Capítulo 11
Ángel había terminado de dar clase a los chiquillos. No había estado centrado, se había pasado todo el día meditando. Pensaba en ella, en esa extraña y aparentemente frágil mujer de curvas generosas y ojos que parecía miel líquida. Unos ojos tristes que guardaban en sus profundidades secretos que él deseaba desvelar.
Se sentía atraído por ella de una forma extraña, incomprensible. Hacía mucho tiempo que una mujer no llamaba su atención y, en el momento en que la tocó para sacarla de la casa del cerdo que la tenía retenida, el calor lo abrasó.
Lola aún no lo sabía, pero iba a ser suya. Conquistaría ese ajado corazón para sí y lo sanaría. No había sentido nada parecido por ninguna otra mujer desde… bueno, desde Luisa. Su pérdida lo dejó sumido en un profundo pesar y estaba seguro de que Carvajal había tenido algo que ver, pues nunca había ocultado que se sentía atraído por ella y cuando la encontraron deshecha en el bosque él no pareció sorprenderse.
Habían pasado cinco largos años desde aquel momento y ahora en su corazón había vuelto a renacer la esperanza de poder ser feliz de nuevo.
Era consciente, aunque Lola no hubiese dicho nada al respecto, de todo lo que ese cabrón le habría hecho pasar. Era un maldito hijo de perra que no iba a volver a ponerle una de sus miserables manos encima, antes lo mataría con sus propias manos y no soltaría su grueso cuello hasta estar seguro de que su corazón había dejado de latir.
A lo lejos vio la figura imponente e inconfundible de Montés y se acercó hasta él. Estaba domando un precioso semental. Tenía magia en las manos, era capaz de calmar al más bravo de los animales.
–Mon… Alejandro –lo llamó.
Alejandro dejó al animal por un momento y caminó con paso seguro hacia la valla que separaba el recinto de doma del resto de los dominios de la gran hacienda.
–Ángel –saludó.
–¿Has descubierto algo? –preguntó en voz baja.
–Sí, está buscando a Lola desesperadamente. Aunque el cabrón no dice nada estoy seguro de que usa el dinero de mi futuro suegro para buscarla a ella.
–¡Hijo de perra!
–Voy a estar al tanto de todo cuanto descubra. No te preocupes, la mantendremos lejos de ese cerdo.
–Y de tu prometida, ¿sabes algo?
–Sí, que se ha escapado porque no quería casarse con un viejo. ¡Te lo puedes creer! ¿Yo? ¿Un viejo?
Ángel no pudo evitar sonreír abiertamente ante la cara de enfado de su amigo, que en respuesta le dio un fuerte codazo en las costillas.
Carmen se despertó con los ojos rojos e inflamados, se había quedado dormida unos instantes. Se sentía cansada e incómoda, agobiada por todo lo que se le venía encima. Deseaba saber qué iría a hacer Álvaro después de saber quién era. ¿Estaría dispuesto a ayudarla?
Esperaba por su bien que sí, confiaba en María y esta parecía estar muy segura de cómo actuaría su marido. Se acercó a la ventana y observó a Montés con el otro joven al que llamaban Ángel. Ambos hombres se reían y su corazón se aceleró un poco cuando creyó que Montés miraba en dirección a ella. Se alejó de la ventana, asustada, cuando tocaron con suavidad a la puerta.
–Carmen, soy María, abre –susurró.
Carmen caminó hasta la entrada y descorrió el pestillo para abrir la pesada puerta y encontrarse de frente con una María todavía más radiante.
–¡Dios Mío! ¡Estás horrible! –exclamó.
–Gracias –musitó.
–Lo siento, no quería…
–No importa, lo sé. No he podido dejar de llorar.
No se molestó en mentir, no serviría de nada, era más que evidente que había llorado sin cesar.
–No llores, todo se arreglará. Haremos que todo termine de la mejor manera posible para todos, ¿de acuerdo?
Carmen asintió pero le faltaba convicción. En esos momentos no estaba segura de que su amiga pudiese lograr algo que para ella era imposible.
–Escucha, he trazado un plan.
–El duque, ¿va a ayudarme?
