Capítulo 20
–¿Traes noticias? –preguntó Carvajal a uno de sus hombres.
–Sí, señor. Se rumorea que los duques del Valle van a dar una gran fiesta que durará toda una semana.
–¿Y qué tiene eso de interesante?
–Dicen que es para buscar marido a una prima de la duquesa y que solo asistirán los jóvenes casaderos.
–Interesante… ¿Crees que podría..?
–Tal vez se trate de Lola –contestó el joven guardia civil.
–Podría ser. Tal vez crean que buscándole un marido podrá escapar de mí. Está bien, vamos a dar una vuelta para conseguir algo de información.
Carvajal montó su pesado cuerpo en un jamelgo que era demasiado débil para sostenerlo y arreó al animal hasta que este, con mucho esfuerzo, comenzó a trotar. Uno de sus hombres fue con él. Era un cabo que pasaba inadvertido, pero al que le gustaba participar de las fechorías de su capitán o en su defecto observar impasible mientras su superior las cometía. No podía evitarlo, le hacía feliz el sufrimiento de la gente.
Cabalgaron en silencio hasta la entrada del pequeño pueblo de casas encaladas y techos oscuros. Al primer sitio al que se dirigieron fue a la pequeña iglesia blanca que también hacía las veces de hogar de don José, el cura, que ayudaba a esa panda de bandidos desalmados, pero no tenían pruebas para encarcelarlo.
Bajó del animal apoyándose en su cabo y entraron juntos a la iglesia. Los aldeanos se alejaron y se encerraron en sus casas; una visita del capitán nunca traía nada bueno.
–Corre, avisa al sargento –avisó don José a su monaguillo al verlos con la intención de entrar.
El chico, raudo y sin hacer preguntas, se escapó por la puerta trasera de la capilla y corrió tanto como sus pequeñas piernas le permitían en busca de Alejandro.
–A las buenas de Dios –dijo Carvajal a modo de saludo.
–Buenos días, capitán Carvajal. ¿A qué debo el honor?
–He escuchado noticias que quiero que me confirme.
–Poco sé de nuevas noticias, pero dígame en qué puedo ayudarle, hijo.
El cura era listo. Utilizaba las palabras adecuadas para no delatarse y dejarle claro que era un ministro que trabaja para Dios, el que lo juzgaría una vez dejase este mundo. Pero eso no le asustaba, pues con arrepentirse antes de morir de todos sus pecados, estaría en el cielo con el beneplácito del Supremo aun habiendo vivido en la tierra como el mismo diablo.
–He escuchado que en La Andaluza planean hacer una gran fiesta para que una pariente de la duquesa conozca a futuros pretendientes. ¿Es verdad?
–Es la primera noticia que tengo.
–¿No sabe nada, padre?
–Nada. ¿Para qué me iban a invitar a mí? Como sabe me debo a Dios y me mantengo casto.
Don José esperaba que el capitán se fuera. En realidad no sabía nada sobre la fiesta, no había visto a Álvaro ni a Alejandro en los últimos días porque habían estado muy ocupados buscando a la prometida de este último, que se había escapado para no contraer matrimonio. Una chiquillada que les traía de cabeza.
–Es cierto. Aun así sé que la duquesa le tiene estima, me parece raro que no sepa nada… –amenazó acercándose hasta él con la mirada cargada de odio.
–Pues es verdad. Nunca le mentiría, soy un hombre de buena voluntad que ve lo mejor en todos, incluso en usted.
–¿Insinúa que abuso de mi poder? –bramó a la vez que golpeaba con fuerza al cura en el pecho, provocando que cayese hacia atrás y se golpease con uno de los bancos de madera oscura.
–No digo tal cosa –murmuró don José rezando por que Alejandro llegase antes de que ese animal enfurecido lo mandase junto a su jefe.
–Más le vale, padre. No quisiera hacerle daño, pero, si llega el caso, se lo haré.
–No tiene decoro.
–No me importa quién cree que es su superior. En esta aldea mando yo –sonrió.
–Nadie está por encima de la ley divina.
–¿No? ¿Está seguro? –le provocó–. Si me entero de que me ha ocultado algo, se las verá conmigo –afirmó dejándolo tembloroso y asustado.
Cuando la puerta de la iglesia se cerró, don José cayó de rodillas y rezó como nunca en su vida.
Alejandro iba de regreso a su casa. No podía estar en La Andaluza. Si permanecía allí iba a coger a esa muchacha que le volvía loco de todas las maneras posibles e iba a hacerla suya sin esperar a que don José les diera el sagrado sacramento.
Le pareció escuchar que alguien le llamaba a lo lejos, un chiquillo tal vez. Fijó la vista y atisbó a un pequeño que corría, lloraba y gritaba a la vez. Azuzó a su montura para acercarse hasta el niño y ver qué sucedía.
