Capítulo 5

 

Alejandro no dejaba de maldecir entre dientes, ¿quién diablos era ese mequetrefe? Apenas era un hombre, ni siquiera tenía un poco de vello en el rostro. Era tan solo un niño pequeño e imberbe con demasiados pájaros en la cabeza. Pero no era eso lo que le molestaba, lo que más le fastidiaba era la extraña sensación que ese jovenzuelo provocaba en él. Notaba cómo su entrepierna reaccionaba ante la faz aniñada y sucia del chico.

Se maldecía por ello. Sabía que había otros hombres que preferían compañía masculina, pero ¡demonios!, él siempre, siempre, había preferido a las mujeres y nunca se había sentido atraído por ningún otro de su mismo género, tuviese la edad que tuviese, fuese atractivo o no.

Debía reconocer que el muchacho era guapo, casi demasiado para ser un hombre. Tenía un aire femenino que, junto a su cuerpo delgado y sin músculos, tal vez confundía a su mente, que lo comparaba con una mujer.

–Demonios –murmuró de nuevo.

– ¿Qué te ocurre, Alejandro?

–Nada, señor.

–No tienes por qué hacerlo.

– ¿El qué?

–Hablarme de señor, ya lo sabes.

–Sí, lo sé, Álvaro. Lo sé.

– ¿Qué te ocurre?

–Todo. Y nada. Supongo. Tengo que tratar de encontrarla.

– ¿No ha aparecido todavía?

–No, aún no. Su padre tiene a todo el cuerpo de la Guardia Civil buscándola sin descanso y eso me asusta.

– ¿Crees que podrían adentrarse tanto en el bosque?

–Bueno, el muchacho zarrapastroso lo ha hecho y está claro que no tiene ni idea de cómo rastrear.

–Es tan solo un chico perdido, supongo. Solo sé que se ha ganado el corazón de María sin hacer nada.

– ¿Por qué habrá huido? No lo entiendo, si ni siquiera nos habían presentado.

–Bueno, podría contarte una larga historia sobre huidas –dijo sonriendo al recordar a la que ahora era su mujer–, pero mejor lo dejamos para otra ocasión. Ten paciencia. Y borra nuestras huellas.

–Lo hago, Álvaro, pero no sé durante cuánto tiempo podré mantener a los míos lejos de aquí.

–Los tuyos somos nosotros.

–Sí, a veces es difícil recordar en qué lado me encuentro.

–Es lo peor de llevar una doble vida.

– ¿Cómo eres capaz de sobrellevarlo?

–Bueno, mi mujer lo sabe y vosotros también. Así que no miento a demasiada gente, lo que facilita bastante mi vida.

– ¡Es tan complicado!

–Lo sé, Alejandro, y más para ti que se supone que deberías estar buscándonos para encarcelarnos.

–Y lo habría hecho, lo sabes, pero cuando averigüé cómo actuabais en realidad no pude hacerlo, tan solo, no pude.

–Lo sé, amigo, lo sé.

El silencio entre ellos se vio interrumpido por el suave mecer de las ramas empujadas por el viento.

–No puedo hacer algo que creo que está mal ni castigar algo que creo que está bien.

–Es complicada nuestra vida. Siempre estamos bailando en la cuerda floja y no sabemos qué giro inesperado nos hará caer, ni hacia qué lugar será…

–Al menos la tienes a ella.

–Sí. Sin ella no sería yo. Lo es todo para mí.

–Me gustaría poder sentir por mi prometida algo tan intenso. Yo… deseaba intentarlo, pero no me ha dado ni siquiera la oportunidad.

–Bueno, amigo, las mujeres son muy complicadas, pero, Alejandro, las complicaciones tienen sus recompensas.

–Es fácil decirlo, María es única. Es una mujer por la que luchar hasta morir.

–Pero es mía, no lo olvides.

–Nunca lo haría, aprecio demasiado mi cuello –contestó tocándoselo.

Los dos hombres rieron al unísono. Álvaro sabía que podía confiar plenamente en Alejandro, en él había encontrado al hermano que nunca tuvo.

–No desistas, amigo, hay una mujer por ahí para ti y seguro que la encuentras cuando menos lo esperes, en la oscuridad de la noche.