–Sí, no te preocupes, él nos apoya. Vamos a celebrar una gran fiesta que durará una semana entera. Tardaré unos días en prepararlo todo: enviar las invitaciones, preparar las habitaciones, llenar la despensa, adornar la casa… Hay mucho trabajo por hacer, pero me ayudarás. No te perderé de vista, serás Carmelo durante este tiempo. Debemos tener mucho cuidado con tu cabello, tus ojos y tu pecho, así que he pensado en disimularlos más y he traído algunas vendas. Cuando la fiesta esté lista y preparada aparecerás y serás mi prima lejana, Prudencia de Ayala.
–¡Mi padre lo descubrirá!
–No, no lo hará, porque a la fiesta solo vamos a invitar a caballeros y damas sin compromiso, que tengan más o menos tu edad, con la excusa de que necesitas amistades mientras dure tu estancia.
–Pero lo que de verdad haremos será buscar un marido para mí, ¿verdad?
–Eso mismo, así que mientras preparamos todo has de ser muy cuidadosa. Creo que será mejor que pases tiempo en el poblado, los hombres de allí son descuidados en cuanto a los detalles, excepto Montés. Mantente alejada de él. Es suspicaz e inteligente. Además, si dices que te sientes atraída por él… Será mejor que te mantengas lejos, no queremos que te eches a perder.
–¿Echarme a perder? Tranquila, no pasará nada. Seré Carmelo, así que ¿qué peligro podría correr?
En ese momento Carmen supo que no deseaba mantenerse alejada de ese hombre que la llamaba con su misteriosa mirada. Volvió a acercarse a la ventana y observó cómo continuaba con el semental. Al verle se preguntó si estaría incluido entre los invitados, pero enseguida se dio cuenta de que no era posible. Él era un bandolero, un forajido fuera de la ley, nunca estaría en la lista de invitados, por más amigo que fuese del duque.
–¿Por qué le llaman Montés?
–Porque es como un gato montés: atractivo, sigiloso, inteligente y peligroso.
–Sí, creo que ese nombre es adecuado para él.
María empezó a explicarle cómo actuarían y ayudó a Carmen a esconder bien su largo cabello color miel. Suavizó sus redondeados pechos bajo unas vendas que les puso alrededor. Cuando hubo acabado de vestirla, parecía un poco más hombre. Luego usó unos polvos oscuros para ensombrecerle la barbilla y dar así la sensación de una barba que amenazaba con asomar, y le ensució de nuevo las uñas y la delicada e impoluta piel de las manos para evitar sospechas.
El plan de María implicaba que fuera fuerte y permaneciera rodeada de bandoleros, algo que Carmen dudaba ser capaz de lograr en esos momentos, pero María le prometió que Álvaro cuidaría de ella y, cuando este no estuviera allí, Montés se encargaría de su custodia.
Aunque con reticencias, pues no se veía con ánimo de quedarse sola en el campamento, Carmen aceptó el plan de su amiga.
–No voy a ser capaz –susurró.
–Sí, lo vamos a conseguir.
–No voy a poder soportar estar allí sola, rodeada por todos esos hombres y con la mirada enfadada de Montés clavada en la nuca constantemente.
–Está bien, vamos a necesitar la ayuda de otra mujer.
–¿De las rameras?
–No, ellas bastante tienen con lo suyo. Se lo diremos a Lola.
–¿A Lola?
–Ella comprenderá mejor que nadie tu situación, nos ayudará.
Carmen sopesó sus posibilidades y sabía que no se podía hacer otra cosa. Si deseaba librarse de ese compromiso lo único que podía hacer era casarse, y si encontraba un buen partido su padre no se enfadaría tanto con ella, o eso esperaba.
De esa forma se despidió de María, que prometió ir a visitarla con frecuencia y la acompañó hasta las caballerizas.
–Montés, lleva a Carmelo de vuelta al campamento.
–¿Tengo que hacerlo?
–Sí, tienes que hacerlo, no ha traído montura –mintió–, así que cabalgará contigo.
Alejandro se enfadó, ¿iba a tener que llevar al mocoso con él? Sin ganas extendió la mano y agarró la del joven. El tacto de su piel le erizó el vello y se odió por volver a percibir ese extraño sentimiento por el joven.
