la había visto casi desnuda! ¿Cómo no había pensado en eso? El rubor tiñó sus mejillas de un delicioso color rojo que hizo que a Montés le apretasen los pantalones.
–Buenos días –cantó la voz de María–. Veo que habéis conocido a mi pariente, Prudencia.
–¿Su pariente, señora? –preguntó Ángel.
–Sí, es una prima lejana que ha venido a visitarme. Vamos a celebrar una gran fiesta para que conozca a personas de su edad y, con suerte, encuentre un marido.
Carmen sintió que se ponía roja hasta la raíz. ¿Es que su amiga tenía que ser tan específica?
–Estoy seguro, duquesa, de que su joven prima no va a tener ningún problema para encontrar un esposo.
–Eso espero, pues solo tenemos una semana para lograrlo… –murmuró Carmen deseando alejarse de ese hombre que hacía que sus venas ardieran.
–Voy a seguir con los preparativos. Montés, ¿serías tan amable de enseñarle la finca a Prudencia?
–Claro, será un honor –sonrió malicioso.
Estaba seguro de que María le estaba tendiendo una encerrona, así que dedujo que todo lo que deseaba era que la conquistara, que su prometida le perdiese el miedo. Pero ahora él quería más, ahora quería hacerla suya, que lo amara.
–Yo… voy a seguir con mis clases. Hasta otra ocasión, señorita –se despidió Ángel.
Montés se quedó mirándola unos instantes. Era muy diferente del vago recuerdo que conservaba de su prometida tras haberla visto en una pintura. Tenía que admitir que o el pintor no era muy diestro o la madurez le había sentado muy bien, pues Carmen era toda una belleza: largo cabello suave y del mismo tono que los rayos del sol que lo bañaban, piel pálida y ahora sonrojada en las mejillas, mirada intensa de ese tono extraño que trataba de disimular el deseo de alejarse de él, curvas que destacaban bajo ese vestido que él ansiaba arrancar para volver a tenerla como en el río.
Montés tuvo que detener sus pensamientos porque notaba el pantalón estrecho y… húmedo.
–Voy a vestirme –dijo de repente mientras se pasaba las fuertes manos por el pecho desnudo.
–Está bien –acertó a decir ella con un sonido estrangulado.
Carmen no podía quitarle la vista de encima. Tenía una espalda firme y fuerte, y un trasero… ¡Oh, Dios! ¿Eso era pecado? Sentirse atraída de esa forma por un hombre debía de ser pecado, ¿verdad? Pero es que no podía apartar los ojos de ese cuerpo trabajado en el que no había ni rastro de grasa. Sus piernas eran largas y fuertes y caminaba con una seguridad que pocas veces había visto.
Se acercó al pozo. Carmen pensó que iba a dar de beber al animal pero de repente volcó todo el contenido del recipiente sobre su cuerpo. El agua caía llevándose los restos de sudor de su pecho y a Carmen se le pasó por la cabeza una imagen muy poco decente de su lengua lamiendo cada gota del trasparente líquido.
Cuando él retiró con las manos el agua sobrante de su oscuro cabello y de su pecho, ella tuvo que tragar con fuerza toda la saliva que se había acumulado en su boca, aunque fue una mala decisión porque toda esa saliva se concentró entre sus piernas. Sí, eso debía de ser.
Montés se puso sobre el cuerpo húmedo una liviana camisa y se acercó hasta ella caminando. La camisa dejaba ver parte del pecho y los pantalones se le pegaban aún más a las piernas ahora que estaban mojados.
Su aspecto era tan peligroso como tentador y Carmen deseaba ser tentada una y otra vez por ese hombre que nada tenía que ver con los otros que había conocido.
Ahora no estaba segura de si estar a solas con él iba a ser seguro… para él. No podía asegurar que no fuese a lanzarse sobre él y comérselo entero.
–¿Vamos? –le ofreció galante el brazo.
–Claro –se obligó a decir mientras fingía una sonrisa.