–La oscuridad de la noche me ha traído a un jovenzuelo afeminado –dijo enfadado y con voz seria.

–Es tan solo un chiquillo, no le guardes rencor.

–Sí, bueno, voy a llevarle la cena, no quiero enfadar a tu mujer, creo que tiene peor genio que tú.

Y riendo de nuevo, los hombres se alejaron de la hoguera. Alejandro entró de nuevo en la cueva y dejó sobre una pequeña mesa de madera, cerca del extraño joven, un plato con estofado, un trozo de pan algo duro y una jarra con vino dulce.

Cuando entró, notó que la mujer de su amigo y el chiquillo estaban hablando en susurros, casi intercambiándose secretos, lo que lo aturdió más.

–Aquí dejo la comida –informó de mala gana.

–Gracias, Alejandro. Otra cosa más, ¿podrías luego acompañar al joven a asearse? Está muy sucio.

–Mejor no, gracias –dijo Carmen en un susurro.

Se acababa de quedar petrificada. No podía acompañarla a asearse, se daría cuenta de que era una mujer y, ahora mismo, no deseaba que nadie lo supiese.

–Estaré fuera con vuestro esposo –dijo mientras se marchaba de la cueva.

– ¿No deseas asearte? Estás muy sucio y algo me dice que la suciedad no forma parte de tu vida.

–Sí, sí que deseo asearme, pero es algo que me gustaría hacer en la intimidad. Prefiero que no me acompañe ningún otro hombre.

–No te harán daño, sea de lo que sea de lo que huyes, aquí estarás a salvo. Te cuidarán si tú cuidas de ellos y te serán leales si demuestras lealtad.

–Parece tan sencillo…

–Lo es, créeme. Y, ahora, dime: ¿por qué has huido?

–No deseaba casarme.

Ante la inesperada confesión, María se sintió de inmediato identificada pues, no hacía mucho tiempo, había vivido algo similar. Pero gracias a la aparición de los bandoleros en su vida ahora era una mujer felizmente casada con el hombre que amaba y juntos habían conseguido salvar los obstáculos que la vida les había puesto de por medio.

En realidad era la dueña y señora de toda esa tierra junto a su marido, Álvaro, el famoso bandolero al que conocían como el Caballero y al que habían enterrado para simular su muerte.

A pesar de todo, de las tierras, las propiedades, los vestidos maravillosos… donde en realidad se sentía más feliz era ahí, en el pequeño poblado que habían construido para ayudar a los más necesitados y para que los otros componentes de la banda pudiesen mantener a sus familias a salvo.

Así que comprendía por qué querría huir de un matrimonio concertado, aunque no fuese normal que lo hiciera un hombre, y este en concreto parecía muy joven, ni siquiera se asomaba en su aniñada tez un leve rastro de vello masculino.

A la luz de las antorchas, María se fijó más en él. Se dio cuenta de que llevaba el cuello tapado con un pañuelo, a pesar de la cálida noche, el pelo oculto bajo el pañuelo y un sombrero que no se había quitado, ni por educación, delante de una dama. Advirtió que la chaqueta le quedaba demasiado ajustada en la zona del pecho y ancha en la cintura y que el pantalón… se pegaba a sus largas piernas y marcaba más de lo normal sus redondeados muslos. No parecía un chico; parecía una chica disfrazada de chico.

–Te contaré una historia, Carmelo –dijo–. Es una historia real, muy real. Hace no mucho tiempo conocí a una joven testaruda e indómita que se reveló contra su padre. No deseaba desposarse con el hombre que este había elegido para ella como compañero, pues en su único encuentro él se había mostrado cruel y había golpeado a su doncella. Durante el viaje hasta el que sería su nuevo hogar, no dejó de llorar y lamentarse por lo desdichada que sería su vida y por lo corta que llegaría a ser si no se comportaba como una mujer debía de hacerlo, pues seguramente su futuro marido la golpearía hasta matarla. Pero durante su viaje tortuoso tuvo un incidente inesperado.

– ¿Un incidente?

–Sí, así es. Fue asaltada por bandoleros.

– ¿Y qué ocurrió?

–Que se enamoró.

