Capítulo 3

 

Ángel la acompañó hasta el río para que se refrescase mientras Andrés le preparaba el catre. Iba a dormir en la cueva para tener privacidad. Los demás iban a repartirse la guardia de esa noche.

Álvaro había decidido que a la mañana siguiente irían al pueblo para saber qué había sucedido de verdad, si ese cabrón estaba muerto sería la comidilla del pueblo. No entendía cómo podía abusar de su poder de esa forma: cobraba cuotas a los mercaderes por su protección, abusaba de las mujeres, utilizaba a todos los habitantes como si fuese su dueño… Alejandro no soportaba estar bajo el mando de un hombre sin honor y ellos serían bandidos, pero eran honorables.

Ángel la dejó unos minutos para que tuviese intimidad y se acercó a la luz de la candela. Sus compañeros lo miraban en silencio.

–Si lo ha matado, nos ha ahorrado trabajo –masculló pronunciando lo que todos pensaban.

Sus compañeros no hablaron, pero asintieron conformes. A esas horas todo estaba tranquilo. Algunos entonaban suaves canciones con sus guitarras y la hoguera crepitaba con susurros provocados por los rescoldos que quedaban. Otros jugaban a las cartas sin prestar atención a nada más, relajados.

Lola se quitó la suciedad con el agua del río. Estaba helada, pero no le importaba. Por primera vez sentía una gran paz que le llenaba el pecho, parecía que al fin había encontrado un sitio donde no le harían daño.

No pudo evitar recordar el paseo junto a Ángel, ese hombre extraño que la trataba con una delicadeza que parecía no poseer, pues era rudo, fuerte y… encantador. Deseaba no sentir esa comezón en el estómago cada vez que sus ojos grises la miraban de esa forma que parecía traspasarla y empaparse de sus secretos; pero ahí estaba, no podía ignorarla. Aunque no debía, no podía permitirse soñar pues sabía que nunca volvería a poder estar con un hombre sin entrar en pánico.

El camino hasta el río había sido tranquilo. Caminaron sobre el mullido manto que formaban las agujas de los pinos y que cubría el rocoso páramo. El olor a lavanda era agradable y limpio. La luz de la luna apenas era capaz de traspasar el espeso follaje para iluminar el sinuoso sendero.

Ángel no decía nada. Caminaban en silencio, una quietud rota tan solo por el sonido de los animales nocturnos y el de sus propias respiraciones acompasadas. De vez en cuando, sus manos se rozaban por casualidad y esos roces llenaban ese hueco vacío y solitario en el interior de Lola. ¡Era tan agradable sentir esa ruda piel sobre la suya!

–Lola –rompió el silencio–, ¿cómo acabaste con Carvajal?

–Es una larga historia –murmuró presa de la sorpresa.

–Tenemos tiempo –contestó.

–Sí, lo tenemos, supongo. Bueno… creo que no hay una manera suave de contar esto. Verás, mi padre me usó para saldar una deuda con mi amo.

–No tienes que llamarlo amo nunca más.

–Es la costumbre, espero que desaparezca con el tiempo.

– ¿Te obligaba a llamarlo así?

–Le gustaba que lo llamara así.

Ángel se detuvo, lo que obligó a Lola a detenerse a su vez. Se quedó frente a ella mirándola de arriba abajo con una expresión que Lola no fue capaz de descifrar. Cuando pensó que no iba a aguantar más tanto silencio, él habló:

–¿Qué deuda?

–Mi padre bebe demasiado y apuesta aún más… Cometió varios robos para poder seguir apostando y el a… –se frenó antes de terminar la palabra–, y el capitán lo detuvo. Le propuso ser libre a cambio de que yo pasara a estar bajo su protección. Buscaba una joven que hiciera compañía a su maltrecha esposa, que la entretuviese con largas charlas y le leyese historias.

–Ya veo. Y tu padre te entregó.

–Lo hizo.

–Pero Carvajal quería más.

–Siempre quería mas, parecía que nunca nada fuera suficiente. Aunque hay algo que nunca ha conseguido.

