Capítulo 22
Álvaro estaba nervioso, enfadado y a la vez divertido. Sus invitados empezaron a llegar temprano y solo tenían quejas. Los bandoleros de la zona habían asaltado todas las diligencias que habían podido y los habían desplumado.
No quería reírse por las exageradas anécdotas que contaban de ellos. Ahora resulta que sus hombres medían tanto como un árbol y llevaban armas de una envergadura parecida a la de un caballo. Pensó que ninguno de los jóvenes que María había invitado podían hacerle sombra a su amigo Alejandro y comprendió que ese era precisamente el plan: mostrar a la joven Carmen que no había un hombre mejor y más adecuado para ella que su prometido.
Los invitados fueron llegando poco a poco a la casa solariega. Ocuparon las habitaciones y llenaron la hacienda de continuas risas y charlas. Carmen no quiso salir de la habitación. Estaba nerviosa, no dejaba de repetirse insistentemente que se había equivocado.
¿Qué pasaría si no encontraba a ningún candidato que estuviese a la altura de desbancar al que su padre había elegido? ¿Se presentaría su prometido a la fiesta? No se había atrevido a preguntárselo a su anfitriona, pero no pudo dejar de darle vueltas a la cabeza pensando eso. Aunque todos llevaran disfraz, un hombre de esas características no podría ocultar su barriga, su papada y sus verrugas, ¿verdad?
Lo tenía claro: si se encontraba aunque fuese de lejos con alguien que encajara en la descripción, huiría de su lado. No iba a permitir que le pusiera una mano encima ni él ni nadie que no fuese… No, no podía seguir esa línea de pensamiento, lo suyo con Montés no era posible por más que le gustase la idea de pasar la vida junto a él. No podía ser.
Era noble y no podía ensuciar la pureza de su sangre. Su padre no se lo perdonaría, pero por otro lado, ¿sería tan terrible? ¿Merecía la pena que su padre estuviese contento y ella infeliz por el resto de su vida? No, no podía pensar así. Debía respeto a su padre y lo demás la condenaría al infierno… si es que no tenía ya un pie allí después de lo que había permitido a Montés hacer con ella.
Solo recordarlo le causó una picazón agradable entre las piernas y un rubor que calentó su rostro. Se asomó por la ventana. Le gustaban las vistas que se vislumbraban desde allí. Podía verse la magnitud de la hacienda, los hermosos y cuidados jardines y… y a Montés.
De nuevo estaba reunido con el duque. Le parecía raro que entrara y saliera de la casa con tanta tranquilidad… ¡Por todos los santos! ¡Era un forajido que tenía puesto precio a su cabeza!
No comprendía nada, pero supo por sus gestos airados y sus cabeceos que algo malo había sucedido. De repente, Montés subió a su semental con un salto ágil y se alejó a toda prisa. Ella se pegó más a la ventana para poder ver cómo desaparecía tragado por la espesa vegetación y se sintió desfallecer. No, no podía hacerlo, no sin él.
Su cuerpo reaccionaba con solo verlo y no podía sacárselo de la cabeza. ¿Tan malo sería entregarse a él aunque luego fuese de otro? ¿Podría, al menos, concederse una sola vez en los brazos del hombre que amaba?
Ángel entró en la casa y Carmen dedujo que iba a ver a Lola. Ese par de dos estaban locos el uno por el otro y no entendía por qué no estaban juntos, ¿qué se lo impedía? La clase social no, desde luego.
Escuchó cómo llamaban a la puerta de su amiga y sonrió. Ojalá ella tuviese la dicha de poder elegir al hombre con el que pasar su vida, entonces su elección sería fácil.
Lola abrió la puerta y se sobresaltó al ver quién estaba al otro lado. Ángel parecía furioso y a la vez preocupado. Eso provocó que se le hiciera un nudo en el estómago que le pesó y le impidió respirar con tranquilidad.
–¿Qué sucede? –preguntó sin más.
–Andrés te ha delatado. Carvajal sabe que estás aquí.
–¿Y eso qué significa?