–¡Lo va a matar! –gritaba–. ¡Dese prisa, sargento! ¡Lo va a matar!
–¿Qué sucede, muchacho?
–El capitán está en la iglesia. Va a matar a…
Antes de que el joven pudiese terminar la frase, se encontró en volandas y a continuación sentado sobre las rodillas de Alejandro, que ya iba a todo galope hacia la pequeña iglesia. Furioso.
«Si le pone la mano encima, lo mataré con mis propias manos.»
Al llegar bajó del corcel sin desmontar al niño, que quedó a lomos del poderoso animal, y entró corriendo a la iglesia. Sintió que las piernas se le doblaban cuando vio al cura arrodillado, nervioso y con un rosario en las manos.
–Don José, ¿está bien? ¿Le ha hecho daño?
–¡Hijo! –exclamó aliviado–. Sí, bueno, no… No sé que le ha pasado. Quería que le dijese lo que sabía acerca de una fiesta que se va a celebrar en La Andaluza.
–Es cierto, padre. Es una larga historia. Siento no haber estado aquí.
–No es tu culpa, es culpa de ese hijo… de Satanás.
–Vamos a tener que terminar con esto.
Carvajal sonreía en el burdel mientras recordaba el miedo que le había causado al pobre viejo. Tenía que dejar claro quién mandaba en ese pueblucho al que se había visto relegado. La ramera no estaba colaborando, no gritaba, solo parecía aburrirse, y a él le gustaba que gritasen. El miedo le provocaba una excitación que lograba que su polla se levantase.
–Grita, zorra –dijo a la vez que le tiraba de la larga melena oscura.
La joven gritó. Sabía que era violento y no dudó en obedecerlo. Pero sus gritos no fueron suficientes, así que siguió golpeándola hasta que no pudo dejar de gemir por el dolor que le ocasionaba. No contento, le dio la vuelta y la penetró con fuerza por el ano, desgarrando a la mujer, que dejó escapar un grito desesperado.
Después del grito, se quedó como muerta. Se había desmayado por el dolor. Carvajal terminó su tarea y dejó una bolsa llena de monedas para la dueña del prostíbulo, con eso callaría su boca.
Una vez satisfecho, salió dando tumbos ante las disimuladas miradas de los allí presentes, que no se atrevieron a decir nada por si acaso todavía tenía ganas de hacer daño a alguien más.
Andrés lo esperaba escondido cerca de la orilla del camino solitario. No estaba seguro de lo que iba a hacer, pero ya no había marcha atrás. Estaba allí e iba a pactar con el mismo diablo.
–¡Alto! –gritó con el trabuco en la mano.
–¿Qué tenemos aquí? –preguntó sonriendo más por el exceso de bebida que por otra cosa.
–Vengo a ofrecerle un trato.
–¿Uno de los hombres del Caballero quiere ofrecerme un trato? Parece que la historia se repite… ¿Qué clase de trato?
–Sé dónde la tienen.
Esas palabras bastaron para ponerle en alerta. Sabía que estaba con ellos y ahora ese forajido que no valía su peso ni en piedras se lo decía con claridad.
–¿Dónde? –preguntó de repente despejado a la vez que amartillaba su arma.
Su cabo, silencioso y temible, se posicionó a su lado con el arma apuntando a Andrés por si este decidía disparar.
Andrés sopesaba sus posibilidades. Sabía que si disparaba moriría junto a Carvajal, pues su hombre dispararía sin pensárselo dos veces. Así que bajó el trabuco y relajó la postura.
–En La Andaluza –soltó sin más.
–¿Qué quieres?
–Una bolsa llena de reales y que me deje largarme de aquí a otro lugar mejor.
–¿Por qué me lo cuentas?
–Eso es asunto mío.
–No si quieres que te dé el dinero.
–Porque la quería para mí.
–Esa mujer tiene algo especial, ¿ves, cabo? Hasta es capaz de volver locos a los bandoleros… Un hombre que traiciona a los suyos por una mísera bolsa de reales no merece mi respeto. Cabo, llévelo a prisión.
Andrés trató de huir, pero no pudo. El ruido sordo que conocía tan bien le traspasó la pierna. Notó el líquido cálido resbalar por su pierna hasta llegar al suelo. La caída era inevitable y antes de darse cuenta la culata del arma impacto en su rostro. Todo se volvió tan oscuro como su alma.
Álvaro se paseaba furioso. María era capaz de saberlo solo por su postura. Caminaba nervioso en círculos sin sentido con las manos apoyadas en las caderas. Las tres mujeres lo miraban sin decir nada mientras Alejandro hablaba con él. Antes de que se calmaran las cosas, Ángel apareció y parecía que las noticias que traía tampoco eran alentadoras.