Durante todo el camino ambos estuvieron muy callados, demasiado. Alejandro se concentraba en respirar y dejar de sentir todas las sensaciones que lo confundían. Sentir a ese muchacho era… ¡maldita sea! Era placentero de una forma indescriptible, tenía ganas de abrazarlo… ¡A otro hombre! ¡De forma íntima! Resopló molesto y se movió en la montura tratando de separarse del joven.
Carmen, habladora por naturaleza, comenzó a sentirse incómoda. No entendía por qué María había mentido respecto a su montura, aunque quería creer que todo era parte del plan para mantenerla a salvo. Y a eso tenía que añadir la actitud de ese hombre hacia ella y la sensación de estar de nuevo dando círculos sin sentido. No pudo aguantar más sin decir nada.
–¿Nos hemos perdido, señor? –acertó a decir, pues Montés le asustaba un poco.
–No, no nos hemos perdido. ¿Por qué lo preguntas?
–Porque parece que damos vueltas sin sentido.
–Vaya… Parece que no eres tonto después de todo.
–Gracias, señor… supongo.
–Sí, damos rodeos para confundir las huellas. Si la Guardia Civil sale a cazarnos no sabrá qué camino seguir, pues hay huellas en todas direcciones, por eso hacemos un trazado confuso cada vez que salimos o entramos al campamento.
–Tiene sentido, es muy inteligente por vuestra parte.
–Aún no sé cómo diste con nosotros.
–No lo sé, vagabundeé varios días y de repente ahí estaba, mirando una pequeña llama y siendo encañonada… encañonado por un bandolero.
–Lo siento si te asusté.
–Sí, me asustó mucho. ¿Por qué no le gusto? –se atrevió a preguntar.
–No lo sé, tan solo hay algo en ti que no me agrada –mintió, pues la verdad es que sucedía todo lo contrario, lo que le molestaba era el sentimiento que nacía en él cuando lo tenía al lado.
Carmen se quedó triste ante la contestación, pero agradeció que fuese sincero. Se quedó en silencio, no estaba segura de poder decir algo más sin que las lágrimas la delataran.
–Estarás a salvo, lo he prometido y siempre cumplo mis promesas.
–¿A María?
–Al Caballero.
–Parece un poco… reservado. Tiene suerte de tener a su lado a María, es una gran mujer.
–Tiene muchas cosas en la cabeza, se preocupa de todos. Y sí, María es una gran mujer.
–Se les ve muy enamorados –comentó, y al momento se preguntó «¿Por qué habré dicho eso?».
–Sí, algunos tienen suerte, otros no pueden elegir y han de conformarse. ¿Sabes? –dijo de repente más tranquilo, volviendo la cabeza para verla–. Estuvo a punto de perderla. Nunca he visto a un hombre lleno de tal impotencia y rabia… Todo por el miedo a perder a la mujer que ama –al decirlo sonrió por primera vez, una risa auténtica que iluminó sus ojos.
Carmen no supo qué decir. Estaba hechizada por su mirada, no era capaz ni de respirar y sabía que debía dejar de mirarlo así, los hombres no miran así a otros hombres, pero ella era una mujer y ese hombre la atraía con la misma fuerza de la que hacía gala.
–Ella es todo para él –murmuró–. Es lo que deseo para mí –confesó sin saber por qué.
–No te rindas, tal vez lo obtengas –musitó a su vez.
–Eso espero.
Llegaron al campamento sin pronunciar ninguna otra palabra. Carmen seguía afectada por esa mirada que le había llenado el corazón de un calor desconocido. Había pasado el resto del viaje luchando contra sí misma para no tocar la espalda ni los brazos de Montés…
Al entrar en el campamento, Carmen vio varios caballos atados a los árboles y otros que pastaban con libertad. La escena era parecida a la que contempló el primer día. Atardecía, los hombres tocaban las guitarras y las mujeres bailaban sacudiendo con sus movimientos acompasados sus cabellos oscuros adornados con hermosos claveles, los primeros de la temporada.
Una de ellas en particular se movía como mecida por el viento. Era elegante y llamaba la atención de todos. Era Lola. Sonreía disfrutando de la música y a Carmen le pareció una mujer muy hermosa.
