Capítulo 21

 

Las voces de Lola y Ángel fueron el detonante que les hizo parar. Ella no podía permitir que la viesen de esa guisa. Era evidente que estaban discutiendo. Alejandro se levantó, colocó bien las ropas de su prometida, le sonrió y salió por la puerta sin decir más.

Carmen no sabía si llorar, gritar o salir detrás de ese hombre y golpearle hasta que no le quedasen fuerzas. ¿A qué jugaba con ella? No lograba entender qué sucedía… Lo que sabía era que cada vez se quedaba más y más desolada.

La puerta que comunicaba ambas habitaciones se abrió sin previo aviso y Carmen comprendió por qué Montés se había ido sin decir nada. Debía de haber advertido que Lola iba a abrir la puerta. Parecía disgustada, molesta.

–¿Qué ha sucedido? –preguntó Carmen todavía con el corazón a mil.

–Quiere que me case con él.

–Pero eso es una buena noticia, ¿verdad?

–No lo sé, Prudencia, no lo sé… Yo… no sé si podré…

–¿Qué no vas a poder?

–Volver a ser una mujer completa, tener ilusiones, sueños, esperanzas… Me lo arrebató todo.

–¿Quién? ¿Carvajal?

–Sí, él.

–¿Qué te hizo?

Y así, iluminadas por la luz de la luna, Lola le contó a Carmen todo lo que había sufrido, todo lo que había soportado, el dolor, la humillación, el abandono de su padre, las noches bajo el peso de su cuerpo… su olor. Eso era algo que no podía borrar, el hedor que despedía.

Carmen lloró junto a ella en silencio. No comprendía cómo alguien podía ser tan vil ni cómo un padre podía vender a una hija. Aunque no era tan raro, ¿no? ¿Acaso su padre no había hecho algo parecido con ella? ¿Venderla a un hombre que no conocía y que no sabía cómo iba a tratarla?

–¿Le quieres?

–¿A Ángel?

Carmen asintió.

–Es un buen hombre –repuso Lola.

–Pero… ¿le quieres? –insistió.

–No lo sé, puede que sí, que esto que siento sea amor.

–Creo que si tú le amas y él a ti deberíais estar juntos. El amor es algo demasiado hermoso y escaso como para no atraparlo cuando se presenta.

–¿Y tú? ¿Vas a atraparlo?

–¿Yo? Mi caso es diferente… –confesó, y su voz sonó tan triste que incluso le sorprendió a ella misma.

–No, no lo es. Tienes miedo, igual que yo.

Con esas palabras, Lola abandonó la habitación y se encerró en la suya. Era tarde y Carmen estaba cansada por el largo día. Le dolía más abajo del vientre y notaba las piernas mojadas. Todo por culpa de Montés.

Se acercó a la ventana y observó la quietud de la hacienda por la noche. Y allí estaba su bandolero iluminado por la luz de la luna, montado en su semental y abandonando las tierras del duque.

Sería la última vez que lo vería. A partir de la mañana siguiente, tendría que conocer a todos los jóvenes que acudiesen a aquella fiesta que tenía por objetivo que ella se hiciera con un buen partido, aunque se temía que ya ninguno le parecería bueno al lado de ese gato que había arañado su alma.

 

 

El grupo de forajidos sonreía y se frotaba las manos gracias a la gran cantidad de dinero y joyas que había conseguido. La madrugada había sido productiva: habían aprovechado el flujo de invitados que se dirigía a La Andaluza para llenar sus bolsillos.

Todavía estaban afectados por la detención de Andrés, pero Ángel ya había trazado un plan junto a Alejandro para sacarlo de allí. Por un lado estaba contento, pues habían ganado mucho dinero, tanto como para ayudar a todas las familias más necesitadas y obtener un buen pellizco. Quería comprarle algo bonito a Lola, un abanico o un mantón… y si podía, las dos cosas. Se la imaginaba bailando desnuda bajo el mantón y meneando el abanico al compás de sus caderas.

Esa mujer le volvía loco. Haría todo lo posible por hacerla suya y Carvajal no iba a volver a poner ni una sola de sus sucias miradas sobre ella. Ahora le pertenecía.

–¿Vamos? –preguntó Alejandro disimulando.

–Estoy esperando.

–¿Quién es la nueva?

–Nos la mandó la dueña del burdel. Carvajal la destrozó y dejó una bolsa de monedas como pago.

–Se la ve asustada.

–El médico tuvo que coserla entera, la destrozó por completo. Gracias a Dios que perdió el conocimiento y apenas recuerda nada.

–Cada vez abusa más de su poder.

–Habrá que cortarle las alas –respondió Ángel.

Todavía faltaban un par de horas para que el sol brillase con fuerza y Alejandro le hizo una señal para que lo siguiera. Se escabulleron del campamento en silencio, no querían que nadie supiera qué se traían entre manos.

Al llegar al cuartel observaron que no había guardias en la puerta: o Carvajal estaba muy seguro de que era intocable o se había olvidado de su seguridad. Al entrar con cuidado notaron que algo no iba bien: el silencio sepulcral parecía decir a gritos que corrían peligro.

–¿La ha matado él? –preguntó una voz cansada de mujer.

Los dos hombres se miraron sin entender qué sucedía, hasta que Alejandro vio de quién se trataba. Se despejó el rostro, hizo una señal a Ángel para que continuara con su escrutinio y se acercó a la esposa de su capitán.

–¿Qué hace levantada tan temprano?

–¡No puedo dormir! ¡La culpa me corroe!