Comenzaron a pasear. Carmen se sentía tensa. El silencio entre ambos solo se alteraba cuando las aves trinaban o algún animal se escabullía entre la maleza. Carmen notaba su estómago moverse incómodo. En él se estaba cociendo una sensación de ahogo que luego trepaba para quedarse en su pecho e impedirle respirar con normalidad.
Estaba en el bosque, a solas con un bandido… un bandido al que deseaba, un ladrón que podría llevarse su virtud y no encontraría impedimentos. ¿Le diría algo acerca del río?
–Así que busca marido, señorita.
–Es una larga historia –contestó sin mirarlo.
–Tenemos tiempo, hasta la hora del almuerzo queda mucho y el paseo será más ameno si nos distraemos hablando.
–La verdad… es que no estoy muy segura de querer hablar de ello con… un extraño.
–¿Por qué no? Ya nos conocemos, ¿no es así? Así que no soy un extraño.
–¿Sabe que era yo?
–¿Cómo olvidarla? –murmuró acercando la boca a su oído.
Se habían internado en el espeso bosque, nadie podría verlos. Carmen se quedó paralizada al notar su aliento en el cuello, cerró los ojos y se rindió con anticipación al beso que deseaba que le robase.
Alejandro estaba tenso. Parecía que deseaba que la besara de nuevo y una sensación de triunfo a la vez que decepción se le clavó en el pecho. ¿Por qué no deseaba casarse con él? ¿Era miedo por no conocerse?
–Me parece raro –dijo para romper el momento–, que una mujer tan hermosa como usted no esté casada o al menos comprometida.
–Bueno, partiendo de la base de que eso no es asunto suyo, le diré dos cosas: una, no soy hermosa y dos, sí estoy prometida, pero no deseo contraer matrimonio con el hombre que mi padre ha elegido como esposo para mí.
–Por eso… –se contuvo, pues iba a decir que se había escapado y él no debía saberlo– ¿ha venido a ver a su prima?, ¿para encontrar un esposo que la satisfaga?
–Algo así. En realidad mi intención era huir. Desaparecer.
–¿Tan horrible es su prometido? –preguntó atónito por su sinceridad.
–No lo conozco.
Alejandro levantó una ceja, preguntándole con ese silencioso gesto cuál era la razón de su huida si ni siquiera lo conocía.
Carmen supo qué era exactamente lo que quería saber y habló. ¿Qué más daba? No era como si un forajido fuese a entregarla.
–La verdad es que ni siquiera me apetece conocerlo. Además de ser muy mayor, escuché a mi padre decir que tenía una prominente barriga y que no se le veía el cuello por toda la grasa que tenía acumulada.
–¿De verdad cree que es así?
–¿Por qué iba a mentir mi padre a mi hermano?
–¿Tal vez hablaban de otra persona?
–No, estoy segura, por eso me he ido. No quiero estar condenada a un matrimonio sin amor.
–¿Desea un matrimonio por amor? ¿Siendo una noble? Creo que sueña demasiado.
–Todo es posible, mire a la duquesa.
–Sí, ellos son un extraño ejemplo. Pero no es lo normal.
–Preferiría no tener dote y poder elegir esposo.
–Y si pudiera elegir, ¿qué dones tendría que tener el afortunado?
Carmen dejó de pensar por un momento. Solo podía concentrarse en la boca que tenía frente a sí. Se habían detenido en el camino y Montés se había colocado justo frente a ella. Su cuerpo exudaba masculinidad que llenaba sus fosas nasales aturdiéndola.
–Debería ser fuerte y delicado, valiente y sensato y también me gustaría… –se interrumpió a sí misma antes de decir una tontería.
–¿Qué? ¿Qué le gustaría, Prudencia? –preguntó mientras le colocaba un mechón de su melena dorada tras la oreja y le acariciaba de forma furtiva la mejilla.
– Que me acariciase de la misma manera en la que usted acarició a ese semental hace un momento.
Carmen tenía los ojos cerrados por el dulce roce y, al darse cuenta de lo que había dicho, prefirió dejarlos así para evitar su mirada.