–Aquí es. Regresaré con los demás al campamento. Si me necesitas, grita.

Se alejó para que ella tuviera intimidad y la separación a ella le hizo sentir un frío sobrecogedor que se apoderó de su cuerpo. Cuando terminó de limpiarse, se sentó en la orilla dejando los pies sumergidos en el agua hasta los tobillos. Le dolían por la sensación heladora, era como si sus pies estuviesen siendo cortados por miles de cristales diminutos a la vez, pero tenía la necesidad apremiante de sentir algo que no fuese miedo y que le demostrara que todavía quedaba algo de vida en su interior.

Ángel pensó que ya había pasado el tiempo suficiente para que regresara y más aún. Empezó a sentirse inquieto por la posibilidad de que le hubiese ocurrido algo, así que se levantó y comenzó a caminar a paso ligero, que pronto se convirtió en una carrera a toda velocidad hasta que la divisó sentada en la orilla del río iluminada por la luz de la luna.

Los pasos hicieron que ella volviera la mirada y se encontró con Ángel, que se acercaba.

–Lo siento, no quería asustarte, es que estaba preocupado.

–No, yo lo siento. Es solo que… necesitaba estar a solas.

–Sé lo duro que debe de ser, pero aquí estarás a salvo.

–Quiero que sepas que te estoy muy agradecida.

–¿Por qué?

–Por salvarme la vida.

«No, muchacha, tú me has salvado a mí», deseó decirle Ángel, pero guardó silencio. ¿Cómo explicarle que su valor y su arrojo le habían impresionado hasta tal punto que estaba pensando en quedarse con ella?

Se encogió de hombros y no dijo nada. Lola se levantó y regresaron al campamento, que estaba silencioso. Los hombres que no hacían guardia ya estaban dormidos y Lola sonrió ante la estampa. No entendía cómo era posible que roncasen sobre el duro suelo.

–Dormirás en la cueva –le indicó Ángel.

Al entrar observó que le habían preparado un catre con varias mantas y que sobre la mesa había un tazón con leche humeante y unos cuscurros de pan.

–Te he preparado leche y pan –dijo Andrés sonriendo.

–Gracias. Eres muy amable, Andrés.

Ángel se interpuso entre ellos, con los brazos cruzados sobre el pecho. Miraba a su compañero de manera hostil, algo incomprensible para ella. ¿Qué habría hecho para merecer esa mirada?

–Ya es suficiente –dijo con sequedad.

–Lo siento, no sabía que tú…

–Sí –le interrumpió.

–¿Estás seguro?

–Lo estoy.

–De acuerdo. Buenas noches.

Lola estaba perpleja. No había entendido nada de su conversación, pero estaba tan cansada y, de repente, tan hambrienta que no le apetecía pensar en ello. Se sentó y se tomó de buena gana el pan mojándolo en la leche caliente.

Ángel se quedó con ella, mirándola enfurruñado. Lola no entendía qué le podía pasar, pero no iba a asustarle con ese ceño fruncido, por desgracia se había enfrentado a ogros peores.

–¿Vas a dormir aquí? –le increpó al ver que no tenía intención de dejarla sola.

–No, estaré fuera, haciendo la ronda.

–Buenas noches entonces, Ángel.

–Descansa, Lola.

Sin más salió de la cueva dando grandes zancadas y dejando caer la tupida manta que hacía las veces de puerta. Más allá los hombres comenzaron a murmurar, supuso que de ella, pero el sueño ganó a la curiosidad y, enseguida, se quedó dormida.

 

 

El jinete llegó sin aliento, al igual que su montura. Álvaro y María no estaban en el campamento, se habían retirado a su hogar a descansar. El embarazo pesaba ya demasiado y las camas del campamento no eran lo suficientemente cómodas para la espalda de María. Alejandro se había quedado para asegurar que todo iba bien. Se había echado a dormir un rato, pues su intención era, en cuanto amaneciera, personarse en su puesto de trabajo y de paso averiguar qué había ocurrido realmente con su capitán. Aunque fuese un cerdo cabrón que mereciese la muerte esperaba que ese peso no cayese sobre los hombros de la mujer.

