Capítulo 14
Carmen se quedó un rato a solas. Le gustaba escuchar el sonido del agua al pasar entre las rocas, el ulular del viento entre las hojas de los árboles, la paz que sentía al estar allí. Estaba segura de que no iban a hacerle daño, los hombres la habían defendido frente al capitán aun sin saber quién era.
Se preguntaba si su prometido conocería a algunos de los bandoleros y si por eso parecían tenerle simpatía. Desde luego el capitán tenía pinta de ser tan violento como describían. Solo pensar en él le puso los pelos de punta. Recordó a Lola y sintió una profunda tristeza; ninguna mujer se merecía pasar por algo así, ninguna… Unas pisadas amortiguadas la distrajeron y al volver el rostro lo vio. Iba todavía sin la camisa, solo con los pantalones mal abrochados, y tenía esa mirada seria que siempre llevaba y que despertaba en ella ganas de saber qué estaría pensando.
Suspiró pesadamente al darse cuenta de que no podía quitárselo de la cabeza, ni a él ni el beso que le había dado. ¿Le gustarían los hombres? ¿Le gustarían las mujeres y los hombres? Alguna vez había escuchado a su padre hablar de esas prácticas que no comprendía.
Intentó levantarse, pero la pierna le falló. A pesar de la perfecta sutura, la herida se abrió y empezó a sangrar de nuevo.
–Deberías cuidarte eso, si se infecta puedes tener serios problemas, chico –dijo con su voz áspera.
–Sí, lo siento, ya me iba…
–Espera, yo… –titubeó acercándose a él–. Yo… Quería decirte que lo siento.
–Está bien.
–Nunca antes me había pasado. ¿Tú cuándo te diste cuenta?
–¿De qué?
–¡Demonios! ¿Voy a tener que decirlo en voz alta?
–Si quieres que sepa a qué te refieres, sí.
–¿Cómo es posible que seas tan… inocente?
Alejandro calló, necesitaba hablar con él y que comprendiese que a él no le gustaban los hombres, o al menos no los demás porque por ese extraño muchacho sí parecía sentir algo impropio.
–Quiero saber si siempre has sabido que te gustaban los hombres.
Carmen ocultó la sonrisa que empezaba a dibujarse en su cara.
–Sí, siempre he tenido claro que me gustaban los hombres.
–¡A eso me refiero! Siempre me han gustado las mujeres. ¡Demonios, soy muy bueno dándoles placer! Y, ahora, de repente, me siento atraído por ti… No logro entenderlo.
–Solo fue un beso.
–¡No digas eso solo para quitarle hierro al asunto! Yo estaba allí, ¿recuerdas? Sé que te gustó tanto como a mí…
Lo había dicho en voz alta, le había gustado ese beso, tanto que después no había sido capaz de satisfacer a la Pepa y la Pepa, era mucha Pepa.
–Sí, me gustó el beso, aunque no tengo con qué comparar: has sido el primero en besarme –dijo en voz baja.
La situación se les estaba yendo de las manos. Alejandro estaba otra vez demasiado cerca de ella, que permanecía sentada sobre la piedra, ahora húmeda, a la orilla del río. Sintió sus manos cerca de su cuerpo y supo que si la tocaba estaría perdida, toda su tapadera se desvanecería. Así que aunque lo que de verdad deseaba era ser besada de nuevo por Alejandro, se levantó como pudo y se marchó, sola, caminando de nuevo hacia el calor de la hoguera. Un calor que necesitaba con desesperación, pues se sentía helada.
Cuando llegó al campamento se sentó cerca de la lumbre. Nadie habló con ella y eso le permitió dedicarse a observar a los demás. Las mujeres se habían cansado de bailar y de deleitar a los demás con sus movimientos sinuosos. Sin saber por qué dos de ellas se sentaron a su lado, pero ninguna le dirigía la palabra.
Ambas se pusieron a murmurar acerca del comportamiento extraño de Alejandro. Carmen afinó el oído, aunque siguió con la mirada fija en las ascuas. Las mujeres parecían preocupadas, nunca antes había querido la compañía de ninguna de ellas y, de repente, en dos noches seguidas había elegido a dos mujeres diferentes y al final no había podido consumar el acto con ninguna.
Las mujeres se reían entre dientes tratando de descifrar qué era lo que le ocurría a ese hombre atractivo y bien dotado que conocían.
