Capítulo 10
María abrió las puertas de su habitación y entró como un huracán arrasando todo a su paso. Más que hablar, gritaba a su marido, que permanecía sentado en la cama con los brazos cruzados y la cara roja por el rapapolvo que su mujer le estaba dedicando.
Todavía no comprendía muy bien qué había pasado, pero sabía que primero necesitaba quitarse el enfado de encima y más tarde, cuando su gata se hubiese calmado, hablarían con tranquilidad.
Mientras María seguía con su charla, la mente de Álvaro no dejaba de bullir: «¿Quién será esa misteriosa joven que se hace pasar por un chico? ¿Por qué sabe María lo que oculta? ¿Cómo demonios ha sido capaz de dar con el asentamiento? ¿Cuál es su propósito? ¿De qué huye?».
Todo era tal embrollo que resultaba difícil comprenderlo y los arrebatos de su esposa por haber tratado así a una mujer no lo arreglaban. Se sentía muy mal, nunca había tenido celos de nadie, y sin embargo los acababa de sentir por un muchacho imberbe que resultaba ser una chica. ¡Menudo lío!
No comprendía absolutamente nada. Estaba igual de confundido que cuando tuvo que decidir qué hacer con los sentimientos que María despertaba en él en el momento en que ella estaba a punto de desposarse con su hermano.
–No me estás prestando atención, duque del Valle.
–Tienes razón, pero es porque no logro entender lo que gritas.
–Sí, creo que estoy gritando…
–¿Crees? Deben de estar oyéndote hasta en la villa.
–Estoy furiosa contigo. No es manera de tratar a un invitado.
–En mi defensa diré que la rabia me cegó. Pensé que tú y él… Bueno, escuché cómo os reíais. Parecías muy feliz, como hace mucho que no te veo.
–¿Y pensante que estaba con él?
–Sí, pensé que ese joven sin vello te estaba haciendo lo que debería hacerte yo.
–Y… ¿qué es lo que deberías hacerme tú? –preguntó con ternura.
–Pues yo debería –dijo entre besos– estar haciéndote el amor como te mereces; sin prisas… –susurró mientras la desnudaba dejando que las prendas cayesen enredadas igual que lo harían sus cuerpos a continuación.
Cuando María notó la necesidad que su esposo tenía de ella, se olvidó del enfado, de sus planes y de la conversación pendiente. Solo podía sentirle como siempre lo había hecho; él le hacía perder el control una y otra vez. Y eso nunca cambiaría. Entre sus brazos era la mujer más dichosa del mundo. Se olvidó de todo, de todos, de lo triste que estaba en las últimas semanas en las que el embarazo le pesaba y le asustaba… Y se dejó seducir por la boca y las manos de su Caballero, que la acariciaban sin cesar, apremiantes, presas de un deseo primitivo. Como su amor por ella.
La boca de Álvaro atrapó un pezón que no dudó en lamer con su lengua húmeda y que arrancó un profundo gemido de lo más hondo de María, estremecida por el intenso placer. Sin ropa, sus cuerpos se rozaban libres. Era una sensación hermosa. María notaba el calor que emanaba del cuerpo masculino, comparable al que desprendía el suyo tras cada caricia ardiente.
Sus manos se enredaban, se perdían por su cuerpo. Todo eran besos, manos, lenguas, caricias e intensas miradas desesperadas y perdidas en la bruma de la pasión.
Su boca dejó el pecho para besar la abultaba barriga y para continuar el camino de besos y roces de lengua hasta subir al cuello, donde se demoró complacido al escuchar a su gata ronronear. Bajó las manos y rozó la humedad que mojaba los muslos de su mujer. Apretó los dientes para retener el deseo que empujaba con fuerza por salir y hacerla suya sin piedad.
–Necesito tenerte dentro, ya –murmuró María.
Álvaro no necesitó más. La dejó con delicadeza sobre la cama y la penetró despacio, sin prisa, dejando que los pliegues húmedos rozasen con desesperada lentitud la longitud y dureza de su miembro.
¡Estaba tan tersa, tan excitada y húmeda! Siempre estaba dispuesta a amarlo. En ese instante, cuando sus cuerpos quedaron unidos, se perdieron el uno en el otro como no sucedía desde hacía tiempo, libres de cualquier duda, sin miedo, tan solo los dos amándose y disfrutando del placer que se regalaban el uno al otro.
Sus besos se volvieron urgentes, igual que el ritmo de sus cuerpos. Cada roce avivaba las llamas del fuego que los consumía. Un fuego que crecía y que no iba a extinguirse jamás, tan solo se calmaba a veces dejando las ascuas listas para volver a alzarse en altas llamas.
Beso tras beso, dejaron que sus lenguas hablasen el lenguaje más primitivo de todos, el de la pasión. El deseo que los envolvía y los sumergía en un mar de lujuria que los confundía hasta tal punto que no sabían dónde empezaba uno y acababa el otro. Siempre al límite. Siempre en la cuerda floja.
Así era su amor; igual que su vida.
Cuando sus cuerpos iban a romperse por no poder contener más pasión, explotaron en jadeos, gemidos y gritos que los llevaron a las profundidades del abismo del deseo que los poseía y en las que se habían perdido.
Había sido maravilloso y se enredaron el uno en el otro, dejando que las sacudidas del clímax se apaciguaran. Permanecían abrazados, unidos. María deseaba que Álvaro nunca se alejase de ella y él no quería salir de María, jamás. La amaba más de lo que nunca había querido a nadie. Era suya, suya de verdad, pues le había elegido, la sangre no tenía nada que ver. Se habían unido por propia voluntad y eso le llenaba el pecho de orgullo, porque lo había elegido a él por encima de los demás.
Pasaron largo rato abrazados, sin hablar, tan solo se acariciaban de vez en cuando. Leves roces de los dedos en la espalda, en los hombros, la cadera… Algún beso inocente. Nada más.
Cuando estuvieron repuestos, María se giró y se quedó mirando sus preciosos ojos color chocolate.
–¿Estás más tranquila, amor?
–Sí, lo estoy. Ahora te voy a contar quién es ella.
–Parece una historia interesante.
– Sin duda, lo es, pero antes has de prometerme que guardarás el secreto de todo lo que te cuente. No podrás hablar de esto con nadie por más que lo desees, ¿lo harás?
–Sí, amor. Lo haré, os lo debo.
Y así, María, le relató a su marido todo lo que había descubierto. Le reveló la verdadera identidad de Carmelo y le contó el plan que estaba urdiendo para conseguir que se enamorara del que iba a ser su futuro esposo y complacer al padre de Carmen…
Álvaro escuchaba a su mujer y no daba crédito a lo que le contaba. El primer impulso que sintió fue coger a la joven y llevarla de regreso con su padre después de mostrársela a Alejandro, pero su mujer se encargó de recordarle la promesa que le había hecho y él, siempre, cumplía sus promesas.
Así que se sentó de nuevo y escuchó con atención lo que su mujer le estaba relatando. Al final accedió a guardar el secreto y a hacer todo lo que estuviese en sus manos para conseguir la felicidad de la muchacha. Debía llevar a cabo una misión especial y era la de hacer que el futuro novio estuviese en disposición de enamorarse de ella, de reclamarla.
Eso sería una ardua tarea. Conocía bien a Alejandro y sabía que era un hombre de honor, no iba a fijarse en ninguna otra cuando ya estaba prometido. Así que tendría que poner todo de su parte para que, sin faltar a su palabra, su amigo supiera que algo extraño estaba sucediendo.