Siempre abusaba de su poder. Pensó que con la muerte de Germán se calmaría, pero ahora era peor, no dejaba de hostigar al pueblo para que cada vez tuviese menos y él más: más riqueza y más poder.

Unas voces lo despertaron del letargo en el que se encontraba entre la realidad y el sueño.

Era Andrés, que lo buscaba desesperado.

–¿Qué sucede?

–Traen noticias.

Alejandro se incorporó como ayudado por un resorte y corrió hacia el fuego, donde Andrés le había indicado que le esperaba el jinete, sentado junto a la hoguera para sacudir el frío de su cuerpo y dispuesto a darles las noticias.

–¿Qué pasa, chico? –preguntó al joven que le era tan familiar.

–Me envía don José. Se ha escapado.

–¿Se ha escapado? ¿Quién, muchacho?

–Su prometida.

–¡Qué demonios! –blasfemó.

–Su padre se ha personado en el cuartel para dar la voz de alarma.

–¡Qué demonios!

–Eso ya lo ha dicho.

–¿Qué quieres decir con que se ha escapado?

–Eso es lo que han oído. Al parecer el padre comentó que podría haberse ido porque no deseaba contraer matrimonio con…

–¿Con…?

–Con el viejo barón, o sea usted.

–¿Viejo? ¡Ni siquiera me conoce!

–Tal vez sea esa la razón, viejo –rió entre dientes Andrés.

–Está bien, trataré de averiguar todo lo que pueda en el pueblo. Otra cosa, chico, ¿has oído algo sobre Carvajal?

–¡Oh, sí! Os va a encantar –sonrió demostrando lo joven que era–. Estaba en la taberna acabándome la jarra de tinto cuando entraron dos jóvenes guardias civiles como locos buscándola.

–¿Buscando a mi prometida? –preguntó, aunque tenía la certeza de saber que se refería a Lola.

–No, no a ella. Dicen que la amante del capitán lo ha atacado, le ha robado y se ha fugado. Al parecer le dio fuerte porque casi lo mata.

–Pero ¿sigue vivo? –preguntó Andrés con impaciencia.

–El doctor ha estado cosiéndole la herida y después se ha pasado por la taberna para tranquilizarnos –ante la observación todos sonrieron, ninguno le tenía simpatía a Carvajal–. Dijo que le dolerá la cabeza unos días, pero que se pondrá bien.

–¡Qué buena noticia! –soltó Andrés con ironía.

–Sí, eso mismo hemos pensado todos. Ninguno iba a decirlo en voz alta, pero todos sabemos que ese bastardo estaría mejor bajo tierra.

–Está bien, chico. Ten –le dijo ofreciéndole unos reales–. Gracias por la información.

El joven agradeció a Alejandro el gesto con una inclinación de cabeza y se marchó sobre su caballo con las mismas prisas con las que había llegado.

Todo de nuevo estaba en silencio, tan solo el crepitar de los troncos deshaciéndose con lentitud rompía la quietud.

–¿Alejandro…?

–Dime, Andrés.

–¿Quieres que vayamos a echar un vistazo y rastreemos la zona?

–Gracias, amigo, pero esto es asunto mío. ¿Dónde demonios se habrá metido esa chiquilla…?

–No lo sé, pero si él la encuentra antes…

–Lo sé, no respeta nada ni a nadie. Puede que cumpla con su trabajo o que simplemente haga con ella lo que le plazca y luego finja que la ha encontrado…

–No pienses lo peor, la encontraremos, aunque haya que levantar cada raíz de cada árbol de toda Andalucía.

Alejandro sonrió levemente, una sonrisa que no sentía pues no llegó a su mirada. Se perdió en los pensamientos que lo asaltaban y, decidido a no pensar en que podría estar muerta, hizo planes para el día que comenzaba a asomarse tímido entre las altas y escarpadas montañas.