–Significa que nuestras sospechas eran ciertas, pero nos equivocamos pensando que Carvajal iba a sacarle la información a Andrés por la fuerza. La verdad es que nos ha vendido.
–¿Qué? ¿Cómo ha podido tu hermano hacer eso? ¡Sois de la misma sangre!
–Ya no. Te quería y eso le ha empujado a hacerlo.
–¿Me quería? ¿Por qué? Nunca hice ni dije nada para alentarlo.
–¿Por qué? ¿Lo preguntas? Lola eres la mujer más fuerte, decidida y hermosa que pisa este mundo. ¿No entiendes por qué los hombres caen rendidos a tus pies? Y, cuando bailas… tu cuerpo hace magia con esos movimientos y entonces no somos capaces de pensar más que en hacerte nuestra.
–¿También tú tienes esos pensamientos?
–Desde el momento en que me dijiste que mis ojos eran del color de las tormentas. Cásate conmigo, Lola, hazme el hombre más feliz del mundo.
–Yo… –se detuvo, pero ¿qué podía perder? Además amaba a ese hombre que era tan diferente a los que había conocido–. Sí, Ángel, me casaré contigo.
–¿De verdad? ¿Lo dices en serio?
–Sí, claro que lo digo en serio –sonrió al ver su estado de excitación.
–Está bien. Esta noche haré que don José se acerque a la hacienda y nos case mientras los demás están en el baile.
–¿Esta noche? Pero… ¡no tengo vestido que ponerme!
–De eso me encargaré yo –sonrió dándole un beso profundo que hizo que sus piernas temblasen.
–Hasta la noche, mi Lola.
–Hasta la noche –contestó con la respiración agitada y una gran sonrisa que le iluminaba el rostro.
María se había despertado con dolores, pero no quiso decir nada para no alterar a Álvaro, bastantes preocupaciones tenía ya. Se levantó con cuidado y caminó para aliviar la tensión. Sabía que era algo normal, ya se acercaba la recta final del embarazo y a partir de ese punto todo serían molestias hasta que diese a luz.
Se puso un vestido ancho y se miró la tripa en el espejo. Estaba enorme. ¿Traería dos? Mejor no pensarlo. Si solo tener uno le asustaba, que fuesen dos… la aterraba. Dejó de darle vueltas a algo de lo que no podía estar segura y salió para ayudar al servicio a ir recibiendo a los invitados.
La casa bullía de actividad. Los invitados iban llegando y ninguno parecía feliz. María saludó a todos los que se fue encontrando y salió en busca de su marido.
–Buenos días, amor –la saludó él con una radiante sonrisa al verla. Su mujer siempre lo conseguía, era capaz de alegrar hasta el más tormentoso de sus días.
–Buenos días, mi Caballero –dijo devolviéndole la sonrisa–. ¿Qué pasa? Todos los invitados parecen… molestos.
–Sí, bueno… Nuestros hombres los han desplumado camino de la casa.
–¿Qué?
–Ya no tiene remedio.
–No, no lo tiene, pero que se preparen.
–María.
–¿Sí, amor?
–Alejandro la quiere para él, ¿te has dado cuenta?
–Ese era el plan.
–Espero que todo salga bien.
–Todo va a salir bien –dijo, antes de lanzarle un beso y darse la vuelta. Tenía mucho, mucho que hacer.
María se pasó el día por las cocinas, comprobando que todo estuviese en orden, pendiente de los invitados que llegaban y de hospedar a todos tras darles la bienvenida. Iba tomando nota mental de cada uno de ellos. No había ni uno solo que pudiese hacer sombra a Alejandro. Su plan marchaba de maravilla y estaba deseando que llegase la noche y con ella la fiesta para ver cómo se sucedían las cosas.
Carmen no quiso salir. Se pasó todo el día en su habitación e incluso pidió a Susana, la doncella de confianza de su amiga y anfitriona, que le subiera la comida a la habitación. Tenía el estómago revuelto y el cuerpo hecho un manojo de nervios. No había dejado de observar desde la ventana a cada uno de los invitados. Hasta ahora el único hombre que le había llamado la atención se había ido temprano por la mañana y no iba a presentarse en la fiesta por la noche.