Bajaron del animal y Carmen se acercó a la luz de la candela despacio, para no llamar la atención, y sin poder dejar de mirar a Lola. Todos parecían felices. Unos fumaban, otros lustraban los trabucos, algunos movían las cazuelas que había al fuego… Le parecieron una gran familia y probablemente así se sentirían.
Cuando Montés llegó a la hoguera, varios hombres se acercaron a él y depositaron en el suelo el botín con el que se habían hecho. Monedas y joyas brillaron gracias a la luz del fuego. Montés repartió algunas monedas entre los hombres y puso las demás en un pequeño saco de terciopelo.
–Ángel –le llamó–, lleva esto mañana al pueblo, a don José, que lo reparta entre los que más lo necesiten.
–Está bien, Montés, lo haré. ¡Tú, el nuevo! –gritó a Carmen–, deja de mirar a Lola. No me gusta cómo la miras.
–Es que es tan…
–Sí, lo es, por eso va a ser mía –repuso feroz.
–No me gustan las mujeres –contestó airada.
Cuando Carmen vio cómo la miraban Montés y Ángel se dio cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Trató de rectificar, pero sabía que ya nada de lo que dijera la salvaría de que pensaran que era afeminado y que sus orientaciones eran diferentes.
–¿No te gustan las mujeres? ¿Eres un desviado?
–Quise decir que no me gusta Lola en ese sentido, es solo que baila con tanta pasión…
–Sí, en eso te doy la razón, esa mujer es de pura raza.
Alejandro miraba al joven molesto. No era capaz de comprender por qué siempre se sentía así a su lado. Aquel era un sentimiento fuerte que se empeñaba en quedarse dentro y hacerle sentir cosas que estaban por encima de cualquier entendimiento, como la necesidad de protegerlo o, en ese mismo momento, ganas feroces de abrazarlo, besarlo y… ¡Dios! Ya estaba otra vez duro como una roca… Tenía que poner fin a eso. Tenía que largarse de allí.
–Ángel, reúne a los hombres, nos vamos de caza.
–¿A quién vamos a cazar?
–A Carvajal. A estas horas irá de camino al burdel, a ver qué nos cuenta.
–Está bien, ¡vamos de caza! –gritó a los hombres.
–Tú quédate detrás de nosotros. Mira y aprende el negocio.
Carmen sintió que le fallaban las piernas. ¿Pretendían llevarla a asaltar a Carvajal? ¿El mismo hombre que la estaba buscando para entregarla a su padre? Pero ella no parecía ella, ahora era un joven desviado atrapado entre feroces hombres con un extraño sentido del honor. No supo qué decir para evitar acompañarlos, así que se montó en uno de los caballos y los siguió en último lugar para evitar que Carvajal, por una extraña casualidad, la reconociera.
La ruta para salir del enclave del campamento hasta el camino principal, por donde pasaría sin duda el carruaje del capitán, fue de nuevo un intrincado lío de pisadas en círculos hacia todas las direcciones posibles. Carmen caminaba en silencio para pasar inadvertida mientras sus compañeros mezclaban sus susurros con la fresca noche.
Sin darse cuenta, una montura se fue quedando atrás hasta que se colocó a su lado. Su corazón empezó a latir con fuerza y estrépito y se llevó de manera involuntaria la mano al pecho para calmarlo. Sabía quién se acercaba: Montés.
–Mantente alejado de mí –murmuró con una frialdad que erizó el escaso vello de su cuerpo.
Carmen quiso hablar, decir algo, preguntar por qué… Sin embargo fue incapaz de hacer nada más que tratar de respirar y controlar el peso que llenaba su estómago y amenazaba con derribarla del semental.
Para Carmen pasó una eternidad hasta que todos los compañeros detuvieron el paso y se ocultaron en la espesura del bosque. Ella decidió hacer lo mismo y los imitó guardando las distancias.
Todo estaba en silencio, roto tan solo por el ulular de alguna lechuza y el zumbido de los insectos. De repente el golpeteo de cascos de caballos rompió la quietud y puso en alerta a sus compañeros.