–Es muy romántico. Ojalá me pasara a mí algo similar y no tuviese que casarme con ese viejo que mi padre me ha buscado como marido.

–Puede que te haya ocurrido –sonrió María, pues había conseguido lo que quería: sin darse cuenta Carmen acababa de delatarse–. Ahora empezaremos de nuevo, ¿de acuerdo? ¿Cómo te llamas?

–Carmen –dijo con las lágrimas desbordándole los ojos.

–No llores, ven aquí –le pidió María.

Carmen se arrodilló al lado de María y apoyó el rostro en su regazo, donde lloró y lloró largo rato. Cuando se hubo calmado, alzó la mirada y contempló a María. Parecía una mujer agradable, fuerte y en la que poder confiar. Si deseaba que su plan surtiese efecto, debía apoyarse en alguien, ¿y quién mejor que otra mujer que había luchado para librarse de su oscuro destino?

–Me llamo Carmen, Carmen María Muñoz de Arias, futura baronesa de Zahara.

– ¡No me lo puedo creer! –exclamó María medio escandalizada y medio divertida.

–Sí, supongo que es raro de creer, pero es la verdad.

– ¿Y por qué no te gusta tu prometido?

–Bueno, la verdad es que no le conozco.

– ¿No le conoces? Entonces, ¿no le has visto nunca?

–No, nunca. Ni siquiera recuerdo su nombre y si me lo dijo mi padre, que supongo que lo haría, no lo retuve en la memoria.

– ¿Cómo sabes que no te va a gustar?

–Pues… porque es un viejo.

– ¿Un viejo? –María estaba anonadada. Sabía a quién se refería, además hacía días que no se dejaba de hablar de otra cosa en el campamento, en la hacienda, en el pueblo…

–Sí, lo es. Tiene veintiocho años. Es un anciano.

– ¿Cuántos tienes tú?

–Acabo de cumplir los veinte hace unos días, por eso mi padre me obliga a casarme. Solterona me llamó…

María se rió con una estrepitosa carcajada.

– ¿Te llamó solterona?

–Sí, ¿te lo puedes creer? ¿Acaso todas debemos casarnos con quince años?

–Yo me casé con veintiuno, mi padre también me metía prisa.

– ¿Cuánto hace de eso?

–Unos meses.

–¿Tienes mi edad?

–Más o menos –sonrió.

–Pero pareces más madura.

–Supongo que la vida que llevo me hace parecer mayor.

– ¿Tenéis hijos?

–Estoy esperando –sonrió.

– ¡Eso es maravilloso!

–Sí, lo es, aunque las primeras semanas fueron horribles –recordó a la vez que se llevaba las manos al vientre–. ¿Sabes, Carmen? Te ayudaré. Guardaré tu secreto, pero me tienes que prometer que te pensarás lo de regresar a casa, enfrentarte a tu padre y darle una oportunidad a tu futuro esposo.

–No sé apenas nada de él, solo que ostenta algún cargo en la Guardia Civil.

–Sargento, ¿no?

–Podría ser, ¿cómo lo sabes?

–Es la comidilla de la comarca. Todos te buscan.

–Supongo que al no ser algo común, la noticia se ha extendido como la pólvora.

–Sí, así es como se ha extendido.

– ¿Cuánto vais a tardar? –las interrumpió Álvaro con voz ansiosa.

–Ya hemos acabado. Come algo –le dijo María a Carmen–, y después iremos al río a asearnos.

–No pienses, ni por un instante, que voy a permitir que vayas al río con ningún otro hombre que no sea yo.

–Vamos, mi amor, el chico es tímido.

–Me da igual, esto no tiene discusión, María. Montés lo acompañará.

María miró a Carmen y notó que esta se quedaba de piedra, pero no podía hacer más que arriesgarse.

–Tú –la increpó el bandolero enmascarado–, en diez minutos te vas al río con Montés. Más vale que te des prisa en comer algo.

–Sí, señor –balbuceó con la voz estrangulada.

La dejaron a solas en la cueva. No dejaba de pensar en busca de una posible alternativa, alguna manera de escapar, ¿pero cómo? Estaba encerrada en una casa cueva, en lo más profundo de la serranía, en un poblado repleto de bandoleros que, según narraban las historias, no dudaban en disparar si se sentían en peligro y, además, no sabría a dónde ir. Así que no cenó nada, tan solo esperó a que su verdugo la acompañase a asearse.