De repente notó que todo el oxígeno a su alrededor había desaparecido y que sus labios, incluso sin verlos, se habían acercado.
–Prudencia… murmuró asombrado por su sinceridad y su reacción–. No me parece que ese nombre le quede bien. Usted es más bien… una imprudente.
–¿Imprudente?
–Primero se lanza al río para salvarme, me tienta con su cuerpo y me besa de tal forma que no he podido dejar de pensar en usted –susurró con voz ronca y sensual–. Después se presenta como una aparición frente a mí, con este vestido que oculta su cuerpo y provoca que tenga ganas de arrancarlo para contemplar de nuevo sus delicadas curvas y por último… –murmuró tan cerca de su boca que ella no pudo hacer más que entreabrir los labios llenos.
–¿Por… último? –preguntó con voz entrecortada.
–Por último me pide que la acaricie como al pura sangre. ¿Sabe qué efecto tiene eso en mí? ¿Cree que voy a poder contener al gato salvaje que clama por salir? ¿Ese mismo que desgarra con sus afiladas uñas mi piel para liberarse y marcarla como suya?
–Yo… –balbuceó abriendo los ojos–, solo…
No pudo seguir. La boca de Montés se colocó sobre la suya para darle un beso suave, tierno. Un beso diferente al del río, más estudiado. Se alejó tras el leve roce y acarició con su nariz la de ella para, de nuevo, besarla con suavidad.
–Te deseo, sirena –musitó.
–Y yo –contestó perdida en la bruma que la envolvía cada vez que estaba junto a él.
Montés no necesitó más. La alzó de forma inesperada y la colocó sobre el tronco de un árbol. Las piernas de la mujer se enroscaron alrededor de la firme cintura y notó todo el calor abrasador que despedía el cuerpo del hombre. Su boca se tragaba cada jadeo, gemido y suspiro con un hambre voraz que la hacía perder el control. La sensación de su estómago se le escapaba por la boca para ir a parar a la prisión que era el cuerpo del hombre. Se llevaba cada pensamiento, cada ilusión, cada esperanza.
Estaba arruinada, para todos los demás, para sí misma, porque sabía que no sería feliz si no era al lado de ese hombre que con un solo beso destrozaba su mundo para hacer uno nuevo, mejor. Era algo diferente a lo que conocía, a lo que esperaba encontrar. Sus manos se enredaron en su cabello acercándolo, necesitándolo con una urgencia extrema.
Alejandro pensó que iba a morir. Esa mujer le entregaba todo de una manera tan íntima, tan inocente tan… suya. Sí, era suya y no sería de ningún otro, le pertenecía por contrato, pero la quería tener a su lado por propia voluntad, así que la conquistaría. Haría que se enamorase de él. La arruinaría para todos los demás condenándola a una vida triste si no la compartía con él.
Bajó las manos hasta sus pechos, que anhelaban caricias que estaba dispuesto a darles. Diestras, los sacaron del corsé que los aprisionaba y él les regaló tiernas caricias, roces de lengua, besos ardientes, hasta que ella comenzó a jadear su nombre fuera de sí.
Escuchar cómo le llamaba lo excitó más. Su miembro le dolía por la tensión que acumulaba y tenía la sensación de que en cualquier momento iba a estallar el cinturón que lo sujetaba.
Pero sabía también que no iba a poder parar. Su boca siguió castigando sus senos y una de sus manos bajó hasta sus nalgas, colándose bajo las pesadas faldas y notando la humedad que empapaba sus muslos.
Pensó que iba a morir si no la hacía suya allí mismo, en el bosque y usando como lecho el tronco de un árbol. Y no se merecía eso. Pero no podía detenerse. Estaba comportándose como un gañán.
–Prudencia, debemos parar, si no… no respondo de mis actos.
Carmen se quedó quieta, tenía la respiración tan agitada que resonaba en sus oídos. Sabía que tenía razón, que debía terminar el beso, pero le costaba tanto pensar con claridad…
–Supongo que deberíamos… –asintió afligida.
Sin más, se ordenaron la ropa y después caminaron de regreso sin decir una sola palabra.