Lola se reunió con ella en su alcoba ya entrada la tarde y la ayudó a prepararse para la fiesta. Recogió su dorada melena en un moño alto y lo adornó con horquillas con forma de flor cuyos pétalos eran del mismo color violeta que sus ojos.
María irrumpió en la habitación cargada con vestidos. Lola fue a ayudarla enseguida, no debía hacer tantos esfuerzos con un embarazo tan avanzado. Dejaron los vestidos sobre la cama y María miró a las dos sonriendo.
–Elegid.
–¡Son preciosos! –exclamó Carmen.
–Creo que este te irá a la perfección. Es del mismo color que tus ojos y los adornos plateados son hermosos.
–Sí, tienes razón –sonrió al colocarse el corpiño plateado con los ribetes en violeta. Las mangas eran cortas y de encaje y el escote dejaba ver algo más de sus pechos, pero estrechaba la cintura y cuando le colocaron la falda sus caderas se veían sugerentes.
–Estás preciosa –afirmó Lola–. No van a poder quitarte los ojos de encima.
–Sí, lo está –asintió María–. Toma, esto completará el conjunto.
María le tendió un antifaz color plata con unas plumas que lo adornaban del mismo tono violeta que los adornos del traje. Al ponérsela ahogó un suspiro, estaba realmente preciosa. No parecía ella.
–¿Esa soy yo? –preguntó con extrañeza.
–Sí, esa eres tú –dijo con una gran sonrisa.
–Esta noche vas a conseguir a más de un candidato –dijo Lola.
–Ahora te toca a ti –sentenció María.
–¿Yo?
–Tú también vas a asistir al baile. Todas vamos a estar en el gran salón de baile. Allí será más fácil que los hombres nos protejan.
–¿Hay algún peligro? –preguntó Carmen asustada.
–Parece ser que uno de los nuestros nos ha delatado. Le ha contado al capitán que Lola está aquí.
–¿Podrá entrar?
–No le sería difícil porque la casa está llena de extraños con máscaras, así que si se lo propusiera le resultaría de lo más sencillo.
María escogió un vestido con corpiño de tono rojo intenso, como eran los labios de Lola, y la falda de un negro brillante, como su cabello. La ayudó a ponérselo y le peinó el pelo oscuro en un semirecogido. Las puntas largas y rizadas le cubrían parte de la espalda. La máscara iba a juego con el traje: era negra y tenía a la izquierda una flor hecha del mismo material y de color rojo que imitaba a una rosa.
Cuando Lola se vio tuvo una sensación similar a la de Carmen. Se veía hermosa. Se sentía guapa, atractiva. No parecía ella y no pudo evitar sonreír. Alguien tocó a la puerta. María abrió y recogió un paquete que Susana le traía.
–Lola, es para ti.
–¿Para mí?
–Eso dice la tarjeta.
Lola lo cogió con manos temblorosas y abrió la pequeña misiva, en la que había una nota:
No puedo creer que esta noche, al fin, vayas a ser mía.
Tuyo, tu Ángel.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de Lola al leer esas palabras que tanto significaban para ella, y se acrecentó cuando abrió la caja y sacó lo que contenía: un precioso mantón negro con flores rojas bordadas. Era un trabajo delicado sobre un encaje suave y hermoso.
–Vaya, parece que tienes a un enamorado rondándote.
–Es de Ángel –confesó–. Vamos a casarnos esta noche.
–¿De verdad? –preguntó María casi en un grito.
–Sí, me lo pidió y he dicho que sí.
–Te lo mereces. Te va a hacer muy feliz, ese hombre te adora.
–Lo sé. Sé que es uno de los buenos, de lo que no estoy segura es de si yo soy lo bastante buena para él.
–Nunca dudes de eso –le dijo María acariciando sus hombros desnudos.
–Es tan bonito –las interrumpió Carmen con los ojos llenos de lágrimas–. Espero que seas muy feliz.
–Tú también lo vas a ser, de eso nos vamos a encargar nosotras.