–Vamos, niño –la llamó Alejandro con voz afilada.

¿Por qué ese hombre al que no conocía mostraba rechazo hacia ella? Durante todo el camino no le habló, no la miró, no hizo otra cosa que bufar a sus espaldas como un toro a punto de embestir. Notaba cómo el escaso vello de su nuca se erizaba con cada uno de sus resoplos. Aún no había podido verle la cara pues, igual que el otro al que llamaban el Caballero, se ocultaba bajo un antifaz, ¿pero quién era ella para juzgarle si también se ocultaba?

Tal vez si le pedía que se volviese de espaldas sería suficiente para tener algo de intimidad y lo peor que podría pasar era que le viese el trasero. Todo se centraba en que no la viese de frente. Pero además había otro problema más, ¿cómo iba a disimular su larga melena dorada?

Algunos bandoleros llevaban el pelo algo largo y recogido en una cola baja, a la altura de la nuca, pero no podía peinarse de esa forma porque la melena le llegaba más abajo de la espalda. Había tenido serios problemas para poder ocultarla bajo el pañuelo… No se lavaría el cabello esa noche, por más que le apeteciera, debería dejarse el odioso pañuelo incluso para dormir. En otro momento trataría de escapar a solas al río o pediría a María que la acompañase y vigilase a su espalda mientras se frotaba la suciedad que envolvía su hermoso y sedoso pelo… Tendría que hallar la oportunidad perfecta porque lavarse bien el cabello y dejar que luego el aire lo secase le llevaría al menos una hora si no más.

También se daba cuenta de que no podría permanecer mucho tiempo en ese sitio porque tarde o temprano se darían cuenta de que no era un hombre. Seguramente con la luz del día sus formas femeninas se harían más que evidentes. Su única aliada era María, debía aferrase a ella e intentar que la ayudara de una forma u otra.

–Aquí es –la interrumpió la voz de Montés.

Al escucharle se dio la vuelta, tímida, quedando justo frente a ese hombre grande y corpulento. La luz de la luna apenas lo iluminaba, pero incluso así pudo vislumbrar un rostro atractivo. Tenía unos profundos ojos castaños, tanto como lo era la noche que los rodeaba. Su nariz, recta en otro tiempo, ahora estaba algo torcida, sin duda a causa de algún golpe.

Recordó aquella vez en que el doctor de la familia le había colocado la nariz a uno de los hombres de su padre que había recibido la coz de un potrillo. La nariz que le había quedado se parecía a la de Montés. Observó otra marca en la frente y una pequeña cicatriz sobre el labio superior, un labio bien dibujado y algo más fino que el inferior, que era muy carnoso, apetecible, tanto como para darle un pequeño mordisco y probarlo… un poco.

Sus pómulos, marcados, encajaban en su mandíbula cuadrada y apreció el hoyuelo que partía su barbilla en dos. Era alto, musculoso y muy serio, demasiado. No debía de tener muchos más años que ella, pero aun así parecía mayor, cansado, con una carga demasiado pesada a pesar de su amplia espalda. Perdida en sus pensamientos no había pronunciado palabra alguna, se había limitado a analizarlo.

– ¿Por qué me miras así, muchacho? –increpó ofendido.

–Lo siento, señor –contestó bajando la cabeza avergonzada, pues sabía que ese comportamiento no era propio de un chico–. Me preguntaba si no le importaría esperar aquí; soy algo tímido.

–Hablas sin fuerza, como una niña –replicó más malhumorado–. Ve a asearte, tampoco tengo ninguna intención de mirarte, si fueras una mujer… ¿Pero a un chiquillo imberbe? No, gracias.

–Muchas gracias –dijo Carmen mientras se retiraba a toda prisa hacia el río.

Alejandro estaba enfadado consigo mismo. No había podido dejar de mirar embelesado al chico mientras este le miraba y esa sensación había vuelto a aparecer en su entrepierna. ¿Tal vez sus gustos estaban cambiando?