«¿Bien dotado?», se preguntó Carmen. No se había fijado en ese detalle, pero, claro, aún no había estado con ningún hombre. Para ella eso era algo sin importancia, aunque esas mujeres parecían conocer el tamaño de los miembros de todos aquellos hombres y, según sus comentarios, Montés escondía un buen trabuco bajo los pantalones.
Carmen sintió cómo se sonrojaba. No podía evitar que el color encendiese sus mejillas y agradeció en silencio que el calor de la hoguera disimulara su sonrojo.
–Si quieres estrenarte, llámame –le susurró una de las mujeres guiñándole un ojo seductor.
Carmen se tensó enseguida, pues no se había preparado para ese tipo de comentarios. Debería haberlo tenido en cuenta. Agachó la mirada como respuesta y vio de reojo cómo la mujer que se le había insinuado se alejaba sonriendo y disfrutando del azoramiento de un joven virgen e inexperto, pero en realidad lo que más temía era meter la pata y que todos supieran quién era en realidad.
–Deberías comer algo, no te he visto comer nada desde que llegaste –le dijo un hombre que se acercó hasta ella con un plato de comida.
– Gracias –murmuró.
–No hay de qué. ¿Te has llevado un buen susto, eh? –dijo señalando la herida–. No te preocupes por ellas, todos fuimos inocentes alguna vez, incluso ellas, aunque ya no sean capaces de recordarlo. Ya llegará tu oportunidad.
–Gracias, señor –dijo de nuevo, pues no recordaba su nombre.
–Llámame Liebre, todos me llaman así.
–¿Liebre? ¿Por qué ese nombre?
–Porque soy muy rápido –confesó sonriendo.
Carmen le sonrió con franqueza y enseguida se arrepintió. El hombre se sintió incómodo y se alejó de él. Lo había vuelto a estropear al mostrar tan abiertamente sus sentimientos, debía tener más cuidado con su manera de actuar. Ahora era un hombre.
Poco a poco todos se fueron retirando a descansar a excepción de los dos hombres a los que les tocaba la guardia. Carmen no tenía claro dónde iba a dormir, si de nuevo en el catre que había usado dentro de la casa cueva o a la intemperie, como el resto de los hombres.
–Carmelo –lo llamó la voz de Montés–. Dormirás aquí –dijo sin más.
Carmen se dirigió hacia la cueva sin decir nada. La verdad era que no le apetecía volver a pasar otra noche cerca de Montés, y ahora menos, él la había besado… bueno, a Carmelo, pero eso no aliviaba el amasijo de nervios que eran ahora sus tripas.
Cuando entró en la cueva dispuesta a ignorarlo todo lo que pudiese y tratar de descansar, se encontró con el hombre aún desnudo de cintura para arriba. Alumbrado por la tenue luz de las teas, no pudo evitar fijarse en sus fuertes brazos y su abdomen marcado, sin duda por el ejercicio continuado. Los pantalones, oscuros, se le ceñían a las largas y musculosas piernas. Con cada movimiento se marcaban cada uno de sus músculos, que no eran pocos.
Se fijó en que no se había rasurado la barba y la mancha oscura que se formaba en sus mejillas lo hacía más atractivo, más rudo. Deseó extender la mano y acariciar la áspera piel, dejar que sus dedos resbalasen por su atractivo rostro y que de nuevo la besara.
Al contrario que otros hombres, él no le parecía desaliñado, sino salvaje. También parecía… torturado, quizás por no haber consumado el acto con la mujer que se había marchado enfadada.
No podía tenerlo claro, no se había dignado a levantar la mirada.
–Buenas noches –acertó a decir.
–Lo serán para ti –masculló él–. Me ha vuelto a tocar hacer de niñera –añadió con despecho.
–Siento ser una molestia para ti –comentó Carmen con la voz rota.
¿Acaso la culpaba a ella de la atracción que sentía? Quizás. Debía reconocer que sería complicado para un hombre como él pensar que ahora, de repente, le gustaban los hombres. ¿Sería mejor confesarle la verdad?
Montés la miró y ella agachó la mirada para evitar que distinguiese, a la luz de la cueva, el verdadero color de sus ojos.
Alejandro se arrepintió enseguida de las palabras que le había dedicado al joven, al fin y al cabo él no tenía la culpa de que él sintiera… esas cosas… por él. Pensó en la chica del lago, la única que le había causado una sensación similar. Debía encontrarla, saber si con ella era capaz de finalizar el acto.
Y mientras pensaba en esa posible solución, ahí estaba de nuevo esa gran erección, solo por pensar que iba a dormir bajo el mismo techo que el muchacho. Estaba furioso, sí, pero no con el chico, sino con él mismo.