–¿Qué habrá pasado? –preguntó María sin esperar respuesta.
–Algo malo, seguro. Parecen muy enfadados, los tres.
–Sí, dan miedo… –murmuró Carmen.
Los hombres seguían discutiendo el asunto y entonces, levantaron sus miradas hacia la ventana para mirarlas directamente a ellas. María sintió que se mareaba. Fuera lo que fuese de lo que hablaban, estaba claro que ellas eran el centro de la conversación.
No podía echarse para atrás a estas alturas. Los invitados empezarían a llegar por la mañana, ya que la primera fiesta, la de presentación, sería por la noche. Habría una gran cena y un baile con máscaras, para hacer más atrayente la velada y acentuar el misterio que ya habían forjado en torno a la prima de la duquesa del Valle, Prudencia.
–¿Vienen hacia aquí? –preguntó sorprendida Lola.
–Eso parece –suspiró María.
Antes de que Carmen pudiese decir nada, la puerta sonó con estruendo por el golpeteo de los tres hombres.
–María, abre, necesitamos hablar con vosotras.
–Está bien –dijo caminando pesadamente hasta la puerta.
Al abrir los tres tomaron posesión de la habitación, creando un muro protector de carne humana.
–No podéis abandonar La Andaluza bajo ningún concepto.
–¿Qué ha sucedido?
–Carvajal ha atacado a don José.
–¿Qué? –exclamaron las tres.
–Además Andrés ha desaparecido –dijo Montés.
Carmen quería y necesitaba dejar de mirarlo, pero le resultaba imposible. Ese hombre tenía un magnetismo contra el que no era capaz de luchar.
–¿Sabe que estoy aquí? –preguntó la voz ahogada de Lola.
–Creo que sí –murmuró Ángel acercándose a ella.
Carmen observó que Lola empezaba a temblar. Le parecía extraña esa reacción en ella, pues parecía que tenía el temple de un soldado. Nunca la había notado nerviosa o preocupada, sin embargo ahora su rostro se había vuelto tan blanco como la leche.
–Vamos a protegerte. Mientras estés en La Andaluza no te hará daño.
–Será mejor que me entregue, el castigo será más suave si lo hago.
–¡No voy a permitir que te entregues a él! ¡Eres mía maldita sea! –rugió Ángel.
–¿Tuya? No puedo ser de nadie mientras él viva. No va a dejarme nunca, ¿no te das cuenta? Jamás estaré a salvo mientras viva.
–Entonces morirá… –repuso Ángel con voz fría.
Carmen notó que se le helaba la sangre, sin embargo María parecía impasible, pensativa tal vez. Montés no dejaba de mirarla y ella sintió que todo lo que le rodeaba se borraba excepto esa mirada que le penetraba hasta el alma. ¿Estaría enamorándose de él? Podría ser y, entonces, ¿qué iba a hacer? ¡No iba a poder ser feliz con nadie más!
–María, tenemos que hablar –ordenó Álvaro a su esposa.
–Sí, tenemos que hablar –asintió siguiéndolo.
–Nosotros también –dijo Ángel a Lola.
Esta, con paso sereno, se encaminó hacia su habitación y el hombre cerró la puerta tras de sí. Carmen sintió que se mareaba. Estaba a solas con ese hombre en su habitación, ¡sin nadie que los vigilara! Eso no estaba bien. Si deseaba arruinarla, podía hacerlo, pero ¿no lo había hecho ya? Comenzó a alejarse de Montés retrocediendo hacia la ventana sin quitarle los ojos de encima. Su mirada se había oscurecido y se mostraba felina como el gato salvaje que ocultaba en su corazón.
Montés sonrió al cerrar la puerta. Había estado pensando en ella todo el día sin poder quitársela de la cabeza. Estaba deseando que llegara la fiesta para poder bailar con ella, sentir su cuerpo al mismo compás que el suyo, notar sus piernas junto a las suyas, ver su pecho subir y bajar por la agitada danza… ¡Con solo pensarlo ya estaba listo y preparado para ella! Tenía que acabar con esa tortura o no iba a poder contenerse. La deseaba tanto…
–Prudencia –dijo con tono contenido–. Tengo que pedirte que no abandones la hacienda, las cosas están muy revueltas y fuera de estas tierras no podemos asegurarte protección.
–¿Qué ha pasado?
–El capitán Carvajal ha agredido al párroco. Además parece ser que se ha llevado a uno de los nuestros que se ha ido de la lengua…
«Lengua… ¿no había otra palabra?»
–¿Lola corre peligro?
–Es más que probable.
–Entiendo…
–¿Tienes miedo?
–No… Sí, supongo que no tiene sentido mentir. Ahora me arrepiento… –calló para no decir lo que en realidad quería. Debía esperar a que todo se solucionara.