–¿Culpa? –preguntó sin saber a qué se refería la mujer impedida de la silla.

–Sí. Yo sabía lo que pasaba, lo que sufría y lo que él la obligaba a hacer, pero no hice nada, ¡nada! Dejé que acabase con ella porque así me dejaba tranquila a mí…

Alejandro no podía creer que esa mujer le estuviese dando a entender que sabía todo lo que sucedía en su casa y que creía que su esposo había terminado con la vida de Lola. Una mujer que parecía perdida en su propio mundo y que ahora resultaba saber cuanto sucedía. Después de todo, los rumores de los que le había hablado su empleado, Jesús, eran ciertos.

–La ha matado… –murmuró–. Estoy segura. ¡Y todo por mi culpa! –sollozó.

–No, no tiene usted la culpa de nada, señora…

–Sí, la tengo, no trates de consolarme, pero va a pagarlo muy caro. Ten, Alejandro, en este libro lleva un registro de todos los sobornos. Encárgate de hacer justicia.

Sin decir más, la mujer se fue en su silla de ruedas tan silenciosamente como había llegado. Alejandro cabeceó y se dirigió hacia los calabozos. Quería ver qué sucedía allí abajo.

Al llegar al sótano lo primero que sintió fue esa bocanada de humedad que le azotó el rostro y lo obligó a arrugar la nariz. No había apenas ventanas al exterior y la suciedad mezclada con la sangre de algunos de los presos hacía que la atmósfera fuese densa. Pasó por las celdas, una a una, y de pronto vio en el suelo a un hombre mayor sucio y hambriento que se acercó a rastras hasta él cuando lo vio llegar.

–Señor, señor… Tenga piedad. Yo no tengo la culpa de que la zorra de mi hija escapara… –murmuró.

Sin duda era el padre de Lola y Alejandro sintió pena. ¿Cómo podía un padre hacerle eso a su hija y no sentir remordimientos?

–No mereces salir. Ella no es ninguna zorra, lo único malo que tiene es su progenitor –dijo de repente la voz de Ángel sobresaltándolo.

–¿Estás bien?

–Sí, me he dado una vuelta, lo tiene en la última celda, pero no puedo forzar la cerradura para soltarlo.

–Está bien. Vamos –dijo Alejandro.

A cada paso la oscuridad se acentuaba, el olor era más intenso y el cuerpo de Alejandro tardó varios minutos en acostumbrarse. Nunca había llegado tan lejos. No era habitual, al menos que él supiera. Se preguntaba por qué su capitán lo había llevado hasta allí.

Tan solo la tenue luz de una tea que colgaba de la pared iluminaba el oscuro pasillo y el pequeño rincón que era la celda.

Andrés estaba al fondo, hecho un ovillo y con la cabeza oculta entre sus propios brazos.

–Andrés –le llamó en un susurro.

El hombre alzó la cabeza y los miró sorprendido.

–¿Habéis venido después…?

–¿Después de…?

–De lo que he hecho.

–¿Qué has hecho exactamente? –preguntó Ángel apretando los dientes.

–Quise hacer un trato con él, para largarme de aquí.

–¿Qué trato? –preguntó Alejandro.

–Le dije dónde está Lola a cambio de una bolsa de monedas y la libertad.

–¿Cómo has sido capaz…? –gritó–. Después de todo lo que hemos hecho por ti…

–Yo… no lo sé. Estaba cegado…

–¿Estabas cegado? ¿Por qué?

–Por ella, la quería para mí, pero Ángel la reclamó primero.

–Eso no es motivo para delatar a tus hermanos –sentenció Alejandro.

–¿Me vais a dejar aquí?

–No mereces otra cosa, nos has puesto en peligro. Ya no eres uno de los nuestros.

El silencio se apoderó de todos cubriéndolos como una pesada capa. Ángel y Alejandro se dieron la vuelta y caminaron hacia la salida sin importarles las quejas y lamentos de los dos hombres que estaban entre rejas. Por una vez, solo una vez, Carvajal había acertado al ponerlos ahí, donde se merecían estar.

Al salir de la casa cuartel y perderse entre la espesura del bosque, se relajaron y se sentaron para contemplar la puesta de sol. Alejandro no podía dejar de pensar en lo que Andrés les había dicho. Los había delatado. Había contado a Carvajal que ellos tenían a Lola y ahora iban a tener que doblar las guardias y ser más precavidos.

La fiesta de Álvaro era el lugar indicado para atacar. Al ser una gala con máscara, una idea que él mismo había propuesto, les había puesto en bandeja poder colarse sin ser reconocidos. ¡Ahora se arrepentía tanto! Pero… ya no había nada que hacer. Debía tratar de que todos, en especial su prometida y Lola, estuviesen a salvo.

–¿Crees que ha revelado tu identidad? –preguntó Ángel.

–No lo sé –suspiró–. Podría ser, pero tengo algo con lo que no cuenta.

–¿Qué es?

–La prueba de sus fechorías escritas con su puño y letra.

–¿De dónde demonios has sacado eso?

–No lo vas a creer, apenas sí me lo creo yo. Su mujer cree que su marido ha matado a Lola y en venganza me ha dado el libro donde él tiene todo escrito.

–¿Qué vas a hacer?

–Enviárselo al rey.

Ángel asintió. Ya era hora de que ese saco de grasa diese con los huesos en el talego, igual que él hacía con los demás. Era el peor de todos y merecía la máxima condena. Sin mediar palabra, continuaron la marcha hasta La Andaluza. Debían poner sobre aviso a Álvaro y trazar un plan por si las cosas se ponían feas.