–Lo siento, nada de lo que sucede es culpa tuya. Siento haberte convertido en el blanco de mi frustración.
–No importa, supongo que lo entiendo. No es la primera vez que me sucede algo así.
Y, para su pesar, era cierto. Recordaba a su amiga Lidia, ¡cuántas veces por celos la había desmerecido delante de los demás! Siempre se había burlado de ella y había acentuando sus defectos, como su altura, desmesurada para ser mujer o considerarse bonita, o sus extremidades, demasiado largas para ser tomadas por gráciles o atractivas para los hombres.
Se lo había repetido tantas veces a lo largo de los años que ella misma no se consideraba una mujer deseable… porque no lo era. Y por eso su padre no había tenido más remedio que prometerla con un vejestorio lleno de verrugas peludas.
Un escalofrío la recorrió de arriba abajo.
–¿Tienes frío? –le preguntó Alejandro al notar su repelús.
Carmen asintió, pero no tenía fuerzas para decir nada. Alejandro se dirigió al centro de la cueva y avivó la pequeña hoguera que reinaba en el hogar. Con un gesto de la mano le indicó que se sentara allí.
–Eres muy joven… –comentó, más como una observación, como si no esperase respuesta.
–No tanto, señor, ya he cumplido los veinte.
–No lo parece, te echaba dieciséis.
–Pues tengo veinte, señor.
–No tienes apenas vello, ni músculos. Tus facciones son demasiado femeninas, al igual que tus maneras, tu forma de caminar… Incluso tu voz suena como la de una chica.
Eso era, ahí estaba. Ese era sin duda el Montés suspicaz del que le había advertido María. Se había percatado de todo eso con apenas unas miradas.
–No sé, señor, qué hay de malo en mi cuerpo, pero lo que sí sé es que tengo veinte años. Lo demás he de agradecérselo a la naturaleza, que no me ha dotado de la corpulencia propia de los hombres, lo que, junto a mis facciones y mi voz afeminada, me ha costado burlas constantes.
Carmen tomó aire después de soltar la parrafada y se sintió orgullosa al pensar que lo estaba haciendo muy bien.
–Supongo que no te habrá sido fácil.
–No, no lo ha sido. A pesar de todo, aquí estoy, donde quería estar.
–¿Por qué nos buscabas?
–Porque necesitaba refugio. Huía.
–¿De qué huías?
Carmen dudó, no podía decirle la verdad. ¿Qué excusa inventar entonces?
–De mi padre… No me entiende, solo es eso.
–Bueno, todos tenemos padres así –sonrió relajado por primera vez.
Y al hacerlo, el corazón de Carmen se detuvo un leve instante antes de volver a latir con fuerza y rapidez. Estaba hiperventilando, se sentía desfallecer. Era el hombre más atractivo que había visto y cuando sonreía su corazón se inflaba tanto que temía que estallase en miles de trozos. Se notaba las manos sudadas, la boca reseca, la respiración agitada… exactamente igual que María le había contado que se sintió cuando se enamoró del duque. ¿Era acaso eso el principio del amor?
–¿Estás bien, chico? –preguntó Montés ahora enfadado.
–Sí, lo siento. Mejor me iré a dormir.
–Sí, mejor –contestó Alejandro con frialdad.
Estaba molesto de nuevo. En el momento en que el chico le había mirado con fijeza para después sonrojarse y había entreabierto sus labios, solo había podido pensar en meter dentro su lengua caliente y saborearlo. ¿Qué demonios le pasaba? ¿Estaba enfermo? No comprendía por qué ese chico apocado y que había llegado de la nada lo inflamaba con tanta pasión. Por más que intentaba saber cuál era el motivo, no era capaz de averiguarlo.
Se sintió otra vez frustrado por no poder dominar sus emociones ni controlar las reacciones de su cuerpo. Debía estar volviéndose loco, pues de nuevo estaba admirando el trasero del chico y pensando en darle un buen mordisco. Tenía que salir de la cueva antes de hacer algo de lo que se arrepintiera por la mañana.
–No te muevas de aquí, he de irme.
Carmen lo escuchó salir, pero no dijo nada. No podía creer que la fuese a dejar sola. Su mente bullía preocupada. No le gustaba quedarse sola en la cueva, al menos él la protegía o eso quería creer. Pero ¿y los demás? ¿Estarían sujetos también a la promesa de no hacerle daño?
Sin pensarlo más, salió sigilosamente de la cueva dispuesta a seguir a su gato montés.