–¿De qué te arrepientes? –pregunto salvando la distancia que los separaba.
–De nada.
El calor que nacía entre ellos cada vez que estaban cerca era más que evidente. No podía evitar sentir lo que sentía por ese hombre, pero era consciente de que era un locura, una locura deliciosa, pero una locura que no les traería nada bueno a ninguno de los dos, sobre todo a ella.
–Deberías abandonar la habitación –le pidió.
Montés se alertó. Sabía lo que podía llegar a pasar si no salía de esa habitación. El deseo de besarla de nuevo estaba creciendo con la misma rapidez que su miembro.
–Tienes razón, debería irme. Aunque si te soy sincero, no lo deseo.
–¿No lo deseas? –no pudo evitar preguntar ella.
–No, lo que deseo es hacerte mía, reclamarte.
–Pero… eso no puede ser.
–¿Te gustaría?
–Quizás… si no fueses un bandolero y yo…
–¿Una pura sangre?
–Es una forma de verlo.
–Pero me deseas.
–Creo que es evidente.
–Pero quiero que me lo digas. Necesito escucharlo de tus labios, notar el aliento cálido de tu boca mientras lo confiesas.
Alejandro se había acercado hasta ella, sigiloso. Ahora la tenía acorralada contra la ventana. Se acercó más y Carmen se dio cuenta de que estaba atrapada. Su trasero golpeó el alfeizar de la ventana de madera y Alejandro aprovechó para alzarla y colocarla sobre él. Abrió sus piernas y se coló entre ellas. La espalda de Carmen rozaba el frío cristal.
Lo miró a los ojos, tenía que decirle que se alejara, pero no lo deseaba. Lo que realmente quería era tenerlo más cerca, que su piel se mezclara con la suya al igual que el sabor de su boca lo había hecho en la de ella.
–Voy a besarte, Prudencia.
–Pero no puedes…
–¿No puedo?
–No, pertenezco a otro.
–No hay ningún otro –masculló molesto antes de estrellar su boca en la de ella.
El impacto fue como esperaba. Su dulce sabor llenó de nuevo sus sentidos y el animal que aguardaba dentro se despertó con hambre. Hambre de ella. Esa mujer iba a ser suya aunque no lo supiera y quería hacerla sufrir un poco.
Se lo merecía, por escaparse, por llamarlo viejo… Ahora iba a demostrarle lo viejo que se sentía.
Carmen estaba perdida de nuevo en los brazos de Montés, embriaga por su sabor y consumida por el calor que despertaba en ella y que ese cuerpo masculino le devolvía. Sus manos hablaban solas, recorrían sin permiso la firme espalda de Montés, que aprobaba su actitud con gruñidos que la excitaban.
Su espalda presionó con fuerza la madera y el cristal y el cuerpo masculino la abrasó. Lo sentía tan cerca y a la vez tan lejos… Le sobraban el vestido, el miriñaque, la piel… Deseaba que su lengua le lamiese el alma dejando su huella.
De repente él se separó y se arrodilló frente a ella. Confusa y con las mejillas arreboladas, lo miró sin saber qué iba a suceder por un momento antes de que desapareciera debajo de su falda. Sus manos acariciaron sus muslos y Carmen echó la cabeza hacia atrás sin poder pronunciar nada que no fueran suspiros tan profundos como su placer.
Algo húmedo comenzó a recorrer su pierna. Comenzó en la rodilla y fue subiendo hasta llegar a esa zona tan inflamada y caliente que necesitaba apagar. Sabía que tenía que protestar, que debía detenerlo, pero no podía. Estaba sumida en su propio placer y en esos momentos nada más le importaba.
Ahogó el grito que desgarró su pecho cuando notó la boca del hombre sobre su sexo. Apretó sus manos con fuerza al borde de la ventana y cuando sus dedos acariciaron el centro de su placer por encima de la ropa interior, creyó explotar.
¿Esto era la intimidad con un hombre? ¿Así de bien hacía sentir? ¿Se suponía que debía sentirse mal?
No quería que parase, pero no estaba segura de qué era lo que estaba sucediendo. Uno de los dedos se paseó por su sexo. Notaba las bragas húmedas y su respiración cada vez más agitada.
–Por favor –murmuró.
–Por favor, ¿qué?
–No… lo sé –balbuceó.
Montés sabía que era inocente. Ni siquiera tenía claro qué era lo que pedía ni lo que necesitaba. Eso le hizo sonreír y aspiró el aroma de su sexo. Estaba preparada para él, por él. Le gustaba ver que causaba en el cuerpo de la mujer los mismos estragos que ella en el suyo. Deseaba acabar lo que había empezado, su miembro se movía nervioso ante la expectativa, pero había llevado demasiado lejos el juego y tenía que detenerse ya.