No pudo evitar observar al joven mientras se apuraba hacia el río. Su forma de moverse era tan sinuosa, tan femenina… Se quedó embobado mirando su trasero, tan atrayente que no pudo evitar imaginarse agarrando esas nalgas, redondas y prietas, que se pegaban tan bien al tejido del pantalón. Se relamió al pensar en su tacto suave, dulce y apretado.

– ¡Demonios! –exclamó irritado.

¿Cómo era posible que se sintiera atraído hacia ese chico? Era pequeño, menudo, estaba cubierto de suciedad… y aun así había algo que… ¡Nada! ¡Paparruchas! Lo que pasaba era que hacía demasiado tiempo que no estaba con una mujer, demasiado. Y esa necesidad iba a hacerle estallar, incluso lo obligaba a fijarse en chicos.

Cabeceó y se dio la vuelta. Encima de pordiosero, era remilgado. Lo odiaba, ¡menudo mamarracho! No quería que le mirase, ¿acaso quería mirarlo y por eso estaba enfadado? No, se negaba a creer que fuese por eso. ¡Maldita su estampa! Ya no sabía nada, incluso dudaba de su sexualidad, ¡esto era lo último! Sin poder resistir más se dio la vuelta para encontrarse con el perfecto y redondeado trasero del chico desnudo entrando en el agua. Su silueta era tentadora, la espalda menuda, sin músculos, la cintura estrecha, demasiado para ser de un hombre, los glúteos altos y prietos, los muslos tersos, llenos… No podía dejar de contemplarlo, fascinado, ni de excitarse. Tenía un serio problema: su entrepierna le apremiaba, le suplicaba que fuese hasta el río y poseyera ese trasero que lo volvía loco y le secaba la boca.

Tentado estuvo de hacerlo cuando el joven se agachó y dejó más expuesto su trasero, que parecía invitarle. Pero mantuvo la compostura, se dio media vuelta malhumorado y se obligó a no mirar más. Sentado de espaldas como estaba, no dejó de torturarse con la situación. No podía evitar imaginarse mordiendo ese magnífico culo, masajeándolo y lamiéndolo. El problema era que pertenecía a un hombre. Y eso le hacía dudar.

Él, Alejandro Pérez, sargento de la Guardia Civil, Montés, bandolero encubierto e hijo del barón de Zahara… ¡Si su padre pudiese adivinar lo que estaba pensando en ese momento! No podía más. Debía poner distancia entre el jovenzuelo y él pues se notaba a punto de hacer una barbaridad.

Se levantó y se marchó sin decir nada más. Llegó al campamento con un humor de perros y se dirigió hacia la primera mujer que vio, una de esas que siempre merodeaban por el asentamiento buscando algo de atención. Esa noche la tendría. La agarró de la mano y se la llevó a su cueva.

El Caballero presenció la escena y se preguntó dónde estaría el muchacho. Se acercó hasta el río y lo vio vestido, esperando de pie en la orilla mientras el agua pasaba lentamente a su alrededor.

–Acompáñame –le increpó–. No sé qué le has hecho a Montés, pero mejor mantente alejado, parece ser que no eres santo de su devoción.

–Sí, me doy cuenta, me ha dejado solo. No sabía cómo regresar, así que he preferido quedarme aquí y esperar a que alguien viniese a buscarme.

 

 

Alejandro no podía creerlo; la mujer tampoco. Se había levantado airada de la cama y le había dedicado una mirada reprobatoria como recompensa por su maltrecho servicio. No había podido, no había sido capaz. Solo podía ver en su mente ese trasero que lo había trastocado. Ni siquiera había podido hacerle el amor a esa atractiva hembra que tan dispuesta estaba para él.

Le había resultado imposible. Su miembro se había puesto rígido como un palo ante la visión del muchacho, sin embargo en compañía de la mujer, nada. Como muerto. Pequeño y fláccido… ¡Odiaba a ese jovenzuelo! La aversión era tan grande que sentía deseos de estrangularlo… sí, de apretar su hermoso trasero entre sus rudas manos y poseerlo.

Se llevó las manos al rostro, derrotado. Definitivamente, algo se había estropeado en él. Mejor sería beber hasta olvidarse del asunto y después tratar de dormir a pierna suelta.